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Trilogía para una trilogía: la literatura, el azar y la ciudad marzo 24, 2010

Filed under: Literatura Norteamericana — laperiodicarevisiondominical @ 11:48 am
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Se ha prodigado ya mucha tinta escribiendo sobre el escritor y “su” ciudad; no son tantos escritores después de todo los que merecen el honor (o el escarnio) de que se los asocie con una ciudad determinada. Joyce y Dublín es un buen ejemplo, Baudelaire y París, qué duda cabe; Arlt y Buenos Aires, se me ocurre, Dickens y Londres, Gogol y San Petersburgo. Estas y algunos más son las parejas que emergen de ese modo como pares insolubles, como componentes indiscernibles de un todo literario. No resulta indigno de esa lista, al menos según mi forma de ver el asunto, Paul Auster y su relación con la ciudad de New York.

 

 Se sabe que La Trilogía de Nueva York es un libro borgeano escrito en los términos de Fitzgerald con una perspicacia y una tenacidad propia de Balzac; no es este tipo de exploración lo que más me interesa para este escrito. Descuento la lucidez del argumento mismo, el equilibrio monstruoso de sus palabras y sus bastidores; doy por cierta también la suprema habilidad de Auster para demorar la información central de la trama, su tremenda puntería a la hora de elegir los momentos exactos con cuentagotas, puntería realmente inusual incluso para los grandes escritores. Pero no es nada de esto lo que aprovecha a las líneas que siguen sino más bien una sencilla conjetura: La trilogía de Nueva York está basada (o cimentada, o estructurada, ignoro cuál es el término adecuado, si es que existe alguno) en otra trilogía, compuesta por la literatura – o la escritura en general, el simple acto de escribir –, el azar en tanto rector indescifrable del paseo humano por la existencia y la ciudad considerada como perverso tablero de juego de dicho azar. Vaya esta trilogía como homenaje a la original.

 

 

I – La literatura: todos los hombres tienen algo que escribir

 

 Antes o después me quedaré sin palabras, ¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número de palabras dentro

 

 Es indudable que uno los “Hilos de Ariadna” que recorre y coagula a la Trilogía de Auster es la literatura. Claro que en este punto hay que intercalar la siguiente apreciación: la literatura en este contexto es la escritura, una escritura de sí y de los otros – aunque más bien de sí, y no estamos ante un detalle menor –, una escritura maniática y misteriosa a la vez. Eso es: la manía y el misterio, los dos elementos centrales de cualquier religión.

 

La escritura como religión; cuántas veces habremos oído de eso, cuántas se nos habrá figurado la comunión de los términos entre página y página de algún genio atribulado. Lo sagrado en Auster es secular y sagrado a la vez; un misterio que está allí, en la superficie de las cosas, en apartamentos enclavados sobre la atestada ciudad. Un misterio que de tanto mostrarse no puede verse a simple vista.

 

La literatura se parece a la religión en la Trilogía; se asemeja en esas interminables cadenas de despersonalización (que suponen la irresponsabilidad pero que acaban a menudo en la culpa más enferma), en Quinn-Wilson-Max Work-Auster, en Negro-Henry Dark-Fanshawe, en la curiosidad aturdida que despierta la escritura del otro, del oculto, de aquel cuya genialidad no estaba destinada a hacerse pública. También la escritura se torna religiosa cuando el que observa, el que persigue, no puede otra cosa que erigir a su vez la escritura de esa sigilosa persecución. Esa escritura fragmentada, apenas referencial, es de algún modo la escritura-de-la-escritura, una archi-escritura, una suerte de protocolo para la escritura central, siempre subrepticia, intocable. ¿Será casual que en el centro de lo que podríamos llamar el “universo literario” se halle un libro invisible, oculto o tal vez – por qué no sospecharlo – sencillamente inexistente? No lo creo; aún tratándose de Auster, el lacayo predilecto del demonio Azar, no lo creo. Me resulta más apropiada la situación como una metáfora de la literatura misma. Quizás como su definición.

 

Unas pocas líneas más arriba hablé de una “persecución”; si existe un tema (o un gesto) que pesa aún más que lo literario en la progresión de la Trilogía es, para llamarla de algún modo, la “actitud detectivesca”. Salvo que en realidad literatura y escudriñamiento son inseparables. Lo dice el propio Auster en Ciudad de Cristal, primera parte de la Trilogía: “El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables”. Auster cuenta entre sus rasgos principales al azar y a esta obsesión por los detectives y su analogía (¿o identidad?) con los escritores; esta conjunción resulta en principio paradójica: si es el azar el que lo rige todo (y Auster se encarga de repetirlo cada diez páginas) ¿qué viene a hacer el detective? ¿Es posible acaso “investigar” o “perseguir” al azar? ¿Es probable averiguar algo de él? No creo que Auster presente una respuesta categórica e inmutable a través de sus obras; de lo que sí estoy convencido es de que en esas preguntas se juega toda la literatura (y la destreza) de Auster como novelista.

 

El escritor como detective. No es la primera vez que se ha visto: podríamos remontarnos a Homero siguiendo los pasos de Ulises y desde allí avanzar citando nombres de los más gloriosos en la historia literaria. La particularidad en el caso de Auster es que en la Trilogía reduce (sin que este término implique una valoración) a la literatura misma al rango de actividad detectivesca. La literatura debe ser un ejercicio detectivesco, ninguna otra cosa puede ser. El escritor es el que rastrea algo o alguien, el que debe armonizar nuevamente al mundo en cada caso, el que junta los pedazos de lo roto o misterioso para al menos inventar una figura plausible que lo ensamble. Naturalmente, el concepto de “verdad” se resiente en este punto: tanto la literatura como los papeles del investigador naufragan cuando quieren llegar a la verdad o transmitirla. “La única verdad es que no hay verdad”: podríamos sin dudas investirlo a Auster de un escepticismo pirrónico de ese estilo, aunque no creo en verdad que sea la aproximación más exacta. Auster parece traslucir mejor en sus libros que la verdad no importa en lo más mínimo. El escritor, al igual que el detective, debe hallar algo perdido, o mejor dicho lo perdido y fragmentado, para restaurarlo.

 

No es casual en este sentido que Stillman o Dark o Fanshawe estén poseídos por algún delirio místico, consternados por pasajes de la Biblia o convencidos de que toda la literatura (sobre todo la propia) es “mierda”. Escribe Auster: “¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?”

 

El caso más explícito al respecto es el del primero, Stillman. Él cree que la caída original del hombre es también la del lenguaje mismo; de acuerdo con esto, él mismo como escritor, y con él todos los escritores, la literatura misma, debe restaurar el lenguaje o como dice Stillman, crear “un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo”.

 

Ahora bien ¿es esto posible? Y de ser posible ¿es útil? ¿Realmente la búsqueda de un nuevo lenguaje, reconciliado con el “mundo” y con las “cosas”, aportaría algo a la humanidad o al corazón del hombre?. Auster parece decir que no; por lo menos escribe lo siguiente: “Quinn ya no sentía el menor interés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la tierra, sus esperanzas para la humanidad. Sentía que sus palabras habían quedado separadas de él, que ahora formaban parte del ancho mundo, tan reales y específicas como una piedra, un lago o una flor. Ya no tenían nada que ver con él. Recordaba el momento de su nacimiento y cómo había sido arrancado suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinita bondad del mundo y de todas las personas a las que había amado. Ya nada importaba excepto la belleza de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolía saber que no sería posible”.

 

La literatura, más allá de su rictus detectivesco y (mucho) más allá de sus aires redentores- místicos, es belleza, pura y simplemente belleza, la exigua y entrañable belleza de la que un hombre y una vida humana son capaces. Es en este sentido que todos los hombres tienen algo que escribir.

 

 

II – El azar: tanto si gusta como si no.

 

Ya cavilé algunas líneas sobre el azar en el apartado anterior; especialmente en su extravagante relación con la idea detectivesca. En la Trilogía alguien siempre está persiguiendo a alguien; es decir: vigilando, espiando, controlando, reconociendo. Pero ese alguien también está pendiente del azar y además (aquí reside la paradoja) consciente de la regencia de dicho azar.

 

Azar, halo, destino, predestinación…se sabe que los puristas insisten en cuanto a la precisión de los términos. Confieso: en la mayoría de los casos los purismos me resultan graciosos; tal vez penosos y graciosos a la vez. Y ese es uno de los casos que engrosan esa mayoría. Auster, por cierto, tampoco parece muy preocupado por deslindar las nociones sino que utiliza indistintamente los conceptos citados más arriba. Lo que sí sugiere el uso de estas palabras en la Trilogía es el predominio del término Azar, es decir, el más neutro, el menos ligado con una supuesta “misión” en el mundo. El azar, como fuerza operadora del universo todo, reparte de tal modo las “misiones” y los “papeles” de los seres que hablar precisamente de una “misión” determinada se torna nimio.

 

Ahora no podía hacer nada que no fuese una equivocación. Cualquiera que fuera su elección -y tenía que elegir- sería arbitraria, una sumisión al azar. La incertidumbre le perseguiría hasta el final” escribe Auster, y creo con firmeza que no es posible hallar una cita más eficaz, al menos en La Trilogía de Nueva York, para referir la noción de “azar” con la que se maneja Auster. No es ella la simple ristra de casualidades a las que llamamos de ese modo por desconocer sus causas; no se trata tampoco en modo alguno de un universo ciego pero placentero, repleto de sorpresas dulzonas o ambigüedades por el estilo. El azar en Auster está hecho con la materia del destino, pero no tanto en lo tocante a un hipotético cometido que cada hombre y cada mujer tiene en este mundo sino más bien en los caminos-en-sí que conducen a un cometido cualquiera.

 

En otras palabras: el azar de Auster no se obsesiona jamás con el contenido de los puertos a los que lleva sino con la estrecha franja de agua que media entre la herrumbrosa canoa y el puerto en tanto destino. Es en esa franja en donde se visibiliza la esencial perplejidad del ser humano ante las peripecias del tiempo y el espacio. Es en esa certeza – la de comprender que nada de lo que pueda hacer es más que una equivocación – en donde el hombre cae en la cuenta de estar vivo.

 

Será por eso que la vida, lo que realmente se llama una vida, en varias novelas de Auster se parece tanto a la desesperación.

 

Todo había quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. No había ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar” se lee en la Trilogía. Muchas veces el azar es identificado con el itinerario enloquecido y anárquico que las acciones emprenden entre los elementos del mundo; de ese modo se lo confunde con las acciones o los elementos mismos. “Es-azaroso-que-nos-hayamos-encontrado”, “Fue-fruto-del-azar-que-este-cartel-cayera-sobre-mi-automóvil” y cosas por el estilo; Auster insiste en no reducir el azar a esa dinámica. El azar es la falta de pistas, el vacío total, la incomparable incertidumbre que brota de la – no menos incomparable – certidumbre del vacío. Lo que ocurra por causa de ese azar es de menor importancia que el hueco; es este hueco que deja el azar (que es el azar) lo que nos mueve, lo que nos conmina a movernos.

 

El hombre, preciosamente atormentado por su racionalidad y su lenguaje, olvida que el acto más noble del que es capaz estriba menos en un cálculo o en una oración sintácticamente intachable que en un simple paso. El hombre debe andar, está hecho para andar; tiene que moverse para ser. De acuerdo con Auster debe moverse en el azar, pero – y aquí está la gracia del asunto – cada paso es imposible de deshacer, es definitivo a su modo, es inapelable: “Era el destino, entonces. Pensara lo que pensara, por mucho que deseara que fuese diferente, no podía hacer nada al respecto. Había dicho que sí a una proposición y ahora era impotente para deshacer ese sí. Lo cual significaba una sola cosa: tenía que seguir hasta el final. No podía haber dos respuestas. Era esto o aquello. Y era así, tanto si le gustaba como si no”. Esto o aquello, siempre es esto o aquello, así, de forma tan abstracta y despersonalizada. El “esto” o el “aquello” son estructuras formales que se pueden colmar con cualquier contenido, sea el suicidio del ser amado o nueve fetas de salchichón primavera descansando en la heladera. Esto o aquello, hasta el final, sin vuelta atrás, tanto si gusta como si no.

 

 

III – La ciudad: la evaporación del yo

 

No se trata precisamente de que New York no haya tenido narradores que la retraten o festejen. Que nos cuelguen a todos si no los ha tenido. Pero cualquiera sabe de la obstinación de Auster al respecto; Auster no se pretende a sí mismo “el narrador de New York”; lo dice en cuanta entrevista se le insinúe la cuestión, aduciendo que New York sólo es “el sitio en donde ocurren sus narraciones”, que no opera al estilo de un Dickens respecto a Londres, con sus descripciones y su tesón por la captación de la idiosincrasia del lugar.

 

¿Hay que creerle? Por mi parte, no suelo creer en la palabra de los escritores, mucho menos en la que se empeña en las entrevistas. Es cierto a su vez que quizás le falte sótano a las descripciones de Auster, que le falten detalles, que le falten alcohol, sexo, bibliotecas y barro. Es muy cierto, pero eso no invalida su candidatura sino que (tal vez, sólo tal vez) la refuerza en tanto adopta la mirada del ciudadano promedio. Se podrá objetar: “¿existe tal ciudadano promedio? Bla, bla, bla”. No sin una pizca de tristeza, todos sabemos que las preguntas de esa calaña son irremisiblemente retóricas. Todos sabemos del ciudadano promedio, están impregnados de la fragancia aséptica que llevan los automóviles hasta varios meses después de comprados, sus rostros evidencian la insufrible corrección de su alma, cada una de sus reflexiones están preñadas de cobardía y sonrisas de hombres buenos. Es el Mr. Jones de la canción de Dylan, Ballad of thin man, para más datos.

 

Los personajes de Auster, más enrevesados seguramente, más complejos y enloquecidos, menos frívolos en sus vidas cotidianas, sostienen no obstante una mirada similar a la del ciudadano promedio, cuyo punto de homologación estriba en la neutralidad, en la detención en la superficialidad. No es difícil entender el por qué de esta comunión, basta con remitirse a la actividad detectivesca referida más arriba. El detective, el que persigue algo, si bien debe ver allí donde los otros no ven, tiene la obligación de tratar a la ciudad, al contexto, al “horizonte externo” como diría Husserl, como una superficie, un tablero de componentes que se mueven en él con un número tal vez infinito de desplazamientos y combinaciones posibles. Únicamente a partir de un trato semejante con la ciudad puede desplegarse su actividad, únicamente a partir de una mirada neutral con el contexto puede observar lo substancial en el núcleo, si es que puede.

 

Claro que a veces esa mirada maquinal encuentra un punto de conmoción y se rompe, dando paso a lo otro, lo subterráneo, lo oculto a plena vista, una pesadilla digna de un cocainómano en abstinencia: “Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos. (…) Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Muchos son borrachos, pero ese término no hace justicia a la devastación que encarnan. Sacos de desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas y sangrantes, avanzan por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas. Dormidos en las puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en las aceras, parecen estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunos morirán de inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados o torturados”.

 

New York, como todas las grandes ciudades – y quizás más que ninguna en tanto es el colmo de las “grandes ciudades” – es una curiosa fusión de libertad e ignominia, cultura y asesinato, belleza y corrupción. Un genuino tablero infernal en el que las fichas se desplazan a toda velocidad pese a que parecen quietas. Los personajes de Auster a este respecto son ejemplares: por motu propio o forzados por la situación, locos de remate o apenas traviesos en lo intelectual, habitualmente son sedentarios, están quietos, agazapados en algunos casos, jugando a ser invisible como comprendemos claramente en La habitación cerrada, última parte de la Trilogía. Los que persiguen y los perseguidos, los vivos y los muertos, los sanos y los enfermos están quietos en la Trilogía; todo es cansino en ellos, todo es cercano. Auster maneja con decidida maestría este tipo de tensión. La ciudad, nada menos que New York (apoteosis de la ciudad moderna y desquiciada) se despliega en un vértigo que contrasta armónicamente – allí está la maestría endilgada anteriormente – con la postración de los personajes. La ciudad, y esto es aplicable a todas las metrópolis, se mueve a tanta velocidad y con tanto sigilo a la vez que hace de su propia escenografía y su propio ser una sorpresa cuanto menos. Los habitantes de la Trilogía, que conocen a la ciudad como a la palma de su mano, que están insertos en ella desde siempre, no pueden menos que asombrarse cuando “descubren” en ella a los restos miserables del progreso o, más fatalmente, de la reunión masiva de los hombres. Cualquiera de los que vivimos en grandes urbes entendemos de qué se está hablando.

 

Pero no es la única tensión que aparece en relación con la ciudad. Existe otra, íntimamente ligada a la anterior, quizás una y la misma, que sin embargo me parece aún más portentosa. Es la que se manifiesta entre la masa y el individuo. Apenas iniciada la Trilogía encontramos una declaración iluminadora al respecto: “Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo (…) Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más

 

El hombre no sólo se pierde en la multitud (y en la misma cabriola se deshace de ella y de su insoportable lastre) sino que se pierde él mismo. En la multitud ya no necesita pensar y de alguna manera regresa a un estadio puramente sensorial en el cual es un simple “ojo que ve”. El hombre en la multitud, de tanto remarcar su individualidad en pos de un corte con el hechizo popular, pierde incluso los vedettismos propios de cualquier “individualismo”, abandona al menos por un rato la mochila de encuentros, rechazos, recuerdos y vanos orgullos en que consiste por lo común una vida humana. La enorme ciudad de este modo se convierte en la llave maestra de la evaporación del yo; una evaporación que jamás se produce de forma completa, es posible, pero que al menos de a ratos proporciona el saludable vacío interior que narra Auster. Diez o quince minutos de paz, tal vez algunos más…quién se atreve a decir que no consiste en eso lo que llamamos “felicidad”.

 

 

 Mome

 

 

 

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