La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Nota al pie: E. E. Cummings, el brujo agosto 30, 2009

Filed under: Literatura Norteamericana — laperiodicarevisiondominical @ 9:26 am
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eec0046Para muchos de nosotros, hispanoparlantes, E. E. Cummings bien puede parecernos un nombre más en una antología. Creo que la misma suerte corren Lowell o Creeley. No es enjuiciable este efecto ya que Cummings produjo a lo largo de su vida una obra que no invita a la traducción, que impone un lenguaje dinámico, hecho de fragmentos de fragmentos, de símbolos de símbolos. No me esforzaría en suponer que Cummings es inasible, tan solo avizoro su dificultad. El lector será el esquivo, el poco paciente, el poco atrevido. Chesterton entendió que un hombre que nos plantea una dificultad es libre, ya que nos somete a ella luego de haberla resuelto. Las posibilidades de comprensión frente a una obra, en todo caso, son siempre parciales. Lo que se generan frente a toda poética son márgenes de comprensión y muchas veces hemos pensado que estos márgenes era comprender lisa y llanamente. Olvidamos con bastante frecuencia que al leer nos buscamos con desesperación a nosotros mismos. Acaso sea ésa una de las razones más válidas para cerrar un libro, ya no su poca conmoción, ya no su torpe prosa, sino dar con que no nos hallamos en ninguna de sus páginas. Clarice Linspector sostuvo oscuramente que los espejos son en buena medida las imágenes que se sostienen en ellos, que la más fina aguja frente a un espejo conduce a que el espejo se transforme en la imagen de una aguja. En una galería de espejos, ninguna imagen nos parece real; no obstante, allí tampoco lo somos nosotros. Somos, en todo caso, lo que al ver reconocemos como propio. Lo mismo ocurre frente a un solo espejo. No hay modo de simular una imagen descuidada frente a él: buscamos forzosa, incansablemente su artificio. Asimismo, tampoco hay modo de leer un libro por lo que es en realidad. El libro nos reclama, nos observa, quiere ver nuestro rostro para saberse cierto. Él, por sí solo, aguarda también un descuido, aguarda cada vez que lo abrimos que lo llevemos hasta donde quiso ir alguna vez. Deduzco allí el deseo de una poética como la de Cummings, que sólo entiende de traducciones en la imaginación de un lector universal, que crea al mismo tiempo una imaginación que favorece el descuido.
eec0068Cuando pienso en Cumming, evoco la oscuridad de un pasillo de una universidad a la que nunca fui y un libro delgado, con el sugerente rótulo de 1 x 1. Y su lectura, lo huidizo de algunas palabras, la sensación de estar navegando un océano que es pantano, que es ciénaga, que es hundirse en ella. Cummings tuvo para sí esa extraña cualidad que describe a los poetas de Nueva Inglaterra: el trabajo casual con la palabra, esa poesía que se demora en lo oportuno, en las melodías venidas con el viento, con la lluvia, con los sonidos distantes de una noche sin luna.
E E Cummings probablemente haya adherido a todas las escuelas vanguardistas de principios de siglo pasado para no pertenecer a ninguna, para forma la suya. Fue hombre de la pre y la post guerra, estuvo presente en las rupturas, pero no avaló el capricho del dogmático. Lo que prosperó, lo que floreció en sus palabras fue un decir prístino, intensamente crepuscular, único. Cummings fue la formulación de una nada pletórica de sentido en la que porque y por qué ni se subordinan ni se revelan subsidiarios, sino que se imbrican con naturalidad, en el vaivén del caos que enmascaran, en la posibilidad de ser reflejos rotos, surcados por una breve línea de sangre o miedo. A diferencia de Mallarmé, Cummings no hizo un tema del silencio, mucho menos un propósito; el silencio de sus versos es impuntual, azaroso y necesario. No existe «intencionalidad literaria»: cuando Cummings calla o deja al lector a la deriva en los blancos de una página, es el poema el que calla, su propia respiración que se contiene, anterior a la mano que lo ha ejecutado. Por eso hay algo de prestidigitador en Cummings, algo de brujo. No hay uno solo de sus poemas que no revele indicios de algún extraño truco que se ha desprendido de su creador y cobrado vida propia. El poema –Cummings lo supo- es un centro donde convergen voces de oscura resonancia, venidas desde la diáfana noche de los tiempos; el poeta es el medium de estas voces. Desde esta óptica, un poema bien puede ser un anuncio, una forma de vaticinio. En ese anuncio, un lector cualquiera puede verse interpelado y vacilar, al igual que el poeta al ejecutarlo
. Frente al poema, el lector teme muchas veces estar eec0210delante de un oráculo: teme ser delatado, teme que el poema le hable más de la cuenta, teme en último caso que su anuncio le revele lo inesperado. He pensado alguna vez -evocando las palabras de Horacio- que lo inesperado en buena medida corresponde a un desbarajuste y una resignificación de lo esperado, ese descuido que esperamos acechar en nuestra imagen en el espejo, nuestro rostro real en medio de tantos otros rostros vanos. La poesía trafica furtivamente en estos procedimientos. Coloca frente a frente a un lector y un poeta, y los anima al vértigo del desnudo, a sobresaltarse frente a algún atisbo del éxtasis.

Es extraño hablar de un obrar literario en estos términos; pero más extraño no sospechar que hubo siempre, resonando en los oídos de E. E. Cumming, un llamado anónimo, nocturno, que hiciera de él un extranjero perdido en su propia tierra, extranjero que ha de componer en la paciencia de las noches un lenguaje posible con el que nombrar lo que no se nombra. Hacia 1968 escribió Juan Eduardo Cirlot, «y en realidad, esos pasos que se oyen, esa voz que resuena, esa actividad que se cumple, no son las de un ser terreno. Pero no hay que temer; casi nunca ese extranjero sabe que lo es. Y cuando lo sabe no tiene ningún medio a su disposición para comunicarlo verdadera y efectivamente.» 

 

M.A

 

 

 

Variaciones Lowry 3: Lunar Caustic: es danza o es batalla agosto 28, 2009

Filed under: literatura inglesa — laperiodicarevisiondominical @ 6:35 am
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Malcolm Lowry escribió Lunar Caustic alrededor de 1934-1935. Su publicación final, eso sí, fue en 1963. Algunos dicen que tuvo una publicación anterior, cerca de 1956, en la revista Esprit, con el fin de tener un texto fijo que estuviera a salvo de los continuos desastres que sufrían los manuscritos del escritor inglés (pérdidas, incendios, etc). El texto, sin lugar a dudas, sufrió modificaciones a lo largo de los más de 20 años que transcurrieron entre su primera escritura y la versión publicada. Una escritura que tenía el ritmo que Lowry le impuso a su vida: errante, accidental, trágica, pero también dolorosa, intensa, verdadera.

Existen diversas puertas de entrada a la novela protagonizada por Bill Plantagenet. Una de ellas es la crítica hacia la institucionalidad que contextualiza y funda el argumento: el City Hospital, una especie de clínica para personas con problemas mentales o de alcohol. La locura como tema, la debilidad como castigo. Y también –y por sobre todo- la institucionalidad hegemónica instaurando su mecánica inapelable con el fin de, supuestamente, proteger a la sociedad.


Es conocido el texto de Foucault que citaré a continuación, pero encuentro necesaria su presencia:


Pero eran también rebeliones contra las prisiones modelo, contra los tranquilizantes, contra el aislamiento, contra el servicio médico o educativo. ¿Rebeliones cuyos objetivos no eran sino materiales? ¿Rebeliones contradictorias, contra la degradación, pero contra la comodidad, contra los guar¬dianes, pero también contra los psiquiatras? (…) Lo que se ha manifestado en esos discursos y esas rebeliones, esos recuerdos y esas invectivas, son realmente las pequeñas, las ínfimas materialidades. Quien pretenda no ver en ello otra cosa que reivindicaciones ciegas, o la sobreimpresión de estrategias extranjeras, está en su derecho. Se trataba realmente de una rebelión, al nivel de los cuerpos, contra el cuerpo mismo de la prisión. Lo que estaba en juego no era el marco demasiado carcomido o demasiado aséptico, demasiado rudimentario o demasiado perfeccionado de la prisión; era su materialidad en la medida en que es instrumento y vector de poder; era toda esa tecnología del poder sobre el cuerpo, que la tecnología del «alma» —la de los educadores, de los psicólogos y de los psiquiatras— no consigue ni enmascarar ni compensar, por la razón de que no es sino uno de sus instrumentos.

Plantagenet se instala en ese medio y comienza a visitar pasajes de su vida. No nos queda claro si son o no reales, pero a través de pequeñas frases, fragmentos de conversaciones, voces que aparecen, el protagonista comienza a esbozar una biografía que se acopla con la biografía de los otros habitantes de este hospital. Sujetos encerrados, lanzados a una sobrevivencia que tiene la palabra rehabilitación como uno de sus dogmas, pero ésta, en el fondo, comienza a ser una especie de actitud despótica: debes vivir como lo hacen todos.

La actitud del mundo es la de hacerte parte de una diferencia. Es instaurar la culpa, potenciar tus falencias, para decirte que debes cambiar. El hospital psiquiátrico es el reformatorio de los que no pueden con su vida. Una manera de confiscar y ordenar la locura. Controlar, por sobre todo controlar, al sujeto. Verlo. Saber dónde está. No es ayudarlo, es ayudar a los otros. La idea del panóptico social una vez más presente, con la vigilancia no sólo material, sino también retórica.

“¿No puede ver el horror, el horror de la aceptación sin protesta de la propia degeneración? Porque muchos de los que se suponen locos aquí, en oposición a los que son borrachos, son sencillamente gente que vieron quizá cierta vez, aunque confusamente, la necesidad de un cambio en ellos mismos, de un renacimiento, esa es la palabra.”

Este borracho que es Plantagenet, músico que se culpa del fin de su banda, amante de una Ruth que no sabemos dónde está ni mucho menos quién fue, se instala momentáneamente en el Hospital aferrado a una debilidad que lo conduce hacia sus puertas. Nos muestra el interior del lugar con la lucidez y la consciencia del que conoce otra vida.
Se ha dicho que la novela funciona como purgatorio dentro de la novelística de Lowry, y tal vez sea cierto. El simbolismo es plausible, pero el destino no está aferrado a ninguna predestinación. Porque Plantagenet, a lo largo de su estadía, busca demostrar que las convenciones sobre las cuales se encierran a estos seres tienen más que ver con las máximas morales y clínicas con las que las sociedades se gobiernan que con una constatación de hecho. No darle espacio al peligro, claudicar la fantasía, juzgar al infractor. El protagonista impulsa un juego prohibido al interior de estos lugares: la duda.

“Y se preguntó si alguna vez el doctor se había cuestionado qué finalidad tenía adaptar a pobres lunáticos a un mundo malicioso donde lunáticos más sutiles ejercen la casi suprema hegemonía, donde el comportamiento neurótico es la regla, y no hay más hipocresía para contestar a las llamas del demonio…”

Preguntarse los fundamentos de estas políticas, la veracidad de los testimonios entregados por quienes encierran a sus familiares, develar el misterio de las conductas. No se trata de menospreciar al enemigo -que existe, que está, que vive cerca y que a veces conspira contra el sujeto- sino de identificarlo, de darle rostro.

El regreso a la ciudad, el reintegro al mundo, se hace, en el caso de Plantagenet, en los mismos términos con los que entró. No hay cura, tan sólo una pausa entre la locura de lo externo y la arquitectura represiva vivida en el interior del City Hospital. El manicomio no da espacio a cuestionamientos y el protagonista se da cuenta. Al salir, busca el lugar más oculto, el bar más perdido, la sombra que lo protegerá de una marca que lo condicionará: el haber estado, el haber pertenecido a esa raza que habita el inconformismo.

“Escuche. ¿Qué piensa que quedará de estos edificios dentro de unos pocos años? Le diré. Encontrarán aún los edificios de ladrillo pero no habrá ya camas, solamente un esqueleto oxidado, y el radiador. Usted lo tocará y se caerá en pedazos.”

¿Por qué están? ¿Qué hacen ahí? ¿Qué tan diferentes son a los que habitan la ciudad? Lo sabemos: la frontera siempre es débil. La imagen del barco que no se hunde, pero que sufre las mareas; la idea de que no hay pecado sino tránsitos. Todo discurso impone, sí, pero Plantagenet sabe que la imposición es una manera de contar. Y hay muchas. Lo que importa es no perder el rumbo, saber que hay otra manera de hacer y ser. Como Rimbaud escribió “¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!”


R.S


 

 

 

Ética y Literatura agosto 25, 2009

Filed under: Filosofía,Teoría — laperiodicarevisiondominical @ 9:46 pm
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¡Hoy todo el mundo es aristotélico!

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Alain Badiou, en una entrevista*, aseguró que hoy en día todo el mundo es aristotélico. La filosofía, desde sus inicios, ha sido poca cosa más que la tensión entre las nociones platónicas y las aristotélicas. Y nuestra cultura (occidental), el reflejo de esas tensiones; la torsión de cada una de esas ideas “traducida” al lenguaje cotidiano, a las conductas, a los sueños.
Badiou – pensador ciertamente platónico – acierta, creo, cuando señala el categórico triunfo del aristotelismo en el mundo contemporáneo. No creo en verdad que las obras de Platón y Aristóteles constituyan extremos opuestos: las coincidencias básicas que presentan (entre ellas, la certeza de que existe, de que debe existir, una esencia de las cosas y los hombres) son demasiado gruesas como para justificar una contienda integral. No obstante, los caminos seguidos por la historia de la filosofía han generado esta rivalidad intelectual con buenos elementos: desde las escuelas del período helenístico hasta la modernidad, pasando por el cristianismo, han reeditado una y otra vez polémicas basadas en las palabras – y en los silencios – del dúo de Atenas.

Así las cosas, algo exacerbadas las posturas, el “combate” entre Platón y Aristóteles parece mostrar en la actualidad un claro dominador. Badiou afirma que su parecer se basa en dos cuestiones diferentes, “aunque convergentes”. A saber: Aristóteles inventa de algún modo la filosofía académica (más allá de que el nombre Academia haya quedado identificado con Platón), la escolástica moderna que hoy domina, según Badiou, el panorama, con la filosofía analítica como punta de lanza. La segunda razón es ético-política: la democracia representativa y moderada, que es claramente mayoritaria en este momento histórico, es un símbolo del punto medio aristotélico, tal vez el concepto más importante que ha dejado su ética.
De las dos razones esgrimidas por Badiou, me interesa especialmente la segunda: el mundo contemporáneo, desde la misma forma de gobierno que ha elegido – y que lo impregna todo -, se ha transformado en un campo de ejecución del punto medio. Efectivamente, todo el mundo vive (más allá de las supuestas explosiones que representan las libertades sexuales, psicotrópicas e informáticas de que gozamos, que no suelen ser más que fuegos de artificio) guiado por la moral del justo medio, del punto meridiano propio entre el exceso y el defecto.

La literatura, como toda producción temporal del hombre, más allá de sus muy peculiares características, debería seguir a su tiempo. No pongo en duda que así sea, al menos en forma muy remota. No sería infecundo, sin embargo, cotejar a ciertos puntales de la literatura moderna y contemporánea, a ciertos personajes, con la sentencia de Badiou. Estoy preguntando, sin tanto pompa: ¿por qué algunos personajes paradigmáticos, definitivos, de la literatura de los últimos siglos no son aristotélicos, habida cuenta de que “todo el mundo es aristotélico”?
Podríamos acariciarnos las sienes entre nosotros y decir que la literatura siempre ha sido un dispositivo de resistencia, una voz que desafía los valores imperantes, un ejercicio crítico que ha socavado el poder en todos los tiempos y todos los lugares. Podríamos decirlo, pero es mentira. Todos sabemos que la literatura ha sido – ¿lo será todavía? – en muchos casos, en muchas culturas, una forma legitimadora, el discurso oficial de los regímenes en cuestión. El discurso rector de los discursos. Enfocando nuestra cuestión: muchos personajes y obras, consideradas clásicos, representan sin duda alguna la moral aristotélica cimentada en el punto medio. Pensemos en Homero, por ejemplo, o en Eurípides, o en Virgilio, o en Dante. La prudencia es allí la pauta a perseguir, y el exceso (más que el defecto) causa de la desgracia, el castigo, la tortura, la derrota.

La teoría ética aristotélica ha sido dominante durante muchos lapsos de la historia. Podríamos decir que, excepto durante la etapa más hostil de la era cristiana, la moral del justo medio ha descollado en todas las épocas, incluso en aquellas en las que otra ética particular (la kantiana por ejemplo, asentada en el imperativo categórico) la desplazó de su cetro en los ambientes intelectuales. Algo debió pasar entonces en la literatura moderna; algo que permitió la transformación de los protagonistas – esos nombres ficticios a los que, íntimamente, sentimos tan importantes para nuestras vidas como los vivos – en modelos opuestos al de la sensatez y la medianía aristotélicas.

Existe cierta coincidencia respecto a que el Quijote es el germen de la novela moderna; podemos ver allí el comienzo del descalabro: Don Quijote no es otra cosa que el estallido del justo medio en Alfonso de Quijano. Madame Bovary insiste sobre el tópico, lo mismo que Goriot, lo mismo que Werther. El idiota de Dostoievski, por su parte, muestra la decadencia total del justo medio mediante el método de la abnegación.

Y así podemos continuar sin mucha dificultad, en cualquier orden: Gatsby, Raskolnikov, Oliveira, Seymour Glass, Leo Percepied, Popeye, Brausen, Geoffrey Firmin, Nadja, Harold Bloom. Todos ellos son ejemplos – cada uno en su estilo, con sus armas – de la ética de los extremos, la histeria, la furia, la desazón, la excesiva ternura, la perdición. Es curioso, pero cierto: en un mundo aristotélico, la literatura se torna anti-aristotélica.

Qué vivimos cuando hablamos de vivir

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No se trata de que el paradigma del punto medio desaparezca, o haya sido superado. Muy por el contrario, la mediocridad aristotélica es más real que nunca, el punto medio es la traducción simbólica de todas las recomendaciones que un niño promedio recibe desde la cuna. La falta de “grandes relatos”, la devaluación del maniqueísmo y de la polémica – todos estos fenómenos tan celebrado por el posmodernismo -, supone al estatismo, la sensatez, el equilibrio, la medianía. O los gesta. En otras palabras: cuando no existen extremos, todo es el medio.

Lo sugestivo en este caso son las reacciones de la literatura frente al paradigma ético de Aristóteles. A grandes rasgos, son dos las conductas que los titanes de las novelas modernas pueden asumir: en primer lugar, cierta ponderación subyacente, implícita, del justo medio. Esta ponderación surge de la imposibilidad misma del personaje o héroe para moldear una vida acorde a la sophrosine, de la ruina que representa esa incapacidad. Estamos, por tanto, ante una continuación de las obras antiguas, en especial por las ínfulas catárticas que pretenden presentar. La catarsis, si bien no fue definida por Aristóteles en su Poética, es sin dudas un efecto propio de la tragedia, destinada a infundir dos sentimientos concretos en los receptores: piedad y temor. La catarsis es una “purificación de las pasiones”, y según Ross (infatigable intérprete de Aristóteles) allí anida la clave de la representación y el fin supremo del arte para el filósofo. Escribe el comentarista: “el objeto final de la tragedia es, no volvernos más emotivos, sino purgarnos de nuestras emociones” (Ross, Aristóteles, capítulo IX).

La primera respuesta entonces consagra (continúa consagrando, a eso me refiero) a la ética del meridiano; la consagra, usualmente, en cada una de las cuchilladas que los protagonistas acumulan en su calvario. Hay cierto tufo a advertencia en todo esto, un gesto de dedo índice rígido y zigzagueante que acompaña las consecuencias inevitables de la degradación extremista. El arrojo del héroe es reprendido a cada paso o en el “mensaje” global del texto. El héroe no es otra cosa que la muestra cabal de lo que ocurre cuando el mundo se pone firme en sus directivas.
Por otro lado, como reacción alternativa, la ponderación se dirige hacia una moral de extremos, de hombres y mujeres enloquecidos por su afán, por las concreciones de su afán. Una objeción obvia sale al cruce: ¿Madame Bovary, o Percepied, o Seymour Glass no muestran en sí mismos, cada uno con sus caprichos particulares, la perdición que conquista al ser humano cuando este sucumbe a la tentación?. Esta es, ni más ni menos que una de las lecturas posibles. Y no es inocente.

Pifian – fiero – el tiro los que responsabilizan exclusivamente a los autores, o en su defecto a las Obras, de los efectos de la literatura. Cualquiera sabe que toda época (incluso en las más represivas y despóticas) cuenta con escritores para todos los gustos. Siempre los habrá, fanáticos y ateos, moralistas y escépticos, preciosistas y dionisíacos, viles y gloriosos. Cualquiera sabe también que la lectura, la forma de leer socialmente un texto, no es tan variopinta. La academia, la clase dominante o los gobernantes (cuando no son lo mismo, y vaya si lo han sido, lo son y lo serán en muchos casos) imponen una forma de leer, una recepción determinada de un texto que obedece, como ocurre con nuestro tema, a los valores que ya vencidos continúan, no obstante, vivos. De este modo, los que ponen el énfasis en los destinos macabros de los personajes citados, practican una lectura basada en una moral especificada de antemano, una moral que incluso puede ser la vigente a la fecha de escritura del texto en cuestión. La moral del justo medio.

Pero hay otra lectura. Siempre hay otra lectura. Seymour Glass, Oliveira o Percepied no son víctimas ni desperdicios sociales por su “perdición”. La perdición es parte del plan, ya sea una Meca o un homenaje, fruto de una carencia o de un exceso de lucidez. La perdición por el exceso, por la propensión a los límites, es un anhelo real de estos personajes, la elección de una forma de vivir. Cualquiera de las obras citadas no pretende una moraleja ni la exposición de miserias consecuentes. Cualquiera de estas obras dejan un gusto curioso en la boca que no demora mucho en devenir pensamiento, idea: la vida es eso que simbolizan los descarriados personajes; vivir no es otra cosa, ninguna otra cosa, que lo que hacen estos sujetos exacerbados, estallados por todos los costados del alma.

Mome

 

Variaciones Lowry 2: Donde la imaginación se detiene agosto 23, 2009

 

 
Idólatras y poetas
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En Lunacy and Letters, G. K. Chesterton se refirió a los bibliófilos y a los borrachos como idólatras.
La idolatría surge dondequiera que aquello que en un principio nos hacía felices acaba siendo aún más importante que la misma felicidad. La ebriedad, por ejemplo, bien puede ser descrita como un pasatiempo absorbente. Y la ebriedad, verdaderamente entendida en su realidad interior y psicológica, constituye un ejemplo típico de idolatría. La intemperancia esencial comienza en el punto en que una concreta forma de placer, que tiene su origen en un determinado objeto de consumo, acaba por cobrar más importancia que todo el vasto universo de los placeres naturales que, finalmente, destruye por completo (…) Esto es la idolatría; la preferencia de un bien contingente por encima del bien eterno que simboliza; el empleo de un solo ejemplo de bondad permanente para confundir la validez de otros mil ejemplos.”(Chesterton, 1958, 13)
No obstante, Chesterton no recala en que una inexplicable aunque noble valentía existe en el hombre que posterga, hora tras hora, lo que sin mucho prurito llamamos realidad. Hay, en la historia de la literatura del siglo XX, una notable división entre las poéticas que sufren de literatura y los poéticas que sufren de realidad. Las primeras (pienso en Cummings, en Beckett, en Joyce) luchan por expresar lo que no existe. Las segundas (Faulkner, Kerouac, Lowry) luchan por expresar lo que sólo pocos pueden ver, lo desapercibido, lo que parece invisible. No se trata ya de un acercamiento a la realidad o de la forja de una segunda o tercera realidad paralela, de un pacto entre quien escribe y quien lee, no se trata de una instalación. Todo sucede en la más secreta inverosimilitud, todo en el más ceñido plano de la expresión. Todo es búsqueda y en la búsqueda, dar cuenta de lo intransferible, de lo incomunicable; constatar que se escribe tan solo como salvoconducto, salvaje e hipócritamente, en el intento de expurgar el vacío, en la dolencia de cumplir un raid que se redefine a cada instante. Se escribe para expresar, con la certeza de que escribir es una suerte de eufemismo de la expresión.
Sin embargo, ambas facciones se superponen a la idolatría de lo meramente literario; para ambas el hecho de estar haciendo “literatura” es apenas subsidiario; Beckett no escribía relatos, ni Lowry novelas; hacían otra cosa, algo que estaba más allá de los fines concretos; lo que Beckett y Lowry andaban no tenía otro fin más la forja del sujeto que Beckett, que Lowry se suponían ser. Se trataba de traspasarse a sí mismos, de lograr a través del lenguaje un dialecto visceral que no diera cuenta de ningún otro mundo más que de aquél que estaba suspendido en eso en lo que la imaginación se detiene.
Como en los versos que Alejandra Pizarnik escribió
Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión de mundo
La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos
.
 
 
Claves para la desesperación
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Cuando el desesperado despierta no reconoce nada a su alrededor. No reconoce el cuarto, la lámpara caída a su lado, el absorto batirse del ventilador contra la nada. Puede haber despertado aquí como en otra parte, cuando «aquí» y «otra parte» son apenas toponímicos, a veces circunstancias, y en ocasiones tan solo una necesidad, simple y llana, de constatar. ¿Qué puede constatar?

El vértigo, la pulsión de un recuerdo exageradamente presente, el dinamitarse de un segundo tras otro, cavando hondo en un pentagrama que nadie parece haber solicitado. El deseperado constata y lo constatado se le aparece vano. Puede apenas ocuparse de la manera en que las cosas ocurren, el derecho a ser que tienen o intentan tener, lo tentativo de facilitarse un espacio, corresponder a la caprichosa manía de forjar la normalidad. Porque sí, la normalidad se forja, aún cuando nos parezca un consabido ad hoc de nuestros tan poco empecinados escarmientos. La normalidad -como cualquier otra conmoción de uso- se forja en la práctica de quien constata. Constato, ergo, soy normal. Y si dejo por un segundo -perdón- si dudo por un segundo, ya no de constatar, sino que -perdón- si temo por un segundo no poder ya constatar, no poder dar con el rastro de mi vida en las cosas en las que ella parece ser, entonces desespero. Y el rastro que emprendo es nuevo: es el de mi desesperación. Detrás de él me dejo ir, intuyendo que ese haberse dejado ir es apenas una impostergable rebeldía para con la verdad, que en realidad algo me lleva y que ni siquiera es eso, que tan solo soy acarreado, soy lo que está siendo llevado y nada más. 

Ayudadme a escribir

Mostradme las puertas

donde están las reglas

y la jaula que

mi alma mira atentamente

donde mi valor

ruge entre rejas.

 

escribió Malcolm Lowry, invocando a Rilke, invocando a Keats. Keats y Rilke entonces estaban muertos. Lowry, poco tiempo después de estos versos, también.

 

 

Ser Lowry

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Lo que llamamos Lowry admite demasiadas proyecciones. Detrás de su nombre hay una sola obra pública empero, Bajo El Volcán, de la cual se dice que sufrió varias rescrituras. El resto es póstumo, son desprendimientos, es la verdad de un hombre que más que decir la verdad, quiso sentirla. Lowry, como Joyce, llegó a saber de una literatura que se abstiene de raccontos, de astucias timoratas, de sapientísimos artilugios. Lowry justifica como ningún otro escritor la vanalidad de escribir eficazmente. Supo que quien escribe no entretiene; que sólo hay otro, pasando las páginas de un libro, que encuentra entretenimiento. Supo bastante bien que “inútil es titubear en el límite, peor que inútil es hablar,” que escribir es crearse una jaula donde rumiar toda la noche, pero una jaula propia, transparente, casi invisible, donde vivir el dulce encierro de una oscuridad intransferible.
La poesía de Malcolm Lowry, Selected Poems of Malcolm Lowry, trafica menos en histrionismos que en certezas, se rehúsa al lirismo porque late, y late al tiempo de una vida, una vida que no puede más que vacilar y contorsionarse, arremeter orgullosa, sentir como todo se deshace, como todo empieza a resquebrajarse con indeseable pereza, a quebrarse lenta, muy lentamente, hasta que se abandona a su suerte de ruinas. Sus versos son toscos, difíciles de asir, se cortan abruptamente, simulando el descuido, agujereando página tras página.
Lowry vio al mundo venirse abajo y vio que el mundo es sólo uno mismo, cuando se nos aparece como un fruto de nuestra invención. Pero el mundo, tan solo el mundo. En la poética de Lowry –y aquí el alejamiento de Rimbaud y su je me crois en enfer, donc j’y suis– no se desciende a los infiernos por motus propio, sino que el infierno es lo siempre deviniente, el final de cada trago y la gota que se rebalsa, la mórbida espesura de “una esperanza que jamás se aventuró tan arriba como la decepción vital,” la huída permanente de taberna en taberna para resistirse a la cautela de las sombras, sabiendo a ciencia cierta que no hay, que no hubo jamás, algo más que un dolor anciano, imposible de atemperar, inane e inmóvil, como una piedra. Lowry desesperó, quiso constatar, pero no pudo más que ver. Y al ver, supo que nada de lo que veía podía apropiárselo. Tal vez fuera demasiado tarde. Tal vez ya no importaba. O importaba algo más. Ver y verse, pero ver y verse al delirar, resolver solamente que uno delira y que cuando delira muere o vive como nunca antes. Arde. Quema. Malcolm Lowry vio, pudo tan solo ver, muriendo en el intento de no intentar nada, de no sentirse nada, de no encontrarse en parte alguna. Vértigo que, antes de suponer la elusión del obstáculo, ordena desapercibirlo, olvidarlo, mentirlo, no entender la idea misma de que haya, allí, aquí, algo que hacer al respecto. Lo que resta es el dolor de esa mirada, mirada que no solamente duele en sí misma, sino que hacer doler todo aquello que ve. Con Lowry, sabemos aún, que lo que hay a nuestro alrededor duele y que basta sólo una mirada alucinada para corroborarlo.

 

 

M. A

 
 
 
 
 

Sergio Chejfec: el desvío y la quietud agosto 19, 2009

 

chejHay una literatura que no busca hacer épica de las cosas, una literatura que sospecha de su condición de tal, y que explora las zonas grises que el lenguaje y la realidad pone ante nosotros. Textos que juegan a ser la contraparte de una oficialidad y un discurso, amparándose en que la literatura no debe respetar ningún tipo de convención ni ajustarse a la comodidad de un lector burgués. La indeterminación es su espacio, la desorientación su estilo, y el lenguaje es la ruta por la que el autor transita. El llamado de la Especie, de Sergio Chejfec, es ése tipo de texto, me atrevo a afirmar.

 

 La historia –porque la hay, siempre- está ambientada en un pueblo. Pero tal vez sería mejor definir ese lugar por su antónimo: no es la ciudad. Es una zona gris, de espalda, en la sombra, donde los personajes, conscientes que hay otro lado, hacen sus vidas. Los rodean las fábricas, pero hacen como si no estuvieran. Zona de tránsito, algo perdida, donde las rutas sólo se conocen cuando alguien llega o cuando alguien se va.
Una voz femenina nos relata lo que sucede. Nos presenta a Estela y a Julio. Luego, a Silvia que pasa a ser Isabel –sí, Chejfec cambia de nombre a sus personajes en el transcurso del texto- , a X a Z y a Y. Personajes de los que sabemos poco, apenas fragmentos, tal vez algunas manías, nada que nos ayude a completar eso que se suelen denominar identidad.

 

Fueron seres anónimos, silencios; permanecieron escondidos tras la mitad oculta que sin embargo los definía y justificaba (30)

 
3831461698_e53d447782_mEl sujeto del texto funciona como testigo de las otras vidas, pero también como testigo de la propia. Busca incansablemente alguien o algo con lo que establecer relación, pero de antemano sabe que toda comunicación con la otredad se funda en la consciencia de un olvido que tarde o temprano llegará. Hay un pasado, pero ese pasado no se narra. Hay una causa, quizá, pero buscar una justificación, ir hacia los por qué, es un relato viciado. Eso no es lo que se quiere narrar. Chejfec hace que el único relato que importe sea la conversación que se teje entre el yo hablante y los personajes que se relacionan con ese yo.
 
Yo defendía la normalidad del olvido, cualquiera se olvida de aquello que no utiliza o frecuenta, o en todo caso de aquello que no interviene en su vida aunque sea de manera indirecta, ¿y cómo recordar los caminos cuando a nadie se ve ir o venir? Estela coincidía, pero la recuperación de la idea de camino apenas aparece el caminante nunca puede cancelar el olvido, porque, en tal caso, ¿cómo llamar al verdadero olvido, aquello que no se recupera aunque esforcemos la memoria y nos rodeemos de señales para alentarla? (26)
 
Circula un trabajo crítico sobre el autor donde se mencionan unas palabras de Ricardo reco41-01Piglia en su libro Formas Breves sobre la narrativa de Macedonio Fernández. Considero pertinente citarlas, ya que lo de Sergio Chejfec hace alusión, creo, a que lo Piglia sostiene en su texto. El pensar, diría Macedonio, es algo que se puede narrar como se narra un viaje o una historia de amor, pero no del mismo modo. (Formas breves, Ricardo Piglia, p.40) El llamado de la especie es una novela donde el transcurrir es mental. Si bien los movimientos geográficos, de locación, se modifican en algún punto, todo se vincula a un salto temporal en la mente de la protagonista. Las leyes que gobiernan los tiempos del relato no están supeditadas a una condición realista, sino que se articulan a través de los espacios temporales que la mente hace y deja hacer. Y esos, sabemos, son otros.
 
Lo propio del texto, dentro de todos los significados que de él se pueden desprender, es la idea de la memoria como un lugar arbitrario, parcial, inconexo y fragmentario. Reproducir lo vivido para darle un sentido al presente, resulta un castigo. No porque haya un trauma pasado que no podamos superar, necesariamente, sino que todo lo que nos podemos contar sobre nosotros mismos se rige por la norma de lo que recordamos. ¿Y qué recordamos? ¿Por qué esto y no aquello? ¿Es verdad lo que recuerdo o lo he inventado? Isabel, por ejemplo, preferiría no recordar nada. De Mauricio, confiesa, recuerda muy pocas cosas. Momentos intrascendentes, situaciones anodinas. ¿Qué significan? No lo sabe. No lo dice. La protagonista no indaga más allá. Se lo pregunta, sí, pero al no tener respuesta, al ser testigo de una imposibilidad, prefiere callar.
 
Tarde en la noche, antes de dormir, Isabel y Mauricio murmuran unas pocas frases incomprensibles: quieren que si en algún lugar existe un registro, aunque desordenado, de los hechos; si hay un sitio donde el curso de fracasos emprendido –aunque involuntariamente- por ambos se clasifica y guarda, ese lugar se desvanezca. El presente bien podría ser el paraíso si careciera de esas huellas. (64)
 
img_4231Estos personajes, algo anónimos, habitan un lugar que no es cualquiera. Ya lo dije: una zona gris, un espacio alejado, un tanto mudo. Chejfec recupera, en su novela, un ambiente algo despreciado por la épica rutilante: la provincia, entendida como un lugar poco enfocado por los relatos oficiales circulantes. La crítica social se hace patente, en su libro, desde la consciencia de los personajes. Esto lo muestra, lo exhibe, a través de escenas que se construyen con una multiplicidad de significados. Los niños, por ejemplo, maravillados con la espectacularidad de la fabricación de tinta. O el relato que hace de X cuando se va a trabajar lejos, e Y comienza a ser tentado por el vecino Z.
Todos estos son discursos que se formulan a través de pequeñas parábolas. El autor se apropia de diversos registros para dar cuenta de una realidad social. Hay pobreza, pero no se la nombra: se dibuja un escenario. Hay abandono, pero no se lo nombra: se intenta contar una vida, se intuye la desconfianza. Un poblado fantasma, habitantes que desaparecen sin dejar rastro: escenas de un lugar que, al igual que las relaciones que se establecen entre los personajes, siempre está al borde de desaparecer.

 
sergio-chejfecAparecen, desparecen, semejantes, entre la multitud de los semejantes: únicos en cuanto repetición. Sin domicilio ni ciudad, allá van, indiscernibles entre todos. Caminantes al infinito, si no dejan huella, gracias a ello los reconocerás sin descubrirlos (El paso (no) más allá, Blanchot 69-70)
 
Se habla de una “poesía del abandono”. De una “épica de la quietud”. Es esto. El relato no aspira a otra cosa que a indagar en las zonas donde los personajes no pueden llegar. En consecuencia, Chejfec escribe sobre una imposibilidad y lo hace a través de una escritura que siempre choca con su propia restricción. Como la protagonista: la escritura sale a buscar a los habitantes que se han ido, pero no los encuentra porque, siendo sinceros, no sabe cómo encontrarlos. Descubre otra cosa. Cuenta otra cosa. Narra el trayecto, narra lo que se encontró y lo que pudo haberse encontrado. La novela finge una caída sabiendo que la caída es su eterno lugar.
 
El llamado de la especie se construye de esos pequeños fragmentos que la memoria deja para que intentemos una inconsolable reconstrucción. Indaga una comunicación imposible, una indeterminación constante. Anhela algo, sin saber muy bien cómo se llegará a destino. Funda un texto que siempre está presto a desaparecer y convertirse en otra cosa.

 
 
 
R.S

 

 

 

 

Variaciones Lowry 1: Lunar Caustic: este es el lugar que habitamos agosto 16, 2009

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Narrar y describir: Lukács en la clínica de los locos
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La literatura siempre ha estado atada a la descripción; de hecho, la “literatura” en un sentido vulgar es entendida como descripción de fenómenos y personas. Desde el nacimiento mismo de la literatura occidental (sí, claro, pensemos en Homero) la descripción es un rasgo propio de ella, incluso uno de los valores que actúan de parámetro para la evaluación del escritor en cuestión. El escritor debe describir mejor que los otros artistas y, desde ya, que los demás mortales.
Esta condición (que nunca cesó, siquiera en el oscurantismo de ciertos centenarios) se enerva en el siglo XIX, en el marco de lo que llamamos – simplificando bastante la cuestión – el Realismo y el Naturalismo y se pone deliberadamente en cuestión, se prende fuego, en la literatura del siglo XX y todos los “ismos” que la fundan, sacuden y recorren.
Georgy Lukács, en un célebre artículo de 1935, se pregunta, desde el propio título: ¿Narrar o describir? Los teóricos de comienzos del siglo XX estaban pretendiendo “resolver” los enigmas de representación que la literatura decimonónica había dejado señalados. Lukács, por supuesto, no escapa a la regla y en el referido artículo compara la descripción de una carrera de caballos hecha por Tolstoi y por Zola. Lukács, sobradamente, está del lado de Tolstoi, que narra según el intelectual marxista la carrera de una forma tal que en ella está narrado el destino de la humanidad de su tiempo en lugar de describirla al modo naturalista en una mera recopilación estática del mundo. Dicho de forma resumida: Lukács aboga por Tolstoi en tanto su perspectiva para narrar convive con la descripción de los lugares de un modo dinámico y dialéctico, tal como es el mundo para cualquier marxista. La descripción, para los escritores preferidos de Lukács (Thomas Mann, Balzac, el ya citado Tolstoi), es “un elemento entre muchos otros”. La descripción ya no sofoca como en el naturalismo sino que trabaja para mezclarse con el mundo a través de la narración, aún a riesgo de perder lo exhaustivo de un Zola, por ejemplo; pérdida que no importa en verdad.
En líneas generales coincido con la postura de Lukács. Pero a los efectos de este escrito, me interesa pensar esas divisiones Lukacsianas en una obra de 1963: Lunar Caustic, de Malcom Lowry. En esta breve novela – que forma parte de una saga inconclusa llamada tentativamente El viaje que nunca termina, principiada por Under the Vulcano – se relata la estadía voluntaria de un alcohólico llamado Plantagenet en el City Hospital de New York, una clínica de locos y adictos. Ahora bien, retomando a Lukács, podríamos preguntarnos si Lowry narra o describe. Ignoro si Lukács escribió alguna palabra sobre Lowry; lo que sí me consta son las parrafadas reaccionarias que produjo sobre autores vanguardistas (Joyce, Beckett, Kafka, Dos Passos, Virginia Wolf y así). No resulta laborioso deducir su potencial antipatía hacia esta obra de Lowry, que ciertamente incorpora varios de los puntales de la vanguardia como el flujo de la conciencia y la fragmentación. Lo que no podría haber negado, más allá de su endiablado ingenio (que logró, por ejemplo, que se lo siguiese considerando un marxista ortodoxo cuando era estalinista) es que Lunar Caustic no se detiene en la mera descripción del City Hospital.
Lowry no nos cuenta sobre un mundo rígido, estático, dado. No habla de una institución física, con sus detalles arquitectónicos y sus paisajes. Lowry no se refiere tampoco a personas (o personajes) determinadas, fijas en su drama. Quiero decir: Lowry escribe efectivamente sobre todo aquello, pero Lunar Caustic es mucho más; Lunar Caustic forma y transmite – desde la referencia a esos objetos, personas y valores – una impresión viva del lugar en que se habita. La descripción deviene narración cuando, como quería Lukács, vive. Cuando late, cuando el mundo todo aparece cifrado en un rincón cualquiera, vivo, histérico, mordaz, irresistible.
 
 
La única forma de hablar del mundo
 
lowry2323¿Cuántos libros hemos leído que pretenden hablar sobre-el-mundo? ¿Cuántos films hemos visto? ¿Cuántas opiniones hemos oído en ese sentido?. El hombre habla sobre-el-mundo porque se cree con derecho a hacerlo, tal vez porque se devoró el cuento aquel de “a imagen y semejanza”, tal vez porque vive consternado en busca de alguna zanahoria para justificar y justificarse. No creo que se pueda hablar gratuitamente sobre el mundo porque el mundo, como tal, es un mero concepto, una abstracción, en palabras de Kant: una ilusión trascendental. Sí se puede (y allí está toda la gracia del arte y el pensamiento) hablar del mundo a partir de los recortes del mundo a que estamos conminados.
Lunar Caustic habla del mundo en la única forma en que puede hacerse: habla de un sitio, de personas, de los sentimientos de esas personas, de sus fantasmas, de sus comuniones, de los hiatos abismales que se hacen lugar entre ellas. Lunar Caustic habla del mundo callando sobre su generalidad, bajando los humos habituales del hombre al respecto, cumpliendo con el mandato baudeleriano de avizorar lo general en lo particular, lo eterno en lo transitorio, lo humano en un puñado de nombres propios.
“Era sólo un borracho, pensó. Aunque había pretendido por un tiempo que no lo era, que estaba loco con toda la entera dignidad de la locura” leemos en Lunar Caustic. Y me atrevo a decir que en esa frase se hunde la cifra de todo el texto. Plantagenet (o Lawhill, o cuál sea su nombre) es un alcohólico perdido que va en busca de un viaje, una excursión final que sin perjuicio de lo dicho es también iniciática. Plantagenet va en busca de la locura real, como si el hecho de decidir su internación (cosa que efectivamente hace: su estadía en el City Hospital es voluntaria) lo habilitara a precipitar los procesos de su enloquecimiento. Pero en poco tiempo contempla los límites y descubre la farsa: él es solamente un borracho que pretende bosquejar, entre los temblores pavorosos de su mente, el aquelarre de la demencia ajena, del frenesí del mundo moderno, huérfano de amor o compasión. Dice Plangenet, antes de ingresar en el hospital: “Quiero escuchar la canción de los negros…Soy enviado para salvar a mi padre, para cicatrizar el horror eterno de tres, para resolver el horror incurable de los opuestos”.
Si bien constituye la clave de toda la novela, esta disposición brilla especialmente en el comienzo mismo de la obra. Se trata de un comienzo antológico. Exactamente eso. Desconozco si existe algo así como una “Antología de comienzos en la novela moderna”; debería existir, habida cuenta de que el mercado editorial gusta tanto de los quehaceres antológicos. Si existiera, los primeros párrafos de Lunar Caustic no podrían faltar. Allí irrumpe un borracho que, al borde del delirium tremens, carretea de taberna en taberna hasta vaciar el ultimo trago frente al hospital psiquiátrico, antes de ingresar en él. Todo esto en apenas un puñado de páginas, escritas sin galanura, sin adornos, sin metáforas. Lunar Caustic, desde su drástico arranque, coloca las barajas sobre el paño: un hombre perdido se enfrenta a la decisión más difícil de su vida y, más allá de las invocaciones religiosas, más allá del pasado, más allá del temor, sólo se trata de eso: de sorber el último trago con el sudor en el cuello, arrojar la botella al río y que la puerta del loquero se cierre tras de sí. Plantagenet se encierra voluntariamente para “resolver el horror incurable de los opuestos”; en otras palabras: Plantegenet se encierra para poder hablar, por primera vez, del mundo. Del mundo que desconoce (o desprecia) el principio de no-contradicción y también el de identidad. Plantagenet se exilia en el sitio en donde 3+3 da 7 para no hablar más, nunca más, de las veleidades del 6.

 
 
A flote
 LUNAR CAUSTIC (1968)

Lawhill, el nombre con el cual Plantagenet se presenta en el City Hospital, es el de un barco que soportó más catástrofes que ningún otro a flote. La metáfora – bella por cierto; épica al menos – cobra magnitud en la semiótica de Lunar Caustic. Plantagenet se sabe un guerrero que aún resiste; un guerrero de pacotilla, es posible, hundido en un desgarramiento que en principio sólo refiere a sí mismo. Un guerrero de veras, un guerrero imposible. En todo caso ¿quién podría afirmar – sin sonrojarse – cuál guerra es más seria que otra?. Plantagenet se sabe un guerrero de la modernidad, aterrorizado entre las trincheras superficiales de New York, la ciudad del siglo XX. Un guerrero como tantos otros, como todos los otros, pero con una agudísima, insoportable, conciencia de la refriega.
“…su técnica es tratar de adaptarlos al sistema nuevamente – destruye la palabra pero la deja mantenerse – como si soldados heridos fueran enviados a luchar otra vez por cirujanos que han sido ellos mismos ya aplastados” le dice Plantagenet al Doctor, al responsable del loquero. Plantagenet se sabe un barco aún a flote, y es esa auto-concepción la que le permite encarar al erudito en un plano de igualdad. Plantagenet habla por los otros, en los silencios de los otros, y pone las cosas en su lugar: ellos, los guardianes de la salubridad y la moral; ellos, los paladines de los criterios, no son mejores que los desgraciados a los que hacen bailar a su antojo. Lunar Caustic, en esos pasajes, presenta una inquisición tan profunda y violenta como la que Artaud practicó en su momento contra la cuadrilla psiquiátrica. Los doctores devinieron cuervos exhaustos, doblegados, vanidosos aún en el umbral de su impotencia. Los doctores son los que comen los restos de la vida, los que transforman el dolor ajeno en un dato inadmisible. Y Plantagenet, que es parte de ese dolor, que siquiera puede consigo mismo, no está tan lacerado como para pasar por alto la afrenta.
Se marchará del City Hospital, que no lo encuentra tan enfermo como para pagarle la comida. Sí, se marchará, porque eso ya estaba escrito en su mente al ingresar, porque era parte del plan. Se marchará a beber nuevamente, como un ciego que busca el calor de la luz, a continuar el derrotero interminable del sudor y la fiebre. Pero antes de marcharse debía jugar su pequeña revancha contra la canalla, sortear una catástrofe más a flote. A flote en el descenso que no cesa.
 
 
 
Mome

 

 

 

William Saroyan – Segunda Parte agosto 14, 2009

 

 
 
williamsSegunda y última entrega de este ciclo de relatos del escritor norteamericano William Saroyan.
Pulsando en los enlaces de abajo, podrás leer “El Muchacho Audaz del Trapecio Volador” y “La Risa.”
 
 
 
  
 
  
 
Para leer la primera parte de este ciclo, pulsa aquí.
 
 
Traducciones: Martín Abadía
 
 
 

El Muchacho Audaz del Trapecio Volador – William Saroyan

 

ist2_3153935-flying-trapeze-circus-acrobatsI. Sueño

 
Absolutamente despierto, en posición horizontal, en medio del universo, ensayando la risa o el regocijo, la sátira, el fin de todo, de Roma y sí, de Babilonia, apretando los dientes, el recuerdo, demasiado calor volcánico, las calles de París, las llanuras de Jericho, demasiado resplandor, como el de un reptil abstracto, una galería de acuarelas, el mar y los peces con ojos, sinfonías, una mesa al lado de Torre Eiffel, jazz en la ópera, un despertador y el repiqueteo de la fatalidad, conversaciones con un árbol, el Nilo, una cupé Cadillac yendo hacia Kansas, el rugido de Dostoievski y el sol oscuro.
Esta tierra, el rostro de alguien que está vivo, la forma sin el peso, llorando sobre la nieve, música blanca, una flor magnífica dos veces más grande que el universo, nubes oscuras, la pantera enjaulada que mira, el espacio muerto, Mr. Eliot arremangado, horneando pan, Flaubert y Guy de Maupassant, una rima sin palabras. de significado previsto, Finlandia, las matemáticas sutilmente pulidas y resplandecientes como una cebolla verde entre los dientes, Jerusalén, la senda de la paradoja.
La profunda canción de un hombre, el sigiloso susurro de alguien visto alguna vez pero vagamente conocido, un huracán en los campos de maíz, un juego de ajedrez, derriba a la reina, al rey, Karl Franz, el Titanic negro, Mr. Chaplin llorando, Stalin, Hitler, una multitud de judíos, mañana es lunes, nadie que baile en las calles.
Un veloz momento en la vida: se acabó, la tierra otra vez.
 
 
II. Despertar
 

 Él (el Vivo) vestido y afeitado, sonriéndose pícaro al espejo. Muy poco apuesto, se dijo; ¿dónde está mi corbata? (no tiene sino una.) Café y un cielo gris, la Trapeze Necklace tattydevineniebla del Pacific Ocean, el zumbido del tranvía que pasa, la gente yendo a la ciudad, el tiempo otra vez, el día, prosa y poesía. Bajó rápidamente las escaleras hasta la calle y empezó a caminar; de pronto, pensó, es sólo en sueños que sabemos que estamos vivos. Es sólo en esa muerte en vida que nos encontramos a nosotros mismos y a la inmensidad, Dios y todos los santos, los nombres de nuestros padres, la sustancia de los momentos remotos; es allí que los siglos confluyen en el momento, allí que lo vasto se vuelve pequeño, un tangible átomo de eternidad.
Se adentró en el día tan alerta como pudo, aunque haciendo un ruido evidente al caminar, percibiendo la verdad superficial de las calles y las estructuras, la verdad trivial de la realidad. Desconsolado cantó para sí, Vuela por el aire con facilidad y candor/ el muchacho audaz del trapecio volador; luego se rió con todas sus ganas. Era realmente una mañana espléndida: gris, fría, opaca, un mañana para el vigor de la introspección; ah, Edgar Guest, se dijo, cuánto echo de menos tu música.
Vió una moneda en la alcantarilla que resultó ser un centavo acuñado en 1923, y lo examinó de cerca, en la palma de su mano, recordando ese año, pensando en Lincoln, cuyo perfil estaba impreso en la moneda. No había casi nada que pudiese hacerse con esa moneda. Me compraré un coche, pensó. Me vestiré a la moda, visitaré a las putas del hotel, beberé y cenaré y luego volveré a estar tranquilo. O la meto en la ranura de una balanza y me peso.
Estaba bien ser pobre- pero era aterrador tener hambre- y los Comunistas, qué apetito tenían, cuánto amaban la comida. Estómagos vacíos. Recordó cuán desesperadamente necesitó comer. Todas las comidas eran pan y café y cigarrillos, y ahora ya se había quedado sin pan. El café sin pan nunca podría ser una comida decente y no había yuyos en el parque que pudieran cocinarse como la espinaca.
Si fuera por decir la verdad, estaba pasando bastante hambre, y no había finales de libros que tuviese que leer antes de morir. Recordó a aquel joven italiano de un hospital de Brooklyn, un empleado enfermo llamado Mollica, que había dicho con desesperación que le gustaría ver California antes de morir. Y pensó seriamente, debería leer al menos Hamlet una vez más; o tal vez Huckleberry Finn.
Fue entonces que despertó completamente: al pensar en la trapezemuerte. Ahora el despertar era un estado de la naturaleza de un shock sostenido. Un joven puede perecer sin que casi nadie lo aperciba, pensó; y ya estaba lo sufientemente hambriento. El agua y la prosa estaban bien, llenaban buena parte del espacio inorgánico, pero no eran lo apropiado. Si existiese algún trabajo que pudiera hacer por dinero, alguna labor trivial en nombre del comercio. Si tan solo le permitieran sentarse en un escritorio todo el día y sumar dinero, restar, multiplicar y dividir, quizás entonces no fuera a morirse. Compraría comida, comida de todo tipo: delicias nunca probadas de Noruega, Italia o Francia; todo tipo de carne, cordero, pescado, quesos, uvas, higos, peras, manzanas, melones, y les rendiría culto luego de haberse satisfecho. Pondría un racimo de uvas rojas en un plato junto con dos higos negros, una gran pera amarilla y una manzana verde. Sentiría el olor de un melón recién partido por horas. Compraría grandes y doradas hogazas de pan francés, diversos vegetales, carne; compraría la vida.
Desde una colina veía el porte magnificiente de la ciudad hacia el este, grandes torres, la densidad y la repentina sensación de que él no era parte de todo eso, la casi definida certeza de que nunca conseguiría encajar, la positiva desventura de haber llegado a la tierra equivocada, o tal vez que vivía en el tiempo equivocado, y que un muchacho de veintidós años nace para ser expulsado. Este pensamiento no era lúgubre. Se dijo, alguna vez debería escribir un Solicitud de Permiso para Vivir. Aceptó la idea de la muerte sin piedad por sí mimo o por los hombres, creyendo que al menos volvería a irse a dormir una vez más. Había pagado el alquiler del día siguiente; aún así, no había algún otro mañana. Luego se iría a vivir con otros sin techo como él. Incluso daría una vuelta por el Ejército de Salvación –a cantarle a Dios y a Jesús (desenamorados de mi alma), estar a salvo, comer y dormir. Pero sabía que nada de eso ocurriría. Su vida le había sido privada. Y no quería deshacerse de este hecho. Cualquier otra alternativa sería mejor.
Por el aire en un trapecio volador, canturreaba ensu 03_Flying-Trapezecabeza. Qué divertido era, era increíblemente gracioso. Un trapecio hacia Dios, o hacia la nada, un trapecio que vuele a algún tipo de eternidad; rogaba a consciencia por la fuerza que se precisa para que el vuelo sea agradable.
Tengo un centavo, se dijo. Una moneda americana. En la noche la puliré hasta que reluzca como un sol y estudiaré bien lo que dice en ella.
Caminaba por la ciudad misma, entre los otros seres vivos. Había uno o dos lugares a los que ir. Vió su imagen en las vidrieras de las tiendas y se decepcionó con su apariencia. No se veía tan fuerte como se sentía; de hecho, parecía un muñecote enfermo, enfermo en todos lados, la nuca, los hombros, los brazos, la columna, las rodillas. Nunca se cumplirá esta voluntad, se dijo, y con cierto esfuerzo trató de juntar sus partes y ponerse tenso, artificialmente erecto y sólido.
Pasó por varios restaurantes asumiendo una disciplina magnífica, rehusándose incluso a mirar dentro y llegó al final a un edificio al que decidió entrar. Subió en el ascensor hasta el decimoséptimo piso, caminó por el recibidor y luego de abrir una puerta, caminó hasta la oficina de desempleo. Había antes que él una docena de hombres; se quedó en una esquina, esperando a que llegara su turno. Finalmente era galardonado por este gran privilegio de ser entrevistado por un flaca y atolondrada señorita de cincuenta años.
Bueno, dime, dijo ella; ¿qué sabe hacer?
Estaba avergonzado. Escribir, dijo patéticamente.
¿Quiere decir que su caligrafía es buena? ¿Es eso?, dijo la longeva doncella.
Bueno, sí, respondió. Pero me refiero a que sé escribir.
¿Escribir qué?, dijo la mujer, casi con enojo.
Prosa, dijo simplemente.
Se hizo una pausa. Al final, la mujer dijo:
¿Sabe usar una máquina de escribir?
Por supuesto, dijo el muchacho.
Está bien, vaya; tenemos su dirección; estaremos en contacto con usted. No hay nada, nada esta mañana, nada en absoluto.
En otra de las oficinas sucedió más o menos lo mismo, trap_schetchexcepto que la entrevista se la hizo un joven engreído que se parecía cercanamente a un cerdo. En todas las oficinas a las que fue, en todas las tiendas por las que pasó, había muy a menudo cierta pomposidad, la misma humillación de su parte y finalmente un informe que decía que no había ningún trabajo disponible. No se sentía desplazado pero extrañamente, no se veía involucrado personalmente en toda esa insensatez. Era un muchacho que estaba falto de dinero con el que mantenerse en pie y no había manera de conseguirlo si no era trabajando por él; y no había trabajo. Era puramente un problema abstracto que deseaba intentar resolver de una vez por todas. Ahora que lo sabía estaba complacido.
Empezó a percibir cuán definitivo era el curso de su vida. A excepción de algunos momentos, se había desarrollado naturalmente, pero ahora, en el último minuto, se vió firme en la idea de que debía haber alguna imprecisión.
Pasó por innumerables restaurantes y tiendas de camino a la Y.M.C.A, donde le darían tinta y papel para escribir su Solicitud. Trabajó durante una hora en este documento, y luego, de pronto, debido al ambiente del lugar o al hambre, sintió que se desmayaba. Parecía estar nadando a la deriva, dando grandes brazadas, y apresuradamente, dejó el edificio. En el Centro Cívico de Central Park, enfrente de la Biblioteca Pública, bebió casi un cuarto de litro de agua y se sintió mejor. Un viejo estaba parado en mitad del boulevard, rodeado de gaviotas, palomas y petirrojos. Tenía una bolsa llena de migas de pan y se las arrojaba con gesto elegante.
Se vió oscuramente impedido de pedirle al viejo una parte de las migas, pero no se supo ni siquiera cerca de la idea de volver a la normalidad; entró en la Biblioteca Pública y leyó a Proust por una hora, y luego, cuando volvió a sentirse nadar a la deriva, salió apresurado del lugar. Bebió más agua de la fuente del parque y emprendió el largo camino hasta su habitación.
Volveré y dormiré un poco más, se dijo; no hay nada más que hacer. Supo entonces que estaba demasiado cansado y débil como para engañarse con que se sentía bien, aunque así y todo, su mente parecía, de alguna manera, ágil y alerta. Como si se tratara de una entidad independiente, continuaba articulando placeres impertinentes sobre el malestar físico que sentía. Llegó a su habitación muy temprano en la tarde y de inmediato, se puso a preparar café en la pequeña cocina de gas. No había leche en el bote y el medio kilo de azúcar que había comprado la semana anterior ya no estaba allí; bebió una taza de un café caliente, sentado en su cama, sonriendo.
Se había robado una docena de hojas de papel de carta SuperStock_255-5405de la Y.M.C.A, con las que pensaba completar su documento, pero ahora la mayor parte de lo escrito no lo complacía. No había nada que decir. Empezó a sacarle brillo al centavo que había encontrado por la mañana y este acto absurdo lo llenó de regocijo. Ninguna moneda americana puede ser tan brillante como la de un centavo. ¿Cuántos centavos se necesitan para seguir vivo? ¿Es que no había nada más que pudiera vender? Observó la habitación vacía. No. Ya no tenía reloj, tampoco libros. Todos esos libros, nueve de ellos vendidos por 85 centavos. Se sintió enfermo y avergonzado de haberse alejado de sus libros. Su mejor traje lo habían vendido por dos dólares, pero eso estuvo bien. No le interesaba la ropa. Pero los libros. Eso era diferente. Le dió mucha furia pensar en que no existe ningún respeto por los hombres que escriben.
Puso el brillante centavo sobre la mesa y lo miró de soslayo, con el placer de un avaro. Qué forma más maravillosa de sonreir, se dijo. Sin apenas leerlas, miró las palabras, E Pluribus Unum One Cent United States of America, y al dar vuelta el centavo, vió a Lincoln y las palabras, In God We Trust Liberty, 1923. Qué hermoso, se dijo.
Sintió que se dormía una vez más y que una espantosa enfermedad se adueñaba de su sangre, una sensación de náusea y desintegración. Desconcertado, se echó a un lado de la cama, pensando no hay nada que hacer mas que dormir. Aún se imaginaba dando grandes zancadas a través del fluído de la tierra, nadando a la deriva, hacia el principio. Se puso boca abajo diciéndose, tengo al menos que darle la moneda a algún niño. Un niño puede comprar montones de cosas con un centavo.
Luego rápida y aplicadamente, con la gracia del muchacho en el trapecio, se apartó de su cuerpo. Por un momento eterno fue todas las cosas: el pájaro, el pez, el roedor, el reptil y el hombre. Un océano de formas onduladas, infinita y oscuramente frente a él. La ciudad se incenciaba. El rebaño que era la multittud se amotinaba. La tierra giraba en círculos sin sentido y al darse cuenta de que él también lo hacía, ofreció su rostro perdido a lo vacuo del cielo y se quedó sin sueño, sin vida, perfecto.

 

 

Traducción: Martín Abadía

 

 

 

La Risa – William Saroyan

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mascaras_teatro280“¿Quiere que me ría?”
Se sentía muy solo y enfermo en el aula vacía, todos los chicos ya se había ido a casa, Dan Seed, James Misippo, Dick Corcoran, todos ellos por las vías del Southern Pacific, riéndose y jugando, y esta loca idea de Miss Wissig, agobiándolo.
“Sí.”
Los labios severos, el temblor, los ojos, qué melancolía más patética.
“Pero no quiero reirme.”
Era extraño. El mundo entero, las vueltas de la vida, en lo que llega a convertirse.
“Ríete.”
La tensión que creía, eléctrica, su rigidez, el nervioso movimiento de sus brazos y su cuerpo, lo fría que era, y la enfermedad en su sangre.
“Pero, ¿por qué?”
¿Por qué? Todo tan inmóvil, todo tan falto de gracia, tan horrible, las mentes atrapadas, algo que quedó atrapado, sin sentido, sin significado.
“Como castigo. Te reíste en clase, así que ahora, como castigo, debes reirte durante una hora, tú solo, sin nadie más. Apresúrate, ya has desperdiciado cuatro minutos.”
Era vergonzoso; no era en absoluto gracioso, quedarte después de clase, que te pidan que te rías. No tenía setido alguno. ¿De qué debía reirse? Nadie puede reirse porque sí. Tiene que haber algo, algo divertido o pomposo, algo cómico. Era todo tan extraño, sus modales, la forma enla que lo miraba, la sutileza; era atemorizante. ¿Qué quería de él? Y el olor de la escuela, el aceite del suelo, el polvo de la tiza, el olor de la misma idea de los niños habiéndose ido a casa; la soledad, la tristeza.
“Siento haberme reido.”
La flor se doblaba, avergonzada. Estaba apenado, no se trataba meramente de una broma; estaba apenado, pero no por sí mismo, sino por ella. Era una chica joven, una maestra sustituta, y había cierta tristeza en ella, tan agazapada y tan difícil de entender; una tristeza que traía consigo cada día y él se había reído de ella, fue cómico, algo que ella dijo, la forma en que los miraba a todos, la forma en que se movía. No había sentido ganas de reirse, pero de pronto se rió y ella lo miró y él la miró a los ojos y por un momento hubo una vaga comunión, y luego la furia, el odio en sus ojos. “Te quedarás después de clase.” No había querido reirse, tan sólo ocurrió, y estaba apenado, avergonzado, ella tenía que saberlo, se lo estaba diciendo. Pepito Grillo.
“Estás haciéndome perder el tiempo. Empieza a reirte.”
Se había inclinado para borrar lo que estaba escrito en el pizarrón: África, El Cairo, las pirámides, las esfinges, el Nilo; y los números 1865, 1914. Pero la tensión estaba allí, aún teniéndola de espaldas; el aula estaba en silencio y el vacío lo volvía todo más enfático, lo magnificaba todo, haciéndolo más preciso, con su mente, la de ella y la pena de ambas, una junto a la otra, conflictuándose; ¿por qué? Él trató de ser amable; el día que ella llegó, él quiso ser amable; sintió de inmediato su extrañeza, su lejanía, de modo que ¿por qué se había reido? ¿Por qué todo ocurre de manera tan falsa? ¿Por qué tuvo que ser él quien la hiriera cuando, desde el principio, quiso ser su amigo?
“No quiero reirme.”
Atrevimiento y llanto en su voz, un llanto vergonzoso. ¿Pero qué derecho tenía para destruir algo tan inocente? No había querido ser cruel; ¿por qué ella no era capaz de entenderlo? Empezó a sentir odio frente a su estupidez, por su sosería, por lo empecinado de su voluntad. No me reiré, pensó; que llame a Mr. Caswell y que me azoten, pero no volveré a reirme. Todo era un error. Había querido llorar, o algo así, no lo sé; no había querido hacerlo. No soporto que me azoten, por Dios, me duele, pero no tanto como esto; me han dado en el trasero alguna vez, conozco la diferencia.
Bueno, dejen que lo golpeen, ¿acaso le importó? Le ardió y luego sintió un dolor agudo varios días, pensando en ello, pero déjenles, que lo hagan inclinarse, no irá a reirse.
La vió sentarse en el escritorio y observarlo; por haber estado chillando, se veía enferma y sobresaltada, y cierta piedad llegó a sus labios una vez más, la enfermiza piedad que sentía por ella, ¿por qué estaba causándole tantos problemas a una maestra sustituta que le simpatizaba, no 6065783_dad4678f0buna vieja y fea maestra, sino una pequeña chica agradable, asustada desde el principio?
“Por favor, ríete.”
Y qué humillación, ya no se lo ordenaba, se lo rogaba, le rogaba que se riera cuando él no quería reirse. ¿Qué se puede hacer? Honestamente, ¿qué se puede hacer bien, por voluntad propia, no accidentalmente, que no sea lo equivocado? ¿A qué se refería? ¿Qué placer podría sacar de oírlo reir? Qué mundo más estúpido, el extraño sentir de las personas, la reserva, cada persona dentro de sí, queriendo una cosa y siempre obteniendo otra, queriendo dar una cosa y siempre dando otra. Sí, lo haría. Ahora sí se reiría, no por él, sino por ella. Incluso si esto lo enfermera, se reiría. Quería saber la verdad, qué era todo eso. Ella no estaba haciéndolo reir, le pedía que lo hiciese, se lo rogaba. No entendía qué sucedía, pero quería saberlo. Pensó, quizás pueda pensar en algo gracioso, y empezó a recordar todas las historias graciosas que había oído, pero era extraño, no se acordaba de ninguna. Y otras cosas graciosas, como la forma en que caminaba Annie Gran; vaya, ya no parece nada gracioso; y Henry Mayo, burlándose de Hiawatha, equivocándose; ya no parecía gracioso. Era cosas que le hacían reir hasta enrojecer y perder el aliento, pero había llegado a un punto muerto, inútil, by the big sea waters, by the big sea waters, came the mighty, vaya, ya no era gracioso; Dios, ya no podía reirse de todo eso. Bueno, tan solo se reiría, de la misma manera de siempre, sé un actor, ja, ja, ja. Dios, era difícil, era lo más fácil del mundo y ahora no podía soltar una sola risita.
No obstante, empezó a reirse, sintiéndose avergonzado e incómodo. Tenía miedo de mirarla a los ojos, así que se fijó en el reloj e intentó no detenerse, era algo extraordinario, pedirle a un muchacho que se riera por una hora y nada, rogarle que se riera sin ningún motivo. Y así lo haría, quizás no por una hora, pero lo intentaría; algo haría. Lo más gracioso era su voz, la falsedad de aquella risa; y luego de un rato le empezó a parecer muy gracioso, muy cómico y le hizo feliz ya que verdaderamente le daba risa, y ahora que se reía realmente, con todo su ser, con toda su sangre, riéndose de cuán falsa era su risa, en tanto la vergüenza se alejaba, se dió cuenta de que ya no era falso, de que era la verdad de su risa lo que llenaba el aula vacía y todo parecía encajar, todo era magnífico y ya habían pasado dos minutos.
Y empezó a ver cosas realmente graciosas por doquier, en toda la ciudad, la gente que caminaba por la calle, tratando de verse importante, pero él lo sabía, no lo engatusaban, sabía lo importante que eran, la foma en la que hablaban, siempre a lo grande, y toda esa pomposidad, toda esa falsedad lo hacían reirse; pensó en el predicador de la Igelsia Prebisteriana, lo falso de sus sermones, Oh, Dios, hágase tu volutad, y sin nadie que creyera en él, y la gente importante con grandes coches, Cadillcs y Packards, acelerando y desacelerando, yendo por todo el país, como si tuvieran un lugar al que ir, y los conciertos de la banda del pueblo, todo tan falso, todo haciéndolo reir, los grandulones corriendo detrás de las chicas cuando hacía calor y los travías que se desplzaban por toda la ciudad con apenas dos pasajeros, eso sí era gracioso, esos enormes vagones llevando solamente a una anciana y a un hombre con harrison1sltbigotes, y se rió hasta que perdió el aliento y su cara enrojeció y de pronto, toda la vergüenza había desaparecido y se estaba riéndose y miraba a Miss Wissig, y el acabóse, las lágrimas le corrían por los ojos. Por Dios Santo, no se había reído de ella. Se había estado riendo de todos esos tontos, todas las tonterías que hacían día tras día, toda la falsedad. Era desagradable. Siempre quería hacer las cosas bien y siempre las cosas se daban vuelta. Quería saber por qué, qué es lo que sucedía con ella, dentro de ella, su parte secreta, y él que se había reido para ella, no para sentirse a gusto, y ella allí, temblando, con los ojos húmedos y las lágrimas que le corrían, su rostro agónico, y él seguía riéndose de la furia y la desilusión de su corazón, y se reía de todo lo que es patético en el mundo, las cosas por las que la buena gente llora, los perros callejeros, los caballos que se tropezaban y eran azotados, los tímidos que en su interior eran aplastados por tipos crueles y gordos, gordos por dentro, pomposos; y los pajaritos, muertos en las aceras; y los malentendidos en todas partes, el conflicto sin fin, la crueldad, las cosas que vuelven maligno a un hombre, el crecimiento vil y el enojo empezaba a cambiar su risa y empezaban a asomarse lágrimas en sus ojos. Sólo ellos, en el aula vacía, juntos y desnudos en su soledad y su desconcierto, hermano y hermana, los dos queriendo cierta decencia, cierta limpieza en este mundo, los dos queriendo compartir la verdad con el otro y aún así, los dos, extraños de alguna manera, solos y lejanos.
Oyó que la chica contenía el sollozo y luego todo fue al revés, y él lloraba, honesta y verdaderamente, como un bebé, como si algo realmente hubiese sucedido, y escondió su rostro entre sus brazos, y respiraba agitadamente y pensaba en que no quería vivir; en que si así eran las cosas, quería estar muerto.
No supo cuánto lloró pero de pronto, se dió cuenta de que no había llanto ni risa y de que el aula estaba muy tranquila. Qué vergonzoso. Tenía miedo levantar la cabeza y mirar a la maestra. Era horroroso.
“Ben.”
En voz baja, calmada, solemne; ¿cómo podría volver a mirarla?
“Ben.”
Levantó la cabeza. Los ojos de ella estaban secos y su cara parecía más brillante y más hermosa, como nunca antes.
“Por favor, sécate la cara. ¿Quieres un pañuelo?”
“Sí.”
Se secó los ojos, se sonó la nariz. Qué tierra enferma. Qué sombrío era todo.
“¿Cuántos años tienes, Ben?”
“Diez.”
“¿Qué es lo que piensas hacer? Quiero decir…”
“No lo sé.”
“¿Y tu padre?”
“Es sastre.”
“¿Te gusta esta ciudad?”
“Creo que sí.”
“¿Tienes hermanos?”
“Tres hermanos y tres hermanas.”
“¿Nunca has pensado en irte? ¿Irte a alguna otra ciudad?”
Era asombroso. Le hablaba como si fuera una persona madura, tratando de llegar hasta el fondo.
“Sí.”
“¿Adónde?”
“No lo sé. New York, quizás. O al viejo continente tal vez.”
“¿Al viejo continente?”
“Milán. La ciudad de mi padre.”
“Oh.”
Él quería preguntarle sobre ella, adonde había ido, donde había estado; quería ser maduro, pero tenía miedo. Ella fue hasta el guararropa y trajo su abrigo, su sombrero y su bolso, y comenzó poniéndose el abrigo.
“Ya no estaré aquí mañana. Miss Shorb se ha recuperado. Me voy.”
Se sintió triste, pero no podía pensar en nada que decirle. Ella se ajustó el cinturón del abrigo y se puso el sombrero, sonriente, Dios, qué mundo, primero lo hacía reirse, luego llorar y ahora esto. ¿Adónde iba? ¿Es que ya nunca la volvería a ver?
“Debes irte ya, Ben.”
Y allí estaba él, mirándola y sin quererse ir, allí estaba, con ganas de sentarse y observarla. Se levantó lentamente y fue hasta el guardarropa a buscar su gorra. Caminó hasta la puerta, sintiéndose enfermo de soledad; se dió vuelta para verla por última vez.
“Adiós, Miss Wissig.”
“Adiós, Ben.”
Y muy prontamente estaba corriendo por el parque de la escuela, y la maestra sustituta de pie en el patio, siguiéndolo saroyan2con la mirada. No sabía en qué pensar, pero supo que estaba verdaderamente triste y que tenía miedo de darse vuelta para ver si ella estaba mirándolo. Pensó: Si me apresuro, quizás pueda encontrar a Dan Seed y a Dick Corcoran y a los demás, y quizás llegué a tiempo para ver cómo se va el tren de carga. Bueno, nadie lo sabría de todas formas. Nadie sabría alguna vez qué sucedió y cómo había llorado y reído.
Corrió por las vías de Southern Pacific, y los chicos ya no estaban allí y el tren ya se había ido.
Se sentó bajo un eucalipto. El mundo entero, un desastre.
Entonces comenzó a llorar una vez más.
 
 
 
 
 
 Traducción: Martín Abadía

 
 

Kavafis, el símbolo y la obra agosto 9, 2009

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kavafis2810Debo esta reciente curiosidad por Kavafis al encuentro nada fortuito de unos versos de Horacio

 
 [Cambian de cielo, no de carácter, quienes cruzan el mar]
 
Los versos supieron ejercer influencia en algunos de sus poemas. Soy indiscreto al mencionar que en estos días también la ejercieron en mí, pero no en lo que respecta a estas líneas. Les adjudico apenas –y no es poco- el ánimo disperso que ellas sugieren. Lo demás puede bien ser fruto de la casualidad, el cansancio de una tarde y la tibieza de una reconocida cerveza holandesa. Fruto también de caer en el anecdotario suculento que proporcionan las vidas de escritores.
 
Leí sobre la influencia de Horacio en Kavafis en la intensa biografía sobre el poeta que lleva adelante Robert Lidell.
 
En su Ars Poética -sabemos por Lidell- Kavafis apunta, esta tarde me pasó por la cabeza escribir sobre mi amor. Y sin embargo no hay que hacerlo, tal es la fuerza que tiene los prejuicios. Yo me he librado de ellos, pero pienso en quienes son sus esclavos y bajo cuyos ojos podrían caer en ese papel. Y me detengo. ¡Qué pusilánime! Anotaré, con todo, una letra -T- como símbolo de este momento.
 
Kavafis, he leido, fue presa de algunas obsesiones. El goce erótico, las relaciones acomoditicias, el epicuerismo. Ramón Yrigoyen le adjudica una abyecta pero precisa condición: la torpeza.
 
Este poeta, de joven e incluso en su primera madurez, es, sobre todo, torpe –y ya no digamos en prosa, género en el que la torpeza no lo abandonó nunca-.
 
La torpeza, según Yrigoyen, revela en Kavafis a un ejecutor más que un poeta, ya que su labor es montar y desmontar el poema a fuerza de fracasos y sumisiones, hasta hacerlo funcionar. La implacable sentencia de Yrigoyen no es menos verdadera que reiterada. Dylan Thomas afirmó en algún momento que la tarea del poeta supone un 1% de talento y un 99% de perseverancia y Edgar Poe hizo el distingo en su ensayo El principio poético,
 
El hecho es que la perseverancia es una cosa y el genio otra totalmente distinta. (Poe, 11)
 
Hablamos entonces de dos tipos claramente diferentes: los perseverantes, o torpes, y los poetas de genio.
 
Recientemente, Emiliano Marilungo apuntó en este mismo soporte [«Cuando se juntan, en la lluvia, algunas lágrimas de un Dios«] algunas consignas sobre los efectos de la genialidad. Poe coincide con Marilungo, “no es kavafis%20%20apartamento%20%20en%20la%20calle%20lepsius%20de%20alejandrianinguna mera apreciación por la Belleza que hay ante nosotros, sino un desaforado esfuerzo por alcanzar la Belleza que hay por encima (…) Por medio de la Poesía nos encontramos deshechos en lágrimas, lloramos no por exceso de placer, sino por una cierta tristeza petulante e impaciente ante nuestra incapacidad a captar ahora, totalmente, aquí en la tierra, de una vez y para siempre esas divinas y embelesadas alegrías, de las cuales a través del poema o a través de la música no alcanzamos sino breves e indeterminadas vislumbres. La lucha por aprehender el Encanto Celestial –esta lucha librada por almas adecuadamente constituidas- ha dado al mundo todo lo que a él (al mundo) se ha permitido al mismo tiempo entender y sentir como poético.” (Poe, 19-20)

 
Pero Poe, no obstante, va un poco más allá. La ejecución de lo poético, según Poe, tacha la perseverancia para validar la severidad
 
sí, con un esfuerzo sostenido, cualquier caballerito ha ejecutado una epopeya, elogiémoslo francamente por el esfuerzo –si éste es en verdad una cosa elogiable- pero abstengámonos de alabar la epopeya a causa del esfuerzo” (Poe, 11)
 
y aunque el distingo se nos antoje algo difuso, no es por eso poco interesante. Poe continúa,
 
para imponer una verdad necesitamos severidad, más que florituras de lenguaje. Tenemos que ser sencillos, precisos, lacónicos. Tenemos que ser fríos, tranquilos, desapasionados. En una palabra, tenemos que estar en ese modo que, tan cercanamente como sea posible, es el exacto reverso de la poesía.” (Poe, 17-18)
 
No concibo fructífero apartar tensamente una idea de otra. Corroboro tan solo que Poe no habla de la ebriedad ni del éxtasis propio de la genialidad en la ejecución como Marilungo, sino en la captación de lo poético.
El genio en sí mismo, todos nosotros lo sospechamos, presenta una cualidad insoslayable: su inasibilidad. No permite envestiduras ni persigue su propia entidad: es o no es. Lo único recuperable de él, para cualquier ser sensible, ocurre en la captación: el genio se reconoce de inmediato, como de inmediato nos reconocemos en lo que, ajeno a nuestro espíritu, nos invoca de una manera ineludible.
Captar la belleza importa un desafío personal: ese ir por encima de lo que está ante nosotros, que señala Poe. Captar el genio exige un esfuerzo mayor: cerrar los ojos, disparar y creer fielmente que hemos dado en el blanco, sin necesidad de corroborar si esto es o no verdad, pensar que sí lo hemos hecho.
Me pregunto entonces si no hay un internexo entre el poeta de genio y el poeta de talento, si no es éste al cual se refiere entre líneas Poe. La salvedad para llevar adelante esta idea es que Kavafis, si bien es un poeta torpe, un empecinado, pudo dejar un buen número de poemas maravillosos que, a veces apasionados, a veces inusitadamente cerebrales, corroboran una obra válida. Torpes, entonces, aquellos que continúan afirmándose una y otra vez sobre lo que se kavafis2mueve debajo de sus pies. Con esa medida de las cosas de la que nacen poemas fervientes, orgullosos hasta el descrédito. Poemas que no pueden morir ya que tuvieron que atravesar alguna muerte para nacer. Torpes, y pensemos si en la torpeza, en ese andar a ciegas que es la torpeza, no hay visos de una extraña genialidad.

 
No quisiera abunda en dicotomías, calculo tan solo un buen número de cualidades que distinguen a unos poetas de otros. En esas cualidades se forjan también los hombres y de ellas son fruto sus eternas digresiones.
 
Kavafis, insisto, no se presenta como un poeta de talento ni como uno de genio; se instala como lo que reconozco un poeta menor. Al menos ésa es la notoriedad que yo encuentro bajo este reduccionismo: un poeta capaz de una obra válida tan solo porque lo que resulta poco fehaciente de ella es su invalidez.
 
Anota Kavafis: «Mañana o pasado mañana, o al cabo de los años, serán escritos los versos vigorosos que aquí tuvieron su principio«.
 
De alguna manera, el oficio de poeta, la decisión misma de ser poeta, supone un riesgo de este talante: creerse devenir poeta sin siquiera haber escrito una sola línea. Afirmo con Yrigoyen, aunque con menos locuacidad, que cierta poesía precisa de esta aparente ingenuidad, de esta insoslayable torpeza, del vigor de un deseo que pide cumplirse para no cumplirse jamás. De plantar un símbolo en este mundo y escribir a partir de él.
 
Estas conjeturas y el símbolo anteriormente citado -T- ejercieron en estos días en los que leí la obra de Kavafis alguna extensión.
 
Vuelvo someramente a Edgar Poe. “Esta gran obra– argumenta Poe sobre el Paraíso Perdido de Milton-, de hecho, ha de ser considerada como poética solamente cuando, perdiendo de vista ese requisito vital en todas las obras de arte, la Unidad, lo vemos meramente como una serie de poemas menores. Si para preservar la Unidad – su totalidad de efecto o impresión- lo leemos (como sería necesario) de un tirón, el resultado no es sino una constante alternancia de entusiasmo y depresión. Tras un pasaje de lo que sentimos que es verdadera poesía sigue inevitablemente un pasaje tópico que ningún prejuicio crítico puedo obligarnos a admirar; pero si después de terminar la obra, la volvemos a leer, omitiendo el primer libro –es decir, comenzando por el segundo- nos sorprenderá encontrar admirable lo que antes condenamos y condenable lo que anteriormente habíamos admirado tanto.” (Poe, 10)
 
Es tolerable en cierta poesía, como señalaba antes, considerar que una obra no es sino el multiplicarse de un deseo primigenio, imposible de descifrar, y que la poesía entonces involucra tan solo la tenacidad de responder a él con las armas que nos son dispuestas. Un deseo, apresado en un símbolo -T-: un símbolo capaz de reproducirse en todas direcciones hasta trasvestir ese deseo, aplazarlo y 20070409131946-906034054xrevivirlo una y otra vez, hasta que se nos aparezca indistinguible de todas sus réplicas. Por esta razón la poesía puede ser una simple T, y T, todas las palabras de un poema aún no escrito, y todos los poemas escritos, las innumerables maneras de haber querido decir T.

 
Escribe Kavafis en su Ars Poética, “también hay que tener cuidado de no olvidar que un estado anímico es verdadero y falso, posible e imposible a la vez, o más bien alternativamente. Y el poeta – que, incluso cuando trabaja de un modo más filosófico, no deja de ser un artista- ofrece una cara, lo que no significa que niegue la otra, o incluso –aunque quizá eso sea exactamente la cosa- desea hacer creer que la cara que él ofrece es la verdadera, o la que se revela más veces verdadera. (…) Muy a menudo la obra del poeta no tiene sino un sentido vago (…) Platón decía que los poetas profieren grandes mensajes cuya realización ellos no han comprobado.”
 
Kavafis, detrás de un símbolo, adjunta un vasto volúmen de poemas. Todos ellos, quiero creer, responden a tres poemas de su obra más temprana.
Los dos primeros, Ventanas y Muros, responden a la idea de opresión.
 
“pero las ventanas no se encuentran, o yo no sé
Encontrarlas. Y mejor tal vez que no las halle.
Quizás será la luz otra tortura.
Quién sabe qué novedades van a mostrarme.
(de “Ventanas”)
 
“Desde el mundo exterior – y yo sin percibirlo- me han encerrado.”
(de “Muros”)
 
En el tercero, La Ciudad, se intuye la sumisión a esa opresión, pueden presuponerse las ilusiones creadas luego de las ilusiones perdidas. En estos tres poemas me esfuerzo en creer que está todo Kavafis, el primer eslabón de una cadena y la cadena además, el ahínco de la mala suerte y las sombras que la acechan, pero no resisten a lo largo de toda su obra si no aparentemente, con la sabiduría de ser jeroglíficos hacia lo futuro, con el énfasis moderado de lo que se encuentra entre líneas. Está todo Kavafis como en una gota de agua salada está la inmensidad del mar, como en un solo instante de un ser están todas sus encarnaciones. Está todo lo que es “T” y todo lo que será de “T”.
 
La Ciudad, a su vez, justifica a un hombre, pero también a la posible intención de la obra y su desarrollo, importa una suerte de ubicuidad del símbolo irresoluble. El hombre que ha de errar eternamente en búsqueda de lo mismo cuando lo mismo guarda la creencia de ser otra cosa, cuando lo mismo es nuevo en tanto lo hayamos olvidado.
 
“Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Te perderás por las mismas
Calles. Y envejecerás en los mismos barrios;
Y te saldrán canas en las mismas casas.
Siempre llegarás a la misma ciudad.”
(de «La Ciudad»)
 
Poe determina la Unidad en un obra concebida con un fin de Unidad; El Paraíso Perdido de Milton no es sino la suma de sus partes; el Infierno de Dante no hace sino reclamar su acaecer en el Paraíso. La épica del medioevo requería una organización temporal y espacial, reclamaba un hombre que era uno y que su unicidad adscribiera a una creencia de orden superior que la hiciera permisible.978-84-7522-528-9

La obra de la modernidad –y pocos poetas, en los términos de Baudelaire, podrían encajar tan bien en la definición de modernidad- no puede sino explicar su sentido en lo disperso, en las pistas que van dejándose encontrar, en lo que se desapercibe como un hito para devenir una forma de caminar, luego de haber llegado a la meta. Un camino que, a gatas, vaya formulando en la fe esquiva e inestable de quien lo anda con cierto recelo y temeridad.
 
Kavafis es la obra que reclama su fin en el principio, que sucede en un futuro por el rastro indicativo del pasado, que guarda en nervios primigenios la información de su longevidad.
Kavafis, entiendo, supo muy bien que no hay manera de creer en lo propio sino en la lenta y trabajosa afirmación del ser en la tierra, sin miramientos, a puro orgullo, con la sangre gélida de quien se alza contra el mundo y el temor secreto de quien se sabe solo, y en consecuencia, único habitante de él, porque lo particular ha de provenir de una decisión por siempre honesta, de una fugaz y obtusa fe de sentirse vivo. Porque la fe de los escépticos es fruto, no de la ceguera, sino de la torpeza de arremeter, presumiendo la caída.
 
Un símbolo no es sino unas de las formas del vaticinio. Del reencuentro nada fortuito con lo inusitado.
Kavafis quiso que supiéramos algunas de estas cosas.

 

 

M.A