La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Djuna Barnes, delante y detrás del espejo agosto 9, 2008

 

 

       Le poète, conservateur des infinis visages du vivant.

       René Char

 

 

 

En la segunda década del siglo XX, aparecen dos obras fundamentales para lo que entendemos como novela de ideas: Contrapunto, de Aldous Huxley y Los monederos falsos, de André Gide.

Aunque podamos pensar ingenuamente que Gide contiene ya a Huxley, una diferencia crucial los aparta: Gide, como lo hiciera Mallarmé  con respecto a la poesía, aspiraba a una subversión que no se abstuviese solamente a los límites del proceso literario; la preocupación de Los monederos falsos, además de formalista, era metafísica (“lo trágico moral que hace, por ejemplo, tan formidable la frase evangélica: “Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis?” Eso es lo trágico que me interesa”, Gide, 132).

La apuesta de Huxley, en cambio, se circunscribía a un terreno específicamente novelesco. La primera de las nociones que impulsa a Contrapunto adelantaría en casi 30 años a la Beat Generation: “la musicalización de la novela. No a la manera simbolista, subordinando el sentido al sonido. Pero sí en gran escala. En la construcción. Meditar sobre Beethoven. Los cambios, las bruscas transiciones. Más interesante aun las modulaciones no solamente de un tono al otro, sino de modo a modo. Se expone un tema: luego se desarrolla, se cambia, se deforma imperceptiblemente hasta que, aunque continúe reconociblemente igual,  se ha hecho totalmente diferente.” La segunda, que diese título a la obra, no sería más que consecuencia de la primera, “argumentos de contrapunto. Mientras Jones asesina a su esposa, Smith empuja el cochecito del niño en el parque. Se alternan los temas (…) Considerar a los acontecimientos de la historia en varios aspectos: emocional, científico, económico, religioso, metafísico, etc. Modulará de uno al otro; por ejemplo, del aspecto estético al aspecto psicoquímico de las cosas, del religioso al psicológico o al financiero. Pero acaso sea esta una imposición demasiado tiránica de la voluntad del autor. Algunos pensarán así” (Huxley, 490-491).  

Los lectores más avezados sospecharán algún dejo barroco en Huxley; Contrapunto sacrificaría la primera idea en favor de la segunda; el cumplimiento de ambas conllevaría más que una pretensión novelesca, una poética. Habría que esperar a Jack Kerouac para la ejecución de la segunda. Kerouac, sin embargo, obviaría la primera.

 

 

Una novela de ideas puede tomar diferentes caminos: o bien es contenedora de un background teórico independiente a la construcción del proceso novelesco (de alguna forma, todas las novelas tiene un sostén ideático, desde el Satyricon en adelante, y más aún, una ética particular) o bien albergar las claves de ese mismo proceso en el interior de la novela (Huxley, Sarraute, etc).

El Bosque de la noche (1937), de Djuna Barnes, no se contentaría sino con poner en riesgo muchas de las funciones anteriormente mencionadas.  

Novela de lo musical, novela de lo sensorial, novela de ideas, novela poemática o de contrapunto, todas se nos aparecen como nomenclaturas vanas frente a la tentativa de Barnes.

Es una pena que cada vez que se invoque su nombre o el de su coetánea Anaïs Nin se lo haga exclusivamente para ahondar los aspectos eróticos o sexistas de sus obras. Estas líneas intentarán siquiera no caer en esa comodidad.

Creo que con el tiempo vamos recuperándonos de esa trivialidad de creer en una literatura femenina; cuando digo trivialidad, digo desprecio o reducción facilista. Alguna vez leí, no recuerdo dónde, que el gran mérito de la obra de Emily Brönte era haber sido escrita como cierta vigorosidad masculina. Entonces detesté la calificación y aún hoy sigo haciéndolo. No soy un gran lector de Brönte, su obra máxima nunca me pareció maravillosa, aunque Bataille haya sacado unas páginas magníficas al examinarla. En todo caso, me contentaría creer que la vulgaridad romántica de Emily Brönte acabó con aquella categoría infame y que, desde entonces, las mujeres pueden inscribirse en iguales condiciones que los hombres en el viaje de la literatura.  

En El Bosque de la noche, Barnes se atrevería a plantear las técnicas con las que fuese atravesada muy buena parte de la narrativa ulterior: superposición de planos, ausencia de asunto o de un hilo argumental preciso, la descripción como símbolo de un clima  mental* más que como elemento exclusivamente pictórico, pero muy por sobre todo, una concepción de los personajes que ya no los inscribiese como meros artífices de la acción del relato, sino como voces que, al pronunciarse,  llenaran todos los niveles que hacen al racconto novelesco.  

No obstante, la apuesta de Barnes no es por una ejecución simplemente polifónica; el proceso, me digo, se me antoja especular y aún más complejo.

Acaso lúdico, acaso espontáneo, un objetivo secreto sobrevuela las páginas de El bosque de la noche. Algunos supondrán la idealización; yo, la épica de la leyenda.

El caso no nos es inusual. Pensemos en la reescritura del romanticismo (¿hay algo más romántico que el surrealismo?) que se llevaba adelante desde principios del siglo XX; pensemos, en última instancia, que André Breton sólo diez años antes ya había escrito Nadja y que 1937 es el año de L’amour fou. La primera obra revelaría una nueva comprensión de la amada; la segunda, concedería la llave de su secreto (“La beauté convulsive sera érotique-voilée, exploisante-fixe, magique-circonstancielle ou ne sera pas”)

¿Nos resultaría Nadja un poco anodina sin lo mágico-circunstancial que se teje en torno a ella? ¿Qué implica su figura sino una manera de verla, acaso de interpretarla? ¿Se acerca al panteísmo Breton? ¿Y Djuna Barnes? Lou Reed escribiría en 1983, “no legendary love is coming from above, it’s in this room right now and you’ve got to fight to make what’s right”.

Robin, Nora, Félix, personajes de la obra de Barnes, constituyen más que un elenco de subjetividades, un círculo de influencias mutuas, polisémico y especular. Víctimas y victimarios de la mirada propia o ajena, no son definibles sino a través de la alegoría o el silencio. Revelan aún, me atrevo a postular, una vuelta de tuerca superior: no comportan en sí mismos certeza alguna más que narrativa o imaginativa (“como si sólo tocaran las dos notas importantes de una octava, la grave y la aguda” Barnes, 141); no son susceptibles más que a la sugestión. Unos y otros aspiran sólo a  perderse en su fantasma del otro y en el propio; se arrojan contra el espejo del otro y la imagen los devuelve otros; y en ese otro que vuelve, en la doble o múltiple visión que vuelve, todo es refutable y no, todo es imposible y no, todo es otredad y no. Todo es ambigüedad.

 

“La mujer que se presenta al espectador como un “cuadro” compuesto y acabado es, para la mente contemplativa, el mayor de los peligros. A veces, uno encuentra a una mujer que es bestia en trance de hacerse humana. Cada movimiento de esta persona se reducirá a la imagen de una experiencia olvidada, espejismo de una boda eterna proyectado sobre la memoria racial; una alegría tan insoportable como lo sería la visión de un antílope bajando por una arboleda, coronado de azahar, con un velo nupcial y una pata levantada en actitud temerosa, caminando con el pálpito de la carne que se hará mito; al igual que el unicornio no es ni hombre ni animal disminuido sino ansia humana que comprime el pecho contra su presa. Esa mujer es la portadora de gérmenes del pasado; delante de ella nos duele la estructura de la cabeza y la mandíbula; nos parece que podríamos comérnosla, a ella que es la muerte devorada que vuelve porque sólo entonces acercamos la cara a la sangre que hay en los labios de nuestros antepasados” (Barnes, 1937, 51)

 

Ser, pero siempre en transición, en permanente evolución, en perpetua metamorfosis. Ser eternamente, pero ser  ansia humana, ansia de devenir y acaso no totalizarse jamás. Sujetos al reflejo, a la proyección, al actuar en un campo tensional de ambivalencia incorruptible, los hombres y mujeres de Djuna Barnes naufragan en la marea de la noche y en la noche de la literatura. De la  primera sabemos que todo es sugestión; de la segunda, que todo es incierto.

 

 

M.A

 

 

*la idea es de Jaime Rest.