La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

La impaciencia del gatillo (fantastique) febrero 1, 2009

 

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No es nada novedoso afirmarlo: lo fantástico no implica sino cierta naturalidad para ser convincente y valerse como tal. Es lo que lo han sostenido durante tanto tiempo y a lo que remiten algunas buenas lecturas valederas: Fantasy de Watson o la muchas veces insostenible tipología todoroviana.

Me esfuerzo, empero, por entender que dicha naturalidad ha de contar  en algún punto con lo atávico, con lo asombrosamente dado. Con ciertas lecturas que he hecho a lo largo de los años, supe pensar que esa naturalidad refiere a una sensación más que a una verosimilitud y que tal sensación actúa en consonancia con ciertos componentes telúricos, propios de las lenguas en los que se engendran, con cierta idiosincracia de poca pero llamativa evidencia. Pensar si, en algún punto, las ideas de un pueblo no se configuran en sus lenguas de tal manera que una lengua, al ser la manera de articular una descripción de la realidad, la gramática misma que la incorpora, la hace posible y la hace decirse en última instancia, no es sino generadora de ciertas recurrencias y por supuesto, de varias destrezas.

 

Me involucro en estas disgreciones para potenciar una sospecha: el sentimiento de lo fantástico parece estar consagrado a la sangre anglo-germana.

Pero algo hace que me detenga en este punto, acaso ser más definitivo: la naturalidad para con lo fantástico da visos a todas horas de ser asunto sajón.

Algo los separa del resto de los pueblos, un resabio, una impronta, una fervorosa tranquilidad para sentir el desorden de manera estética, difícilmente igualada. Extraigo alguna evidencia, la más convincente acaso: la risa. 

En el sajón, el humor no constituye una modificación de la realidad, sino la formulación de una segunda realidad paralela. Contrariamente, minusvalorar o herir la realidad en clave humorosa siempre ha sido asunto latino. El latino difícilmente ha sabido reírse de sí mismo mas que asumiendo lo dramático del acto; sabe del peligro del ridículo, que éste es ineludible y que su huella es atroz. El sajón, en cambio, no accede al ridículo, su risa suele ser impersonal; asume un distanciamiento tal con lo parodiado que permanece incólume. Cuando el sajón ríe de sí mismo, el objeto empieza ya a ser otro. Tal vez sea por eso los pueblos de raíz sajona rara vez comulguen con el pesimismo.

 

Sólo los sajones pueden darse el lujo de no asumir en absoluto la culpa y distanciarse de tal modo que nada les prodigue el desamparo ético. Frente a la misma circunstancia, el latino sólo puede detentar la ironía, mas no la distancia. La risa de la sangre latina es un sembrado de paradojas sobre lo dado. La risa sajona es lo dado, ergo, la formulación de la paradoja. A causa de esta diferencia, en cada momento en que pueblos tan disímiles entre sí como españoles, italianos y franceses se toman en serio sus convicciones, imponiéndose lo riguroso de un principio, siempre lucen ridículos o bien falsos. De ahí que un filósofo como Miguel de Unamuno suscite la compasión más que el crédito con su temor frente a la muerte, que el romanticismo francés no tenga acaso virtud más que lingüística o que Goya se haya atrevido a caricaturizar lo irracional antes que develarlo. El romanticismo inglés y alemán no sólo fue almado, sino además almático. El alma alemana no sólo siente el rigor mortis, sino que además batalla contra él, es capaz de sentir fidedignamente la tragedia porque ésta le es prácticamente imposible a su normalidad. En sus años de romanticismo, Alemania e Inglaterra supieron recoger verdaderamente el sentido griego de lo trágico; Francia, en cambio, no pudo sino adaptarlo a los primeros esbozos de lo que sería luego el existencialismo y la enajenación de las ciudades; lo romántico francés revelaba un personal y árido declive: el spleen baudelaireano.

 

El ámbito del alma latina es la desgracia. El alma latina convive con la desgracia, pervive en medio de las sombras, y no puede más que ofrecerla sino en todas las circunstancias en las que actúa. Desconfiar de la realidad es norma y norma es juzgarla insoportable. El sentimiento de ennui, de spleen, jamás habría podido ser sajón. Jamás el agotamiento existencial podría darse en pueblos en los que el fervor es siempre religioso y la culpa, cósmica.

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Nicolai Gogol

La venganza posible del latino habita en el ser. Los dioses de la antigüedad grecorromana eran parte de la cotidianeidad, y allí habría de tomar cartas su justicia. El sajón forjó también una mitologia, pero por más que implica una acción en lo cotidiano, consuma un dominio propio, lejos del mundo de los hombres. Su inserción es ocasional y acaso maligna. Duendes, elfos y fantasmas son criaturas del orden de lo puramente legendario. Los dioses sajones –en la mayoría de los casos, el dios sajón- participa sino en lo alto y está fuera de las decires y haceres de los hombres.

 

 

Me valgo de esta elucubración. En muy buena parte de las letras modernas, en el nunca estricto territorio de lo fantástico, no ha habido una auténtica forma latina de asumir la fantasía; siempre ha parecido ser réplica a lo sajón. El caso resulta evidente desde un inicio: Hoffman tuvo su siempre tan rauda apropiación francesa, Théophile Gautier. Gautier fue un extraordinario poeta y un gigantesco escritor de relatos, pero todo aquello que era natural en Hoffman, empieza a desnaturalizarse con Gautier, siendo en mayor o menor medida equilibrado desde la razón. Un poco más tarde la cuestión pareció zanjarse: Edgar Allan Poe no buscaba ya el mero entretenimiento, el asombro frente a lo paranormal, sino que intentaba ir hasta el fondo de las cosas, explicarse qué pasa cuando aquello que ocurre es extraordinario. Hablo lógicamente de fantasías modernas a partir de Baumgarten. El nombre propio de Miguel de Cervantes sería inadecuado en este desarrollo.

 

Pero aún, me digo, resiste un olvido: llego a darme cuenta de que muy diferente fue la forma de percepción de lo fantástico en la sangre eslava. Todo aquello que se entiende como natural en las letras inglesas y alemanas, todo lo que deviene terror o asombro inmediato, es acaso aún más simple y grato en Gógol: la super-naturalidad de lo fantástico. “Todos nosotros hemos salido del Capote de Gógol,” declaró Dostoievsky en algún momento. Super naturalidad, y tan intensa que, muy a menudo y muy justamente, se nos antoja como una forma de realismo. Nicolai Gógol inició con La Nariz, en 1835, un terreno nunca antes abordado con tanta sapiente destreza. 

 

 

Los relatos de Novelas de San Petersburgo  tuvieron mucho de sátira social, pero aún más de delirio. La cuestión acaso estribe en hasta qué punto la sátira y lo irreal pueden confluir alegremente en un relato. La sátira propiamente dicha alienta una didáctica, una resolución posterior en el lector, y acaso haya sido el terreno más fuerte de lo sajón; aún hoy, en las letras inglesas, difícilmente haya podido escribirse algo tan cruel, lascivo y grotesco como Modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país, de Jonathan Swift. Gógol es satírico en tanto se sirve de la caricatura y del lugar común, pero su función, entiendo, es otra: comprender que, en el ámbito privado de los hombres de San Petersburgo, la aparición de una nariz dentro de un pan es absolutamente posible y aun necesaria. Habríamos quizás de hablar de una extraña cruza entre la sátira y la fantasía, pero hablaríamos necesariamente de Gógol. No obstante, la vocación por los géneros refiere a una partición  siempre abyecta; sabemos con mayor o menor ingenuidad que todos los géneros son comodidades del lector.

 

Referí anteriormente a la fantasía y a la risa, dos maneras fieles de describir a Gógol sin sumarlo a un inmenso archivo de categorizaciones. Pienso que, en todo caso, la risa rusa trabajó siempre en un sentido diferente de lo latino y de lo sajón: forjó lo increíble para crear la parálisis y el desorden, no la paradoja. La risa rusa es la carcajada incesante ante lo inaudito, lo no recomendado, y su manera de sentir lo irreal no se abstiene de localizar una anomalía que altere el ámbito cotidiano, sino por el contrario, se trata de suscitar la anomalía desde un principio y que ésta prodigue, a su vez, una nueva realidad. 

 

 

 

«Pues está duro,» dijo para sí. «¿Qué podrá ser esto?» Metió los dedos y sacó… ¡una nariz!»

 

 

 

Entiendo que esta anomalía difícilmente se soporta como una infracción al orden de lo comprensible; más bien, comienza un nuevo orden dentro del cual todos los actores en torno se vuelven, a su vez, anómalos, actores que no acceden en momento alguno al displacer o al descrédito: creen sin más que una nariz puede pasearse en carruaje por la ciudad y ser consejero de Estado. Marco este breve pasaje:

 

 

 

«No consigo comprender absolutamente nada -contestó la nariz-. Explíquese mejor.

«Muy señor mío -pronunció Kovaliov dignamente-: no sé como interpretar sus palabras… Creo que la cosa está perfectamente clara… O, es que quiere… ¡Si usted es mi propia nariz!

 

La nariz se quedó fija en el mayor y frunció un tanto el ceño:

 

-Está usted equivocado, señor mío. Yo soy yo. Y entre nosotros no puede haber ninguna relación estrecha. A juzgar por los botones de su uniforme, usted debe servir en otro departamento.»

 

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La sangre eslava siempre combinó procesos humorísticos de difícil enunciación. Frente a los ardientes monólogos del padre Karamazov no podemos sino sentir cierta empatía: la tragedia deviene grotesca ya que se exacerba hasta lo inverosímil. Lo recurrente en la risa y la fantasía rusa han sido las modificaciones, el carnaval, el cambio de roles; cómo los unos pueden ser los otros y cómo, a su vez, pueden ser siempre los mismos, cómo todos podemos ser cualquier cosa y cómo cualquier cosa (una nariz, por caso) puede completar todo un círculo de significaciones desde el orden de lo irreal, hacia el orden de lo real. Si podemos hablar de super naturalidad de la fantasía en torno a Gógol, lo hacemos precavidos en todo caso, con la secreta sospecha de que bien pudo ser todo un juego hábil, que Gógol entendía que la realidad se resiste y sufre nuestras creencias mucho más de lo que pensamos, que los órdenes lógicos no son tan impermeables como parecen ser. Gógol asumió la fantasía como algo más que una sátira, como algo tan cotidiano como urgente y tan risible como contaminante. Gógol creyó, en todo caso, en la fantasía como en un revólver ansioso, de gatillo impaciente, listo para inmiscuirse y desmontar lo absurdo de todos nuestros actos, lo ridículo de nuestras seguridades. Y reirse de todo.

 

Las extensiones, creo, han sido evidentes: Gógol abre la brecha para otras fantasias naturales tan sugestivas y acuciantes como La Metamorfosis, de Franz Kafka.

 

 

 

 

M.A