El estallido del yo en la ciudad
Oliverio Girondo es nuestro Baudelaire. Sé de lo odiosas que suelen ser las comparaciones, especialmente cuando los polos de comparación son personas y más especialmente cuando se trata de poetas. No obstante, la frase en cierto sentido es válida. No es cuestión de comparar talentos o biografías, poco importan en este caso; el parangón cobra interés, creo, a partir de cierta pesquisa porteña acerca de su juglar, su denunciante, su cantor, ácido por definición. Supongo que la transposición de discursos y categorías – en este caso europeas – no siempre funciona satisfactoriamente, pero en este caso no veo mucho el escándalo: Buenos Aires, pese a las particularidades que la moldean (o deforman) es una ciudad moderna, una metrópolis que experimenta, aún con algo de delay, los espasmos de una modernidad que comenzó a devorarse a sí misma, de una razón enloquecida por el poder de su propias entrañas.
Curioso caso el de Girondo: para narrar a Buenos Aires debió gritar por otra decena de ciudades, desde Venecia hasta Mar del Plata, pasando por Madrid y Tánger. Me estoy refiriendo al recorrido que ejecutan Veinte poemas para ser leídos en un tranvía y Calcomanías, los deslumbrantes y tempraneros volúmenes de Girondo (1922 y 1925 respectivamente). En ese manojo de poemas hay un verdadero despliegue metafísico de la ciudad moderna, industrializada y henchida de cultura y muerte, bautizada ya con sus torres babélicas de hormigón y familiarizada también con el fuego de la guerra. Pero en este caso lo metafísico no se hace notar, pese a que compite en intensidad con cualquier grado de descripción que puedan cobrar los textos. Se ha remarcado continuamente la superficialidad de enunciación respecto a esta etapa girondiana (cfr. Sarlo, Oliverio, una mirada de la modernidad) y no hay nada para reclamar: efectivamente, Girondo se atiene en estos poemas a un plano de percepción enclavada en un presente continuo y exaltado. Efectivamente, en ambos volúmenes se exaspera el poder del cuerpo y se avanza mediante un “método” de ordenación de cosas que están ahí, en un espacio neutro, distanciado de cualquier sujeto, conformando a la ciudad. Sin embargo, la metafísica de la ciudad – que es la metafísica del hombre técnico y liberal, la del hombre atiborrado – habita esos poemas con un movimiento fugitivo, menos perceptible como presencia textual o sónica que como eco.
De este modo el “hombre-de-Girondo”, el que se desenvuelve en los poemas casi sin moverse, ese Yo desdoblado a veces y saturado en otras, designa a la ciudad y a los hilos que las agitan. Ese Yo oculto, poco aseverador, que a menudo aparece como pura visión o como un flujo de sensaciones al que no corresponde ninguna instancia de reunión (lo que llamamos precisamente con el nombre de Yo), ese Yo-sin-Yo, es el que denuncia a la ciudad en sus rincones callados por la simple razón de qué él mismo no es otra cosa que el sujeto explotado y deforme producto de las urbes del temprano siglo XX. Escribe Girondo en Apunte callejero, probablemente el poema más moderno (en el sentido baudeleriano del término) de la literatura argentina:
“Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles,
los transeúntes que se me entran por las pupilas.
Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar…
Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda.”
El Yo moderno, ese sujeto científico, calculador y unitario, explota por la abundancia de información, por la escenografía sensorial del caos conviviente y multitudinario. El sujeto que Descartes y Kant forjaron a partir del autoconocimiento y la receptividad de datos aparece sujetado (cualquier asociación etimológica no es coincidencia) ante el diluvio de datos, expuesto a la cosificación, a la locura de la percepción anónima y personal a la vez:
“Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de
mí y de pronto se arroja entre las ruedas de un tranvía”
El Yo moderno estalla, se suicida, se desdobla convirtiéndose en una sombra. La ciudad lo arrastra en su oscuro vértigo tecnológico. Los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (símbolo inequívoco de la modernidad, basada en la velocidad de transportación) también señalan al bólido de vagones como una tentación para el fin de la angustia alienada. En esa ambigüedad moderna que oscila entre la exaltación del desarrollo técnico-urbano y la tortura de la alienación humana se juegan los poemas tempraneros de Girondo. Y dicha ambigüedad es la propiedad más definitoria de la ciudad, que embeleza y mortifica, sacude y sujeta, vivifica y asesina. En esa ambigüedad se juega el ser mismo del hombre técnico e ilustrado, en esa ambigüedad estalla.
Ambiguo es, además y por sobre todo, el “tratamiento” que Girondo ensaya sobre el propio sujeto. En esta condición reside, sospecho, parte de la genialidad del poeta. Marx, Nietzsche y Freud, los fundadores de la “escuela de la sospecha”, llamaron la atención (cada uno a su modo) sobre un mismo error “metódico” por llamarlo de algún modo: los pensadores y la mayoría de los artistas describían la realidad de algún modo e intervenían en ella como si fuese de otro; sirva como ejemplo la famosa frase de Marx en la que increpa a los pensadores por explicar la realidad sin transformarla. Es decir: los pensadores, que consideran justamente al pensamiento como constitutivo de la realidad, no lo ejercen sin embargo como arma de metamorfosis o innovación.
Girondo, por su parte, recoge el guante de su tiempo: su intervención artística o intelectual utiliza los mismos modos y mecanismos que los de la “realidad” que intenta reflejar o sugerir. Por caso, las composiciones de estos poemarios “tratan” a la ciudad bulliciosa y frenética, en muchas oportunidades, en sus rincones más oscuros y calmos, en el eco de la noche (ver Paisaje Breton, Nocturno, Milonga, Siesta, entre otros). La realidad es ambigua y el tratamiento también. El hombre es ambiguo y el poeta – que es el profeta del hombre, esto lo digo yo, no Girondo – también.
Fugacidad y sedimentación
Una referencia central del proceso de ambigüedad señalado en el apartado anterior es la que atañe a la relación entre la constitución del hombre y el yo lírico propuesto por el joven Girondo. Cito a Schwartz en Veinte Poemas: un texto carnavalesco: “El yo lírico se presenta destituido de cualquier interioridad; sólo interioriza lo exterior y es en este pasaje hacia el interior del hombre, que el sujeto se cosifica” El yo lírico, de este modo, juega en el vacío, es impersonal, etéreo, volátil, hueco, pero anuncia a un sujeto cosificado, cuyos “residuos de un yo” (la expresión es de Schwartz) se sedimentan hasta hacerse una pasta pringosa torneada por la costumbre. Nuevamente la ambigüedad, esta vez marcada por Schwartz: “(…) no sólo los objetos adquieren atributos humanos, sino que lo humano se objetiviza de continuo”. El objeto deviene antropomórfico (canillas que, mal cerradas, cantan; el mar epiléptico, vidrios que apoyan su frente en la ventana, cristales que fracasan) y el hombre deviene cosa, algo menos con un objeto, un objeto que se sabe reducido a objeto, un residuo consciente e impersonal (cuerpos de mujeres que se venden a 80 centavos, negros con cutis de tabaco, nalgas que se pudren).
Ahora bien, esa cosidad del hombre moderno implica permanencia: la cosa es sustancia (la ousía aristotélica) y la sustancia exige – por su propia naturaleza – la persistencia, la duración, un mínimo de fijeza para ser. Una nueva aporía se insinúa, un nuevo rasgo de ambigüedad en la poesía de Girondo – ambigüedad propia de la modernidad por lo demás – que contrasta la fugacidad de la experiencia moderna con el lastre coagulado de los residuos del yo.
La fugacidad es un atributo central de la modernidad, exacerbado hasta la furia en la posmodernidad; la moderación de la rabieta religiosa y el “avance” de la ciencia y la técnica propiciaron el fenómeno tanto como la certeza humana respecto al abandono nuclear que (no) lo justifica, su estado-de-yecto para decirlo en términos de Heidegger. El hombre, al abandonar cualquier teleología, vive su propia vida como una secuela fugaz, una huida continua del tiempo en él y de él, del hombre mismo, en el tiempo. Girondo considera a la fugacidad – escribe desde un tiempo en el que la maquinaria ciega de la muerte ya había mostrado sus pezuñas en la Gran Guerra – relacionada profundamente con el acto de la creación, específicamente con el de la creación por la palabra (“…en el principio era el Verbo”) con la poesía, ese pasatiempos en el que el hombre juega a ser Dios.
Croquis en la arena es, según Schwartz, el ejemplo más cabal al respecto: “croquis” remite a un plan, un mero proyecto, un algo abierto, sin finiquitar; la “arena” simboliza lo efímero mismo, la arena es la superficie más lábil para plasmar algo, la sustancia sólida con menos memoria de la tierra. Girondo enumera en el poema, por ejemplo: “La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que / se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría de / zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena”. Podría haber sido eso o cualquier otra cosa; el orden de los fenómenos humanos es azaroso y fulminante (como para todo vanguardista), cualquier rescate de ese azar es una “fotografía” de la ciudad, del hombre…un poema.
Pero aún está la sombra, esa sombra que se arroja debajo del tranvía. Aún está la so(m)bra del hombre, ese resto cristalizado del sujeto kantiano, que no deja de pesar aunque ya no se sepa como uno ni mucho menos como fuente del conocimiento o la realidad. Aúlla ese resto, creo que más que ningún otro rincón de la literatura girondiana, en Nocturno:
“A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces los cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme”
Mome