La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Los Lúcidos – por Adolfo Aristarain marzo 31, 2009

Filed under: Cine,Teoría — laperiodicarevisiondominical @ 8:38 pm
Tags: , , , ,

 

                                                                                                                                                                web_21 

Cuando en Diciembre del 2008, La Periódica entrevistó a Adolfo Aristarain, en algún momento la charla viró hacia algunos escritos que Aristarian solía mencionar o bien, usarlos de apoyatura en algunas de sus últimas películas. Por entonces, desconocíamos que esos textos habían cobrado formato de libro bajo el título de “Cine y Oficios”, publicado por la editorial española Ocho y Medio. Aristarian, para satisfacer nuestra curiosidad, nos dejó los textos. Presentamos en esta ocasión Los Lúcidos, ensayo que, en buena medida, forma parte de su film Lugares Comunes.

 

 

 

 

 

Los Lúcidos

 

 

Por Adolfo Aristarain

 

 

El despertar de la Lucidez puede no suceder nunca, pero si llega, no hay modo de evitarlo. La conciencia alerta lleva  al conocimiento profundo del absurdo, del sinsentido de la vida, de la inutilidad de la lucha.  Todo esto vive aletargado por las rutinas cotidianas hasta que algo golpea, sacude y provoca la reflexión en voz alta y la amargura o la angustia aparecen, se manifiestan. Pero para que esto sirva hay que estar ahí en el momento justo para verla y tener además el coraje de aceptarla y romper conductas, de lo contrario todo parecerá seguir igual que ayer y que siempre: otra vez a vivir, aunque cueste, y a tratar de que no se note. Guardar la lucidez en un cajón de la mesa de luz para que no joda.

 

El Lúcido Adulto tiene una percepción de los hechos y un razonamiento tan veloz que hacen que se le revelen simultáneamente los motivos o las causas que han generado esos hechos.

Tiene conciencia clara e inmediata de los motores de la gente, de la mentira, de la hipocresía, de la verdad.

Su visión es total: es global y detallista al mismo tiempo.

No conoce la sorpresa. Como todo lo ve, puede percibir los mecanismos ocultos, desnudar los disfraces y ver detrás de las máscaras que usa casi toda la gente. No conoce el deslumbramiento que causa lo inesperado.

Siente cierto placer en comprobar que los hechos sucedan de acuerdo con lo que él ha sido capaz de prever, en que todo suceda de acuerdo a lo que su intuición le insinuó.

La lucidez le da la capacidad de conocer a la gente a primera vista. Casi sin cruzar palabra, la radiografía está hecha y es clara, perfecta y rara vez falla.

Ésta es una cualidad involuntaria, incontrolable, instintiva, intuitiva y no analítica. No es el resultado o la conclusión a la que se puede llegar después de una charla: es instantánea.

 

El lúcido conoce la naturaleza profunda de la gente en fracciones de segundo.

Así como cualquiera distingue el rojo del verde, el lúcido sabe si quien tiene enfrente es listo, tonto, fatuo, sensible, inteligente, genial o imbécil.

Este nivel de percepción (sensibilidad e inteligencia), recluye al lúcido, inevitablemente, en un mundo propio, solitario y aislado.

El lúcido necesita descansar, detener por unos momentos el funcionamiento de su lucidez. El refugio suele ser el arte.

El arte, como el deporte, tiene su propia lógica, una convención inventada y aceptada como natural. Sigue reglas claras y precisas que son entendibles y que se pueden abarcar, comprender, modificar. Hay límites para romper o respetar. Hay una dimensión humana, acotada, imaginable.

 

 

Cuando el lúcido consigue meterse en esto, consigue descansar. Está metido en lo opuesto a la vida. Disfruta de una certidumbre momentánea que sabe inventada pero  puede olvidar que lo sabe. Las artes y los juegos tienen la lógica que le falta a la vida: todo está ligado, relacionado, sigue un proceso ordenado y perfecto. La causa A tiene un efecto B, se puede prever o entender.

Con un grado de conciencia  infinitamente menor que el del Lúcido, el hombre común, inteligente o mediocre, siente también la atracción de estas disciplinas. 

Todo es coherente: las imágenes, las sensaciones, el pensamiento.  Cuando se juega o cuando se cuentan historias, todo tiene un origen, un motivo, un desarrollo lógico y una conclusión perfecta y aceptable. Desaparece la angustia que prohibe preguntarse «¿Por qué?». Las preguntas tienen respuesta, hay buenos y malos, hay premios y castigos, hay principio y fin, hay metas, hay resultados, hay tiempo, medidas, reglas, distancia.

Hay emoción sin riesgo, violencia permitida, muertes siempre ajenas. El hombre común siente que sabe, que es dueño de las respuestas, y aunque sea sólo por un rato y en un ámbito exclusivo, es un momento y un lugar al que se puede volver. El Lúcido sabe que es un juego que se ha permitido jugar.

Todo lúcido disfruta observando la Naturaleza. Es otro refugio eficaz.  Es lo único que lo sorprende, que lo maravilla. Percibe la lógica de causa y efecto pero eso es todo lo que puede llegar a entender. Le alegra profundamente no saber el motivo. Porque no hay motivo.  Siente el placer de no saber, de contemplar fenómenos de gran belleza pero sin premisa, sin motivo. El inmenso placer de contemplar el absurdo en acción sin tener que hacer el esfuerzo para explicarlo porque no existe explicación.

El lúcido vive acosado por el riesgo de saber demasiado y por la soledad resultante de sus cualidades.

El Lúcido no puede engañarse a sí mismo, no puede anular la actividad constante de su percepción.

Sabe que la vida no es un camino progresivo que empieza en un punto y se dirige hacia una meta. Sabe que no hay principio ni meta ni progreso. Sabe que la vida nace con la muerte adosada, que la vida y la muerte no son consecutivas sino simultáneas e inseparables. Sin muerte no hay vida, no hay urgencia, voluntad, placer, preservación de la especie, instinto sexual. Sin muerte no hay tiempo y sin tiempo no hay acción, hay inmovilismo. 

 

¿Cómo se puede vivir sabiendo esto, siendo tan lúcido, tan conciente de la precariedad del hombre? ¿Cómo se puede convivir con el Absurdo a una edad en la que es difícil protegerse con el cinismo? La lucidez no viene sola, viene acompañada por una fuerza vital, por una especie de motor que transforma esa conciencia, esa angustia, en energía. Esa energía, ese impulso, genera a su vez alegría, una sensación de orgullo por saberse capaz de vivir sin mentirse aunque duela.

 

 

 

El Lúcido conciente puede ser totalmente desprejuiciado, combativo.

Vive al límite de su mente y de su físico, empujado a actuar según sus convicciones anárquicas, nihilistas y despiadadas.

Es el vivo ejemplo de que la palabra puede ser un arma letal.

Está instalado con elegancia y naturalidad en la cuerda floja, ejercitando sin descanso la lucidez más brutal.

Destroza hipocresías sin aviso previo, como un perfecto salvaje.

Tiene un humor ácido, irreverente, pero humor al fin.

Tiene una gran capacidad de ternura, pero muy oculta, férreamente protegida, porque la sabe desmesurada al liberarla.

Como tiene plena conciencia de la finitud de las cosas y de su relatividad, nada consigue condicionarlo, nada puede hacerle seguir una línea de conducta: no acepta reglas ni normas.

Aunque le pese y lo sienta como un lastre, es humano y vive en una comunidad.  Esto le obliga a tener que ganar dinero para vivir. Trabaja a pesar suyo, pero trabaja poco, lo indispensable, en alguna profesión que le da placer y que le permite tomarse períodos de descanso cuando él así lo decide.

Desprecia el dinero, la propiedad, los objetos valiosos: sabe que es todo pasajero, circunstancial, ilusorio y mezquino.

Sabe que el trabajo y la rutina son mentiras que ayudan a creer que la vida es estática, que las cosas, las situaciones, las casas, los amigos, los amores, la familia, los muebles están hoy, ahora, mañana y para siempre.

Mentiras que ayudan a planificar el futuro, el status, el coche, la casa de campo, las vacaciones.

La gente puede vivir con felicidad y tranquilidad solo si se convence de que lo que tiene, lo que consigue a costa de dejar de vivir en serio y de no disfrutar del ocio y de no hacer lo que le gusta, es algo que va a poder conservar siempre. Esa gente tiene la sensación de que ha llegado a la meta.

Son algunas de las víctimas favoritas del lúcido.

El lúcido, cuando pierde la paciencia, no soporta al imbécil que tiene enfrente y dice lo que piensa con tranquilidad y desparpajo, actitud estética que acentúa la brutalidad de los conceptos enunciados.

No lo hace por crueldad o por maldad. Simplemente desprecia la piedad y se niega a participar del juego de la simulación.

Tampoco siente el orgullo de ser el único capaz de haber descubierto la verdad.  Está convencido de que la gente, íntimamente, frente al espejo, a solas, sabe lo que es.

La travesura del lúcido es quitarles las máscaras sin pedir permiso.

Suele elegir sus víctimas entre los que usan máscara para ganar, trepar, triunfar, dominar: obtener poder o cualquier otro objetivo igualmente despreciable por mercantilista.

 

 

 

El lúcido no ataca al que usa mascara por debilidad o timidez o simplemente pánico o por ser un escéptico automarginado que oculta su condición para evitar preguntas. Como considera que no intentan joder a nadie sino que sólo tratan de protegerse de la vida o de sí mismos (del conocimiento profundo que pueden llegar a tener sobre sí mismos), el lúcido los perdona, los ayuda y los respeta.

La costumbre compulsiva de arrancar máscaras no es socialmente bien vista. Genera reacciones en contra y ninguna a favor.

 

El lúcido está obligado a insertarse en la sociedad para subsistir, aunque su soledad sea irremediable, pero se crea enemigos que no le darán trabajo y alertarán a otros «enmascarados» para que no se acerquen al lúcido porque es peligroso.

Así puede suceder que le cierren las puertas necesarias para ejercer la profesión que ha elegido y que tenga entonces pocas chances para demostrar su talento.  Aunque casi siempre habrá otro lúcido que se cruzará en su camino y tratará de salvarlo o de protegerlo y ayudarlo.

 

El Lúcido que es capaz de vivir de acuerdo con lo que piensa es el único sucesor de los cowboys o de los gángsters del cine, el único y auténtico Fuera de la Ley (marginal, outsider)  que puede existir en el mundo actual.

 

El que roba, el que lleva armas, el que se enfrenta a tiros con la policía no es un Marginal, no está fuera de la Ley sino que está bien adentro, bien metido en el sistema. Tan metido está que hasta figura en el Código Penal y su castigo está perfectamente calculado, a tal delito tal cantidad de años encerrado. El asesino, el bandido, el ladrón o lo que sea está integrado a la ley y al sistema. Está explicado, entendido y castigado por la Ley. No está afuera.

Afuera sólo puede estar aquél a quien la ley no define porque no lo entiende, no lo detecta y por lo tanto no sabe cómo castigar.

El gángster o el ladrán no tienen ideología. Si la tuvieran serían guerrilleros y formarían parte de cualquier grupo extremista. Pero estos tampoco están afuera.  La guerrilla no mina las bases de un sistema que se extiende por el mundo con solidez indestructible, conseguida después de anular hasta la herencia genética del Homo Sapiens, el instinto de conservación, la solidaridad más elemental, la ética más primitiva y tribal generada por la conveniencia de unirse para luchar contra los enemigos y contra los elementos y así sobrevivir. 

 

A un sistema que consigue hacer que el hombre niegue su esencia gregaria y que lo convence de que el mayor logro es vivir aislado y que el mayor mérito es luchar solo, no se lo destruye fácilmente.

 

 

 

El Sistema necesita que lo ataquen, necesita ser enfrentado por individuos o minorías para justificar su aparato represivo y demostrar que es indestructible.

Todos aquellos que se colocan en la posición de merecer el castigo establecido por la ley no hacen mas que justificarla y permiten que el Sistema atemorice con el castigo ejemplar a los tímidos disconformes que son mayoría y les impida reaccionar.

El Gángster roba y mata para conseguir dinero, cuanto más dinero mejor. No está en contra del sistema, simplemente no está de acuerdo con el reparto de la riqueza. Quiere para él lo que tiene un millonario. Su espíritu igualitario termina en los miembros de su banda. No quiere cambiar nada, sólo le interesa conseguir el dinero que le servirá ( si no lo descubren) para vivir con un nivel que el Capitalismo sólo tiene reservado para sus mejores defensores.

 

El Lúcido no cree en la Ley ni en la Moral ni en ningún tipo de Regla o Dogma, pero no es tonto. Sabe que tiene que trabajar en la sombra, sin llamar la atención y sin que la Ley consiga clasificarlo.

El Lúcido puede llegar a destruir con simples palabras o actos no punibles a ciudadanos que son los pilares cómplices que sostienen al Sistema. Si se lo propusiera, podría dedicarse sólo a ellos, pero no le interesa. Sospecha que un cambio del orden político y económico no cambiará demasiado al hombre. Cree que su esencia está definitivamente corroida o agusanada.

El Lúcido no sólo es el verdadero Fuera de la Ley y potencial enemigo del sistema económico y moral que nos rige, sino que es, además, el más peligroso, porque tiene un poder destructor ilimitado.

Puede, según la víctima, no sentir piedad ni culpa. Se mueve libremente y si es medianamente atractivo y seductor, puede entrar en cualquier casa o fortaleza, y lo que es mas grave, en cualquier alma.

Sus armas son el decir la verdad, exponer lo que ha sido capaz de percibir en el otro sin metáforas, con crudeza e ironía. Para los que usan máscara, eso equivale a una bala de Magnum 457 en el pecho. Tiene la ventaja de la impunidad, ya que no corre el riesgo de que el sistema quiera aniquilarlo. Sólo debe cuidarse del odio explosivo de alguna víctima o de algún marido celoso.

Vivir aplicando la lucidez y haciendo uso de las armas que ella da es una actitud que genera conflictos, no sólo con las víctimas sino incluso con los que aceptan al lúcido y lo entienden y lo admiran. Que no son pocos.

El Lúcido se relaciona con intelectuales de su mismo nivel, que han guardado la lucidez en un rincón y viven de acuerdo con las normas sociales o tribales aceptadas: son los teóricos de la marginación.

 

 

 

Puede suceder que estos teóricos acepten, entiendan y compartan la postura anárquica del Lúcido, su desprecio por la burguesía, (a la cual ellos pertenecen por nivel económico pero no por ideología y se encargan de dejar esto bien aclarado en la primera oportunidad) su desinterés por el dinero, su falta de responsabilidad social, su coraje para negarse a tener casa propia. Si la tiene es una guarida y no una posesión preciada.

 

El lúcido tiene hábitos nómades, vive un tiempo en un lugar y luego en otro, en casa de amigos (que realmente se sienten amigos) que lo aprecian y que respetan su coherencia aunque ellos no tienen el valor necesario para vivir de acuerdo con lo que piensan y en cambio, respetan aquello en lo que no creen, se aferran a los bienes ilusorios y hacen que sus vidas giren alrededor de la tarea de conseguirlos o mantenerlos.

Aparece aquí el segundo gran engaño: la propiedad.  El primero es la Esperanza,  (Todo está mal, pero todo puede cambiar y mejorar. Pero no es necesario hacer nada, hay que confiar en la suerte o en el destino.) El sentido de la Propiedad nos convierte en Dueños de las cosas, de los objetos, de la gente. Se quiere poseer por el solo hecho de poseer, se tiene la ilusión de que lo que se posee se funde con el alma del dueño y forma parte de su persona. No se desean cosas, objetos o gente para usarlos o disfrutarlos durante el tiempo que estén con uno. Se quieren poseer para siempre. 

Aquí confluyen las dos grandes Mentiras. La Esperanza y la Propiedad  crean un espejismo al que alimentan y del que a su vez necesitan alimentarse: el tiempo futuro.  El Futuro tiene que dejar de ser condicional, un gran interrogante.  Es imprescindible anular la conciencia de que el único futuro es este instante que se está viviendo, porque ése es un grado del conocimiento que inmuniza contra la mentira a la vez que instala la noción de relatividad y permite cuestionar y destruir los falsos dogmas del Poder.

Para querer ser Dueño, para defender la propiedad, para tener Esperanza hay que creer en el Futuro y negar la muerte. Aquí vuelve a aparecer la religión aliada al poder, el hábil uso de la superstición y el temor sembrados en el campo de la ignorancia.

La lucidez, la conciencia de que todo es precario y relativo, se erige claramente en el mayor enemigo del Poder, de la Ley y el Orden, de las normas del Sistema.  Sin embargo, no es un enemigo peligroso.

 

El Sistema o el Poder atacan y destruyen rápidamente a quien intente oponerle un conjunto de normas, otro Sistema igualmente falso, basado en las mismas mentiras, pero que defiende otros intereses ajenos al del Poder establecido y que para existir, para lograr el cambio, necesita destruir el orden existente.

 

 

La Política y la Religión usan las mismas armas, necesitan de la credulidad, de la fe, de la aceptación de una filosofía hipócrita. Necesitan instalar el reino de la mediocridad para ser aceptadas. Para ser partícipe activo de la Revolución Socialista, para poder luchar contra el Sistema Capitalista sin que importe el tiempo que se empleara en implantar un orden social justo y  recurriendo a la violencia si fuera (suele ser) necesario,  es indispensable poseer una profunda conviccion religiosa.

El revolucionario tiene que armarse un esquema mental, una filosofía o convicción tan falsa como cualquier teología, para no permitir siquiera un atisbo de lucidez. Esto en el caso de que lo mueva a la acción la necesidad de implantar la justicia en el mundo. Si lo que lo impulsa es el placer de la acción y del riesgo, puede convivir con la lucidez.

La lucidez no es una amenaza para el sistema porque no puede propagarse, no puede hacerse masiva, ni siquiera minoria inquietante. La lucidez es conocimiento y lleva en sí misma la condición que la condena a ser aceptada por unos pocos: la angustia.

 

 

 

Correspondencia Rimbaudiana I marzo 27, 2009

Filed under: literatura francesa,Tentativas Rimbaud — laperiodicarevisiondominical @ 11:28 am
Tags: ,

 

 

Estimado M-,

 

                                                                                                                                                                rimbaud1 

He caído en la cuenta de que el tema que nos ocupa corre con tantas tribulaciones prematuras y empieza a desgajarse tanto que posiblemente acabemos ambos compareciendo ante ese lugar común de que sobre Rimbaud está todo dicho. De esta manera, aunque parezca no haber confrontación posible, me conmueve saber que el dictamen revela un secreto, que no es que se haya dicho todo por las innumerables biografías, estudios críticos y cuanta reseña pueda uno encontrar; más bien, todo está dicho ya que a Rimbaud, como a ningún otro gran poeta, le correspondió un crimen donde todas las huellas fueran borradas, o sea, un crimen perfecto. El resultado de ese crimen son los 150 años subsiguientes de literatura rimbaudiana, ya que todo lo que ocurrió luego de Rimbaud no pudo sino reclamarlo, consciente o inconscientemente. Éste es uno de los muchos significados del ser voyant, superar el tiempo, escribir para el futuro y dejar tan solo pastizales chamuscados a su alrededor. ¡Pastizales chamuscados! Alguien[1] habló ya de icarismo en torno a Rimbaud, de Rimbaud dándose en cuerpo y alma para destruir y reconstruir la historia de la poesía. Por eso me impondré salvaguardar esta vena en nuestro perfil.

Pero más que todo me urge una reciente revelación. Mientras nos sobreponemos al ya está todo dicho, le conmino a evaluar si, en realidad, algo pudo haber sido dicho sobre Rimbaud alguna vez. Me urge, le digo, pues no hay tal cosa como escribir sobre Rimbaud; es casi blasfemo, un completo fiasco. Es prácticamente intolerable. Me digo, para decir algo sobre Une Saison en Enfer es necesario escribir otro Saison en Enfer; es casi lo único de lo que estoy seguro. Y consecuentemente, tengamos presente en nuestro perfil que no hay forma de conocer y explicar a Rimbaud, que Rimbaud precisa hambres, más que  voluntades epistemológicas a su alrededor. Hambres.

Se lo dejo claro: Leer a Rimbaud es tener hambre de él; y entenderlo es presentir que vamos a ser devorados. Ése es el mecanismo, una suerte de literaturofagia. Rimbaud, querámoslo o no, trazó al escribir una zanja a su alrededor y para saltar esa zanja hace falta rimbaudizarse.

El rimbaudicidio es, como cualquier otro tipo de hambre, un principio de expulsión. Rimbaud está al rojo vivo todo el tiempo y una vez quemadas las naves, una vez sueltas las amarras, algo empieza a apartarnos. Y a eso nos damos, hacia donde ya no es, hacia donde todo empieza, hacia donde la vida, como Rimbaud mismo lo predijera, es ya otra cosa.

El hambre, en Rimbaud, dispone la suerte, estira el camino, traspone los horizontes a la punta de tus zapatos. No obstante, Rimbaud no fue un poeta del hambre, fue un poeta hambriento. No pudo sumarse a un “elenco de desgraciados”; la desgracia fue su Musa y su correa al cuello. La desgracia, el dolor y la conmoción de saber demasiado, pero en particular, el hambre: principio de expulsión,  

 

En el bosque, hay un pájaro, su canto os detiene y os hace sonrojar.
     Hay un reloj que no suena.
     Hay un hoyo con un nido de bestias blancas.
     Hay una catedral que baja y un lago que sube.
     Hay un cochecito abandonado en un monte, o que baja el sendero, corriendo, adornado con cintas.
     Hay un elenco de pequeños comediantes disfrazados, sobre la ruta que atraviesa las lindes del bosque.
     Hay, finalmente, cuando tenemos hambre y sed, alguien que nos echa.

 

 

o principio de invisibilidad,

 

“Debilidad o fuerza: aquí, la fuerza. No sabes donde vas ni por qué vas; entra en todos lados, responde a todo. No te matarán si ya eras un cadáver.» En la mañana, tenía la mirada tan perdida y una fortaleza tan difunta, que aquellos a quienes encontré, tal vez no me vieron.

 

 

Le pregunto, esta inmanente expulsión, esta invisibilidad irreprimible, ¿no son las características que hacen a un auténtico lector de Rimbaud? Al expulsado y al desapercibido, y al que, de una forma u otra, busca aislarse y ser encontrado a la vez. ¡Al invisible!  Rimbaud supone estas claves para su lectura,

y dentro de su obra hay ya un lector a punto de despertar que ha de componer claves también para su propia expulsión. ¿No ha visto alguna vez a lectores que, en un bar, para levantarse e ir al baño precisan primero cubrir la portada del libro que están leyendo? ¿No son ésos los acechadores de una Navidad sobre la Tierra[2] secreta y crepuscular? Me pregunto cuánto pudo pensar Rimbaud en su «libro negro» (así lo llamaba) que forjó un recorrido de ineludible riesgo amparado en un único y absoluto decir.  Hambres que precisan peligrosidad, ardientemente secretas, compulsivamente anónimas.

Resuena en mis oídos como una música desangelada, aquella visión kafkiana, donde el desapercibimiento tolera una disculpa. 

 

Mas para tales casos tenía el empresario un castigo que le gustaría emplear. Disculpaba al ayunador ante el público congregado, añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador.

 

 

Amigo A-, he leído con vivo interés su pedido y me entrego por completo a la tarea de delinear un perfil de nuestro poeta. Le pido, si comparece, que otorguemos el valor de una súplica al sobre Rimbaud ya todo está dicho y bailemos sobre el rumio del catedrático y la sensatez alérgica del estudioso. Los que nunca pierden una sola arruga de la camisa por leer dos, tres, cuatro versos de Le Bateau Ivre.

Hoy fue un día ajetreado y esta página tiene demasiados borrones. La doblo en cuatro, seis, ocho partes y se la envío. Ahí va.

 

Le saluda,

 

                                                                                                        A-.

 

 

[1] Julio Cortázar, Rimbaud, 1941.

[2] Rimbaud, Une Saison en enfer, L’impossible


 

Tentativas Baudelaire II: El Flanèur y el Dandy marzo 25, 2009

Filed under: Tentativas Baudelaire — laperiodicarevisiondominical @ 2:35 am
Tags: , , , , , ,

 

                                                                                                                                                                 baudelaire

Los seres humanos utilizamos las palabras de forma multívoca, vaga. Un gran porcentaje de las discusiones (sobre todo las amables)  que podemos sostener versan justamente sobre conceptos sobre los que discurrimos con firmeza sin habernos detenido previamente a definirlos, ni para nosotros mismos ni, por supuesto, en relación con el otro. Lo bien que hacemos.

Digo: como norma general sería tediosa, inútil y hasta despótica la obligación socrática de definir minuciosamente la noción acometida. Pero, sospecho, en algunos casos esa tarea es factible, conveniente.

 

(A propósito, también presumo que esos casos representan por lo general cuestiones más bien entendidas como triviales: a qué definir algo como el amor, el mundo o Dios. ¿Qué quedaría de esos conceptos una vez producido el (dictatorial) consenso?).

 

 No obstante, en nociones menos grandiosas el deslinde puede tener algún sentido provechoso. Practicar un distingo entre el dandy y el flanèur (usados como sinónimos casi siempre) tal vez redunde en algo baladí, pero son esas cuestiones baladíes las que nos sostienen, amigos míos. Atrévanse a pensarlo siquiera.

Nicolás Casullo, un pensador argentino recientemente fallecido, definió en su libro Itinerarios de la modernidad al dandismo de la siguiente manera: “(…) una nueva religión de aquellos que están conformando las primeras avanzadas culturales y estéticas a mediados del siglo XIX. Dandy es aquel que hace de su propia figura, de su propia identidad, la mayor de las obras de arte (…) el dandy es un perfil fantasmal, pero también un lugar sin demasiados asideros (…) sólo odia lo vulgar, lo ramplón, la opinión de las masas, la propia democratización de la cultura”. Hay en esta definición muchas notas interesantes que exhiben al dandy en forma integral. El dandy tiene algo de infantil y mucho de reaccionario en su postura frente a la sociedad y la cultura. El elemento de rebeldía que define al dandy (su oposición a las reglas mundanas que delinean puntillosamente este aquellarre romo y conformista) lo convierte, muchas veces, en un odioso obtuso que desdeña todo aquello que no provenga de sí mismo, perdiendo así la chance de ejercer aquella búsqueda que (presuntamente) lo desvela: la búsqueda de lo nuevo. Dicho cacheo queda reducido a “lo nuevo” dentro de un grupo minúsculo de aristócratas enamorados del cotillón y la ambigüedad moral. El dandy, en su cruzada contra todo lo ramplón, recae en el sectarismo y la infamia, como siempre caen todas las religiones.

Más adelante, Casullo agrega lúcidamente, hablando de Baudelaire: “(…) a su dandysmo le agrega otra figura de la época de la metrópolis en el XIX, la del flaneur. El flaneur es el que flota en la ciudad, la recorre, la mira, la visita diariamente (…) Su poética tomará los temas los temas de esa nueva ciudad: la multitud, lo anónimo, lo fugaz de las visiones, la maravillosa soledad de la noche y sus extraños personajes: el trapero, el borracho, las mujeres de la tentación”.

Aquí radica, según mi parecer, el núcleo del distingo a realizar: el flanèur pierde algo de la petulancia del dandy; no aquella parte que corresponde a los deseos de un orden más elevado (es decir, no pierde el alto de la mira) sino más bien la que está relacionada con las consecuencias políticas de su conducta: el flanèur no es fascistoide ni moralista, no puede serlo. Su materia prima es la ciudad y el gentío que la constituye, la fascinación que siente por tal gentío (que incluye el asco, el desprecio, el amor) no le permite aborrecer a la chusma, a los desechos de la sociedad moderna, o en todo caso no le permite aborrecerlos desde premisas racistas o aborrecerlos más que al resto de los estratos sociales.

 

El dandy precisa la ciudad para mostrarse; su fruición por la moda y la novedad exigen un campo de ostentación. La ciudad es para el dandy, al menos en un nivel cutáneo (y el dandysmo casi todo lo tiene de cutáneo), una pasarela para su vanidad física e intelectual; la ciudad es para el dandy, incluso, una especie de zoológico adonde puede asistir para burlarse de los chimpancés y luego comentarlo en la lujosa cueva con los dos o tres cínicos comensales que aún soportan sus chácharas. En este sentido no pasa de ser un imbécil, como tantos otros arquetipos sociales. El flanèur necesita a la ciudad para vivir, para ser poeta o artista, para ser. Y la ama, y la odia y la manosea y la escupe, pero sobre todo la ama, no hay que desatender lo principal. Todas las vejaciones que el flanèur pueda proferir sobre la ciudad no son más que las tremendas ofuscaciones que supone el acto de amar intensamente.

 

Baudelaire reprocha con inteligencia en L’Art romantique: “El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos”. La paradoja que insinúa el autor es rigurosa: el dandy, en el progreso de su plan libertario culmina siendo un esclavo más. Y también le reprocha la abultada indolencia, su hastío.

El dandy y el flanèur comparten numerosos rasgos, eso está claro, sobre todo el que consiste en adjudicarse una inteligencia moral y estética superior que le permite comprender las peripecias cotidianas a partir de dispositivos eternos, esenciales, dicho esto último en sentido grave. Pero lo que los separa, a mi juicio, es definitivo: el flanèur reniega (aunque a menudo suene con ella) de la aristocracia decadente; es el sitio por donde pasea sus caderas pero tiene demasiado presente a la libertad en su escala de prioridades como para pagar la afiliación. La ciudad y sus hijos, sus monstruosos hijos, no son para el flanèur un espectáculo de circo sino la sustancia de que está hecha la volátil imagen que lo desvela cada noche.

 

 

 

 

Work in progress: caminar, observar, meditar. Ese hueco que deja la vida cuando se va.

 

El flanèur es movimiento, por eso mismo se convierte en símbolo de la modernidad. El “tedio vital”, la velocidad, el ocio, la agitación multitudinaria, todas estas cuestiones están subsumidas a la íntima relación entre el flanèur y el movimiento, o mejor dicho a la identidad que, al menos fugazmente, se da entre ellos.

 

Existe un sentimiento que, según creo, es fundacional respecto a las representaciones (incluyen a las artísticas por supuesto, tal vez en un primer plano) modernas que el hombre tiene de sí mismo, de los otros fleurs_du_mal_correctionsy del mundo entero. La curiosidad es que también creo que ese sentimiento es el más carente en cuanto a las representaciones efectivamente existentes, en cuanto a los resultados, podrías decir para entendernos. El sentimiento en cuestión es, como todos, muy arduo de delimitar con palabras, irreductible de alguna manera. Pueden denotarse incluso en esta irreductibilidad las dificultades con las que debe lidiar la literatura, por caso, para representarlo. Me refiero al engorroso compuesto de sensaciones que atacan al hombre moderno en su relación con la ciudad cuando a la ciudad se la recorre, se la espía, se la intuye, descuartiza y vuelve a construir. Dicho compuesto de intuiciones, de sentidos, se presenta en la figura paradigmática del flanèur moderno, y nadie estuvo más cerca de representar ese modelo que los bocetos parisinos de Baudelaire.

 

…compuesto de sensaciones que lleva en sus entrañas el hastío, el asco, el terror, la indiferencia, el genuino enamoramiento. Compuesto de sensaciones que se intercalan entre ellas o que bien redundan en nuevas versiones que las mezcla, las confunde, las solidifica. Compuesto de sensaciones sin palabra ninguna que le quede, eso que sólo conoce quien alguna vez lo ha sentido, eso que están reconociendo (no sin pesar melancólico en el corazón) quienes en este momento mueven la cabecita frente a la pantalla sin ningún registro exacto de por qué lo hacen, de por qué el hiato.

 

La ciudad está hecha por el capitalista burgués, por el estadista de piel grasienta y  peinado de ave carroñera que se mueve por su despacho vidriado con la misma habilidad que se movería un gato empapado dentro de un ascensor hermético. Pero la ciudad está hecha para el flanèur, para su regodeo, para su desesperación; entera, desnuda, extendida ante el sujeto para que este se pierda en ella, se evapore abducido por las entrepiernas viscosas de la ciudad. Walter Benjamin, en El París del Segundo Imperio en Baudelaire, postula que esas (entre)piernas de la ciudad están representadas en los pasajes parisinos (especies de escaparates de vidrio y mármol en los que el flanèur se siente “como en casa”) y en el bulevar, símbolo de la evolución arquitectónica moderna, paseo que conmina al cruce de miradas, a la exposición, al examen recíproco e indolente. En una lúcida reflexión, Benjamin dice que la ciudad se agencia con el flanèur “cronista y filósofo” al mismo tiempo para el “lugar preferido por los paseantes y los fumadores” y que el flanèur, a su vez, se agencia para sí mismo “un medio infalible de curar el aburrimiento”. El subrayado anterior es mío, y se sustenta en la introducción de este término clave para el arte poética baudeleriana: el aburrimiento es el motor de ese work in progress que supone la actividad del flanèur, su esencia misma. El aburrimiento, que el flanèur trocará en tedio vital (ya lo veremos), es la causa del peregrinaje errante, el dispositivo principal que guía la búsqueda desesperada e incierta del flanèur. El aburrimiento: ese enorme hueco que deja la vida cuando se va, cuando nos abandona dejándonos más vivos aún, enardecidos de vida. Ese hueco que por cierto el flanèur no intentará – como sería fácil de suponer – rellenar con las impresiones ni nada por el estilo sino simplemente acompañar (aún sin amor, aún sin creer como dice el cantautor argentino Charly García) en su interminable pesquisa. Quiero decir: no es insuflándole un sentido arbitrario a las cosas y ordenándolas de forma más o menos sedante como actúa el flanèur; de ese modo proceden todos los demás; el flanèur obtiene el sentido de las cosas desde su hueco, desde la falta de sentido que las bautiza a cada una de ellas.

 

 

 

 

El spleen: todos somos detectives a nuestro pesar

 

El flanèur, se sabe, es una suerte de topógrafo urbano: la arquitectura es la ciudad y la misión del flanèur (aunque hablar de “misión” suene en este caso exagerado, lo admito) es descifrar la ciudad en todos sus aspectos. Desde ya que las ciudades modernas están atiborradas de gente, pero la relación del flanèur con la ciudad no se agota a la intervención seudo-sociológica que a menudo se le atribuye, el flanèur tiene también una relación esencial con la ciudad, con la ciudad desnuda, viva. El flanèur admira el espectáculo de la ciudad, deambula por allí dispuesto siempre al ocio, al ensueño diurno y nocturno, a la embriaguez cargada de memoria* que aparece como un presupuesto insobornable para la idoneidad artística. Pero todas esas actividades están grabadas a fuego por la sombra de un tedio vital (que por cierto puede verse también en la tradición renacentista y en la barroca y en la romántica…) que lo barniza todo. Este tedio, que torpemente puede ser identificado con el aburrimiento o con la melancolía, es en realidad la base del spleen baudeleriano, que si bien incluye tanto al aburrimiento como a la melancolía (también a la espera, al paroxismo nervioso y la lista sigue) resulta un sentimiento o ejercicio diferente.

 

(A propósito ¿el spleen es un sentimiento o un ejercicio?)

 

El spleen es diferente del tedio porque este último es la materia prima del primero; esto ya indica una relación más que una identidad. El paso del simple tedio (vital, existencial, como se lo quiera llamar) al spleen requiere un salto abismal que consiste en el asalto de una “pasión estética” que lleva a la creación artística. El simple hastío de la realidad (lo que en la jerga psicoanalítica se nomina como “depresión”) conduce por lo general al estatismo, a la parálisis; el spleen, por su parte, si bien no reniega de la espera o el letargo, afluye tarde o temprano, con mayor o menor brillantez, a la creación artística desenfrenada. Creación que, ciertamente, no debe plasmarse en un lienzo o en un poemario para ser. La tentativa-capacidad de representar es propia del flanèur y su motor es el spleen, ese hoyo de angustia activa que quema en su pecho y que sólo se alivia con mujeres, vinos, drogas y, sobre todo, con el arte.

 

Pero el spleen tiene otra peculiaridad sugestiva que se apoya en su faceta detectivesca. Para comprender este aspecto hay que tener en cuenta una cuestión principal: si se atiende a la prosapia del flanèur baudeleriano, aparece la impronta decisiva de Poe y su Hombre de la multitud. El sujeto urbano de Poe, si bien presenta algunas diferencias con el flanèur, está muy cercano a él en su esencia. Poe destaca en ese hombre de la multitud sus habilidades para resolver enigmas criminales, generada no tanto por una suerte de don natural sino por las peripecias en las que interactúa con la ciudad. La masa urbana moderna es el mejor escondite para el criminal, pero también lo es para el detective, para ese hombre que, caracterizado como está por el incógnito absoluto, abriga desde la invisibilidad un afán de ingenio y de torva justicia. Walter Benjamin escribe al respecto: “En los tiempos del terror, cuando cada quisque tenía algo de conspirador, cualquiera llegaba a estar en situación de jugar al detective. Para lo cual proporciona el vagabundeo la mejor de las expectativas”. El flanèur, en esta tónica se convierte en detective “a su pesar”. Ahora bien, ¿quién es entonces el que lo inviste con esa antipática túnica?. No parece ser otra que la capital moderna, la atestada ciudad repleta de callejuelas y pasajes. El detective (aún el amateur, claro), como bien dijo Benjamin, depende para su existencia del crimen, o aún más, del crimen irresuelto, misterioso, oculto de alguna manera en el enjambre reticulado de la arquitectura moderna. Es decir, la categoría de detective presupone a la de criminal, es su condición de posibilidad: el criminal omnipresente en la ciudad “obliga” al flanèur, al observador anónimo e imperceptible, a convertirse en detective, pues, como dice Benjamin: “Cualquiera que sea la huella que el flanèur persiga, le conducirá a un crimen”; la ciudad misma está signada por el crimen, la criminalidad es uno de sus puntales, una de sus tonalidades principales. El flanèur no persigue huellas por amor a la justicia ni por vocación de celador; persigue huellas porque no tiene nada que hacer, porque el spleen lo impele a esa exploración sumamente caótica, hay que remarcarlo, y sumamente íntima.

 

Todos somos detectives a nuestro pesar, aunque no sepamos jamás qué hacer exactamente con los resultados y las rengueras de nuestras indagaciones, tal como nunca sabemos qué hacer con los trozos del alba una vez que este rompe. Todos somos detectives aunque nuestras mentes sufran náuseas con la sola idea de colaborar con las fuerzas del desdeñado orden. Sigamos una pista cualquiera en la ciudad, una bolsa de nylon vacía que revolotea por la tormenta o un hombre bajito vestido de blanco, por ejemplo. Sigamos el accionar de los diarieros del amanecer o la serie de señas particulares de un mozo de bar. Siempre estará aguardando el crimen detrás, agazapado, impertérrito, lúbrico. Persigamos lo que persigamos, la ciudad siempre nos tendrá preparado un número macabro, incompleto, fascinante. Lo que llamamos “vida”, tal vez, no sea otra cosa que la ristra de crímenes resueltos a nuestra manera que cargamos en la espalda. Me refiero a lo que, graciosamente, denominamos “nuestra forma de ver el mundo” en la sobremesa de una cena con amigos.

 

 

 

 

Entre la introspección y el gentío: los dilemas del flanèur

                                                                                                                                                                les-escaliers-de-montmartre-paris-1930-brassai 

El flanèur está constituido por dilemas; la desocupación fundamental de su investidura lo exhorta a decidir a cada rato. Todos los elementos de la ciudad “sirven” al flanèur, incluso aquellos marginados, pospuestos, disimulados, triviales. O mejor dicho, sobre todo son estos los elementos que le sirven. En la libertad, el chiste es elegir, y el flanèur está atravesado por las elecciones, a cada paso le sale una al cruce. Así de rica es la ciudad, así de peligrosa.

Mas, según creo, existe un dilema elemental en la galaxia del observador: es el que atañe a la opción entre el re-pliegue (la soledad) y el des-pliegue (la participación en la pulsión multitudinaria, la compañía). Mi opinión en este sentido exige la recuperación de las primeras afirmaciones de este escrito: el flanèur es movimiento afirmé más arriba y considero que este atributo nos puede ser útil para descifrar el engranaje dialéctico que hace al carisma y a las costumbres del flanèur. Este observador vagabundo, de acuerdo a varios aspectos de su personalidad, aparece como un amante del individualismo, como alguien básicamente solitario. Su pedantería así parece indicarlo. No obstante, por definición, el paseante precisa de los otros, él es flanèur en tanto (y sólo en tanto) existan los otros que le correspondan la imagen. El anonimato, esa obsesión del flanèur – que a menudo parece ansiar la desaparición física o hasta incluso coquetea continuamente con el suicidio – sólo puede ser anonimato en la multitud. Nunca se está más cerca de desaparecer que fundido (al menos en apariencia) con la turba repetitiva. Claro que esa confusión jamás es total; el flanèur cuenta con un “sistema de defensas” que lo inmuniza, en lo posible, de la excesiva influencia de los otros, de la estandarización de su propio ser. Puede enamorarse de ellos, tenerles pena, ayudarlos, aborrecerlos, pero jamás será igual a ellos, eternamente se abrirá un intersticio de distancia entre el flanèur y el hombre común, el burgués conformista y ladino.

 

La soledad, la genuina soledad, en la multitud. Quizás se trate del síntoma más palpable y característico de la modernidad. Las regulaciones de la intimidad (que desde que recibe ese nombre denota la oposición a la publicidad) han llevado a que la vida en la gran ciudad asesine las posibilidades auténticas de un aislamiento real basado en el absoluto autogobierno de las costumbres, por citar un ejemplo. El trastorno que la modernidad industrial y tecnológica produjo en las cosas y en las personas da como fruto el impedimento de la intimidad, que deberá refugiarse por salvoconductos tales como la introspección egoísta (por cierto muy diferente a la meditación religiosa medieval) o la zambullida desconfiada en el mar multitudinario.

 

 

 

 

 

 

Mome

 

 

 

 

 

 

* El tema de la memoria en Baudelaire será abordado en la próxima entrega de este trabajo.


 

Entrevista a Andrés Calamaro: «Prefiero pensar que soy un ilustre desconocido» marzo 19, 2009

 

                                                                                                                                                                      th_negro 

Cuando Andrés Calamaro está disperso o patitieso o lidiando con sus propios entuertos musicales, intenta un desdoblamiento. Se cree alguien más que, sin luces sin humo, sale a un escenario subterráneo. Allí él y allí sus intermediarios, todos los que Andrés es, todos esos que conocemos que es. Entre tantos, vemos uno, uno solo y él responde. A veces dice que un tal B. -que acusa estampa de actor porno- intermedia en su nombre y arremete con la misma violencia de algunos riffs,  obviando con cierta displicencia y algo de desprecio la calificación de “músico de rock”, o al menos, aquello que se espera de esa ominosa etiqueta.

La fama –la puerta de la fama- es tan solo ese margen donde hay demasiada gente. El respeto es siempre un elixir traicionero. Los días y sus noches pasan de largo, y en cada avión, en cada ida y vuelta de llegar y tocar, al volver a casa, te dijeron tantas cosas que podés serlas todas y no serlas.

Lo cierto es que Andrés Calamaro tiene esta vez entre manos y casi en la calle un box-set séxtuple, que incluye recopilaciones y material inédito de sus años prolíficos, su redención musical y su santo grial emocional. Con el rótulo escueto de Andrés: obras incompletas, este intenso festín de canciones amenaza con hacerse cargo de los fieles y los no tan fieles. Y sumirnos a todo en una pantanosa laguna donde la música es sagrada, con el mismo fuego, la misma entrega.

La Periódica recibió un primer aviso hace unos días:

 

El box es arrasador, recién estaba intentando ver el DVD pero ni puedo, para mi es demasiada emoción, mas de la estoy dispuesto a soportar un domingo…

Que década infernal, y celestial, para resumir …

INTERVIEW:  B accedió a intermediar entre M.A y AC para que este interview fuera probable y el resultado es este :

 

Así que bien, amigos. El resultado es éste.

 

 

   Martín Abadía – Roberto Santander

 

 

Seamos cuasi- contemporáneos.¿Cómo viviste el vivo con el Indio Solari?¿Con rigor, ansias, felicidad?

Para mí fue cerrar el círculo abierto con la grabación conjunta, la invitación, de VENENO (el veneno sabe esperar); grabar con INDIO & cantar juntos no está en los planes de nadie; es una cumbre irrebatible, hay mucha grandeza junta; lo que ocurre debajo del escenario post-ricotero (solarista) es imposible de explicar, para mí es, lejos, más importante que cualquier partido de fútbol… ni hablar !  A mí el fútbol ni siquiera me interesa tanto, respeto los aspectos deportivos y estéticos, y entiendo el temblor social que arrastra, pero prefiero no abundar en análisis; no sé verlo ni sé jugarlo, aunque trabe amistad con mucha gente del fútbol y, cuanto mas les conocí, mejores hombres descubrí, más inteligentes, abiertos … Sin embargo el rock es «mi fútbol» , siempre me importó más … Explicar que los desposeídos, los desdentados, el lumpen, y el pueblo, encuentran un espacio donde son protagonistas, donde son estallido poético, donde entienden un código hermético y estético, no es suficiente para contar el, verídico, fenómeno que lidera Indio desde hace 25 años; treinta si contamos las primeras actuaciones de Redondos en Buenos Aires, para decenas de personas … Pero instalado en el escenario mis sensaciones son las de un músico que tiene que cantar, pendiente de lo que escucho y de lo que voy haciendo, tratando de cruzar miradas con mi anfitrión, con el director de esa orquesta de 50 mil músicos, tratando de compartir ese momento también, con la línea de musicos, incluso  26con los técnicos y personal de organización y escenario; porque subirse a ese escenario para cantar tres canciones en el momento más caliente del concierto es formar parte de un momento gigante del rock de todas partes; la banda está perfecta, todos se escuchan bien, ya hay buena energía en el escenario, las guitarras empujan mucho, el público es un océano de corazones puntiagudos; además ya ensayamos dos, o tres veces, y nos entendimos desde el primer momento, todos me reciben con sonrisas y afecto, algunos nos conocemos hace mil años, el ambiente es cálido y cordial, siempre un mate y un instante de charla; sin embargo todos tratamos de que las cosas salgan como las quiere Solari; que eligió El Salmón para cerrar el segundo bloque del show, justo antes del estallido con los emblemáticos, ya, himnos de Oktubre; antes cantaríamos «Esa estrella era mi lujo» por pedido mío, hace tiempo que lo vengo grabando informalmente, y Solari ya lo sabe; abriríamos con Veneno Paciente; la primera noche todo sale bien, llegamos a La Plata con una caravana de 5 Km. de rodados modestos, autocares ricoteros y charter terrenos; y todos nos vamos en operación comando, antes que esa multitud gane la calle y la ruta; al dia siguiente todo va a salir mejor, mayor tranquilidad, más perfección, detecto un sutil cambio en el publico (como siempre que hay dos funciones), el público es igual pero menos fundamentalista, se pueden ver más sonrisas, incluso verticales, más muchachas, pero el efecto dominó es el mismo … Incluso me siento más cómodo con la ropa que elegí ponerme (!!) ; siempre de sencillo negro; es la última noche y no nos vamos a ir, nos quedamos para brindar todos, los cantantes nos buscamos para encontrarnos en un sofá, volver a brindar y seguir hablando … dos horas después volvemos a casa, con una caravana de 50 Km. … la carretera está inundada de coches hasta Buenos Aires. 

En estos años, creo, la música ha perdido el poder que tenía antes. Como si ahora las canciones fuesen un producto de consumo rápido antes que una  revelación o necesidad. ¿Compartes el juicio? ¿A qué se debe?

Creo que a nuestra generación le corresponde no darse cuenta si estas nuevas canciones van a quedar prendidas en el recuerdo de los pueblos para siempre … Ya no es cosa nuestra; supongo que el chiste del rock´n´roll es disgustar a gente de nuestra edad, suponiendo que los dos tenemos más de 30 años, probablemente más de cuarenta también … Técnicamente es mucho más popular (¿poderoso?) que hace veinte años, se multiplicaron las radios que tocan nuestras canciones, seducimos a discográficas multinacionales, las empresas eligen festivales, y conciertos, de rock como objetivo publicitario, para derivar presupuestos insospechados pocos años atrás … También son más grupos mundiales los que se llegan hasta el sur a brindar sus conciertos; jazzistas, mega-estrellas, grupos populares de vanguardia, viejos lobos de mar … Creo que la música de «consumo rápido» existió siempre, claro, pero , incluso esta música «ligera» forma parte de la «banda de sonido» de las generaciones (por más cursi que suene escribirlo así) … Lógicamente, lamentamos la gradual desaparición del objeto «disco», del LP; la proliferación del descuartizamiento digital y radiofónico, diluyen la «mística» de juntarse a escuchar discos con amigos … mil veces … de hacer de un disco un objeto de adorable estudio y placeres, a veces una invitación inversa a conocer otras músicas anteriores, fuentes literarias, etc. … 

capitan-calamaro

"Explicar que los desposeídos, los desdentados, el lumpen, y el pueblo, encuentran un espacio donde son protagonistas, donde son estallido poético, donde entienden un código hermético y estético, no es suficiente para contar el, verídico, fenómeno que lidera Indio desde hace 25 años"

Cuando miras hacia atrás y analizas tu carrera desde la salida de Los Rodríguez, ¿la imaginabas así? ¿Qué te hubiese gustado hacer y que no hiciste? ¿La nostalgia sólo sirve para hacer canciones?

Quizá me hubiera gustado viajar antes por América, por México & Colombia, por toda la patria grande … Peligrosamente, mucho de lo que me imaginé, sucedió ! … NO me consta que la nostalgia sirva para escribir canciones, quizás sea útil a los novelistas, pero para escribir canciones no basta; creo que es más útil el deseo, incluso otras sustancias… Sin dudas hay letras de tangos, boleros y rancheras (incluso canciones de Beatles) que parecen inspiradas en la nostalgia, como estadio de la inteligencia, pero no recomendaría la nostalgia (100 % pura) como motivación, ni técnica, para escribir una canción… Casi siempre alcanza con menos que eso!

En la época del Salmón escribiste “Mi vida se divide en tres piezas; en una tengo dos de las tres cosas, en otra rock n’ roll.” ¿Cuál es la imagen que te queda de esas tres piezas?

Bueno, esos versos son de Marcelo Scornik, pero estábamos compartiendo el momento y el paisaje; concretamente; Esas tres piezas, habitaciones. Había sido expulsado de mi vivienda, mis propios vecinos me acusaban formalmente por «daños»; para declarar lo menos posible, cargamos todo lo que pudimos en un taxi y nos instalamos en un «apart», en tres habitaciones … EL que escribe es Marcelo, pero la primera persona somos los dos; si de tres cosas, una es el rocn´n´roll, las dos primeras conforman la santísima trinidad rockera, ese happening nuestro … Cuando escribíamos y grabábamos todo el dia, con pausas para seguir siendo animales humanos, canciones pensadas para nadie.

 

Mientras hacías el Salmón y el post-Salmón – esos años infinitos- afuera, en la calle, latía un momento de mucha convulsión en Argentina. ¿Hacías canciones pensando en eso o tan solo lo viste como una punta de iceberg en la sociedad que se inmiscuía -simbólicamente, si querés-  en los artistas?

Mi generación , y mi continente, vivió momentos de mucho convulsión siempre … casi todos mis discos, especialmente aquellos grabados en Argentina, acompañan momentos críticos de nuestra sociedad, auténticos estallidos socioeconómicos y políticos; cambios múltiples de presidentes, devaluaciones, saqueos, cortes de luz, crisis de la materia prima, fracaso de planes económicos, etc. … inevitablemente algunas canciones son un apéndice de lo que hablábamos y pensábamos, conclusiones, a veces anárquicas o delirantes, de nuestras conversaciones en torno a la argentinidad, el destino de América latina, las décadas, el peronismo, etc. …

andres_querido

"La musica popular y las artes academicas estan condenadas a una convivencia alegre y enriquecedora, de ninguna manera quisiera perderme la tradicion, el ritmo y el sentimiento, de los generos, y subgeneros populares americanos"

¿Qué impresión te da esta agitación, algo adolescente, de los conciertos? Compartes que «ya nadie escucha, sólo saltan»? ¿Es un fenómeno de estos años o es que el rock – el rock en tanto cultura- es un asunto elitista?

Los que estuvieron en Woodstock dicen que aquello fue una autentica mierda, que no se escuchaba, que no se veía … que Jimi Hendrix llegó tarde y ya no quedaba casi nadie … Yo sigo descubriendo públicos participativos y calientes, es cierto, pero que saben escuchar, que se permiten la emoción de la música y el instante, que lo viven como futuros recuerdos permanentes, amigos que se abrazan cantando, muchachos que esperaban escuchar esas canciones, mujeres en éxtasis colectivos, multitudes respetuosas que ovacionan el tango argentino … la «cultura rock» es otra historia;  quizás sea el conjunto del arte, la literatura, la militancia, el feminismo, el surrealismo, las drogas y las experiencias, que conformaron el universo cultural de una generación que rompió con las complicaciones de la represión, de la presión social de aquellas familias, de la iglesia y de la política, y el efecto sobre la vida natural, sexual y cultural, de tantas generaciones … juntamente inspirados por la nueva conciencia que estos textos, manifestaciones culturales, mayos franceses, polvos inolvidables, marihuanas maestras y lisergia, desataron en cada uno …

 

Dijiste alguna vez “en mi casa se escucha Dalila y Thelonious Monk.” ¿Creés que los géneros menores son una especie de soporte de los mayores o no sentís una diferencia abrupta entre ellos?

La música popular y las artes académicas están condenadas a una convivencia alegre y enriquecedora, de ninguna manera quisiera perderme la tradición, el ritmo y el sentimiento, de los géneros, y subgéneros populares americanos … Recuerdo cuando el rock´n´roll estaba mal visto por los talibanes de otro rock más sofisticado y «progresivo»; y ahora son los rockeros «pesados» los que condenan la cumbia, que tiene identidad, tiene corazón y tiene … concha ! (coño) … Particularmente, Dalila es una cantante extraordinaria, es cumbia santafecina, ocupa el espacio de la cancion romántica (melódica) y adapta los clásicos sentimentales al ritmo mundial … y Monk ! … músico de músicos … Me gustan sus discos de piano, entre otros y entre tantos discos de jazz y latin jazz … él solo con el ébano y el marfil …

                                                                                                                                                                53eu0is 

Estás por sacar un nuevo disco, séxtuple esta vez. Contanos un poco acerca del box-set. ¿Qué hay ahí? ¿La inclusión de un disco recopilatorio fue idea tuya para darle ruedo a tu obra en países donde no se conoce mucho o fue la condición de la compañía para sacar el material inédito de Honestidad Brutal y El Salmón?

El BOX es conmovedor, los primeros tres discos son una antologia de canciones publicadas entre 997 y 007 (casi todas) , mi década inmediatamente posterior a Rodriguez … Considerando que, solamente, el track list de Honestidad Brutal & El Salmón son 140 canciones, elegir 18 x 3 no fue sencillo; para mí volver a escucharlas fue conmovedor, y, particularmente, me gustan las recopilaciones, especialmente cuando son «curadas» por su propio autor … Que sirvan para redescubrir, recordar y escucharlas de nuevo, o por vez primera, en el orden que elegí ; lo más atómico, lo más recordado, lo más olvidado, lo más poetico, lo más rockero …. Después hay dos discos de inéditos e inconseguibles, colaboraciones y rarezas, maquetas y descartes, vanguardia y directos, instrumentales y noise; y un sexto cd integramente dedicado a las versiones : ninguna de las canciones es de mi autoria … despues los DVD que son dos (2) , más de tres horas de recitales, grabaciones, intimidades, los años perdidos, los amigos que ya no están, los promoclips y otros instantes audiovisuales .. Además de un libro que recoje todas las letras, incluso las versiones, comentadas, ilustradas y acreditadas las grabaciones … Tres discos son recopilatorios, y fue idea mia; me parece importante … No hay debate que resista, es una retrospectiva incompleta pero muy amplia, no presumo de ser un musico escuchado en el mundo entero, prefiero pensar que soy un ilustre desconocido, pero incluso suponiendo que muchos escucharon, y tienen copias, de algunas de estas canciones, me gusta presentarlas, y ofrecerlas en esta secuencia, en esta colección de éxitos, de no éxitos, de experimentaciones, de letras improbables, de colaboraciones que me honran y me vuelven a emocionar. Ninguna compañía, ninguna discográfica, me puso condiciones jamás, todo lo contrario : Yo siempre llevé las grabaciones al extremo del presupuesto , de la lógica, de la capacidad de reacción comercial y radial, de lo recomendable … Y las Obras Incompletas son una buena muestra de que la compañía me acompaña incluso con proyectos demoledores como fue El Salmón, y como es este lingote de grabaciones encontradas. De música. Que es de todos.

 

 

 

Aproximación a una teoría del pasado marzo 17, 2009

 

Ya no es sorpresa, tampoco novedad, pero la idea de la escritura como método de registro de la vida, propia o ajena, viene siendo puesto en escena con una constancia abrumadora. Desde los diarios personales, pasando por las novelas, hasta las confesiones íntimas publicadas post-morten, lo biográfico se busca como si por serlo adquiriera un valor trascendental, único e irrepetible en una obra de ficción. No quiero impugnar tales comentarios, básicamente porque ya he escrito textos al respecto, pero sí propongo, como idea, casi como declaración política, que la escritura siempre ha sido un pliegue donde los límites, impuestos por cierta academia que intenta justificar sus horas de estudio con clasificaciones sin sentido o, mejor, sin provecho, se sobrepasan continuamente. Y, justamente, se trata de sobrepasar el límite.

 

 

Marguerite Duras, en su libro El Amante, dice:

 

 

La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. (…) Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada.” (Duras 10-11)

 

 

Desde un punto de viste teórico podríamos rastrear y distinguir los roles que la escritura, como cuerpo cerrado, propone. Pero no. Duras, y nadie más que Duras, distorsiona su ubicación biográfica y predispone a la escritura como requisito para su existencia. Luego: “escribir ya no es nada”.

 

 

No deja de ser curioso que la mayoría de los textos, con aspiraciones de ser biográficos, apelan a una idea de totalidad que, en cualquier término, sobre todo cuando se refiere a un registro escrito, es impracticable. La selección del material es, como en toda obra de ficción, un requisito que pondera el contenido a la voluntad del autor. Una subjetividad declarada opera.

 

 

La escritura es también el arte de abandonarse y abandonar. Dejar una máscara y probarse otra. En consecuencia, la literatura está para registrar lo posible y probable. La vida, a su vez, es la historia que nos contamos. Apelamos a una simultaneidad, y, mientras escribimos –la enfermedad duele-, nos damos cuenta que el tiempo no es ese antes ni ese después.

 

 

Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo.”(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano)

 

 

Yourcenar, en Memorias de Adriano, juega con la posibilidad de reconstruir una memoria desde el presente. La aventura que emprende la autora belga-francesa, justifica nuestra idea de que la escritura es un arma para reconstruir la memoria, tanto personal como histórica. Construcción de espacios, sucesos; recreación de un tiempo, actualización de una experiencia; literatura que recorre la especialidad y temporalidad sin imposiciones de ninguna especie.

 

 

Algo similar es lo que, algunos años antes, hizo Marcel Schwob, en su libro Vidas Imaginarias. No se trata, en el caso del autor francés, de rescatar las grandes vidas, sino de contextualizar y dar cuenta de la vida íntima y privada de ciertos personajes del pasado. Dice Schwob:

 

 

El arte es todo lo contrario de las ideas generales; sólo describe lo individual, sólo propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica. (…) Las ideas de los grandes hombres son el común patrimonio de la humanidad; lo único privativo de ellos son sus singularidades y sus manías. (…) El arte del biógrafo consiste precisamente en la selección. No tiene por qué preocuparse de ser exacto; su cometido es crear en un caos de rasgos humanos

 

 

Una escritura que se nutre de lo vivido (no queda otra) y que explora, incansablemente, las distintas variaciones que la privacidad tiene para expresarse. La historia oficial, las que nos cuentan, es materia para escribir una historia más humana, que olvida la historiografía oficial, para generar un discurso paralelo, para hacer, en definitiva, literatura.

 

 

Es necesaria la sublevación corporativa a toda idea de totalidad. La crisis del discurso no es más que una mirada adúltera a una discursividad institucional que pregona, aún,  lo binario como método para ahuyentar la discusión, para opacar la expresividad del arte.

 

 

La memoria es lugar y tiempo. Proust, en En busca del tiempo perdido, indaga en lo que se recuerda y cuenta una vida que es la suya, pero también la de todos. Desdoblando las jerarquías, el autor francés procura una simultaneidad que se visualiza en el cómo se cuenta y en lo que se cuenta. Cuando se lee a Proust –y muchos lo han leído así- se busca una manera de reconstruir las costumbres de una época determinada. Sí, es posible realizar esa lectura, pero fijar esa pauta como mecanismo de ingreso a una obra que subvierte la temporalidad y espacialidad, actualizando la experiencia, generando un discurso que cuenta hechos como si todos fueran realizados en una instantaneidad dramática, es limitar la obra. Proust, a mi juicio, fuerza la idea de que la literatura es mecanismo de reconstrucción de espacios, costumbres y tiempos, para idear la literatura como mecanismo de exploración de la memoria, de lo fragmentario, de lo que pasó o pudo haber pasado, de lo que creo recordar.

 

 

Lo horrible es lo que no podemos imaginar.” (Proust, Por la parte de Swann, 383)

 

 

Cuando la literatura da cuenta de un tiempo pasado, convoca todos los tiempos en su proceso creativo. Marguerite Duras, volviendo a la primera cita de este texto, confiesa su desaparición, altera la unicidad y abre el mapa de búsqueda. Los caminos son muchos, todos posibles; lo veraz no encuentra réplica en el campo de la imaginación ni en el de la vida, o sea, no es criterio de justificación para lo literario.

 

 

Los escritores exploran la propia vida, y la ajena, planteando un motivo claro: sólo lo que se escribe tiene el poder de existir. Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía, habla sobre los escritores que abandonaron la escritura. Ese abandono es, hasta cierto punto, un abandono de la vida.

 

Todos deseamos rescatar a través de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros, por más indigno, por más doloroso que sea. Y la única manera de hacerlo es fijarlo con la escritura. La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.” (Vila-Matas, Bartleby y compañía)

 

Las formas de la diferencia, aplacadas por la forma de un mercado que no procura ni deja espacio a la subjetividad creativa, deben ser defendidas. El que cuenta, lleva ventaja. Incluso dentro del mundo literario hay voces que pregonan añejas clasificaciones para referirse a lo biográfico y lo de ficción. La escritura supera las normas, está por sobre los viejos de escritorio, mucho más allá de los títulos universitarios –que cada vez se parecen a títulos nobiliarios- para adentrarse en el caos y contar su experiencia y también la experiencia de lo que pudo ser y no fue.

 

 

Kafka, por ejemplo, es un autor que puede ubicarse en la frontera de lo que pudo ser. Pesa más lo dicho, aunque no haya sucedido en lo físico, que lo sucedido y no escrito. La escritura es la que da vida. El pasado es un texto abierto, sujeto a la desmemoria, pero presto a ser visitado por el arte que configura y genera las historias que serán todo nuestro futuro.

 

 

“¿Entonces toda memoria, toda memoria personal y por lo tanto apesadumbrada por el sin ton ni son sobreentiende, fundamentalmente, el olvido, la desmemoria? Es decir que sólo quedaría recordar que se ha olvidado, que se ha olvidado tanto, a fin de algún día (ni cercano ni demasiado probable) admitir ese incierto y mucho más evasivo recuerdo de tanta desmemoria. ¿O sea que cualquier vida puede ser contada en diez minutos? Que cuando pretende recordarse lo que de pronto se recuerda que ha sido olvidado aparecería la otra sospecha de que el pasado no existe. Y como si recordar el olvido, de desmemoria perpetua, fuese nada más caer en la cuenta de que siempre se olvidó recordar, minuto a minuto, día a día.” (Néstor Sánchez, Cómico de la Lengua, 159)

 

 

La escritura como trabajo de la memoria. El pasado, recuerdo que solemos olvidar, como objeto de una escritura que surge y se esparce por los mapas de la vida, intentando encontrar un camino que pueden ser todos. Un detalle, que abre la perspectiva a una zona gris y blanca, que es la historia que no nos quisieron contar, pero que estaba ahí. En definitiva, la escritura como el último lugar donde existe el riesgo y la libertad.

 

 

 

R.S

 

La densidad del papel de calcar marzo 13, 2009

 

 

La copia de la copia de la copia. O Platón en crisis histérica.

 

471px-jorge_luis_borges_1963

Jorge Luis Borges

El concepto de imitación atraviesa toda la historia de la humanidad conocida; o, a la pesquisa de una metáfora más precisa, la sobrevuela temerariamente, casi al ras de la materia y el espíritu, sin tocarla, sin llegar a ser nunca en forma plena, sin nunca recibir la investidura ontológica (ni epistémica, me atrevo a decir) de ser. Desde el concepto de eidos (Idea) que acuñó Platón en su sentido estricto, la copia, la imitación, la réplica siempre carente del modelo o arquetipo (la Idea misma) pasó a ser una cosa degradada, impura, deficiente. Pero en esta misma cabriola, la actividad imitativa queda ofendida, lo que se comprueba en cierto desdén que Platón manifiesta por el arte en tanto que imitación de una imitación. Efectivamente, la cama que aparece en el cuadro que Van Gogh pintó a propósito de su habitación es una copia de una copia, de una cama a la que nosotros llamamos real pero que, de acuerdo con lo dicho, para Platón ya constituye un remedo. De esta secuencia de copias se puede extraer una máxima platónica: cada instancia de la copia, es decir, cada copia que se aleja un poco más del supuesto “original” supone una degradación cada vez mayor. En cada instancia mimética se pierden elementos.

Ahora bien, el concepto de imitación – con su inseparable carga negativa a cuestas – se expande hacia todos los ámbitos para cobrar en cada uno de ellos un significado particular, a punto tal que muchas veces imitar algo puede ser una virtud. ¿Quién no ha tenido una abuela insistente en este sentido? ¿A quién no le han recomendado alguna vez “imitar la conducta de ese muchacho” para triunfar en la vida o, mejor pensado, para perder sin decepción ni escarnio? No obstante estas odiosas excepciones, por lo general fruto del conformismo o del terror a los resquicios de libertad que aún no logran arrebatarnos, la palabra imitación sufre en casi todas sus acepciones un lastre nefasto, blanco de mofas y de desprecio. Un lastre que es directamente proporcional al prestigio y estima del que goza la originalidad. Un prestigio que surge más veces – sobre todo en estos tiempos – de la vanidad desinhibida que de la verdadera genialidad.

 

La originalidad tal vez sea el atributo más malogrado, el más abusado, en la historia de la humanidad en general y en la historia estética o cultural en particular. La originalidad, en tanto Meca indiscutida del arte en cualquiera de sus acepciones, actúa, como los faros, a veces iluminando y otras veces cegando.

 

No descreo de la originalidad, por el contrario: en este aspecto estoy con Kant, que en la tercera de sus Críticas, la que se ocupa de la facultad de juzgar y en la que se encuentra el más acabado sistema estético del autor, caracteriza al arte bello (al arte no mecánico, al verdadero arte) como arte de genio. Creo, con el filósofo alemán, que el arte no tiene otra regla que el genio humano, que “avanza” en tanto los genios van rompiendo reglas que no existen como prescripciones posibles, recetas para preparar obras geniales” pero que se notan, para instalar en lugar de ellas unas nuevas, tan inasibles como las anteriores. No sólo creo que los genios existen (afirmación que por sí misma suscita legítimas discusiones) sino que además creo que son los que constituyen la espina dorsal, el esqueleto mismo, de la historia artística de este mundo.

Pero ocurre que la originalidad se torna obsesión, afán exclusivo, y con ello se transforma demasiadas veces en una caricatura de sí misma. No creo que haya forma menos antipática de decirlo: no cualquiera es un genio, y pocas cosas son tan fastidiosas como que un ser humano reglamentario, aún uno de talento considerable, no se entere de eso y se suponga un genio a fuerza de triquiñuelas módicas o grotescas.

La originalidad, cuyo prestigio bien ganado está, no es una facultad como cualquier otra que se pueda ejercitar y transitar. La originalidad esencial no está, simplemente falta, en la abrumadora mayoría de los hombres que hemos poblado este planeta. Cuando la originalidad ausente es forzada a existir en acto tiene lugar la grandiosa burla de sí misma de la que hablé más arriba, y por cierto – tal vez sea este el punto que más me interese – también tiene lugar el desperdicio del talento, que en efecto no es algo que sobre tampoco.

 

Como sea, la originalidad, en sus humores de diva, conmina a la imitación a una humillación eterna. Pero, si la originalidad de la que se suele hablar es “originalidad” en un sentido tan laxo, inversamente, el sentido de la imitación recupera algo de prestigio, sale del escalón que puede ocupar como plagio ladino o mero refrito para convertirse en algo más aceptable. Así es, en algo que se vuelve aceptable, como suele ocurrir, únicamente cuando su inevitabilidad es manifiesta.

 

Así las cosas, puede hallar un sitio la inversión de la tesis platónica, a concreto riesgo de ser exagerada: la imitación, única facultad con que cuentan casi todos los hombres para crear, facultad de la que nos llegan el lenguaje, las conductas, las pasiones, los desgarramientos, enriquece a lo original, o al menos no es una grave degradación de ellos mismo. En esta postura está el cuento de Jorge Luis Borges, Pierre Menard, autor del Quijote.

 

No quería componer otro Quijote – lo cual es fácil – sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una trascripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran – palabra por palabra y línea por línea – con las de Miguel de Cervantes

 

Cito otro pasaje del cuento: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”. No creo, naturalmente, en la verdad empírica de esta concepción, pero creo que en su fundamentalismo permite ver sin embargo una aterradora sugerencia: la imitación no sólo no es tan mala como decía Platón sino que es imposible. La imitación puntual, detallada, paróxica, la imitación más perfecta y descarada que el hombre pueda hacer, no logrará jamás como producto un término idéntico al del cual partió en su actividad mimética. La imitación literaria, esa imitación que en el esquema platónico representaría una copia de la copia de la copia es imposible. Pero ¿qué es exactamente la imitación literaria? ¿Qué es exactamente aquello que no existe, que aún en su inexistencia conmueve al mundo literario?

 

 

 

La imitación literaria. De vástagos envenenados y suburbios de la lengua.

 

 

Fiódor Dostoievsky

Fiódor Dostoievsky

 

 

 

Tuve la oportunidad de oír a una profesora de Teoría literaria referirse a Dostoiesky, mientras sonreía con sorna, como “el padre de la criatura”. La criatura en cuestión, por cierto, no era otro que Roberto Arlt. No se trata de sentenciar a esta usual profesora por lo que dijo, aunque francamente me da lo mismo, sino más precisamente de explorar algunos lugares comunes que la tradición literaria – esto es, toda la kermesse que rodea a lo único que importa, la literatura misma – sedimenta hasta convertirlas en frases soldadas, en verdaderas prescripciones, en sentencias.

El discurso sobre la imitación literaria supone una doble pedantería: debe hablarse con modos terminantes (y arbitrarios, por supuesto) sobre las obras de dos autores diferentes pero también debe hablarse de la relación entre esas dos obras, con idénticos modos vale decir. El discurso sobre la imitación, en este sentido, es un repertorio de atribuciones transplantadas sin mucho esmero, un ejercicio de la simplificación.

 

Escojo dos comparaciones habituales, quiero decir: dos de las acusaciones de imitación o copia más usuales del ámbito. La elección no es azarosa, debo confesarlo, sino que está orientada a remarcar (a propósito del tamaño de los escritores en este caso acusados de imitadores) la liviandad de la práctica. William Faulkner y Juan Carlos Onetti por un lado y los ya referidos Dostoiesky y Arlt integran las parejas elegidas.

 

El primer caso siempre me resultó particularmente irritante; la estima en que tengo a Onetti podría ser la causa de esa irritación (después de todo el escritor uruguayo es el señalado en este asunto) sino fuera por que la estima en que tengo a Faulkner es aún mayor. La inflamación llega desde otro sitio: no he logrado encontrar similitudes tales que justifiquen de alguna manera la asociación a que están continuamente sometidos. No se trata de que no exista ninguna similitud: es palpable el influjo del norteamericano sobre el tono y la atmósfera de las novelas de Onetti (no así en sus cuentos, que por lo general son más delirantes, alucinados), por hablar de algún parentesco. También está la común utilización del recurso que consiste en crear un territorio imaginario en el que transcurren algunas sagas (Yoknapatawpha en el caso de Faulkner, Santa María en el de Onetti) o cierta forma de frasear y puntuar que en el Onetti de las primeras novelas recuerda al Faulkner insuperable del período 1929-32: frases extensas, repletas de signos de puntuación o repletas de la ausencia de signos de puntuación, lo que obliga a las pobres palabras a dictar el sentido y el énfasis de lo escrito.

Pero, ¿no es notable el influjo de Faulkner sobre todos los novelistas posteriores a él, en mayor o menor medida?

Por otro lado, ¿no son territorios imaginarios todos los escenarios posibles de todas las novelas? ¿O vamos a creer que “Buenos Aires”, “París” u “Oxford” son Buenos Aires, París y Oxford sólo porque las descripciones realistas nos avisan con sumo esmero, por ejemplo, que el cartel tradicional de Coca Cola colocado enfrente del obelisco porteño tiene un rojo cada vez deslucido?.

Por último ¿la forma de frasear no pertenece al lenguaje – a sus posibilidades – antes que a cualquier autor en particular?

Las afinidades señaladas entre Faulkner y Onetti – que en efecto existen, hay que tenerlo en cuento – son fácilmente refutables. Estas y cualquier otra que se pueda plantear (el cielo atormentado de los personajes, sus defectos físicos, los chispazos de delirio alcohólico que ilumina cada narración). La refutabilidad proviene principalmente de que las diferencias son tanto más relevantes que cualquier coincidencia.

 

Concedamos por un momento la tontería: Onetti imitó deliberadamente a Faulkner en lo que pudo. Así y todo, el trasplante del campo a la ciudad que tiene lugar en las novelas de Onetti bastaría para desbaratar el posible plagio. El desierto de Faulkner es puesto en un suburbio (no exageremos, Santa María no es una ciudad, alcanza con “verla” de noche para comprenderlo), un suburbio que también es suburbio del lenguaje, veneno. Almas envenenadas ladrando al cielo destrozado mientras rascan del fondo de la olla las últimas palabras lúmpenes que los describan, mientras vuelcan una y otra vez en el vaso con dedos marcados del bar su piojera de nostalgias y fracasos.

El infinito, lo Absoluto, que en las narraciones de Faulkner habita en la tierra, en el río, en la memoria inmemorial, atávica, memoria más de la materia, del suelo, que de las mentes humanas particulares, en Onetti, en cambio, se aferra a las patas de las camas que albergan zombies en los hoteles, en los burdeles malditos, en oficinas presurizadas en las que ratas muertas se pudren con dulzura.

 

Concedamos por un momento la tontería: Onetti colocó un papel de calcar sobre Luz de Agosto, Desciende Moisés o Los Invictos y practicó la faena. El papel de calcar (papel traicionero si los hay, eso lo sabemos todos) posee una densidad que no reconocemos, que está en otra medida que la física; densidad que deforma lo copiado, que transforma a lo copiado, que lo torna siempre en otra cosa, que evidencia la imposibilidad de la copia.

 

El caso de Dostiesky y Arlt nos es más familiar. Quizás la extendida máxima que convierte a Arlt en un escritor mediocre desde lo técnico o débil en cuanto a la erudición tiene que ver en esto. Por alguna extraña razón (tal vez sea porque es el más porteño de todos los escritores nacionales, el único quizás), Arlt ha sido un escritor vituperado que, pese a la reivindicación que desde los ‘90  se viene produciendo en los ámbitos letrados (con homenajes, salas de centro cultural con su nombre y toda la pompa), ha quedado siempre preñado de cierto desdén hacia su literatura. Para la mayoría de teóricos, estudiosos y charlatanes de esta actividad (adjetivos calificativos que no siempre coinciden, indudablemente) Arlt es un escritor torpe y lego con una mente lo bastante atormentada como para escribir páginas memorables, gozosas. De este modo, la comparación con Dostoiesky es más ofensiva que para Onetti la referida con Faulkner: el narrador ruso es considerado en forma unánime (incluso aquellos que leyeron dos o tres novelas cortas de nuestro autor opinan con la boca floja del asunto) como un genio de la literatura mundial; con toda justicia, por si hace falta aclarar. El presunto “tono común” entre Faulkner y Onetti es ahora una acusación directa, más platónica si tomamos en cuenta el primer apartado de este escrito: Arlt intentó ser Dostoiesky, dedicó su vida a emularlo, centró todas sus ansias imitativas en la figura del gran Fiódor.

 

Concedamos por un momento la (segunda) tontería: Arlt imitó exclusivamente a Dostoiesky en todo lo que pudo. Con el agravante de que pudo poco, de que su escaso “bagaje cultural” (expresión siempre a mano cuando no se le puede encontrar un origen – repleto de datos y maromas de la pura razón –  a la lucidez de alguna mente) no le permitió siquiera acertar de cerca de la profundidad psicológica y espiritual del ruso, alcanzada por supuesto también a golpes de sapiencia histórica, de rigor en los datos, de las bases teóricas de movimientos ideológicos, culturales y científicos de la época.

En ese caso, admitiendo la estupidez simplificadora (siempre la estupidez simplifica, siempre, es su peculiaridad prevaleciente), de qué imitación se habla. Si la profundidad medianamente erudita (no recarguemos tampoco, Dostoiesky no es Tolstoi) y la argucia psicológica son las características cardinales de la obra de Dostoiesky, y si esas características son sumamente improbables en la obra de Arlt debido a las deficiencias “naturales” del autor, dónde podría residir la sustancia de la acusación; en cuál médula de cuál recóndito misterio mora el fundamento de la querella.

 

De nuevo el mismo ejercicio: no ignoro que hay matices en la escritura Arlteana que saben a ciertos clásicos del ruso (quiero decir: Noches blancas o El idiota han sido claramente leídos por Arlt, como por tantos otros escritores, como por todos los escritores, espero). Lo que de verdad ignoro es cómo esos matices (constituidos por temáticas universales, rasgos genéricos de ciertos personajes como el de la mujer abnegada y brutal, una irritación crónica del cerebro, oficinas modernas como escenarios fugaces de la desgracia moderna) pueden ser tomados por elementos definitorios que, al repetirse, constituirían la materia (y la forma) de un claro artificio plagiario.

 

 

Todos los otros

 

William Faulkner

William Faulkner

 

 

 

La singularidad de la obra de arte, su desconcertante singularidad, hace poco más que vana cualquier teoría sobre la copia, la imitación, el plagio. Quiero decir: la imposible tarea de definir desde lo conceptual qué es una obra de arte (pregunta que dejó de tener sentido hacer rato, pregunta que no le interesa siquiera al propio arte) hace aún más imposible – como si las imposibilidades pudiesen apreciarse cuantitativamente, aunque, quién sabe – la tarea de delimitar cuándo una obra imita a otra, cuándo la copia, cuándo la plagia. Para atenernos únicamente a la literatura, el conjunto de factores que intervienen en una acusación de copia es numeroso y además se caracteriza por el hecho de que la mayoría de esos factores no son definibles a su vez. ¿Qué es el estilo de un autor; qué es un autor? ¿Qué es una historia, una sucesión de hechos atados para siempre al marco de su narración o una arborescencia semántica transplantable, calcable?

Si no somos capaces de definir qué es una obra de arte (y está bien claro que no lo somos, hay que ver a Kant y a Hegel, a Bretón y a Artaud revolcarse en el barro sin mayor suerte, hay que verlos a ellos para saber que no lo somos), cuál es la razón de  nuestro desasosiego, de nuestra vigilancia, sobra la imitación en al terreno artístico. Estimo que la desesperación del “cógito herido” (concepto que le debemos a Ricoeur) es central en esta aporía; una especie de resistencia del cógito, ya quebrado, ya herido en su orgullo monolítico y prístino, que no obstante quiere recuperar para sí esa calmosa posición. El cógito no entiende que, pese a no ser esa conciencia idéntica a sí misma y constituyente del mundo que soñaron Descartes o Husserl por ejemplo, sigue siendo un cógito, destrozado, fragmentado, pero sigue siendo un cógito: nunca podrá ser lo otro ni el otro, a qué viene tanto complejo, a qué tanta histeria por la imposible (y a su vez inevitable) originalidad.

 

Otra vez la originalidad, así es. Y una nueva aporía: nunca podremos hacer el producto del otro (pensemos nuevamente en Menard y en Cervantes según Borges) y nunca tampoco podremos hacer lo original radical porque esa misma radicalidad nos arrancaría de los límites en que pretendemos ser originales, nos arrancaría de todos los límites, seríamos en ese caso pequeños dioses (tal como quería Aristóteles que nos sintamos) o genios desligados de humanidad, pero no escritores por ejemplo. O pintores, o músicos.

 

 

 

Mome

 

 

 

Charly García y los hologramas del silencio marzo 10, 2009

 

                                                                                                                                                                       charly-garcia-canal-a-rockeros

La definición es de Pipo Lernoud; en todo caso yo no hago más que corroborarla y repetirla: Charly García y las calles vacías. Que la aliteración no nos sea molesta, que denote lo que dice y lo que quedó por decir.

Un tal Charly García, antena parabólica de presencias esquivas en una ciudad vacía. Aunque Charly García difícilmente presencie; acaso tan solo presuma. Charly García que, en algún momento de 1978, devuelve a Marilyn a sus pastillas, a sus sueños de fábula y empieza a introvertirse. Dispone de un cuarto, de unos cuantos instrumentos, de un millar de fantasmas. Fantasmas. Ve todo un elenco de sucesiones elípticas, de errática evanescencia: ve espejismos, y los espejismos tienen siempre lo que uno precisa y lo que uno no puede ver. Allí hay solamente un par de ojos de poca solemnidad, fugitivos, escapistas, sonámbulos. Esos ojos miran y por sobre todo, están despiertos. Charly no debe haber dormido por entonces o bien, desde entonces, debe haber dejado de dormir.

En un momento dejó de salir de casa y ese mismo momento -que ha de empezar con cierta decisión y también cierto castigo-, se vaticina infinito. Ve un afuera, pero qué hay afuera: afuera las calles vacías, afuera las calles calladas, afuera nadie se queda afuera, todos vuelven a casa. De noche, sobre todo. De noche, hay rostros que chocan contra los autos, contra los graffitis que el día oculta. Afuera todas las miradas perdidas. Afuera y estar solo, hasta estallar de ver y no ver la salida.

 

No estás solo si es que sabes que muy solo estás.

No estás ciego si no ves donde no hay nada.

 

Fue así que García empezó a quedarse dentro y no pudo volver a salir. Importaba el afuera y el adentro. Afuera, el horror; adentro, el ser, perdido en el ser. Voces que sólo pueden surcar a una mente extraviada en un walkman; eso es afuera. La suerte dispar de las almas que sueñan conocerse y tropiezan con sus propias huellas, eso es adentro. Se buscan en los demás y los demás no están. Estoy yo, quieto, ariscamente moviéndome en el lugar. Me muevo por dentro. Dentro, fuera y dentro otra vez. Me muevo y tictaqueo. Soy tiempo, soy caño, soy muelas que apretar, soy darse al viento y el viento que me lleva. Yo me llevo.

 

Y el reloj en tu puño marcó las tres.

 

Es inmiscuirse o desolarse. Verse en los espejos, en los del final del pasillo y en los pasillos nerviosamente alineados de un espejo de bolsillo. Y así atreverse a todo, mirarse en el espejo o en el techo o en ese ir de la cama al living. Corroborando este itinerario desde mí a mí, puedo serlo todo.

 

Aunque vives en mundos de cine

No hay señales de algo que viva en mí.

 

Puedo decir así que vivo en aquél que va de un lado al otro, que se la pasa viajando en su propia imagen, cavando hondo, hondo, hondo, hasta no salir jamás de la proyección de esa imagen que no acaba siendo yo. Soy y soy aquello que voy mostrando. Soy y no puedo ser fuera, de modo que soy dentro. Dentro, insisto, soy Todos. Charly García y saber que entre calles vacías no me atreveré a ser quien soy, que no puedo serlo. Y no se trata de una cuestión de identidad. No tengo identidad. Fuera no la tengo. Fuera la he perdido. Fuera me la quitan o en todo caso, desaparezco. Soy anónimo y no por estar perdido, sino porque perderme de vista ha sido su mejor solución. No me quieren: afuera no hay brújulas; sólo buscapiés, boomerangs, mi nombre en el nombre de otro que no sabe de mi nombre. Adentro, ya rota las brújulas, ya detenido los relojes, soy mi propio pulso, el refulgente holograma de mí que soy. No. Dios, el mundo es un infierno. No lo digas. No. Dentro, más tiempo dentro. Bajo la mirada, hasta los pies. Pienso: preso en mí mismo o preso para los demás. Una de dos. Y una de dos es sobrevivir y sobrevivir no es estar vivo. Una de dos. No puedo sobrevivir, nadie pudo. Las reglas son claras. Son reglas de hecho. El trabalenguas, traba lenguas. El asesino, te asesina. Quién sobrevive, quién puede hacerlo y quién va a contarlo. También cosas como éstas pueden decirse mediante reglas de hecho. Pero los que quedan dentro, image10los que ven toda la noche como una sola y larga noche sin fin, empiezan a asemejarse a los de afuera, cada uno en su oscuridad. Se forma un círculo de cautividades: dentro de una celda (cuando lo que hay es una celda) o dentro de uno mismo (si queda algo de uno mismo). Y allí, no es silencio lo que hay, no existe siquiera la posibilidad del silencio. Se precisa el disfraz, la máscara, la fachada, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera. La máscara no es silencio, sino la prueba evidente de que nadie tiene nada que callar por olvido, por omisión, por urbanidad; podría hasta no importarle la diferencia entre callar y no callar. Pero dentro (el lado que más amablemente conocemos) el filo narcótico de una noche sin estrellas, que me tiene intacto y a punto de quebrarme a la vez, ese ir y volver del baño, ese ir y volver y ver el fuego en la hornalla de la cocina como algo irreal. Charly García y vacío, vacio, vacío solamente. Nada, nada queda, si no es por unas cuantas melodías ardientes, un poco de aire viciado, líneas de bajo que parecen marcan el paso hacia la muerte, hacia varias de las muchas muertes que pueden conocerse en vida. Son horrores que precisan poetas, el adornicidio está demás. Son horrores que surcan la vida de lado a lado. Son lo inútilmente triste de nuestra humanidad, nuestros errores pacientes, mejor calculados, esos que también planean destinos y titulaciones y viajes en subte y espuma de café y sonrisa inconsolablemente confusa del lustrabotas confuso. Son hoy la brevedad del comentario del cínico y la pastosa voluntad de quien se hizo militante del horror sin haberlo vivido demasiado. Con errores así se construye la memoria. Con nuevos silencios, con nuevas máscaras. Charly García y tener el talento suficiente para decir cosas que perduren, para registrarlo todo cuando lo que puede registrarse es nada. Charly Gracía, para abrir una grieta sutil entre lo que se ve y lo que no se ve, y meterse dentro.

 

 

¿No ves que el mundo gira al revés…?

mientras miras esos ojos de videotape…

 

 

 

 

 

 

Así me meto dentro y luego, casi sin que lo notes, me paso la noche entera buscándote. Como si aún estuvieras. Como si nunca te hubieses ido de aquí.

 

 

 

 

 

 

M.A

 

 

 

 

Cartografía de un intento de ciudad marzo 9, 2009

 

3217931351_f365b63ec2La ciudad es un relato que nos contamos; la historia de una ansiedad. La Literatura, entonces, reconstruye la experiencia física, actualizándola, dándole una disposición geográfica al deseo.
 

Una historia de la literatura en la ciudad, la ocupación de los espacios con la desgracia personal, frenética, es una tarea necesaria e imposible. Me limitaré a establecer coordenadas, puntos de unión entre lo creído y lo soñado, mapas descentrados, cartografías sentimentales.

 

Desde Benjamin y su idea del flâneur, hasta la ciudad latinoamericana –tan especial, tan híbrida y caótica-,la literatura se convierte en ciudad-textual. La textualidad está presente en la ciudad, en la manera que nos contamos y ubicamos en el espacio, en la disposición que le damos al ser y al estar. La ciudad es un lugar donde el ser y el estar se encuentran, en un sólo verbo de significado indivisible. Caminar y caminarse, como quien transita por calles que pueden conducir al sujeto hacia cualquier destino. La idea siempre presente de caminar como inscribiéndose en el trazado de la ciudad.

 

Ya lo dijo Benjamin: “Importa poco no saber orientarse en la ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte.

 

2556033700_5906752a10Es justamente la idea de desorientación la que hace pertinente comulgar ciudad y relato como partes fundantes de la realidad. Un relato dispone, como si de un tablero se tratara, las piezas en el espacio. La ciudad, entonces, es ese relato que caminamos y escribimos, mientras pasamos por la geografía del entorno, mientras recordamos que aquí estuvimos que aquí no, mientras construimos la subversión de los hechos, mientras recogemos los restos del deseo.

 

Nos perdemos en secreto, rodeado de otros tantos sujetos que se cuentan su ciudad, murmurando una historia que es tránsito y pasaje, callejón y vereda. Caminamos la ciudad buscando los fantasmas que fuimos, y escribimos la distancia entre dos puntos que alguna vez fueron importantes. Nos inscribimos en el trazado y nos contamos una ciudad que tiene pasado-presente-futuro de forma simultánea.

 

El Prólogo de Ricardo Piglia a El último lector, puede funcionar como eje.

 

El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar. (…) La ciudad trata sobre réplicas y representaciones, sobre la lectura y la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros” (Piglia 12-13)

 

Toda ciudad es imaginada, así como imaginarios sus habitantes. Pero el relato que nos contamos, conjuga la brutalidad de la fantasía con la necesidad de una existencia frenética que haga posible una supervivencia. La ciudad construye sujetos, y estos sujetos, como he dicho, reconstruyen su ciudad, habitando y deshabitando los lugares.

 

Y también hay una ciudad enferma y neurótica. Arlt, por ejemplo, cuenta la ciudad de ese hombre alienado. La ciudad latinoamericana, de comienzos del siglo XX, comienza a reflejar el avance industrial y los sujetos la padecen a su manera. En Los Lanzallamas, Arlt describe su ciudad y la que está por venir:

 

Se desmorona vertiginosamente hacia una civilización espantosa: ciudades tremendas en cuyas terrazas cae el polvo de las estrellas, y en cuyos subsuelos, triples redes de ferrocarriles subterráneos superpuestos arrastran una humanidad pálida hacia un infinito progreso de mecanismos inútiles” (Arlt 33)

 

2866968515_bc03995cc9A su vez, podemos usar el siguiente fragmento de La Ciudad Ausente, de Ricardo Piglia, como comprobación de la proyección de Arlt:

 

Iba recostado, medio dormido, se dejaba mover por el vaivén del vagón. Se miran unos a otros, los giles, van bajo tierra para eso. Una vieja iba parada, la cara hinchada de tanto llorar. Gente sencilla, proletas vestidos de salir, ropa moderna, de Taiwán. Parejas tomadas de la mano, vigilando por el espejo del vidrio. (…) El subte iluminado cruzó el túnel a ochenta kilómetros por hora. (Piglia 18)

 

La ciudad es tránsito permanente, cruce de líneas, escritura que desborda toda imagen. El subterráneo como medio de transporte, pero también como un gesto de ocultar.

 

La ciudad oculta como puede sus muchedumbres de pies sucios en sus largas cloacas eléctricas. No volverán a la superficie hasta el Domingo. Entonces, cuando estén afuera, más vale quedarse en casa. Un solo domingo viéndolas distraerse bastaría para quitarte para siempre las ganas de broma” (Céline 296)

 

El concepto de sospecha se instaura en la ciudad contemporánea con una fuerza inusitada. Hay un temor al otro. Un miedo que puede leerse como la defensa del espacio individual o como la anulación de toda intención de traspasar el espacio del otro. En ambos casos, el concepto de legalidad, entendido como lo permitido, como lo que se puede o no se puede hacer, comienza a hacerse presente en la ciudad. El control de los espacios, tanto en el tránsito del sujeto por las calles, como por la separación de barrios, como los permisos de qué y dónde construir, empieza a estar dispuesto por los códigos legales. La vigilancia, las penas, los castigos, la moral que elegimos, es resultado de estas disposiciones que, a modo de diferenciación de lo salvaje, comienzan a ser aplicadas en el espacio urbano.

 

3323884224_ed4995f0a9Sin embargo, la ciudad es construcción del yo. Todo cambio, sea desde algo arquitectónico hasta la separación de barrios de acuerdo al nivel social de sus habitantes, atenta en contra del relato que nos queremos contar. No hay ciudad de todos, pero sí hay ciudad para todos. O debería haberla. Las políticas públicas olvidan el carácter que sus decisiones pueden precipitar en el relato, en la vida, que los ciudadanos están contándose.

 

Resulta tentador hablar de identidad, pero creo que el concepto ha degenerado de sentido. Marc Auge habla sobre eso y lo explica cuando menciona los no-lugares como esos espacios sin referencia histórica, que no contienen ningún rastro que haga que los ciudadanos recuerden su ubicación contextual. En definitiva, que recuperen su consciencia espacial y temporal.

 

La presencia del no-lugar promueve la anulación de una de las principales condicionantes de la ciudad: la existencia, en el presente, de 3 tiempos (pasado-presente-futuro). Para el no-lugar descrito por Auge, el tiempo no existe. El presente eterno, sin referencialidad, sin historicidad, se aplica sobre los sujetos en tránsito, anulando todo tipo de perspectiva, anulando todo relato fundacional. No hay encuentro posible. El relato, en consecuencia, sufre un reacomodo y ajuste: la ciudad no es la misma, ¿dónde nos dejaron la ciudad?

 

Ahora, el sujeto anhela lo que lo configuraba. El eje referencial desapareció, y la ciudad es una desconocida, un lugar anónimo. El relato que nos contábamos pertenece a una historia que ya no es nuestra.

 

3335385784_fe01051feaQumrán cubierta por las arenas del desierto. Planicie Banderita cubierta por las aguas. Canciones tristes ardiendo una y otra vez sin consumirse en un fuego que nace en ese hotel infinito que la rodea con un abrazo de boa. El placer de destruir, de hacer desaparecer bajo las aguas y las llamas. Ahí están todos –bajo la arena, bajo las aguas, bajo las llamas- durmiendo sobre las sábanas terribles de lo que no fue y de lo que ya no será (Fresán, Vida de Santos, 272)

 

La escena de un sujeto caminando por la calle, de un hombre apoyado en un marco de ventana, de una mujer sentada esperando un taxi, son, como fotografías, el relato que una ciudad se cuenta. La construcción social es el espacio privado expuesto. Es una máquina que repite frases como si fueran mensajes indescifrables: y ahí está todo su futuro. La ciudad es nuestra, aunque nos digan lo contrario.

 

El mapa se dibuja y se traza con urgencia. No es la ubicación pasajera lo importante, sino el traslado de la ubicación en el relato que nos confesamos.

 

 

 

R.S

 

 

 

 

Conatus y juventud en Dos Passos: el idealismo en el confín de la literatura maldita marzo 5, 2009

Filed under: Literatura Norteamericana — laperiodicarevisiondominical @ 12:36 am
Tags: , , ,

 

 

Las enseñanzas de Spinoza: esa testaruda idea de ser uno mismo

 

 

 

79796-004-5d3fa6df

John Dos Passos

 

Baruch de Spinoza, en su renombrada Ética (acaso uno de los 4 o 5 libros de genuina filosofía que hayan existido), da forma a un concepto central, que anima todo el desarrollo “geométrico” de su teoría. Ese concepto es el conatus, definido en la proposición VI de la parte tercera del libro en los siguientes términos: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser”. Esta clásica definición ha recibido (quizás justamente por ser clásica) interpretaciones de lo más diversas, pero más allá de ellas, es innegable que en el “esfuerzo” de la cosa que Spinoza describe hay una dimensión psicológica que se efectiviza en el hombre, pese a que el conatus sea extensible a la naturaleza toda en la compleja propuesta spinoziana. Pensado así la piedra, de poder pensar o sentir, desearía ser piedra, lo mismo que el ornitorrinco, el relámpago o las tacitas chinas de té. Lo mismo que el hombre…

 

Pero el hombre, el hombre…¿el hombre simplemente desea perseverar en su ser de hombre? ¿Allí se agota su deseo o más bien elucubra dentro de su ser-hombre otro(s) modelo(s) de hombre(s)? En el primer caso se trataría de una mera declaración contra el suicidio, en el segundo entraría en cuestión la ética (y la estética y la epistemología y así). Propongo la segunda lectura, aquella que apunta a la perseverancia con la que el hombre asume no el mero deseo de vivir sino el de vivir de determinada manera, con determinados valores, en determinados colores.

 

Pero Spinoza añade en la proposición siguiente: “El esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma”. Lo que hace Spinoza es una revolución en la ontología occidental al identificar la potencia (el conatus) con la esencia de una cosa. De acuerdo a la lectura propuesta, el modelo seguido por cada hombre, ese testarudo deseo de ser uno mismo, no sería ya un plan o proyecto y mucho menos una simple perspectiva sino que se trataría de la esencia misma del hombre, aquello que lo define y sustenta como hombre mismo, justamente aquello que lo distingue de la piedra o el relámpago. El hombre quiere ser hombre, pero para eso hace falta algo más que respirar todos los días, trabajar unas cuantas horas al día y cortarse las uñas del pie una vez cada quince días. El hombre quiere ser hombre, y en ese querer (taciturno, inquieto, letal algunas veces, imperceptible otras) consiste su propio ser. La esencia misma del hombre es su potencia, su conatus, su deseo.

 

John Dos Passos, acaso el escritor más renombrado y menos leído de la “generación maldita”, escribió un libro que no figura entre sus obras más populares así como tampoco entre las más vanguardistas o lúcidas. En efecto, Aventuras de un hombre joven no tiene el relieve literario de Manhattan Transfer, el sesgo osado de El Paralelo 42 o la profusión narrativa de 1919. Se trata apenas de una obra corriente para el nivel de autor que hablamos, una novela de iniciación que se ubica en la línea de Wilheim Meister de Goethe, La educación sentimental, Del tiempo y del río de Thomas Wolfe o El guardián en el centeno. Una novela que retrata el penoso asunto de crecer con menos brillantez por cierto que cualquiera de las nombradas.

No obstante lo dicho, Aventuras de un hombre joven muestra con una idílica crudeza la concreción de las sentencias spinozianas referidas más arriba. Muestra la trayectoria desangelada de la independencia mental y económica, la ardorosa lucha del hombre moderno por ser ese uno-mismo que proyectó en el límite del idealismo, dos pasos antes de que el idealismo se perdiera de espaldas en el precipicio a manos del nihilismo o la abnegación. Glenn, el protagonista de la novela, es el hombre (norteamericano si se quiere) del siglo XX, el de las guerras mundiales y el de la guerra congelada. La pátina política, capital en la novela de Dos Passos, actúa en este caso como símbolo de un tiempo: el altruismo, la estupidez, la libertad, la verdadera libertad, el autoritarismo, la traición, el amor; todos los componentes de la política (y de la vida, supongo) están conjugados en esa tentativa desesperada por perseverar en el ser.

 

 

De itinerarios y maldiciones

 

                                                                                                                                                                     image0021 

La novela de Dos Passos puede ordenarse en un itinerario muy marcado y sugerente. La adolescencia marcada por la figura paterna y un simbolismo lúdico que lo lleva al pequeño Glenn a formar parte de los “rojos” en las contiendas escolares; la despedida abrupta del hogar y el correspondiente bautismo como ciudadano del mundo; los viajes más bien sin dirección por el país; los trabajos mal pagos en los cuales el joven se acerca a la clase trabajadora; la adhesión al Partido; la decepción por el autoritarismo del Partido; la expulsión del Partido, el combate en la Guerra Civil española, la muerte. Hasta aquí el itinerario: no tiene por cierto nada de sublime; es más: podría ser aplicado seguramente a unas cuantas novelas del siglo XX modificando algún que otro detalle.

 

Lo que empieza a pesar en el camino son las maldiciones.

 

Vamos por partes: Aventuras de un hombre joven no es, en su prosa, una novela corrosiva o particularmente irónica. Por el contrario, su estilo es lozano, franco, agradable. El malditismo (auténtico, soberbio malditismo) emerge de la carne de la novela, de los sucesos que narra. El mundo entero está maldito pese a su apariencia liberadora, enorme, abismal. El mundo es un tablero abierto pero aún así los casilleros se hacen notar.

 

“Dormía sobre la alfalfa en un gran desván donde habían hecho su nido algunos vencejos (…) el cuerpo le dolía por todas partes pero tenía las carnes duras  y la tez bronceada y se sentía cansado y feliz (…) Buenos, esto sí que era una experiencia. Un viaje sobre el que podría escribirle a Paul largo y tendido ¡Cómo no!”

 

He allí la prosa de la aventura, tan ingenua, tan fresca y fervorosa. Tan joven. He allí la prosa que podría encontrarse – con mayor o menor brillo – en una ristra interminable de novelas metropolitanas emplazadas en el siglo XX. La pasión por el riesgo camina en puntas de pie sobre las palabras.

 

“Papá prosiguió: para él sería un gran alivio saber que Glenn había calzado en un buen empleo porque así como iban las cosas podía suceder, aunque no podía asegurarlo, que tuviera el privilegio de ser enviado a Ginebra como representante de varias entidades pacifistas americanas.

Pero, papá, sólo la clase obrera revolucionaria con la clase obrera de Rusia a la vanguardia puede lograr la verdadera paz mundial”.

 

He allí la prosa de la convicción idealista, de la juventud hecha carne y letra, de cierta inocencia perdida. He allí la prosa de la juventud vuelta actriz política del siglo inolvidable. He allí el renombrado asesinato al padre, el reproche elevado a eslogan radical, el homicidio del conformismo y la falsa calma a manos de un sueño real dirigido por hombres reales.

 

“ Me echaron del partido, ¿sabes? – dijo Glenn, tratando de no dar importancia a las palabras.

_ ¡No me digas! … y yo que te creía el más leal de sus afiliados.

_ No podía tragar las directivas partidarias

_ ¿Y ahora qué haces?

_ Dirijo un pasquín en pro de la unidad obrera…y estoy haciendo una campaña para sacar de la cárcel a unos tipos que todos los demás han olvidado. Para el Partido soy lo que llaman un carnero.”

 

 

He allí la prosa de la desilusión, la prosa ácida del dolor esencial, la escritura de la libertad y la confusión. Las aventuras del joven se interrumpen estratégicamente allí; lo que sobreviene son los retazos de un convencimiento que, salido de canal, persiste sobre las grietas de los sistemas que se superponen para quedar a mano con su tierna alma. La Guerra Civil Española, la acusación de “espía trozkista-bukharinista”, la muerte traicionera. Pero esos retazos son el conatus, la persistencia en el ser, en ese ser que había proyectado – con más fervor que minuciosidad – como suyo. Aún frente a la muerte (rastrera, obtusa muerte), la potencia como esencia, todo aquello que se puede ser (y hacer, sobre todo hacer) con aquello que se es, con aquello que se quiso ser. Se podría objetar: ¿no hubo en medio del itinerario de Glenn un relajamiento de su perseverancia?. Más general y despiadadamente: ¿No existe siempre un relajamiento de las convicciones y los sueños de los hombres en el itinerario en que se despliega su ser?. Spinoza también tiene al respecto algo que decir: “El esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no implica tiempo alguno finito, sino indefinido”.

 

La perseverancia sin final, o mejor dicho con un único y exclusivo final: la destrucción de la cosa; en el caso del hombre: la muerte. Desde el nacimiento hasta la muerte no existen ripios de la perseverancia para Spinoza, y esto no significa, reaccionarios del mundo, que esa perseverancia permanezca idéntica a sí misma, monolítica, estática. La perseverancia, pese a seguir siendo una y la misma, va tomando lo que nosotros calificaríamos desde nuestro sistema epistemológico (y ético) como “cambios”. La perseverancia, como puede fácilmente inferirse, actúa en otro plano, a otro nivel de profundidad del ser. Tal vez allí resida una de las condenas más terroríficas del hombre: se puede pasar de gerente de finanzas a reparador de ventiladores; se puede cambiar de comunista a progresista neoliberal, es dable incluso transformarse en un cerdo rapaz luego de haber sido un mancebo solidario. Pero hay algo, un algo, que siempre ladrará intestinamente, un algo que no se mueve o que únicamente lo hace para deshacerse de nuestras torpes y paródicas tentativas de someterlo o manipularlo.

 

 

 

“…que se consume lo mejor que tenés”

 

Spinoza, además de definir la esencia del hombre en forma tan indeterminada, procuró encontrar una manera de explicar las relaciones con los otros y con lo otro. Para esto parte de la alegría y de la tristeza, las dos pasiones básicas a las que se reducen todas las demás. En este sentido, dice Gilles Deleuze en uno de sus recordados cursos sobre la filosofía de Spinoza: “La cosa que me entristece es la cosa de la que las relaciones no convienen con las mías”. En el universo spinoziano todo son encuentros, de los hombres con las cosas y de los hombres entre ellos mismos. Vivimos encontrándonos con cosas y hombres que aumentan o disminuyen nuestra potencia de actuar, es decir, nuestra propia esencia. Esos hombres no son buenos ni malo, no al menos en el sistema ético de Spinoza, que se aleja de cualquier moral basada en el juicio; la bondad o maldad será relativa a los efectos y afectos que despierten en nosotros.

Las cosas que nos entristezcan, en consecuencia, serán aquellas que nos debilitan, aquellas que disminuyen nuestro conatus, aquel transformador del que hablaba la inmortal canción de García, aquel “…que se consume lo mejor que tenés”. Las personas que nos entristezcan, lo mismo.

705_spinoza-obras-completas_f 

¿No habrá sido esa la desdicha de Glenn? ¿No habrá sido esa también su máxima virtud o al menos la prueba de su conatus ante la existencia empírica? ¿No será esa la desdicha y la virtud de todos los hombres de nuestra abismal e irrepetible época? Vivimos en un mundo que nos obliga a chocar todo el tiempo contra personas y cosas que sí son buenas o malas, pero desde mi perspectiva, delineada por el conatus. Concluyo con Deleuze, en su libro Spinoza: Filosofía Práctica: “… se llamará bueno (o libre o razonable o fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que conviene a su naturaleza, componer su relación con relaciones combinables y, de este modo, aumentar su potencia (…) se llamará malo, o esclavo, débil, o insensato, a quien se lance a la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los efectos, sin que esto acalle sus quejas y acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre contrario y le revele su propia impotencia”.

 

Sí, ya lo sé: todos somos buenos. Y malos.

 

 

 

 

Mome