Cuando en Diciembre del 2008, La Periódica entrevistó a Adolfo Aristarain, en algún momento la charla viró hacia algunos escritos que Aristarian solía mencionar o bien, usarlos de apoyatura en algunas de sus últimas películas. Por entonces, desconocíamos que esos textos habían cobrado formato de libro bajo el título de “Cine y Oficios”, publicado por la editorial española Ocho y Medio. Aristarian, para satisfacer nuestra curiosidad, nos dejó los textos. Presentamos en esta ocasión Los Lúcidos, ensayo que, en buena medida, forma parte de su film Lugares Comunes.
Los Lúcidos
Por Adolfo Aristarain
El despertar de la Lucidez puede no suceder nunca, pero si llega, no hay modo de evitarlo. La conciencia alerta lleva al conocimiento profundo del absurdo, del sinsentido de la vida, de la inutilidad de la lucha. Todo esto vive aletargado por las rutinas cotidianas hasta que algo golpea, sacude y provoca la reflexión en voz alta y la amargura o la angustia aparecen, se manifiestan. Pero para que esto sirva hay que estar ahí en el momento justo para verla y tener además el coraje de aceptarla y romper conductas, de lo contrario todo parecerá seguir igual que ayer y que siempre: otra vez a vivir, aunque cueste, y a tratar de que no se note. Guardar la lucidez en un cajón de la mesa de luz para que no joda.
El Lúcido Adulto tiene una percepción de los hechos y un razonamiento tan veloz que hacen que se le revelen simultáneamente los motivos o las causas que han generado esos hechos.
Tiene conciencia clara e inmediata de los motores de la gente, de la mentira, de la hipocresía, de la verdad.
Su visión es total: es global y detallista al mismo tiempo.
No conoce la sorpresa. Como todo lo ve, puede percibir los mecanismos ocultos, desnudar los disfraces y ver detrás de las máscaras que usa casi toda la gente. No conoce el deslumbramiento que causa lo inesperado.
Siente cierto placer en comprobar que los hechos sucedan de acuerdo con lo que él ha sido capaz de prever, en que todo suceda de acuerdo a lo que su intuición le insinuó.
La lucidez le da la capacidad de conocer a la gente a primera vista. Casi sin cruzar palabra, la radiografía está hecha y es clara, perfecta y rara vez falla.
Ésta es una cualidad involuntaria, incontrolable, instintiva, intuitiva y no analítica. No es el resultado o la conclusión a la que se puede llegar después de una charla: es instantánea.
El lúcido conoce la naturaleza profunda de la gente en fracciones de segundo.
Así como cualquiera distingue el rojo del verde, el lúcido sabe si quien tiene enfrente es listo, tonto, fatuo, sensible, inteligente, genial o imbécil.
Este nivel de percepción (sensibilidad e inteligencia), recluye al lúcido, inevitablemente, en un mundo propio, solitario y aislado.
El lúcido necesita descansar, detener por unos momentos el funcionamiento de su lucidez. El refugio suele ser el arte.
El arte, como el deporte, tiene su propia lógica, una convención inventada y aceptada como natural. Sigue reglas claras y precisas que son entendibles y que se pueden abarcar, comprender, modificar. Hay límites para romper o respetar. Hay una dimensión humana, acotada, imaginable.
Cuando el lúcido consigue meterse en esto, consigue descansar. Está metido en lo opuesto a la vida. Disfruta de una certidumbre momentánea que sabe inventada pero puede olvidar que lo sabe. Las artes y los juegos tienen la lógica que le falta a la vida: todo está ligado, relacionado, sigue un proceso ordenado y perfecto. La causa A tiene un efecto B, se puede prever o entender.
Con un grado de conciencia infinitamente menor que el del Lúcido, el hombre común, inteligente o mediocre, siente también la atracción de estas disciplinas.
Todo es coherente: las imágenes, las sensaciones, el pensamiento. Cuando se juega o cuando se cuentan historias, todo tiene un origen, un motivo, un desarrollo lógico y una conclusión perfecta y aceptable. Desaparece la angustia que prohibe preguntarse «¿Por qué?». Las preguntas tienen respuesta, hay buenos y malos, hay premios y castigos, hay principio y fin, hay metas, hay resultados, hay tiempo, medidas, reglas, distancia.
Hay emoción sin riesgo, violencia permitida, muertes siempre ajenas. El hombre común siente que sabe, que es dueño de las respuestas, y aunque sea sólo por un rato y en un ámbito exclusivo, es un momento y un lugar al que se puede volver. El Lúcido sabe que es un juego que se ha permitido jugar.
Todo lúcido disfruta observando la Naturaleza. Es otro refugio eficaz. Es lo único que lo sorprende, que lo maravilla. Percibe la lógica de causa y efecto pero eso es todo lo que puede llegar a entender. Le alegra profundamente no saber el motivo. Porque no hay motivo. Siente el placer de no saber, de contemplar fenómenos de gran belleza pero sin premisa, sin motivo. El inmenso placer de contemplar el absurdo en acción sin tener que hacer el esfuerzo para explicarlo porque no existe explicación.
El lúcido vive acosado por el riesgo de saber demasiado y por la soledad resultante de sus cualidades.
El Lúcido no puede engañarse a sí mismo, no puede anular la actividad constante de su percepción.
Sabe que la vida no es un camino progresivo que empieza en un punto y se dirige hacia una meta. Sabe que no hay principio ni meta ni progreso. Sabe que la vida nace con la muerte adosada, que la vida y la muerte no son consecutivas sino simultáneas e inseparables. Sin muerte no hay vida, no hay urgencia, voluntad, placer, preservación de la especie, instinto sexual. Sin muerte no hay tiempo y sin tiempo no hay acción, hay inmovilismo.
¿Cómo se puede vivir sabiendo esto, siendo tan lúcido, tan conciente de la precariedad del hombre? ¿Cómo se puede convivir con el Absurdo a una edad en la que es difícil protegerse con el cinismo? La lucidez no viene sola, viene acompañada por una fuerza vital, por una especie de motor que transforma esa conciencia, esa angustia, en energía. Esa energía, ese impulso, genera a su vez alegría, una sensación de orgullo por saberse capaz de vivir sin mentirse aunque duela.
El Lúcido conciente puede ser totalmente desprejuiciado, combativo.
Vive al límite de su mente y de su físico, empujado a actuar según sus convicciones anárquicas, nihilistas y despiadadas.
Es el vivo ejemplo de que la palabra puede ser un arma letal.
Está instalado con elegancia y naturalidad en la cuerda floja, ejercitando sin descanso la lucidez más brutal.
Destroza hipocresías sin aviso previo, como un perfecto salvaje.
Tiene un humor ácido, irreverente, pero humor al fin.
Tiene una gran capacidad de ternura, pero muy oculta, férreamente protegida, porque la sabe desmesurada al liberarla.
Como tiene plena conciencia de la finitud de las cosas y de su relatividad, nada consigue condicionarlo, nada puede hacerle seguir una línea de conducta: no acepta reglas ni normas.
Aunque le pese y lo sienta como un lastre, es humano y vive en una comunidad. Esto le obliga a tener que ganar dinero para vivir. Trabaja a pesar suyo, pero trabaja poco, lo indispensable, en alguna profesión que le da placer y que le permite tomarse períodos de descanso cuando él así lo decide.
Desprecia el dinero, la propiedad, los objetos valiosos: sabe que es todo pasajero, circunstancial, ilusorio y mezquino.
Sabe que el trabajo y la rutina son mentiras que ayudan a creer que la vida es estática, que las cosas, las situaciones, las casas, los amigos, los amores, la familia, los muebles están hoy, ahora, mañana y para siempre.
Mentiras que ayudan a planificar el futuro, el status, el coche, la casa de campo, las vacaciones.
La gente puede vivir con felicidad y tranquilidad solo si se convence de que lo que tiene, lo que consigue a costa de dejar de vivir en serio y de no disfrutar del ocio y de no hacer lo que le gusta, es algo que va a poder conservar siempre. Esa gente tiene la sensación de que ha llegado a la meta.
Son algunas de las víctimas favoritas del lúcido.
El lúcido, cuando pierde la paciencia, no soporta al imbécil que tiene enfrente y dice lo que piensa con tranquilidad y desparpajo, actitud estética que acentúa la brutalidad de los conceptos enunciados.
No lo hace por crueldad o por maldad. Simplemente desprecia la piedad y se niega a participar del juego de la simulación.
Tampoco siente el orgullo de ser el único capaz de haber descubierto la verdad. Está convencido de que la gente, íntimamente, frente al espejo, a solas, sabe lo que es.
La travesura del lúcido es quitarles las máscaras sin pedir permiso.
Suele elegir sus víctimas entre los que usan máscara para ganar, trepar, triunfar, dominar: obtener poder o cualquier otro objetivo igualmente despreciable por mercantilista.
El lúcido no ataca al que usa mascara por debilidad o timidez o simplemente pánico o por ser un escéptico automarginado que oculta su condición para evitar preguntas. Como considera que no intentan joder a nadie sino que sólo tratan de protegerse de la vida o de sí mismos (del conocimiento profundo que pueden llegar a tener sobre sí mismos), el lúcido los perdona, los ayuda y los respeta.
La costumbre compulsiva de arrancar máscaras no es socialmente bien vista. Genera reacciones en contra y ninguna a favor.
El lúcido está obligado a insertarse en la sociedad para subsistir, aunque su soledad sea irremediable, pero se crea enemigos que no le darán trabajo y alertarán a otros «enmascarados» para que no se acerquen al lúcido porque es peligroso.
Así puede suceder que le cierren las puertas necesarias para ejercer la profesión que ha elegido y que tenga entonces pocas chances para demostrar su talento. Aunque casi siempre habrá otro lúcido que se cruzará en su camino y tratará de salvarlo o de protegerlo y ayudarlo.
El Lúcido que es capaz de vivir de acuerdo con lo que piensa es el único sucesor de los cowboys o de los gángsters del cine, el único y auténtico Fuera de la Ley (marginal, outsider) que puede existir en el mundo actual.
El que roba, el que lleva armas, el que se enfrenta a tiros con la policía no es un Marginal, no está fuera de la Ley sino que está bien adentro, bien metido en el sistema. Tan metido está que hasta figura en el Código Penal y su castigo está perfectamente calculado, a tal delito tal cantidad de años encerrado. El asesino, el bandido, el ladrón o lo que sea está integrado a la ley y al sistema. Está explicado, entendido y castigado por la Ley. No está afuera.
Afuera sólo puede estar aquél a quien la ley no define porque no lo entiende, no lo detecta y por lo tanto no sabe cómo castigar.
El gángster o el ladrán no tienen ideología. Si la tuvieran serían guerrilleros y formarían parte de cualquier grupo extremista. Pero estos tampoco están afuera. La guerrilla no mina las bases de un sistema que se extiende por el mundo con solidez indestructible, conseguida después de anular hasta la herencia genética del Homo Sapiens, el instinto de conservación, la solidaridad más elemental, la ética más primitiva y tribal generada por la conveniencia de unirse para luchar contra los enemigos y contra los elementos y así sobrevivir.
A un sistema que consigue hacer que el hombre niegue su esencia gregaria y que lo convence de que el mayor logro es vivir aislado y que el mayor mérito es luchar solo, no se lo destruye fácilmente.
El Sistema necesita que lo ataquen, necesita ser enfrentado por individuos o minorías para justificar su aparato represivo y demostrar que es indestructible.
Todos aquellos que se colocan en la posición de merecer el castigo establecido por la ley no hacen mas que justificarla y permiten que el Sistema atemorice con el castigo ejemplar a los tímidos disconformes que son mayoría y les impida reaccionar.
El Gángster roba y mata para conseguir dinero, cuanto más dinero mejor. No está en contra del sistema, simplemente no está de acuerdo con el reparto de la riqueza. Quiere para él lo que tiene un millonario. Su espíritu igualitario termina en los miembros de su banda. No quiere cambiar nada, sólo le interesa conseguir el dinero que le servirá ( si no lo descubren) para vivir con un nivel que el Capitalismo sólo tiene reservado para sus mejores defensores.
El Lúcido no cree en la Ley ni en la Moral ni en ningún tipo de Regla o Dogma, pero no es tonto. Sabe que tiene que trabajar en la sombra, sin llamar la atención y sin que la Ley consiga clasificarlo.
El Lúcido puede llegar a destruir con simples palabras o actos no punibles a ciudadanos que son los pilares cómplices que sostienen al Sistema. Si se lo propusiera, podría dedicarse sólo a ellos, pero no le interesa. Sospecha que un cambio del orden político y económico no cambiará demasiado al hombre. Cree que su esencia está definitivamente corroida o agusanada.
El Lúcido no sólo es el verdadero Fuera de la Ley y potencial enemigo del sistema económico y moral que nos rige, sino que es, además, el más peligroso, porque tiene un poder destructor ilimitado.
Puede, según la víctima, no sentir piedad ni culpa. Se mueve libremente y si es medianamente atractivo y seductor, puede entrar en cualquier casa o fortaleza, y lo que es mas grave, en cualquier alma.
Sus armas son el decir la verdad, exponer lo que ha sido capaz de percibir en el otro sin metáforas, con crudeza e ironía. Para los que usan máscara, eso equivale a una bala de Magnum 457 en el pecho. Tiene la ventaja de la impunidad, ya que no corre el riesgo de que el sistema quiera aniquilarlo. Sólo debe cuidarse del odio explosivo de alguna víctima o de algún marido celoso.
Vivir aplicando la lucidez y haciendo uso de las armas que ella da es una actitud que genera conflictos, no sólo con las víctimas sino incluso con los que aceptan al lúcido y lo entienden y lo admiran. Que no son pocos.
El Lúcido se relaciona con intelectuales de su mismo nivel, que han guardado la lucidez en un rincón y viven de acuerdo con las normas sociales o tribales aceptadas: son los teóricos de la marginación.
Puede suceder que estos teóricos acepten, entiendan y compartan la postura anárquica del Lúcido, su desprecio por la burguesía, (a la cual ellos pertenecen por nivel económico pero no por ideología y se encargan de dejar esto bien aclarado en la primera oportunidad) su desinterés por el dinero, su falta de responsabilidad social, su coraje para negarse a tener casa propia. Si la tiene es una guarida y no una posesión preciada.
El lúcido tiene hábitos nómades, vive un tiempo en un lugar y luego en otro, en casa de amigos (que realmente se sienten amigos) que lo aprecian y que respetan su coherencia aunque ellos no tienen el valor necesario para vivir de acuerdo con lo que piensan y en cambio, respetan aquello en lo que no creen, se aferran a los bienes ilusorios y hacen que sus vidas giren alrededor de la tarea de conseguirlos o mantenerlos.
Aparece aquí el segundo gran engaño: la propiedad. El primero es la Esperanza, (Todo está mal, pero todo puede cambiar y mejorar. Pero no es necesario hacer nada, hay que confiar en la suerte o en el destino.) El sentido de la Propiedad nos convierte en Dueños de las cosas, de los objetos, de la gente. Se quiere poseer por el solo hecho de poseer, se tiene la ilusión de que lo que se posee se funde con el alma del dueño y forma parte de su persona. No se desean cosas, objetos o gente para usarlos o disfrutarlos durante el tiempo que estén con uno. Se quieren poseer para siempre.
Aquí confluyen las dos grandes Mentiras. La Esperanza y la Propiedad crean un espejismo al que alimentan y del que a su vez necesitan alimentarse: el tiempo futuro. El Futuro tiene que dejar de ser condicional, un gran interrogante. Es imprescindible anular la conciencia de que el único futuro es este instante que se está viviendo, porque ése es un grado del conocimiento que inmuniza contra la mentira a la vez que instala la noción de relatividad y permite cuestionar y destruir los falsos dogmas del Poder.
Para querer ser Dueño, para defender la propiedad, para tener Esperanza hay que creer en el Futuro y negar la muerte. Aquí vuelve a aparecer la religión aliada al poder, el hábil uso de la superstición y el temor sembrados en el campo de la ignorancia.
La lucidez, la conciencia de que todo es precario y relativo, se erige claramente en el mayor enemigo del Poder, de la Ley y el Orden, de las normas del Sistema. Sin embargo, no es un enemigo peligroso.
El Sistema o el Poder atacan y destruyen rápidamente a quien intente oponerle un conjunto de normas, otro Sistema igualmente falso, basado en las mismas mentiras, pero que defiende otros intereses ajenos al del Poder establecido y que para existir, para lograr el cambio, necesita destruir el orden existente.
La Política y la Religión usan las mismas armas, necesitan de la credulidad, de la fe, de la aceptación de una filosofía hipócrita. Necesitan instalar el reino de la mediocridad para ser aceptadas. Para ser partícipe activo de la Revolución Socialista, para poder luchar contra el Sistema Capitalista sin que importe el tiempo que se empleara en implantar un orden social justo y recurriendo a la violencia si fuera (suele ser) necesario, es indispensable poseer una profunda conviccion religiosa.
El revolucionario tiene que armarse un esquema mental, una filosofía o convicción tan falsa como cualquier teología, para no permitir siquiera un atisbo de lucidez. Esto en el caso de que lo mueva a la acción la necesidad de implantar la justicia en el mundo. Si lo que lo impulsa es el placer de la acción y del riesgo, puede convivir con la lucidez.
La lucidez no es una amenaza para el sistema porque no puede propagarse, no puede hacerse masiva, ni siquiera minoria inquietante. La lucidez es conocimiento y lleva en sí misma la condición que la condena a ser aceptada por unos pocos: la angustia.