Algunas veces, como en los casos de Fitzgerald o Kerouac, el efecto producido por un escritor es inmediato, como si una generación estuviese esperando por ser escrita
William Burroughs
Los lugares y los tiempos
Adhiero plenamente a la sentencia que encarama a los grandes escritores en la categoría de universales y atemporales. El talento de un Shakespeare, un Dante, un Dostoiesky o un Kafka indudablemente rebasan cualquier coordenada espacio-temporal, se desmarcan de las particularidades de su tiempo histórico y cultural concreto, huyen de la manía de contextualización a la que los humanos somos adictos.
A lo que no adhiero tan plenamente es al decreto que subyace a la sentencia anterior y que consiste en eliminar cualquier tentativa de análisis de la época en que un escritor vivió y escribió. Quiero decir: si bien los estilos y los fundamentos de los grandes escritores atraviesan cualquier localización, el mundo en que vivieron – en tanto horizonte práctico, siguiendo a Heidegger – tiene cosas para decir de esos escritores y de sus obras. Se sabe: el amor, la aventura, dios, la soledad, la locura o el crimen son los temas a los que cantan todos los grandes; eso no asegura nada: ¿a qué otra cosa se le podría cantar?. Salvo que el amor, la aventura y todos los demás rubros no representan ni son lo mismo en todos los tiempos. Siquiera dios. Basta comparar lo que es el amor para Cervantes con lo que significa para Artaud.
J.P. Sartre aseguró que todos somos hijos de nuestro tiempo. Y aseguró varias cosas más que marcaron el pulso (y las carencias, por qué no decirlo) del pensamiento ético y político durante varias décadas. Es un caso extraño el de Sartre, qué duda cabe: se trata del último pensador complejo verdaderamente famoso y también del eslabón final de la cadena de intelectuales franceses que inauguró Zola. Su trama filosófica, el existencialismo ateo (fruto de la digestión de la “triple H”- Hegel, Husserl y Heidegger – y la influencia de Marx y Freud), impregnó como pocas otras teorías al mundo que la creó. El itinerario bélico y político del siglo XX hizo su parte al constituir a la juventud como sujeto político y cultural predominante: el existencialismo (aún en esa versión lavada e infiel que tanto se posa en las personas de lengua incontinente) es un complejo cultural para jóvenes, sin que esto tenga ningún viso de menoscabo. Fue la juventud la que supo blandir la bandera de la autodeterminación constante; únicamente ella podía, por cierto, tomar bajo la responsabilidad de sus actos al resto de la humanidad. Lo curioso es que el existencialismo es una teoría adulta, plagada de obligaciones, proyectos y un subjetivismo que a veces roza con el egoísmo. Una teoría adulta reivindicada y ejercida por jóvenes: la confusión era inevitable. Y la reacción también. Desde la filosofía y la literatura posterior (Blanchot, Bataille, Ionesco y tantos otros) surgieron los dardos furiosos contra las posturas de Sartre y, creo, sobre todo contra su figura. Se bregaba entonces por un ser humano menos consciente, nada monolítico, algo aséptico, mucho menos autoritario y poderoso. No resulta descabellado, después de todo Sartre había hecho lo propio con sus “padres” (y “abuelos”, quizás allí esté el chiste); la dialéctica propia del pensamiento, con la que Sartre comulgaba peculiarmente, requiere este tipo de contracciones y rechazos.
La que sí resulta misteriosa es la filiación de ciertos autores gigantes que de una u otra manera – ya sea por el mero eje temporal, ya por las esencias que cimientan sus obras – están embebidos de existencialismo, están mezclados con él, cercanos y enfrentados a la vez. Uno de esos escritores gigantes es, según mi parecer, Jack Kerouac.
La literatura (des)comprometida
Sartre ha agregado a las discusiones literarias del siglo XX una expresión de peso; esa expresión es Littérature engagée. Más allá de la polémica que esa expresión y sus secuelas han generado (por lo general apresuradas: se nota que ha resultado más simple impugnar a Sartre que leerlo con detenimiento), el filósofo francés fue claro al respecto en ¿Qué es la literatura?, acaso uno de los ensayos más valiosos del siglo pasado. Allí escribe: “La función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente”. Por supuesto que dicho obrar incluía proyectos políticos determinados (el comunismo), conductas culturales determinadas (el amor libre, entre tantas otras) y por tanto una visión del mundo determinada. Pero la miopía de Sartre no es tan garrafal como se ha insinuado; de hecho, más que a cualquier dogma político, la frase anterior responde a una concepción específica del habla. Lo digo con Walter Biemel en su Sartre: “Él (el escritor comprometido) sabe que su palabra no es una pura descripción, sino un acto de revelación, de patentización, gobernado por el proyecto propio de la forma social a que aspiramos”. La palabra, entonces, no solamente describe sino que revela, la palabra lleva hacia ese mundo que es real y que no obstante está siendo construido por nosotros a cada paso.
Aquí, la tentación de inscribir a Kerouac en un concepto amplio del “existencialismo” en el que cabrían también la Generación Perdida norteamericana, James Dean, los popes del Rock ‘n Roll o Lermontov, para dar una raquítica idea de lo que quiero decir. Un sentido que refiere a la piedra medular del existencialismo: la certeza de que la existencia, el estar yecto en el mundo, precede a cualquier esencia o naturaleza humana, si es que tal cosa existe. Un sentido que refiere a la mitología del viaje, de la constante auto-inquisición, de la angustia mundana que tantas veces tiende a la autodestrucción frente a una escena que no logramos entender.
Esta tentación no es un invento mío, está claro; entre otros, el mismísimo Burroughs observó en Kerouac esa veta de responsabilidad ante toda una generación, aunque dicha responsabilidad siempre haya sido odiada y temida por su amigo. En un artículo suyo sobre la obra de Kerouac el creador de Nova Express enrola a su correligionario en una versión “relajada” del existencialismo, análoga a la que se refirió más arriba. Versión que remite a las cavilaciones íntimas de Kerouac – conocidas por Burroughs si es que elegimos creerle –, a esa estampa de mecha generacional que hace del asesinato del padre y de la imposición de nuevas costumbres el hueso de su literatura. La posición de Kerouac frente a la escritura (“Uno sentía que estaba escribiendo todo el tiempo; que la escritura era lo único en que pensaba. Nunca quería hacer otra cosa” nos comenta Burroughs al respecto) refuerza la postura de Burroughs: ese hombre estaba ensimismado en su escritura, que en verdad era algo así como su forma de pensar. Estaba absorto en un ejercicio que le provocaba angustia, la angustia existencialista de tener que decidir. Decidir por él y por los demás. Kerouac efectivamente está tramando en sus libros más crudos la forma social a la que aspiraba, aunque ese horizonte no sea un régimen stalinista (se sabe que el muchacho era conservador como su mamá) ni un inmenso campo hippie de amor fraterno y lascivo.
Quiero decir: una lectura rigurosamente existencialista de Kerouac es por lo menos improbable. La política, el carácter y hasta la moral lo alejan de esa cueva. Pero inquiero: ¿es acaso esa versión dura del existencialismo la única o, en todo caso, la correcta? ¿No existe otra lectura del existencialismo, perfectamente legítima, que apunta más generalmente hacia la superestructura, hacia los espíritus y las alas de los seres humanos?. Es en esta segunda lectura en donde ingresa Kerouac al juego. Él, justo él, que a los 20 años apenas tenía ganas ya de jugar.
Escribe Burroughs en el artículo citado: “…los escritores son, incluso, en cierta forma, muy poderosos. Escriben el guión para el film de lo real. Kerouac abrió un millón de cafeterías y vendió millones de pares de Levis para ambos sexos. Woodstock surgió de sus páginas.” En esta frase se condensa la noción de existencialismo con la que trabaja Burroughs, la que atañe a un hombre que, situado en el mundo real sin anzuelo del que colgarse, se dedica a pensar y decidir cuál será el mundo al que se debe llegar. Sabemos por los cotorreos biográficos que Kerouac renegó con rabia de semejante responsabilidad; sabemos también que su alcoholismo fue agravado tal vez por la obligación de ese papel. No creo que esos detalles tengan suma importancia para este escrito: el existencialismo que Burroughs (y tantos otros) adjudican a Kerouac prescinde de las intenciones reales y concienzudas de quien obra. Tratándose de Burroughs, hasta se podría decir – sin fallar – que prescinde de la (auto)conciencia.
Las liberaciones y la esclavitud
La obsesión del existencialismo francés consistió, durante su fase tardía, en hacerse maleable para acompañar como teoría moral al marxismo ortodoxo. Los esfuerzos por lograr semejante cometido pueden palparse claramente en Crítica de la Razón Dialéctica, escrita por Sartre hacia 1961. En esas páginas Sartre intenta (creo que vanamente) conciliar aquella libertad radical e individualista propuesta en El Ser y la Nada con los extremos del sistema político en el cual creía. En dicha cruzada Sartre no tiene otra opción que cambiar su concepto de libertad humana y desbaratar varias de las consecuencias más importantes del existencialismo original. Crítica de la Razón Dialéctica actúa en cierto sentido como síntoma de una época intelectual: el marxismo se erguía como la única opción política decente frente al monstruo capitalista y no se podían escamotear maniobras para adaptar cualquier postulado al océano marxista. El existencialismo debía ponerse serio – en un sentido político que hoy resulta una reliquia tal como van las cosas – y para eso debía sacrificar ciertamente uno de sus pilares básicos: la radical libertad que suponía a un hombre soberano de sí mismo que se mantenía “aparte” de la historia y de las conformaciones sociales, que podía escapar de esas instancias a su antojo sin por eso transformarse en traidor o en algún elemento social por el estilo. Este cambio fastidió a muchos de los seguidores de existencialismo y dio mayor entidad a ese otro existencialismo, menos puntilloso en los razonamientos y en la búsqueda de coherencia pero más genuino en sus intenciones.
En el año 1959, prologando la década más reputada de la historia contemporánea, aparece Mexico City Blues, el libro de poemas en coros de Jack Kerouac. De allí surge el Coro 34:
No tengo planes
Ni citas
Ni entrevistas con nadie
Así que exploro ociosamente
Almas y ciudades
Geográficamente provengo de
Y pertenezco al grupo
Que llaman Holandeses de Pennsylvania
Pero en realidad soy un ciudadano
del mundo
que odia el Comunismo
y tolera la Democracia
Sobre la cual dijo Platón hace 2000
Años,
Que era la mejor forma de mal gobierno
Estoy explorando simplemente almas & ciudades
Desde el punto de vista privilegiado
De mi torre de marfil construida,
Construida con la ayuda
Del opio
Eso basta ¿verdad?
La saturación del existencialismo. De eso se trata el poema. Un Kerouac ya no tan joven en cuanto al asunto biológico (37 años) pero eternamente jovial en cuanto al sentido estético de la existencia sospecha los embates de una temporada que se enclava en dilemas tales como: la diversión o el trabajo; la libertad o la obediencia a fines supremos; la salud o la experimentación sensorial a través de plantas y químicos. El existencialismo, aquella postura amplia que abrevaba en la libertad humana y subjetiva como el pilar básico de la existencia, ahora renegaba de algunos de sus pataleos para ponerse a tono con el período y allí está el poeta para tallar la diatriba transcripta, para salir al cruce de cualquier propuesta consistente en “sentar cabeza”. La rebeldía se distancia de la rebelión en este poema, al igual que en la obra toda de Kerouac; la rebeldía se vuelve conservadora, hasta reaccionaria. La rebeldía vuelve a aproximarse al flanèur baudeleriano, que también vagaba ocioso visitando almas y ciudades sin perder por semejante conducta la soledad esencial y metafísica. La rebeldía, en esta acepción, se convierte en egoísmo y espionaje, en la idea de que rebelde, realmente rebelde, es aquel que se da sus propias reglas, el que trama sus propias realidades, el que (parafraseando al gran Chico Buarque) se anima a morir de su propio veneno.
Existe un algo que atraviesa todo el poema. Ese algo sabe a exageración; no pretendo concretar inferencias psicologistas sobre el poema de Kerouac, después de todo un poema es eso que es, un poema, y sobre todo no es aquello que no es. Pero es evidente que el poema citado se inunda de exageraciones y reivindicaciones propias del adicto a cualquier sustancia estimulante. Lo que en principio podría ser un comentario hasta irrelevante es transformado por Kerouac en una declaración de principios definida básicamente por la oposición a otros principios, a los imperantes.
De ahí cierta inseguridad: el final termina preguntando “¿verdad?” y lejos está de ser, según lo que creo, una pregunta retórica. ¿A quién está interpelando Kerouac?: si apelamos a la coherencia, debería ser a él mismo; si nos vestimos de críticos literarios deberíamos pensar en los lectores. Si gustamos de las biografías, finalmente, podríamos señalar a sus amigos y correligionarios. Más allá de cuál sea la respuesta que se elija, lo cierto es que Kerouac está demandando, irónicamente tal vez, una respuesta que reafirme su fe. Una respuesta que, sabe, no le será dada así como así. Lo políticamente incorrecto ha gozado siempre de buena fama en la literatura, de demasiada fama quizás. Es la transgresión frente a la norma, el rechazo de aquello juzgado universalmente como bueno. En el universo de Kerouac (esto es, su entorno inmediato y su tiempo) el comunismo era universalmente aceptado y loado; la democracia, si bien era la norma general, no lo era para la juventud bienpensante de principios de los ’60. Esto explica algunas de las exageraciones que señalé anteriormente. Un hombre acostumbrado a luchar – a su manera, es cierto – por las liberaciones, opta por elegir la esclavitud menor. Se lo podrá acusar a Kerouac con cargos de todos los colores, desde el cinismo hasta la cobardía, pero no podrá tachárselo de incoherente.
Subiendo y bajando de la torre de marfil: el mundo, lo que habitualmente se llama el mundo…¿dónde está?
La metáfora arquitectónica de la torre de marfil muestra una historia milenaria y ambigua. La torre de marfil es, como todos sabemos, aquel sitio donde los pensadores y artistas se refugian del mundo para no ser afectados, ya sea por el populacho o por las cuestiones mundanas que pudiesen distraer su concentración.
En la época en la que Kerouac vivió y escribió, la metáfora de la torre había tomado la forma de afrenta: aquel que se granjeaba un refugio de este tipo, y más aún el que permanecía en él ante las explosiones que se oían debajo, pasaba a ser el némesis del “hombre nuevo”. Esta circunstancia agrava los principios delineados por Kerouac en el poema: se está condenando por anticipado con el target de público que podía gustar factiblemente de su literatura. Esa conducta de gonzo ejemplifica a la perfección lo que comentaba más arriba acerca de las exageraciones: Kerouac está provocando deliberadamente con sus palabras a toda una generación, paradójicamente la misma que lo ensalzará años más tarde hasta elevarlo a la categoría de escritor generacional.
¿O no tan paradójicamente?
En una recopilación póstuma titulada como Pomes All Sizes, aparece un haiku sugestivo al respecto:
Bajé de mi
torre de marfil
Y no encontré el mundo
¿Se trata de un reproche o de un lamento, de una mera información que documenta el estado de nulidad elemental del mundo en que Kerouac vivía o de un sollozo íntimo en el que el poeta se maldice por no haber bajado antes, cuando él estaba aún apto para encontrar al mundo?. Por mi parte, lo ignoro: supongo que existen buenos argumentos para abonar una u otra posición, pero en todo caso, sea cuál sea la lectura, lo palmario es la desazón de Kerouac frente a la escena. No bastaba con la torre de marfil, puede suponerse; la torre de marfil se volvió una guarida en llamas, atiborrada de espejos y de voces conocidas y deformadas que rezan salmos insufribles. Había que bajar nomás, retornar de la alienación, fraternizar con el mundo del que tanto rumoreaban las voces. Pero…no había allí un mundo; las promesas y los ruidos se habían apagado o al menos el poeta no podía verlos ni oírlos. La torre de marfil originaria le dio paso a otra gran torre, el mundo mismo, un compartimento convertido en un sitio de sordos y ciegos que chocan contra las paredes de sus mazmorras creyendo que se trata de piel ajena, del cielo o del viento.
Mome