El contenido de estas líneas sigue algunas hipótesis de George Perec; no obstante, su huella no es sino parcial, y hasta caprichosa.
Para la conquista del lugar imaginario es necesaria en principio cierta incomodidad con respecto al lugar en donde uno está. Las escapadas de Rimbaud, la huída interminable de Huck Finn, el viaje sin vuelta de Wakefield, todos parecen aseverar la sospecha. No es acaso ningún misterio: el poeta es sobre todo, un hombre en fuga. Ya sea volviéndose sobre sí como abriéndose al mundo, el poeta crea, más que espacios, nociones para una fuga que ha de ser final y absoluta.
Pasada la primera mitad del siglo XX, Perec percibe un cambio de actitud tras un cambio de preposiciones: ya no nos escapamos de lo que nos es inmediato, sino en lo que nos es inmediato. Las fugas habrían de devenir secretas y hasta ilusorias; no nos alejamos de lo banal, previene Perec, nos quedamos a observar la increíble actividad de la banalidad.
ce qui se passe quand il ne se passe rien (Perec, 1975)
Perec sacrifica el sueño al ensueño, pero en ese sacrificio, denuncia más que la importancia del espacio, su desapercibimiento. Llega así en primer término a enumerar exhaustivamente la realidad (Un homme qui dort; espèces d’espaces) y en segundo término, enumerar lo registrado (Je me souviens). En este sentido había ya trabajado Beckett algunos años atrás. También Antonin Artaud repondría, «somos pocos en esta época los que hemos querido atentar contra las cosas, crear en nosotros espacios para la vida, espacios que no existían y que no parecían haber encontrado lugar en el espacio».
La literatura corrobora -siquiera simbólicamente- que el lugar imaginario resiste de manera disímil: hablamos de escapismo, pero también de desatino. Chesterton apuntaba que las dos condiciones para la evasión literaria habrían de ser el desatino y la fe (Chesterton, 1908). Lo fantástico, según Chesterton, no impondría más que una serie de desatinos para ser convincente.
De una forma u otra, desatinados y escapistas justifican buena parte de lo que sigue. La elección de los registros obedece a mi capricho y también -por qué no- a mi propio desatino; la razón es estética antes que funcional. La suerte de un catálogo es que puede comprender sólo lo que es privativamente importante para quien glosa; los primeros dos lugares son parabólicos o alegóricos, el tercero, extraído del Diccionario de Lugares Imaginarios de Manguel y Guadalupi, se presenta como inasible.
El silenciero
No podría decirse que se trate de un lugar ilocalizable. El haber sido forjado a través de un neologismo sienta algunas sospechas sobre su existencia o siquiera le confiere cierta simpatía. Apartado del mundo absoluto de los hombres, o del mundo ubicuo de la sonoridad, el silenciero se supone como una suerte de estado prenatal que, ingenuamente, se piensa impermeable y final. La construcción de un silenciero exige obras descomunales -obras paradójicamente ruidosas- y el precio de su concreción es la vida misma. Desde un silenciero se apela, y más que apelar contra un mundo ruidoso, se apela contra la sordera que le hace desoír su propio alboroto. Lo cierto es que la construcción vale cierta ambigüedad: no existen indicios valederos para concebir al silenciero como locus amoenus o como locus horribilis. (Di Benedetto, Antonio, 1964)
La Pichicera
Cierta clandestinidad, cierto desamparo e inmutabilidad describen a la Pichicera. Se sospecha un lugar periférico, hermético e inhallable, apartado de allí donde se lleve adelante un combate. Los pichis o pichiciegos, hacinados en la Pichicera, son una suerte de objetores de conciencia, fortuitos y ocasionales. No destacan más que por su espíritu traicionero y en ocasiones, su intensa ingenuidad. Creen en la existencia de pares, de igual condición y destino. Saben de una pichicera antagónica o al menos, suponen a otros pichis enemigos. Su única verdad parece ser la resistencia, aunque no se corrobora contra qué se resiste ni con qué objetivo. La guerra, sustrato de la pichicera, no se asume sino como un reflejo de la verdad. Esta verdad tiene cierta validez en tanto es apuntada en libretas que fusionan descuidadamente lo visto, lo imaginado y lo que pudo ser y no fue. (Fogwill, Rodolfo, 1982)
Realismo
Si bien su locación es indeterminada, fue habitado alguna vez por un pueblo de pastores y trabajadores de la tierra, adoradores del sol. Quiso la leyenda que, frente a la demanda de su pueblo, el sacerdote construyera una torre en honor al dios Sol, símbolo de la pureza del astro del día. El templo era una construcción tríptica: un muro exterior de lirios blancos, un muro interior de cristal y en el centro, una refrescante fuente de agua pura.
No obstante, la gente comenzó a murmurar que el Sol no era el astro brilloso del mediodía, sino un disco de sangre sacrificada cada noche, y remarcaron que tantos los animales feos como los más bellos alababan a Dios con igual fervor. Se decidió entonces construir una gran catedral, de inspiración gótica, en la que todos los animales fuesen representados. Lo cierto es que el templo nunca fue acabado. El sacerdote, en consecuencia, recibió una pedrada que le hizo perder la memoria. En alguna ocasión entró al templo inconcluso y no pudo acordarse de por qué había coleccionado tantos monstruos de piedra. Se dice que formó una pila desordenada de diez metros de alto con las piedras. Los más ricos del pueblo aplaudieron vivamente: “¡Oh, es arte! ¡Arte verdadero ya que es realista: las cosas son realmente así! A esta sentencia popular se ha adjuntado frecuentemente una moraleja siempre apócrifa: para ser realista, es necesario ser amnésico. (Chesterton, 1910).
M. A