La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Variaciones Solari 2: Rapaces y finales noviembre 8, 2009

   

2009%5C8%5C15%5C339554-redondosLa obra de Solari, tal como hoy en día sigue profundizándose, comprueba como cualquier otra obra poética, además de un sistema de ideas, uno de figuras. Probablemente erre en esto último e infiera luego que ambos no son sino el mismo. El primero, el sostén ideático, se sobrepone sutilmente al segundo, dándole sentido a cada una de estas figuras. El segundo, que hace a lo descriptivo, a lo estético, y en último caso, a lo sensorial, es la cara entrevisible de la poesía, lo panorámico y lo focalizado, el detalle y su acomodamiento, la exactitud con la que una idea se expresa, el valor de cada palabra en consonancia con las demás para auxiliar el destino desesperanzado al que zozobra toda idea poética cuando no es expresada, no con claridad, sino con el exacto lenguaje que ella misma exige, para prevalecer en tanto idea y en tanto devenir de una idea en la imaginación de quien la interpreta.
 
No obstante, muchas veces el misterio que ocupa a la poesía se abstiene con cierto desgano de lo referido anteriormente. En poesía, la cara es siempre entrevisible. No refiero a que lo visible no sujete algún misterio – como lo sugirió alguna vez Wilde-; más bien, entiendo que lo visible y aún lo invisible no son sino pistas que nos conducen a algo que anida tan solo en nosotros y que está en nuestra voluntad despertar. Nosotros somos de alguna forma lo visible y lo invisible, lo creamos para aguardarnos al final de un camino donde hay un espejo que contiene nuestra imagen transfigurada. Quien entrevisiona se transporta allí donde el poema tiene lugar, allí adonde siente al poema. Quien entrevisiona: ve. El fruto, empero, al elucubrar, al malear la poesía, puede o no puede ser próspero. Es entonces donde nuestro «gusto» se establece; donde sabemos si un poema nos obedece o no, y nosotros a él. Escribió Lewis Carroll:
 
 «-Permitame -dijo el caballero con tono de ansiedad- que le cante una canción.»
 «¿Es muy larga?» -preguntó Alicia, que había tenido un día poéticamente muy cargado.
«Es larga» -dijo el Caballero-, pero es muy, muy hermosa. Todo el que me la oye cantar, o bien prorrumpe en llanto, o bien…»
«¿O bien qué?» -dijo Alicia al ver que el Caballero se había callado de repente.
«O bien no prorrumpe
 
Por fantasías como éstas, sabemos que la poesía repele explicaciones porque en ningún sentido ha de ser explicada. Ha de ser tan solo aquello que podamos aromar con alguna verdad. Insisto: sucederá o no sucederá, pero en cualquier caso será sin por qué. El poeta sufre el designio de esforzarse hasta el punto de llegar a convertir eso (un pulso desesperado, una noticia venida desde ningún lugar) en poesía; una vez detenido ese esfuerzo lo que resta es la proyección de la palabra, y no sus efímeras certezas, su alcance, y no su inteligibilidad. En todo caso, lo que podría comprobarse es un mecanismo doble: que la poesía oculte lo que necesita saber y sepa lo que está oculto; y que en esa contradicción, en ese trayecto de lo real a lo desconocido, el poema no entienda de revelaciones más que poéticas, así como el hambriento no entiende más que de hambres a la hora de comer. Entre el alimento y el hambre que lo reclama está todo. Antonin Artaud refirió alguna vez:
 
No me parece qué lo más urgente sea defender una cultura cuya existencia jamás ha salvado a un hombre de la preocupación de vivir mejor o de tener hambre, sino extraer de aquello que llamamos cultura las ideas cuya fuerza viviente sea idéntica a la fuerza del hambre. 
 
También en algún verso lúcido de Leonard Cohen se lee
 
Y un montón de poetas piojosos tratando de sonar como Charlie Manson…
 
Si el ahínco de la poesía exige hambres tanto como pulsión asesina, no deberá el poeta más que asumir el riesgo de un potencial imaginario empecinado en hacer del objeto sobre el que posa su mirada, el verdadero objeto que ve dentro de sí mismo con la mirada imposible con la que asesinaría o moriría de hambre. La mirada que no recompone al mundo, sino que vuelve a crearlo como si nunca hubiese existido.
Y para asombro de todos, lo bautiza «mundo,» antes de que podamos darnos cuenta. 
Ahora, ¿qué, quién es ese objeto para Solari? El objeto ha de ser tan angustiosamente filoso como la mirada que lo traspasa. El pulso hambriento debe -encarecidamente- traslucir su hambre; y debe comérsela luego. O debe, en todo caso, dejar que su objeto se lo coma. En suma, ¿dónde puede mirar este aislado pulso poético? En otros tantos pulsos aislados como él.
 
 
 
1008322Hacia 1986, Solari declaraba, “de prosperar en el tiempo este orden sistémico en el que vivimos, la personalidad más apta para la supervivencia es el psicópata. Quizá los psicópatas sean la desgraciada vanguardia de un nuevo sistema nervioso, aquel que va a poder soportar las rígidas tensiones del orden sistémico. (…) Para mí los psicópatas son héroes urbanos que no han tenido éxito en su relación con los demás.” No obstante, la figura del psicópata –el sujeto a todas horas más empático con respecto a un pulso poético alienado por «intentar sonar como Charlie Manson»- supone algo más que marginalidad y desenfreno; en su forma más que descarnada, excesiva, tal como la poética que se avecina a describirlo, el psicópata supone la diferencia, la anomalía, la voluntad de ejercer algún claroscuro al tan límpido horizonte del orden sistémico. El psicópata es aquel hombre que huele a revolver caliente, a error dulce, a bella dolencia de quien se abalanza sobre el vértigo de acometer, en la forma más absoluta que se pueda, algún tipo de realización humana de orden superior: la misma que el poeta se impone al imaginar. Dado que el orden prospera en la consigna “curar o matar” (Nueva Roma), ejercida en la más brumosas y ambiguas de las condiciones en las que un hombre pueda decidir («puede fusilarte hasta la Cruz Roja, nene, en esta vieja cultura frita«) gratificado por el beneficio del pasatismo, la frivolidad o en todo caso el olvido que hace del horror algo meramente sucedáneo («Pasó de moda el Golfo, como todo, ¿viste vos? / como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás«) el psicópata se embandera en vivir una suerte de redención personal que consiste en ir hasta adonde ya no puede irse, hasta el final del ejercicio de un cuerpo y un alma –como lo presumió Rimbaud– a través del cual alguna verdad le sea conferida. Es, en lo particular, “la mosca en la sopa,” pero consecuentemente, en lo general, “la mosca y la sopa,” la angosta brecha que se abre entre él y la coyuntura social que lo atenaza.
 
La apuesta por algún tipo de desobediencia sistémica se vuelve entonces urgente. La mansedumbre implica una absorción paulatina e invisible: la mosca formando parte del horizonte; la mosca, más que curada por haber dejado de molestar, contenta con lo que antes la molestaba. La mosca narcotizada por el peor jarabe: la culpa de haber sido lo que creía que debía ser. Se lee en algunas líneas de Cruz Diablo:
 
«Si el perro es manso come la bazofia y no dice nada.
¡Le cuentan las costillas con un palo a carcajadas
!”
 
Solari, gran lector de Norman Mailer, parece parafrasear las palabras de El Negro Blanco, al indicar que el apesadumbramiento de los vicios y manías de la psicopatía para su reinserción social, atemperan a la vez sus “cualidades más interesantes”, su potencial salvaje de acción, pero por sobre todo, su capacidad de diferenciación con respecto a los demás. El psicópata, invalidado de lo que le es intrínsecamente propio, es a duras penas un ser sintiente y mucho menos, el ser con la capacidad reactiva necesaria para resistirse a tal orden sistémico. Mailer apuntaba: “El paciente, de hecho, no percibe un cambio sino una prevención -logra ser menos bueno, menos malo, menos brillante, menos voluntarioso, menos destructivo, menos creativo. De esta manera llega a conformarse con la intolerable sociedad que hubo de crear su neurosis en un principio. No puede más que conformarse con el asco porque no posee ya la pasión para sentir asco con intensidad.” 
 
ESP-REDONDITOS-1 14-12-98En consecuencia, todo indica que la intención de Solari es en buena medida cristalizar la singularidad del psicópata sometiéndolo a situaciones límites, para que responda en todos sus pormenores, para hacerlo apretar el paso en los peligros «pocos sensatos» que esperan a aquel hombre capaz de cruzar la más delgada línea de la coerción social. Cristalizarlo en su arrebato («cada día veo menos, cada día creo menos, cada día veo menos -creo-, ¡menos mal!») en su apresamiento («preso como un animal, como un animal feroz, ¿así las cosas? La fiera más fiera… ¿dónde está?») o bien en su cura («Definitivamente limpio, definitivamente curado, ¡así también te ves bien! Ciego de felicidad, tu cerebro es un jabón; muchas veces, muy pocas veces, se te escapa un poquito el Diablo…¡así también te ves bien!») y suscitar así su cara más enfática, su color más vivo. Ennoblecerlo en su arrojo y su afán demencial de crear en este vida espacios de intensidad (ya no sagaces, ya no útiles) que el orden sistémico asigna tan solo a las excrecencias del ser. Mirarlo con desdén, con sorna, con alegría, con piedad, pero nunca abandonarlo a la corrección social que, por su atrevimiento, lo expondría indigno a los ojos de este mundo. Hombres capaces de liberar sueños que son venganzas, paciencias que son culpas, batallas secretas en el silencio de una vida que «cuesta la vida,» que precisan de la fuerza misma del dolor de toda una vida para llegar a algún tipo de concilio consigo mismas. Seres cuya rapacidad es un fin en sí mismo. Rapaces y finales.

Lo que en todo caso importa es un cierto tipo de intensidad. El sentido de una pasión viva que venga a explicarnos por qué deberíamos acometer nuestra vida con la fuerza del hambriento, del asesino. Por qué, si hemos de hacer algo en este mundo, debemos hacerlo acariciando los precipicios que se tienden dentro de nosotros. Por qué debemos ir hasta allí adonde nos está vedado ir.
Cuál es el fruto.
Explicaba en una de las primeras entrevistas que concedió Solari: «Si yo puedo hacer buenas cosas con vos, cosas que me conmuevan, difícilmente haya un precio mayor que la conmoción, sobre todo si yo estoy en esta vida para ser conmovido
 
 
 
M.A
 
 
 

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