La historia -alguien lo dijo- es espejo de la paradoja. Paradoja viene a ser, más que la desarmonía simpática de opuestos, la implacable comicidad de lo incomprensible, aquello que, aún siendo elucubrado, no deja de crear fisuras en las pocas ideas que no dejamos que nos arrebaten, en las muchas ideas que ya no parecen querer volver a nosotros. De paradojas se alimentan las vanguardias de la literatura contemporánea y de paradojas va forjándose su modus operandis: un poco temerosamente, la literatura actual -el arte, en general- no puede sino parodiar.
Pero no nos hace falta recalar en el arte para apercibirlo: la vida misma parece moverse a caballo de parodias. Ya las publicidades aceptan el ojo que se atreve a sojuzgarlas con cierta desconfianza y fagocitan ese desconfianza, la trasvisten y hacen que el ojo fiel aprenda a reírse de las dudas del ojo desconfiado, las deje irremediablemente atrás, ya que no hay solución de compromiso, ya que, si ha de haber compromiso, tendrá que ser urgente y por sobre todo efímero.
En un mundo en el que la impostura hace las veces de lo impostado, Baudrillard -si es que no lo hizo- habría de castigar a Foucault: el poder también es parodiable. Acaso la parodia más brutal sea que la omnipresencia del poder foucaultiano venga a decirse simulada, venga a darse por supuesta y nada más. Sólo sistémica. Parafraseo a Gide: me digo, si de algo no me permito dudar, más que de la realidad de mi duda, es de que mi duda es sistémica -así andamos todos, irreconociéndonos en una duda que no parece sernos propia.
Las vanguardias, hoy más que nunca, se emplean en morir en una contracultura intramuros, muros de lo sistémico. Los puntos de ruptura no consisten ya en la forja de una nueva identidad a través de un quiebre con la tradición, sino en la recuperación y en el desglose paródico de actitudes e identidades pasadas.
Entiéndase la contradicción: esa ridiculización que parece ser estandarte estético de las nuevas vanguardias se encuentra en clara consonancia con aquello que ridiculizan, y todo amenaza con ser ridiculizado ya que paródicas son, desde sus primeros esbozos, buena parte de las actitudes artísticas de los últimos años. Aquello que aparentan, aquello que al fin y al cabo parece sustentarlas, porta ya en sus nervios su propia ridiculización y esa ridiculización no hace más que multiplicarse tantas y tan poderosas veces como sea necesario. Nothing is really sacred, escribió Bob Dylan en 1965.
Entiéndase por qué no es del todo una contradicción: no sentimos el peso de estas circunstancias. La postmodernidad adecúa el malestar y el agotamiento de una forma tan grata que no parece estorbarnos. La cultura deviene narcótica y el fármaco ha de renovarse para que no sea nuestro agotamiento el que decaiga. En consecuencia, la novedad deviene lo vanguardista y vanguardista es sino actitud de lo nuevo: producciones vanguardistas, como lo hubiese pensado Marcuse, que no se sustentan por hacer de búfalos, cocodrillos, sino de búfalos un poco más o menos búfalos, búfalos más o menos irascibles, pero siempre búfalos.
Soy ciudadano del mundo, se dicen los más fieles opositores a la globalización. En la forja de una tolerancia a cualquier precio, de una corrección política avasallante -y por demás impostada- los seres se anonimizan, se ningunean los unos a los otros, hacen que el mundo global se haga cargo de su destino, de su futuro y de sus veinte minutos antes de ir a la cama. El bailar todos la misma canción nos legitimiza, remedia nuestras diferencias. La patraña de la igualdad parece calar profundo.
No digo en todos. No cala, al menos, en Hugo Savino.
¿Cuál es el lugar de un gesto vanguardista por contrario, por intransigente, por revoltoso? ¿Cuál es el lugar de los pocos no empeñados en un mundo de empeños a mansalva? El lugar de los que eligen un lugar: uno, acaso uno cualquiera; el lugar de aquellos que pueden hacer de él su escándalo, su paraíso y a su vez, su propia condena. Más que un mundo personal, un mundo al que lo personal traspase, atraviese, inocule finalmente.
Hugo Savino nos concedió muy amigablemente una entrevista que no sufrió los contratiempos habituales. Lo encontramos en Madrid, a pocos días de su llegada a la capital española. La excusa fue Viento del Noroeste (2006), editada por Paradiso. Viento… viene un poco a desmitificar los devaneos id supra. A batallarlos. A exponer al desnudo la vanidad de algunas consignas que mueven hoy al terreno de lo literario. Yo reconozco dos: ser efectivo y ser consciente de una tradición.
La primera hace que la literatura fiche al integrarse de manera absoluta al mundo del discurso organizado, devenga útil -paradoja de paradojas-, y en última instancia, forje al ciudadano. La segunda no es la aparente ingenuidad de mancomunarse con la cultura toda, sino el aceptar la verticalidad de sombras muy contemporáneas. El sueño de Melville lector de Kafka, aquel sueño borgeano, no es ya viable sino con fines de nota al pie en tesis de doctorado. Borges, muy afablemente, hubiese terciado cualquier superstición. La superstición del teórico, del consagrado, del credencialista. La superstición de las sombras, siempre sombras.
Viento del Noroeste, no obstante, no se sostiene mínimamente por un esfuerzo contracultural y contraparódico; importa además la intensidad de una sinfonía stravinskiana, el variopinto intermitente de la ciudad sin tiempo, el sinfín rizomático del convetillo, la carraspera aguda del mal amado apollinereano.
Envalentonada por el pulso írmico, la apuesta de Savino se afianza en la ejecución. Si el relato de Viento… es o no es el mismo todo el tiempo poco importa: lo que se relata, lo que se sostiene es la permanente recreación tonal de una mirada y de un accionar, la camaleónica huída del desperado, del frontera. Con una prosa zigzaguente, arremolinadora, sincopada, guía al ciego entre los tuertos y resuelve que al final de la noche -al final, acaso, de todas las noches-, la mejor manera de volver a casa es perdiéndose. Y se abre paso como una de las más fiables novelas argentinas de nuestro nuevo siglo.
M.A
En Viento del Noroeste, una recurrencia es teorizar entre líneas acerca del realismo. Hablanos de lo que significa el realismo para vos. ¿Cuál es tu relación con las vanguardias de los años setenta-ochenta (Saer, Piglia, Di Benedetto)? ¿Cómo te llevás con su idea del realismo?
El realismo para mí es la peste. Es la vía de las esencializaciones, todo va a origen, a profundidad, a sagrado, es la pérdida de la voz. A mí me interesan los funcionamientos. El realismo es uno de los temas predilectos de los profesores, que discuten con metro en mano los grados y tipos de realismo que habitan en un escritor. Pura demencia universitaria. Para mí es una discusión que pertenece al museo de la ciudad, una antigualla. Así que el realismo es uno de mis odios. Es uno de mis rechazos, si lo querés dicho de manera más civilizada. Con las vanguardias de los setenta y ochenta no me llevé nunca porque yo nunca fui joven, y además, no tuve los medios económicos para ser joven, ni el sistema nervioso lo suficientemente equilibrado, ni vocación a lo colectivo, ni la paciencia para tener maestros, todos requisitos indispensables para formar parte de las vanguardias. Y además todos iban por el lado de Boquitas pintadas, era el soporte de todos los vanguardistas literarios de esos años. Y los soportes son vía a colectivo. Estrangulación de la voz. Y los ochenta ya son de una efervescencia universitaria abrumadora, sobrecogedora, hasta hay una eminente crítica cultural que se felicita en los noventa ante la llegada, al fin, de una camada de escritores-profesores. Y ahí empieza una lucha entre universitarios y críticos para definir quién manda en el territorio de la aprobación. Todos muy solidarios unos de otros. La vieja comedia del reconocimiento. El realismo es una postura de granito, es como hablar con un vegetariano, no quiere escuchar nada. Es más: no tiene escucha. Se la pasa hablando de lengua. Cree que se trata de la lengua. A mí Boquitas me gustó pero no me tocó. Yo prefiero Las leyes de la noche (Héctor Murena), La obsesión del espacio (Ricardo Zelarrayán) o Cómico de la lengua (Nestor Sánchez). Otras lecturas. Mi relación con esas vanguardias es inexistente. Podemos coincidir en una presentación de libros o en una muestra de pintura, pero eso es lo social. En lo que escribo yo trato de que se oigan las voces, cada una y todas gritando en el patio del conventillo, no me preocupo por el género, por la ruptura -otro de los grandes mitos de la vanguardia, el famoso “punto de ruptura”: qué tedio- ni por la llegada al lector. Todo eso está en mi lista de rechazos. Cuando escribo no estoy en el tema, no me interesa el tema, ceñirlo, la eficacia y todas esas boludeces, estoy afuera del cuadro. O si querés sólo me interesa la voz. Tampoco me embarco en la patraña del estilo. El estilo, si es que eso existe, es lo que se ignora, se escribe a lo desconocido. Y el realismo -con esa furia teológica que a veces alcanza, porque quiere ocupar todo el terreno- siempre sabe. Antonio di Benedetto no es un escritor realista. No sabía. Y las teorizaciones de esas vanguardias están llenas de saber. Agarrá las revistas de esos años, Los libros, Literal, Punto de Vista o Sitio, te hago unos diez años de revistas. Nacen viejas. Están embarradas en los saberes de época. Llenas de saber. Cada tanto, como pasa en las revistas, aparece una perla. Que entra sin que el colectivo la pesque. En realidad las revistas literarias están hechas para que el colectivo de monos sabios que las dirigen publiquen cada tanto a un escritor que vale la pena. Y sin que ellos lo sepan. Por eso están lejos de mis intereses. De los dos, Saer y Piglia: Piglia me gusta en sus cuentos. Y además leí que le gusta Gaddis. Una de mis chifladuras. Como verás esas figuras que vos ponés como centrales a mi no me interesaron, nunca me hicieron leer. Ninguno. Néstor Sánchez, sí, me hizo leer. Murena me hizo leer. Todas esas clasificaciones que se hacen desde el punto de vista de la ruptura, ese clisé de las vanguardias, me aburrían: Arlt es del XX, Borges del XIX, Puig es el mayor novelista de la época. O los imperativos de lectura: hay que leer a Raymond Williams o jurar por Adorno. O llevarle una vela a Walter Benjamin. O leer a Trakl por la vía de Heidegger. No, ni ahí. Ni velas ni juramentos. No les bastaba con Lukacs que te traían a Heidegger, el pastorcillo del ser como dice un amigo. Ninguno de los patrones de los ochenta me hizo leer. Tenían veinte palancas de retardo. Descubrían a Joyce por la vía de Lacan o leían a Raymond Williams. O seguían citando a Luckacs. Yo estaba al margen. Algunos mucho Mansilla pero iban a Gilles Deleuze. Te hago un toque rápido. A mí me gusta estar lejos. Solo. Yo me armo mi paisaje. Los patroncitos de estancia -especie muy argentina- no me cautivan. Saben francés pero leen a Sartre. A propósito, acabo de leer que Solyenitzin lo dejó de araca, a él y a su mujer, en un café. Esperando, no los quiso ver. Ahí hay un gesto. Prefiero la voz de mis amigos o voy de un libro a otro libro. Para mí la teoría es un poema del pensamiento, como dice alguien. La Cuarta Prosa o el Dante de Mandelstam son teoría, son “poema del pensamiento”. No esos cursillos sobre género y vanguardia. En los que se termina teniendo la voz del amo. No hubo relación.
Algunos de los autores que nombrás en Viento del Noroeste, como Mastronardi o Cambaceres, hoy parecen referencias periféricas a la hora de pensar la literatura argentina. ¿De qué manera te relacionás con ellos con respecto a tu propia escritura? ¿Creés que hay algún momento de la literatura argentina que se desapercibe o que está minusvalorado?
La literatura tiene demasiados tipos que la piensan. No hay que pensarla tanto. Hay que salir de la posición de lo que está minusvalorado, como decís. Porque se puede caer en lo ejemplar, en la enseñanza. La literatura no se puede enseñar. Sólo hay que trabajar para que el pasado aparezca. Para que no quede tan oculto. No hay que ejemplarizar. Hay que editar a Arturo Cerretani, hay que seguir editando a Mastronardi o a Cambaceres y a Eduardo Wilde, y ahí está el trabajo. El futuro de la literatura siempre es el pasado. Después lees a Luis Tedesco y encontrás a Mastronardi, pero no como influencia, no, como impregnación, como elaboración de una voz, el lirismo de la voz. La voz de Tedesco. A Mastronardi o a Wilde casi nadie lo lee. El éxito o la poca resonancia de un escritor tienen muy poca importancia, eso pertenece a lo mundano. Al sainete del salón. Fijate el caso de Beckett. Siguió a pesar del estrago del Nóbel. Y escribió obras increíbles que casi nadie lee. Y en ese casi está la salvación. A William Gaddis lo lee ese casi. A Néstor Sánchez y a Cerretani también. A Albert Ayler lo escucha ese casi. John Coltarne iba a escuchar a Albert Ayler, pero los coltranianos devotos, esos alelados que hacen Hay un momento en la biografía que James Knolwson le consagró a Beckett. Adorno presenta su trabajo sobre Beckett, en Berlín. Beckett va escucharlo y en un momento le susurra en alemán a su editor, que era el editor de ambos: “Eso es el progreso de la ciencia, que los profesores puedan obstinarse en sus errores”. Yo me la agarré, y si alguno de esos se extiende en explicaciones sabias, me la susurro. reseñas tediosas y sabias ni saben quién es. Vos les decís Ayler y te miran como si fueras una mosca. Pero a Ayler eso no le hace nada. Hace poco pasaron un documental sobre Ayler, éramos quince. El realismo se fue a ver otras cosas. Adorno no escuchaba a Ayler. Tenía un oído pésimo para la literatura pero toda la crítica repite sus lugares comunes sobre Beckett. ¿De qué se puede hablar con esos tipos? Esos son los tipos que piensan la literatura argentina. A los que se supone que hay que seducir para que nos dediquen una nota. Tipos que escriben con las patas, que se permiten juzgar obras de las que no pueden escuchar nada. Sería bueno que dejaran de pensarla un poco, a la literatura argentina. Lo patético son los escritores que buscan al adornismo para que los santifiquen.
En Viento del Noroeste, hablás de hacer Buenos Aires. ¿Creés en la existencia de una literatura de características rioplatenses genuinas?
La palabra genuina no me gusta. Esta cita de Bernard Malamud me ayuda con el verbo hacer: “Hoy he inventado la luz del sol: la he inventado en el libro y el cielo del día oscuro se ha desmoronado”. Bueno, el realismo trata de estrangular esa voz, esa invención, esa construcción del paisaje propio. Detesta el verbo hacer. Pide siempre que vayamos a coloquio, a escucharlo. Ovejilmente. Inventa los debates y te invita cuando está seguro de ganar. Viejo recurso del poder, del mantenimiento del orden. El realismo es el mantenimiento del orden. Nunca van a leer El Estado y el ritmo de Mandelstam, no lo soportarían. Matan el fraseo con esas explicaciones profesorales. Se me ocurre que el realismo es el intento mayor y eterno para estrangular la voz propia. El lirismo de la voz. No creo en ninguna literatura rioplatense genuina. Que es una palabra con resabios realista a la Heidegger.
Otros dos autores que nombrás son Roberto Arlt y Macedonio Fernández y la incansable tentativa de cierta crítica literaria de “volverlos legibles”. ¿Cómo te parás frente a esta cuestión?
Me preguntás cómo me paro: y bueno, no me paro, sigo de largo. Me reitero un poco. Sigo de largo porque si me paro entro en la polémica con los patroncitos, que es lo que buscan, yo no le quiero disputar Macedonio Fernández o Roberto Arlt a nadie. Pero tampoco me interesa discutirlo con cualquiera. Los leo. Y no hay que tener miedo de pensarse con relación a esos grandes: ¿te imaginás a Benjamín Fondane discutiendo si su francés era bueno o no, con alguno de esos carcamanes de los años treinta en Francia? O a Macedonio Frernández buscando aprobación. Paul Claudel dijo algo así, “me gané el odio de todos los profesores de Francia, ahora puedo hacer mi enorme trabajo tranquilo”, años treinta. Esa vía me interesa. Por ahí vamos en contra de la legibilidad. Que es como trabajar en contra de la interpretación. Y nos ponemos frente a lo desconocido. Dejamos que aparezca lo nuevo. No lo controlamos. Legibilidad y eficacia narrativa: dos norias, la ganga de los talleres literarios. La legibilidad es poner a Arlt en el siglo XX y a Borges en el XIX. O esas tríadas: los más grandes escritores del siglo son Proust, Joyce, Kafka. ¿Qué hago, como lector? ¿Leo en esa amalgama o dejo que el amarillo de Arlt se me imponga, y abandono esas explicaciones profesorales? Para mí Museo de la novela eterna es tan fuerte como Finnegans Wake. Arno Schmidt no está por debajo de Joyce. No leo con esos criterios, con esa jerarquía. Uno abajo, el otro arriba. En Viento del noroeste las explicaciones profesorales son rechazadas. Te lo pongo mejor: para despejar dudas y coqueterías, con esas “explicaciones” no hay diálogo posible. En realidad, los que trabajan en el territorio de la aprobación también saben que no hay diálogo posible. Así que no hay peligro de confusiones. Y los escritores sometidos y entregados al tutelaje de la crítica, también saben a quién frecuentar. Es todo muy previsible. Y eso también, es lo cómico.
Tu novela, aunque temáticamente e ideológicamente mira en dirección contraria a la postmodernidad, se construye desde lo fragmentario hacia lo más concreto, logra infinitas variaciones y muta hasta llegar a deconstruirse de alguna manera. ¿A qué atribuís este fenómeno en tu propia escritura?
Mi escritura, como decís, ni muta ni se deconstruye -Derrida y su frase “el poema es un filosofema” es para mí inaceptable. El poeta Henri Meschonnic mostró la sordera de Derrida, su pretensión de considerar el poema como un fragmento de la filosofía. En realidad, si lo pienso bien, no sabría ni cómo responderte esta pregunta. Si hubiera estudiado en algunas de esas escuelas de hipnosis, llamadas escuelas de psicoanálisis, tal vez podría decirte algo. Faulkner me gustaba más que la amalgama psicoanálisis- literatura. Que era el as de triunfo de la vanguardia literaria de los ochenta. Andaban con su Lacan intentando asustar a todo el mundo. Eran los nuevos ricos, otro establishment como se verá en unos años. Todavía quedan muchos escritores asustados por esa pretensión científica de la crítica paralítica de esos años. O sea: deconstrucción, flujo, placeres de lectura, psicosis joyceana, para resumir, la amalgama literatura-psicoanálisis no me cautivó. Ninguno de esos escribió Llámenme, Ismael.
En una de las últimas entrevistas que concediera Roberto Bolaño, hablaba del oficio de escritor como una disciplina que estaba plagada de miserables. Tu novela, Viento del Noroeste, de alguna manera, formula un ataque contra la figura profesional del escritor, su servilismo y hasta diríamos, su corrección política. ¿Concordás con la visión de Bolaño?
Todos los ambientes están plagados de miserables. No sé por qué el lugar común supone que el ambiente literario está formado por gente sensible. A Marina Tsevtaeva la empujaron hasta que se colgó de un gancho. Antes había pedido un puesto de lavaplatos en la cantina de la unión de escritores. La historia literaria está llena de esos ejemplos. Es un ambiente muy cruel, sí, es cierto. Pero también, cómico. Depende de las ilusiones que tengas. No sé bien cómo es la visión de Bolaño aparte de esta comprobación fácil de hacer, pero que no muchos soportan. Y hay que hacerla. Y el escritor como figura profesional me resulta detestable, de ahí al humanista profesional hay un paso. Tal vez la escritura es un oficio. No estoy seguro. No es una profesión. De eso estoy seguro. Yo no la encaro como profesión. Un poema viene de muchos lados. Es único. Cada uno lo saca de dónde puede. A veces de la rabia o de la paranoia. La rabia como en el rap, o la paranoia, que no me son ajenas. Un buen poema muchas veces aparece con la rabia, como un buen rap, hay que leer a Nik Cohn. O con la paranoia personal. Pero, como les pasa a los raperos, si viene el toco o el disco de platino, se acaba, entramos a consenso. Le escribo al género. Y eso, me parece, es la profesión. En fin te digo estas cosas a ojo de buen cubero. Todo muy aproximativo. Es mi manera de situarme. No excluye otras.
Tengo entendido que fuiste amigo de Néstor Sánchez. ¿Qué recuerdo guardás de él?
Escribí un retrato Sánchez. El recuerdo de un gran secuaz, un tipo que sabía andar la calle y sentarse en un café y hablar poco, casi nada, y a la vez dominaba el arte de la conversación: fue el escritor más intransigente que conocí. Y en literatura hay que ser intransigente. Nuestra amistad se hizo en el café. Y en las caminatas. Yo lo conocí cuando volvió al país en el 85. Pero lo leía desde que salió Nosotros dos. Y nunca dejé de leerlo. Lo leo como quien escucha a Troilo o a Demare-Berón. Es una obra de una radicalidad extrema. Indomesticable. Muy grande. Y como rompió todos los puentes, no hay epígono posible. Sánchez es para tipos con voz propia. La vanguardia de los setenta y ochenta se lo sacó de encima. Y tuvo razón: ellos pasaban a la legibilidad, al relato realista, claro, de trama telefónica, todo en clave de género. Pasaban a la opinión política, a la televisión. Entraban o siempre estuvieron en la escolaridad. ¿Cómo iban a soportar una obra solitaria como la de Néstor Sánchez? Que te manda a voz, a contra-género, a improvisación, a soledad. La vanguardia ya había encontrado la manera de no leer a Joyce multiplicando los ensayos sobre Joyce. Quiere domesticar a Beckett -imposible-, mismo procedimiento, y escondió a Sánchez. Sánchez muestra demasiado la rajadura de la tela. Insoportable. A Sponde lo ocultaron cuatrocientos años: lo desenterró un inglés. Y hoy Néstor Sánchez sigue en Mariano Dupont, en Ramiro Quintana o en Esteban Bertola o en Mariano Fiszman. Y no es una trasmigración, ningún fatal espiritismo, no, es un sistema nervioso de lectura. Estos tipos escriben en un registro de voz única, y no son domesticables. Son solitarios, que no obedecen. Y las prácticas de vanguardia, colectivas, para mí, terminan en política de consenso, y el consenso es la muerte del arte. Vía al fanatismo, al estrangulamiento de la alteridad. Las comodidades de pensar en grupo con la asistencia del maestro. De Konning, siempre: “cada grupo tiene su pequeño dictador”.
Se supone que todo escritor no es más que un cúmulo de referencias ajenas mediante las que construye su propia subjetividad. ¿Podrías nombrar qué artistas o corrientes artísticas te han influenciado especialmente?
Corrientes, ninguna. Siempre me tocaron los solitarios. Y para mí la influencia no es una angustia, es una alegría. Manet decía que tuvo muchas influencias pero que cuando metía la mano en su bolsillo lo encontraba lleno de manos. También hubo encuentros. Está Norberto Gómez. El gran artista que es Gómez. La obra de Norberto Gómez. Sus esculturas y sus dibujos. La obra y la persona, y el artista que no es la persona, de Norberto Gómez. Y cada encuentro es una continuidad a desconocido. La fuerza Gómez está siempre ahí. Gómez porque él es la antieconomía de medios. Es la entrega a lo que hace. Hay tenés una influencia, si querés llamarla así. La influencia es lo que pone a trabajar. Lo otro es hipnosis, te pone en la vía del epígono, ese otro facilismo. Y ahí no hay ningún riesgo.
Sos traductor desde hace ya muchos años. Has traducido sobre todo autores de lengua francesa. ¿Cuál es tu vínculo con la literatura francesa? ¿Qué lo ha fundado? ¿Qué encontrás en la literatura francesa que esté ausente en otras literaturas?
Yo traduzco, pero traductor no se me considera. Yo, tampoco. Socialmente mis traducciones en general son muy resistidas. Como lo que escribo. La verdad es que hay una continuidad de rechazo. Me niego a domesticar las traducciones. A veces fracaso. Acabo de hacer una, y Claudia Schvartz que es una poeta impresionante, ella la edita, la dejó tal cual. Bueno, tiene oído. No domestica, no normaliza. Sólo traduzco del francés. Y mi vínculo con la literatura francesa es de chifladura. No termino de descubrirla. No es que a otras literaturas les falte algo. Y, además, yo no podría saberlo nunca. Es muy vasto, la literatura de un país. Y la literatura francesa me atrae me atrapó. Está Nerval. Está Benjamín Fondane, desde hace poco. O está Henri Meschonnic. La lista es interminable. Y ponerla una pedantería. Acabo de descubrir a Michel Chaillou y a Franck Venaille. Leo hace mucho a Simon Leys. Es uno de mis escritores preferidos. Y me encantaría traducirlo. Y ahora que todos dicen que la novela está muerta, que la literatura se acabó, que no hay más novelistas, que no hay pensadores, y que es mentira, ahora hay que leer los libros que no están permitidos, contra los pensadores, contra la arrogancia que tienen, son unos pensadores super berretas, convencionales, y, al revés, hay unos escritores maravillosos, muy adelantados a esos llamados pensadores. Yo trato de ir por caminos desconocidos. Estoy en contra de esa idea profesoral, tipo Steiner, que promueve el fin de la novela. Steiner que dice que se acabaron los grandes maestros. Y los pensadores son eso, a veces. No sé cómo hacen para saber que la novela terminó. Que no hay grandes maestros. Basta con esa fórmula infame. Cómoda. Que sólo sirve para el mantenimiento del orden. No juego la literatura francesa contra otras literaturas. Si se anuncia un libro de Henri Meschonnic, lo espero. Si me dicen que hay un Pynchon nuevo, me voy de cabeza. Editan Lata peinada de Zelarayán en Argentina y lo quiero ya. Y cruzo a los tres. Cormac Mc Carthy se puso de moda: me chupa un huevo. Yo lo sigo leyendo. A Kerouac lo miran con desprecio, me chupa otro huevo. Compro todo Kerouac, y todos los libros biográficos sobre Kerouac. Ahora me leí uno de una novia de Kerouac: extraordinario. Ando atrás de su correspondencia. Voy así. Y trato de leer su Diario. Ahora tradujeron sus esbozos. Y eso también está en la literatura. No es una actividad subsidiaria. Cuando Claude Rhiel traduce a Arno Schmidt nos descubre otra posibilidad. Cuando Irina Bogdaschevsky pone a los rusos del siglo XX, eso tiene efectos en el poema que se escribe en Argentina. Cuando Amalia Sato traduce del portugués y del japonés, el paisaje cambia, esas traducciones nos sitúan, nos ponen a trabajar. La nueva traducción del Diario de Kafka por Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual es una felicidad. Y tendrá sus efectos. La traducción es una actividad, un funcionamiento, es todo lo contrario de un origen. También, a veces, traduzco con Américo Cristófalo: otra complicidad. Nada de aire de familia. Hacemos un Baudelaire y cada uno sigue su camino. Él se va a sus aventuras, a sus textos, a sus chifladuras, y cada tanto nos juntamos y traducimos otro libro. Cada libro nuevo que traduzco me enseña a traducir. Hay que empezar otra vez. Y tiene efectos en lo que escribo. Para que aparezca lo nuevo hay darle lugar a lo que se ignora. Hacer preguntas. Bueno, no te lleno de ejemplos. Mucha gente traduce poemas en Argentina. Y novelas y ensayos. Y hay traductores a los que sigo. Porque tienen oído. Porque exploran otras literaturas. Hay movimiento. Y traducir es una actividad de siempre en Argentina. Y no tiene nada que ver con la angustia de las influencias. Eso es mucha letra. Demasiada. Para mí la literatura no es la letra, es la vida.
No sé cuál es tu relación con la literatura contemporánea. ¿Tenés necesidad de actualidad, de leer lo que se escribe en estos días? ¿Qué autores te han llamado la atención en los últimos años?
Leo. No me defiendo de lo que me gusta. Así que voy y leo. Como puedo. Como te decía hace un rato, un libro me lleva a otro libro, una nota que me toca, y voy a ver. También están mis prejuicios, mis rechazos y mis odios. No hay poética sin rechazos. Rechazo la domesticación del lenguaje. Eso es el rechazo, rechazo el barrido del terreno para que sólo quede tu admirador, tu idiota discípulo, tu alelado y despreciado epígono. Rechazo esa idea reaccionaria y regresiva de una vuelta a tramas legibles. A novela de temas. Si un escritor me cuenta su novela o la recomienda alguno de los patrones de los que hablábamos, ni la hojeo. A los novelistas de temas ni me acerco. Yo no hago reseñas, así que mi opinión ni cuenta, no trabajo en el territorio de la aprobación, no cuento socialmente, tengo esa gran ventaja. Puedo hablar libremente, nadie me espera. Ninguna carrera o reputación que cuidar. Ninguna mitología que mimar. Los contemporáneos son todos los que están ahí con vos, en ese tiempo. Un moderno es otra cosa. No es un contemporáneo. Y es más difícil de ver. Lorenzo García Vega es más moderno que muchos vanguardistas de profesión. Que alguno de esos religiosos de Duchamp. A García Vega acabo de descubrirlo. Estaba ahí, pero no lo veía. Está Reinaldo Arenas, siempre ahí, es uno de mis escritores preferidos. Lo amo. Y lo seguí en cada libro publicado. Desde que empezó. Otros te pasan de largo, de los modernos, digo. Los contemporáneos son más visibles, están ahí, haciendo ruido con sus estrategias de promoción, su cantilena sobre la publicación o no publicación. Sus artículos sobre la actualidad. Son angustiados, necesitan estar siempre. Muchas ideas generales. Para la clientela de no-lectores. Están los recontrafamosos, ésos que distribuyen consagraciones a los jóvenes, a los que empiezan, toda esa pelotudez impresionante, esos son también los contemporáneos. Y por suerte están muy arriba, perdidos, viven en la ensoñación de la consagración, lejos de la vida. Y no se ocupan de nuestro trabajo. Pero cada tanto, con ésos, hay guerra, la guerra del lenguaje. Es con ellos y con sus discípulos. Los discípulos entran en una suerte de cretinismo de la devoción, y embisten. Te joden. Te buscan roña. Ahí tenés otra vez el medio literario. Cuando la política los favorece te mandan a gancho, sino se conforman con ninguneo o difamación. La canchereada del chiste o la burla. La burla borgeana. Borges y Bioy Casares riéndose de Beckett, pero hubieran dado un brazo por escribir como Beckett. Vos preguntabas cómo es el ambiente literario, y bueno, lee ese libro lleno de burla e impotencia de Bioy Casares, ahí está. Es divertido, sí, pero la impotencia aparece rápido y enseguida ves el patetismo de esos dos. Los contemporáneos son la pelea. Con Joyce uno no pelea. Joyce ni sabe que existimos. No hay diálogo con la tradición: otro facilismo e invento de la estética profesional. La tradición es una sopera, como decía De Kooning, uno va y mete la mano y saca lo que le gusta, lo que intuye, lo que te muestra una hilacha y te entusiasma. Y eso no es diálogo, no se llama diálogo, muy enfático llamarlo así, muy de los adornianos y su tupé de sabihondos, eso se llama lectura. Todos tenemos relación con la literatura contemporánea. Yo leo a Roberto Raschella desde hace muchos años. Leo a Tedesco. A Tedesco me lo traje ahora. Me resuena su voz. Que no se parece a nada. Es sólo de él. Me gustan los poemas de Laura Estrin. Mucho. Me gustan los poemas de Daniel Riquelme. Escribí sobre los dos. Leo a Mariano Dupont. Hay otros, acá y afuera. Leo. Es mentira que no hay escritores. Steiner, sigamos con él, que no sé por qué tiene esa arrogancia de decir que no habrá un nuevo Faulkner o un nuevo Joyce. Qué sabe él. Y se llena la boca queriendo fracasar como Beckett. Como Beckett, sólo fracasó Bram Van Velde. Y basta. No se puede tener un despachito en Cambridge y querer fracasar como Beckett. Steiner habla de la eutanasia, del racismo, de Tony Blair, ¿de qué más Steiner and co quieren hablar? Hablan porque no se bancan la escritura, pelar la cebolla y pasar a tu paisaje, tuyo. Y de de ahí, si te la bancás, arrancar otra vez. Es más fácil el chamullo, la idea general. Y encima quieren que los escuchemos. Dice que los escritores los necesitan para llegar al público. Mentira. Los escritores no necesitan ni de críticos ni de profesores. No sé que necesitan. Necesitan de gente que lea. A García Vega no me lo descubrió Steiner. Lo pusieron arriba otros escritores y editores audaces. Los profesores llegan mucho después. Así son estos arrogantes, quieren todo, el despacho, la jubilación en Yale y ser Beckett o Sánchez. Ahí tenés al profesor por excelencia. Al angustiado. Al que quiere saber todo de la época. Ahí tenés uno de los efectos del realismo. Y la actualidad es inevitable. Sólo hay que oponerle el paisaje propio.