La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Tríptico de lugares imaginarios agosto 24, 2008

 

 

 

El contenido de estas líneas sigue algunas hipótesis de George Perec; no obstante, su huella no es sino parcial,  y hasta caprichosa.

Para la conquista del lugar imaginario es necesaria en principio cierta incomodidad con respecto al lugar en donde uno está. Las escapadas de Rimbaud, la huída interminable de Huck Finn, el viaje sin vuelta de Wakefield, todos parecen aseverar la sospecha. No es acaso ningún misterio: el poeta es sobre todo, un hombre en fuga. Ya sea volviéndose sobre sí como abriéndose al mundo, el poeta crea, más que espacios, nociones para una fuga que ha de ser final y absoluta.

Pasada la primera mitad del siglo XX, Perec percibe un cambio de actitud tras un cambio de preposiciones: ya no nos escapamos de lo que nos es inmediato, sino en lo que nos es inmediato. Las fugas habrían de devenir secretas y hasta ilusorias; no nos alejamos de lo banal, previene Perec, nos quedamos a observar la increíble actividad de la banalidad.

 

ce qui se passe quand il ne se passe rien (Perec, 1975)

 

Perec sacrifica el sueño al ensueño, pero en ese sacrificio, denuncia más que la importancia del espacio, su desapercibimiento. Llega así en primer término a enumerar exhaustivamente la realidad (Un homme qui dort; espèces d’espaces) y en segundo término, enumerar lo registrado (Je me souviens).  En este sentido había ya trabajado Beckett algunos años atrás. También Antonin Artaud repondría, «somos pocos en esta época los que hemos querido atentar contra las cosas, crear en nosotros espacios para la vida, espacios que no existían y que no parecían haber encontrado lugar en el espacio».

La literatura corrobora -siquiera simbólicamente- que el lugar imaginario resiste de manera disímil: hablamos de escapismo, pero también de desatino.  Chesterton apuntaba que las dos condiciones para la evasión literaria habrían de ser el desatino y la fe (Chesterton, 1908). Lo fantástico, según Chesterton, no impondría más que una serie de desatinos para ser convincente.

De una forma u otra, desatinados y escapistas justifican buena parte de lo que sigue. La elección de los registros obedece a mi capricho y también -por qué no-  a mi propio desatino; la razón es estética antes que funcional. La suerte de un catálogo es que puede comprender sólo lo que es privativamente importante para quien glosa; los primeros dos lugares son parabólicos o alegóricos, el tercero, extraído del Diccionario de Lugares Imaginarios de Manguel y Guadalupi, se presenta como inasible.

 

El silenciero

No podría decirse que se trate de un lugar ilocalizable. El haber sido forjado a través de un neologismo sienta algunas sospechas sobre su existencia o siquiera le confiere cierta simpatía. Apartado del mundo absoluto de los hombres, o del mundo ubicuo de la sonoridad, el silenciero se supone como una suerte de estado prenatal que, ingenuamente, se piensa impermeable y final. La construcción de un silenciero exige obras descomunales -obras paradójicamente ruidosas- y el precio de su concreción es la vida misma. Desde un silenciero se apela, y más que apelar contra un mundo ruidoso, se apela contra la sordera que le hace desoír su propio alboroto. Lo cierto es que la construcción vale cierta ambigüedad: no existen indicios valederos para concebir al silenciero como locus amoenus o como locus horribilis. (Di Benedetto, Antonio, 1964)

 

La Pichicera

Cierta clandestinidad, cierto desamparo e inmutabilidad describen a la Pichicera. Se sospecha un lugar periférico, hermético e inhallable, apartado de allí donde se lleve adelante un combate. Los pichis o pichiciegos, hacinados en la Pichicera, son una suerte de objetores de conciencia, fortuitos y ocasionales. No destacan más que por su espíritu traicionero y en ocasiones, su intensa ingenuidad. Creen en la existencia de pares, de igual condición y destino. Saben de una pichicera antagónica o al menos, suponen a otros pichis enemigos. Su única verdad parece ser la resistencia, aunque no se corrobora contra qué se resiste ni con qué objetivo. La guerra, sustrato de la pichicera, no se asume sino como un reflejo de la verdad. Esta verdad tiene cierta validez en tanto es apuntada en libretas que fusionan descuidadamente lo visto, lo imaginado y lo que pudo ser y no fue.  (Fogwill, Rodolfo, 1982)

 

Realismo

Si bien su locación es indeterminada, fue habitado alguna vez por un pueblo de pastores y trabajadores de la tierra, adoradores del sol. Quiso la leyenda que, frente a la demanda de su pueblo, el sacerdote construyera una torre en honor al dios Sol, símbolo de la pureza del astro del día. El templo era una construcción tríptica: un muro exterior de lirios blancos, un muro interior de cristal y en el centro, una refrescante fuente de agua pura.

No obstante, la gente comenzó a murmurar que el Sol no era el astro brilloso del mediodía, sino un disco de sangre sacrificada cada noche, y remarcaron que tantos los animales feos como los más bellos alababan a Dios con igual fervor. Se decidió entonces construir una gran catedral, de inspiración gótica, en la que todos los animales fuesen representados. Lo cierto es que el templo nunca fue acabado. El sacerdote, en consecuencia, recibió una pedrada que le hizo perder la memoria. En alguna ocasión entró al templo inconcluso y no pudo acordarse de por qué había coleccionado tantos monstruos de piedra. Se dice que formó una pila desordenada de diez metros de alto con las piedras. Los más ricos del pueblo aplaudieron vivamente: “¡Oh, es arte! ¡Arte verdadero ya que es realista: las cosas son realmente así! A esta sentencia popular se ha adjuntado frecuentemente una moraleja siempre apócrifa: para ser realista, es necesario ser amnésico. (Chesterton,  1910).

 

 

 

M. A  

 

 

 

Richard Ford y un incendio al margen agosto 17, 2008

Los cuentos de Richard Ford me remiten, en su gran mayoría, a los cuadros del pintor norteamericano Edward Hooper. Es en Hooper donde encuentro a los personajes de Ford. Es en Hooper donde veo el color de los cuentos, el juego de luces, el silencio, los reflejos, el perfil de la narrativa de Richard Ford. Pienso en los cuentos de Ford, específicamente en Imperio, y en el vagón de tren donde transcurre la mayor parte del relato, y no puedo dejar de figurarme a los personajes en el vagón pintado por Hooper en su cuadro “Coche de Asientos”. Pienso en la indiferencia de las miradas, en el silencio apenas roto por diálogos cargados de culpa e infidelidad. Veo a Marge observando por la ventana el incendio, y pienso en “Gente al sol”; en ese horizonte anaranjado, violento, rabioso. “El mundo está en llamas, Vic. Pero no causa ningún daño. Se limita a arder hasta apagarse.”, dice Marge, esperando arder también. No hay nada más enriquecedor, a mi juicio, que una literatura que logra un diálogo directo con otras obras de arte. Ford lo logra en sus cuentos al establecer una conversación con la obra de Hooper. Involuntariamente, o no, Ford desarrolla su obra amparándose en esos personajes solitarios, también presentes en la obra del pintor Norteamericano. Un realismo quieto, que se sostiene en el intimismo, no sólo de los personajes, sino también del paisaje que acompaña al relato. El misterio es una observación al margen; inconfundible por el mero hecho de estar al margen.

 

 

Los sujetos en la obra de Richard Ford, son personajes quebrados, rotos, fracturados sentimentalmente. Se desenvuelven en un mundo sentimentalmente perturbado, alejado de los grandes centros urbanos y consciente de la lejanía. No vemos a la gran ciudad, pero sí podemos ver a pequeños pueblos fantasmas, donde las historias de familias, de traiciones, de mentiras, se apoderan de su trazado. El personaje de Great Falls, lo resume bien: «Pero nunca he sabido la respuesta a esas preguntas, jamás le he pedido a nadie que me diera su respuesta. Aunque probablemente la respuesta es simple: es la vida baja, cierta frialdad que hay en todos nosotros, cierto desamparado que hace que no entendamos bien la vida cuando en rigor la vida es pura y simple, que hace que nuestra existencia sea como una frontera entres dos nadas, y que nos hace ser idénticos a animales que se cruzan en el camino: vigilantes, implacables, carentes de paciencia y de deseo.” Los cuentos de Ford son esa “frontera entre dos nadas”. Son textos donde la interioridad de los personajes se convierte en dilema y el paisaje en asfixia.  La escritura de estas vidas es la única manera de encontrar, o intentar, alguna respuesta. Son sujetos que no saben porqué actúan como actúan, como también es una literatura que no sabe por qué se escribe -más allá de lo subversivo de su inutilidad. Quizá sea la única forma de llegar a algún lugar (si es que hay que llegar a alguno), escribir acerca de esos secretos que nunca se podrán contar de forma certera. Constatar el misterio. Intentarlo, al menos.

 

 

 

Podemos encontrar un estilo similar al de Ford, en los cuentos de Raymond Carver. En un artículo escrito por Carver, sobre el cuento, podemos encontrar una cita que está en la misma sintonía que los cuentos de Ford: «Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.” Los cuentos de Ford, por sobre todas las cosas, hablan acerca de ese «ser humano reconocible», al que apela Carver. Relatos que parecen narrados en un bar,  trasnochados y balbuceantes, puestos por escrito. Cuentos que abandonan toda pretensión experimental,  en cuanto a técnica narrativa se refiere, para dar espacio a sujetos comunes y sus dramas sentimentales. Lo que importa, me atrevo a decir, es lo que se dice, no el cómo se dice. Ford aún cree, como lo creía Carver, que hay historias que contar. Y las cuenta. Apela a la necesidad del cuento como forma expresiva, colgándose de las palabras de Cheever cuando dijo «Yo estoy seguro de que, en el lecho de muerte uno se cuenta a sí mismo un relato y no una novela o un poema.» Cuando la mayoría se atreve a sostener que ya no hay historias nuevas, sino sólo formas distintas de narrarlas, Ford se atreve a contarlas de un modo tradicional. Y, para peor, lo hace bien.  

 

 

 

 

 

 

R.S

 

 

Djuna Barnes, delante y detrás del espejo agosto 9, 2008

 

 

       Le poète, conservateur des infinis visages du vivant.

       René Char

 

 

 

En la segunda década del siglo XX, aparecen dos obras fundamentales para lo que entendemos como novela de ideas: Contrapunto, de Aldous Huxley y Los monederos falsos, de André Gide.

Aunque podamos pensar ingenuamente que Gide contiene ya a Huxley, una diferencia crucial los aparta: Gide, como lo hiciera Mallarmé  con respecto a la poesía, aspiraba a una subversión que no se abstuviese solamente a los límites del proceso literario; la preocupación de Los monederos falsos, además de formalista, era metafísica (“lo trágico moral que hace, por ejemplo, tan formidable la frase evangélica: “Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis?” Eso es lo trágico que me interesa”, Gide, 132).

La apuesta de Huxley, en cambio, se circunscribía a un terreno específicamente novelesco. La primera de las nociones que impulsa a Contrapunto adelantaría en casi 30 años a la Beat Generation: “la musicalización de la novela. No a la manera simbolista, subordinando el sentido al sonido. Pero sí en gran escala. En la construcción. Meditar sobre Beethoven. Los cambios, las bruscas transiciones. Más interesante aun las modulaciones no solamente de un tono al otro, sino de modo a modo. Se expone un tema: luego se desarrolla, se cambia, se deforma imperceptiblemente hasta que, aunque continúe reconociblemente igual,  se ha hecho totalmente diferente.” La segunda, que diese título a la obra, no sería más que consecuencia de la primera, “argumentos de contrapunto. Mientras Jones asesina a su esposa, Smith empuja el cochecito del niño en el parque. Se alternan los temas (…) Considerar a los acontecimientos de la historia en varios aspectos: emocional, científico, económico, religioso, metafísico, etc. Modulará de uno al otro; por ejemplo, del aspecto estético al aspecto psicoquímico de las cosas, del religioso al psicológico o al financiero. Pero acaso sea esta una imposición demasiado tiránica de la voluntad del autor. Algunos pensarán así” (Huxley, 490-491).  

Los lectores más avezados sospecharán algún dejo barroco en Huxley; Contrapunto sacrificaría la primera idea en favor de la segunda; el cumplimiento de ambas conllevaría más que una pretensión novelesca, una poética. Habría que esperar a Jack Kerouac para la ejecución de la segunda. Kerouac, sin embargo, obviaría la primera.

 

 

Una novela de ideas puede tomar diferentes caminos: o bien es contenedora de un background teórico independiente a la construcción del proceso novelesco (de alguna forma, todas las novelas tiene un sostén ideático, desde el Satyricon en adelante, y más aún, una ética particular) o bien albergar las claves de ese mismo proceso en el interior de la novela (Huxley, Sarraute, etc).

El Bosque de la noche (1937), de Djuna Barnes, no se contentaría sino con poner en riesgo muchas de las funciones anteriormente mencionadas.  

Novela de lo musical, novela de lo sensorial, novela de ideas, novela poemática o de contrapunto, todas se nos aparecen como nomenclaturas vanas frente a la tentativa de Barnes.

Es una pena que cada vez que se invoque su nombre o el de su coetánea Anaïs Nin se lo haga exclusivamente para ahondar los aspectos eróticos o sexistas de sus obras. Estas líneas intentarán siquiera no caer en esa comodidad.

Creo que con el tiempo vamos recuperándonos de esa trivialidad de creer en una literatura femenina; cuando digo trivialidad, digo desprecio o reducción facilista. Alguna vez leí, no recuerdo dónde, que el gran mérito de la obra de Emily Brönte era haber sido escrita como cierta vigorosidad masculina. Entonces detesté la calificación y aún hoy sigo haciéndolo. No soy un gran lector de Brönte, su obra máxima nunca me pareció maravillosa, aunque Bataille haya sacado unas páginas magníficas al examinarla. En todo caso, me contentaría creer que la vulgaridad romántica de Emily Brönte acabó con aquella categoría infame y que, desde entonces, las mujeres pueden inscribirse en iguales condiciones que los hombres en el viaje de la literatura.  

En El Bosque de la noche, Barnes se atrevería a plantear las técnicas con las que fuese atravesada muy buena parte de la narrativa ulterior: superposición de planos, ausencia de asunto o de un hilo argumental preciso, la descripción como símbolo de un clima  mental* más que como elemento exclusivamente pictórico, pero muy por sobre todo, una concepción de los personajes que ya no los inscribiese como meros artífices de la acción del relato, sino como voces que, al pronunciarse,  llenaran todos los niveles que hacen al racconto novelesco.  

No obstante, la apuesta de Barnes no es por una ejecución simplemente polifónica; el proceso, me digo, se me antoja especular y aún más complejo.

Acaso lúdico, acaso espontáneo, un objetivo secreto sobrevuela las páginas de El bosque de la noche. Algunos supondrán la idealización; yo, la épica de la leyenda.

El caso no nos es inusual. Pensemos en la reescritura del romanticismo (¿hay algo más romántico que el surrealismo?) que se llevaba adelante desde principios del siglo XX; pensemos, en última instancia, que André Breton sólo diez años antes ya había escrito Nadja y que 1937 es el año de L’amour fou. La primera obra revelaría una nueva comprensión de la amada; la segunda, concedería la llave de su secreto (“La beauté convulsive sera érotique-voilée, exploisante-fixe, magique-circonstancielle ou ne sera pas”)

¿Nos resultaría Nadja un poco anodina sin lo mágico-circunstancial que se teje en torno a ella? ¿Qué implica su figura sino una manera de verla, acaso de interpretarla? ¿Se acerca al panteísmo Breton? ¿Y Djuna Barnes? Lou Reed escribiría en 1983, “no legendary love is coming from above, it’s in this room right now and you’ve got to fight to make what’s right”.

Robin, Nora, Félix, personajes de la obra de Barnes, constituyen más que un elenco de subjetividades, un círculo de influencias mutuas, polisémico y especular. Víctimas y victimarios de la mirada propia o ajena, no son definibles sino a través de la alegoría o el silencio. Revelan aún, me atrevo a postular, una vuelta de tuerca superior: no comportan en sí mismos certeza alguna más que narrativa o imaginativa (“como si sólo tocaran las dos notas importantes de una octava, la grave y la aguda” Barnes, 141); no son susceptibles más que a la sugestión. Unos y otros aspiran sólo a  perderse en su fantasma del otro y en el propio; se arrojan contra el espejo del otro y la imagen los devuelve otros; y en ese otro que vuelve, en la doble o múltiple visión que vuelve, todo es refutable y no, todo es imposible y no, todo es otredad y no. Todo es ambigüedad.

 

“La mujer que se presenta al espectador como un “cuadro” compuesto y acabado es, para la mente contemplativa, el mayor de los peligros. A veces, uno encuentra a una mujer que es bestia en trance de hacerse humana. Cada movimiento de esta persona se reducirá a la imagen de una experiencia olvidada, espejismo de una boda eterna proyectado sobre la memoria racial; una alegría tan insoportable como lo sería la visión de un antílope bajando por una arboleda, coronado de azahar, con un velo nupcial y una pata levantada en actitud temerosa, caminando con el pálpito de la carne que se hará mito; al igual que el unicornio no es ni hombre ni animal disminuido sino ansia humana que comprime el pecho contra su presa. Esa mujer es la portadora de gérmenes del pasado; delante de ella nos duele la estructura de la cabeza y la mandíbula; nos parece que podríamos comérnosla, a ella que es la muerte devorada que vuelve porque sólo entonces acercamos la cara a la sangre que hay en los labios de nuestros antepasados” (Barnes, 1937, 51)

 

Ser, pero siempre en transición, en permanente evolución, en perpetua metamorfosis. Ser eternamente, pero ser  ansia humana, ansia de devenir y acaso no totalizarse jamás. Sujetos al reflejo, a la proyección, al actuar en un campo tensional de ambivalencia incorruptible, los hombres y mujeres de Djuna Barnes naufragan en la marea de la noche y en la noche de la literatura. De la  primera sabemos que todo es sugestión; de la segunda, que todo es incierto.

 

 

M.A

 

 

*la idea es de Jaime Rest.

 

Una escritura de resistencia agosto 4, 2008

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«La nobleza del oficio de escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la soledad.» Albert Camus.

 

 

La escritura, desde siempre, ha sido un acto de resistencia. Resistir contra el tiempo, contra alguna versión de los hechos. Escribir para que lo contado no lo cuente otro. Para recordar. Escribir para denunciar. La escritura como forma de descubrir todos los mundos posibles, los de aquí y los de allá; para vivir lo que nunca viviremos si no lo escribimos. Si la escritura, entonces, es un acto de resistencia, escribir desde la condición de mujer, como género excluido de los campos de poder, es un acto de resistencia doble. Y si esta mujer que escribe lo hace, además, desde una condición de minoría étnica, entonces el acto de escritura se convierte en, quizás, su única arma.

 

Algo de eso está presente en La Casa en Mango Street, novela de la escritora norteamericana Sandra Cisneros. En ella se nos cuenta la historia de Esperanza, una niña descendiente de inmigrantes latinos que vive en una barriada latina, marginada de la ciudad, clandestina. Esperanza vive en una casa que no es la casa -como símbolo de conquista y estatus- soñada. Pero desde ahí, desde esa frontera, nos cuenta su historia; nos relata cómo viven sus vecinos, las historias que ocultan, qué deciden mostrar, qué dolor insisten en esconder. Es una novela, de cierta forma, de crecimiento, pero un crecimiento torcido, que atenta contra la tradicional fantasía infantil. Es la infancia, escrita por una niña latina, que encuentra en la escritura la manera de resistir al entorno.

 

En este contexto, la escritura aparece en la vida de la protagonista como una forma, una manera, de combatir la cotidianeidad. La protagonista confiesa que “escribo en el papel y entonces el fantasma no duele tanto” (112). La escritura, entonces, se nos presenta en la novela, como una manera de suplir una ausencia, un espacio vacío, una soledad. No es un caso puntual, ya que otro personaje comete el mismo acto. Minerva, otro de los personajes marginales de la novela, que surgen desde las sombras para desaparecer muy rápidamente, también escribe. “Pero cuando sus niños duermen después de que les ha dado de cenar hot cakes escribe poemas en papelitos que dobla y dobla y tiene en sus manos un largo tiempo, pedacitos de papel que huelen a dime.” (86) La mujer, entonces, escribe entre la cotidianeidad para vencer su cotidianeidad. Digo esto porque en la novela el espacio de la mujer está estructurado a un nivel doméstico. Es en ese ámbito donde la mujer escribe.  En ausencia de su marido, en el caso de Minerva por abandono, en el caso de Esperanza por un padre que trabaja, la mujer escribe, la mujer resiste. Si lo relacionamos con Celie, protagonista de El color púrpura, novela de la Afroamericana Toni Morrison,  también encontramos la escritura presente en un contexto de la casa. Ella escribe sus cartas a Dios, en la cocina, en la mesa, mirando por la ventana, escuchando los sollozos de los niños que le toca cuidar.

 

 

La escritura, por otra parte, y centrándonos en Esperanza, la protagonista de La casa en Mango Street, se nos presenta como una manera rectificar la ilusión perdida. “Todos mintieron. Todos los libros y las revistas, todo lo dijeron chueco” (102). Se escribe para contar las cosas como nos hubiesen gustado que fuesen. Para oponerse a la mentira de lo cotidiano. Pueden habernos mentido, pareciera que dice Esperanza, pueden habernos hecho vivir vidas que no queríamos, pero contándonos cuentos podemos aspirar a una libertad que no tendremos de otra forma. Ese mensaje ya estaba presente en las palabras de Tía Lupe: “Acuérdate de seguir escribiendo, Esperanza. Debes continuar escribiendo. Te hará libre, y yo dije sí, pero en ese momento no sabía lo qué quería decirme.” (62)

 

Escribir es comenzar a “soñar los sueños” (62). Pero también es la única forma de soñar que tienen estos personajes desplazados no sólo geográficamente, sino también socialmente. Por eso es que la literatura de los inmigrantes no es una literatura apolítica. Todo mensaje, por el mero hecho de provenir desde un margen, está cargado de una reivindicación, un reclamo, una muestra, política. La casa en Mango Street, no carece de ese mensaje. Escribir es fundar, o intentar fundar, una realidad diferente. Es resistir a  un discurso que nunca podrá ser dicho, si no está escrito por sus propios protagonistas. Esperanza quiere otra casa. Una casa que nadie le dará, si no la escribe antes.

 

 R.S