Acerca de la vida como objeto de estudio
Los escritores – muchos de ellos al menos, los vanidosos quedan fuera de esto – viven en el siguiente dilema: la vida propia nunca resulta por lo general tan atrayente o maravillosa como para escribir sobre ella y no obstante toda escritura tiene un ingrediente autobiográfico. El yo, la propia perspectiva, el cuerpo propio como punto cero condenan a la literatura a la influencia autobiográfica, a la mirada subjetiva, a la descripción de mundos tamizados por el reinado del ego, pero esa influencia es molesta, pegajosa como la ropa empapada, coercitiva.
Tengo para mí que la vida de un ser humano es suficientemente aburrida como para descartarla a la hora de la creación; ¿para qué narrar las secuencias repetitivas de lo que llamamos “nuestra vida”? ¿para qué exaltar nuestros amores o nuestras contusiones, qué es lo que pueden tener de aleccionador o sublime?. Aún aquellos que han peleado en alguna guerra o se han acostado con Marilyn Monroe están en la misma situación: los hombres muertos y enloquecidos no pasan de ser eso, hombres muertos y enloquecidos, siempre los hubo y siempre los habrá; las mujeres hermosas son tantas…¿quién no puede cualquier día acostarse con alguna? No pretendo decir que la vida humana no puede ser fascinante; por el contrario, adhiero plenamente a al lema foucaultiano de hacer de la propia vida una obra de arte; digo que la monotonía de una vida humana promedio traspasada a las palabras no puede aspirar a gran cosa. La vida propia está hecha para ser vivida, no narrada.
Pero, como ya sugerí, en el fondo toda literatura es desesperadamente autobiográfica. Puede verse a menudo la lucha del escritor contra sí mismo, contra su propia experiencia, contra las huellas mnémicas que le llegan desde su mente.
David Hume dijo que el Yo es una ficción. No fue el único, claro está; incluso aquellos que han asegurado la entidad del Yo, su realidad, su autoritarismo, su unidad, jamás pudieron comprobarlo de un modo satisfactorio. Lo interesante de Hume es que considera al Yo como un “haz de percepciones” al que otorgamos – por hábito o por necesidad – una unidad que no tiene por sí mismo. Estoy, en esto al menos, con Hume; lo confieso: no creo que exista ningún Yo como instancia aglutinante real de todo lo que percibimos y experimentamos. En el mejor de los casos, hay Yoes, una serie de entidades independientes, jamás religadas, que protagonizan, disfrutan y padecen lo que “pasa”. Yoes, como dijeron (o vivieron) Pessoa o Girondo.
En este marco, ¿qué posición adopta un escritor – siempre en guerra contra sí mismo, siempre receloso de la influencia que su(s) vida(s) pueden ejercer sobre su obra, es decir, sobre su(s) vida(s) – a la hora de encarar una autobiografía “oficial”? ¿Qué lleva a John Coetzee a narrar su autobiografía sin utilizar un nombre de fantasía o sin modificar conscientemente los eventos que le sucedieron? ¿Qué extraña fuerza lo conmina a esa tentativa siempre inalcanzable de equiparar literatura y vida? No conozco las respuestas a esos interrogantes; supongo que siquiera el propio Coetzee las conoce. Quizás no haya respuestas, quizás todo lo que importa es la pregunta…quizás la propia literatura es esa pregunta que patina sobre sí misma una y otra vez sin más intenciones que deslizarse huyendo de todas las redes posibles. Una enorme pregunta compuesta de millones de micro-preguntas que en definitiva preguntan siempre lo mismo.
Por ahora, esta intervención sobre Infancia y Juventud, los dos volúmenes autobiográficos de Coetzee.
El inconveniente de haber nacido
Tal como reza la frase de Emile Ciorán, Coetzee describe en Infancia la existencia de un niño – él mismo, John Coetzee – al que la propia existencia le resulta insoportable. No se trata de un niño maldito ni nada por el estilo, no es un genio ni un orate resentido, no es el mejor ni el peor – como casi ninguno de nosotros lo es –, no es tampoco bienhechor ni vil, no es afrikaner ni inglés, no es nada. Ese es precisamente el inconveniente. La nada. Es decir: la indeterminación.
“Tiene la sensación de estar herido. Tiene la sensación de que, pausada, constantemente, algo se está desgarrando en su interior: una pared, una membrana. Intenta controlarse todo lo que puede para que la cisura no se abra más de lo debido. Para que no se abra más de lo debido, no para frenarla: nada la frenará”
El pequeño John no admite calificativo pleno ninguno sin algún remilgo. Por momentos odia a su padre y en otros apenas lo compadece; parece adorar a su madre pero también la detesta por ocupar un lugar tan correcto, tan obligatorio. Respecto al colegio (el consabido segundo templo en la cofradía socializadora), es allí donde comienzan las máscaras, los papeles: “En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil, que se sienta en la segunda fila empezando por detrás, en la fila más oscura, para que nadie note su presencia, y que se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes”. No parece ser una motivación interna o una maquinación aceitada por parte del niño sino más bien un coletazo espontáneo del espíritu, una especie de juego cargado de gravedad y sonrisas ladinas.
La vida de un ser humano parece ser para el John infante una mascarada que de cierta forma le cobra el favor, y se lo cobra caro, con la pálida desesperación que siempre cuesta rastrear una identidad, encontrar algo que haga las veces de piedra fundamental en la construcción maciza del yo.
Sólo sabemos de la fragmentación – ese concepto tan caro al posmodernismo y tan necesario en cualquier escala de pensamiento – una cosa: detrás de ella, especialmente detrás de las más radicales, llega siempre un anhelo culposo de reconciliación de lo roto, un grito resentido que clama por una parcela segura de fundamento en donde reposar sus pies.
John siendo aún un niño no experimenta la angustia en forma tormentosa pero ya percibe indicios que lo impelen, lo aguijonean, lo prueban: “Le encanta que su madre y sus tíos cuenten por enésima vez los episodios de su infancia en la granja. Nunca es tan feliz como cuando oye esas historias, y los chistes y las risas que las acompañan. Sus amigos no proceden de familias con historias semejantes. Eso es lo que lo separa de ellos: las dos granjas a sus espaldas, la granja de su madre, la de su padre, y las historias de aquellas granjas. Gracias a las granjas, su pasado tiene unas raíces; gracias a las granjas, él posee una entidad.”. En este sentido, el terrible problema racial en Sudáfrica es un escenario por demás relevante. La vida social del pequeño John principia por la exasperada requisa de un identidad: hay que ser inglés o afrikaner, judío o protestante o cristiano, hay que simpatizar por los rusos o los norteamericanos, en suma: hay que tomar partido frente a todo. No se trata de un mero factum, de ninguna realidad: John sabe pese a ser muy pequeño (o precisamente por eso) que la facultad de elegir es inevitable, que en todo caso lo que resulta más evitable es la verdad. Prefiere hacerse pasar por cristiano, por ejemplo, y también prefiere disimular (esa otra manera de mentir) cuando comprende que es el único chico de su edad al que el cuerpito le comienza a suplicar cosas que no puede inteligir: “De todos los secretos que lo separan de los demás, puede que al final este sea el peor. Entre todos esos chicos él es el único por el que fluye esa corriente de oscuro erotismo; entre toda esa inocencia y normalidad, él es el único que tiene deseos”.
Tengo la firme conjetura de que la identidad es un concepto (y un aspecto ontológico) cuya proyección tiene lugar en el plano social, y en ese punto me parece indiscutible la relación con otro concepto capital de nuestra organización la normalidad. No digo que todas las anormalidades inventariadas por la ciencia y las costumbres se basen en la falta de identidad sino más bien que todos los que encuentran problemas a la hora de identificarse son considerados anormales por la sociedad. Lo que entendemos por “relación social” muchas veces no consiste en otra cosa que en la respuesta de tracto pausado y sucesivo a la pregunta ¿Quién o qué demonios sos?: “¿Es que no puedes ser simplemente normal? –le pregunta su madre. Odio a la gente normal –le responde acalorado”. El pequeño John se sabe un anormal, así se lo hacen sentir y de algún modo lo enorgullece; su anormalidad consiste básicamente en estar constituido y rodeado por secretos que deberían completarlo en un juego invisible e indescifrable, le alcanza con eso para no ser como los demás.
Aunque, de más está recordarlo, todo orgullo tiene su precio. Un precio constante y sonante que sabe de evoluciones y metamorfosis, que sabe callarse la boca cuando es debido y mutar en silencio para continuar el calvario. Haciendo las veces de cruz, claro está. Los papeles repartidos por cada uno de sus misterios comienzan a perder el equilibrio necesario, la sociedad puede aceptar de buen grado la excentricidad de vez en cuando, puede que hasta la honren con mucho dinero y fama en algunos casos, pero el trayecto a arduo y – sobre todo – no es para cualquiera. “… si todas las historias que se han creado a su alrededor, que él ha creado, creadas con años de comportamiento normal, al menos en público, se desmoronasen y saliera lo más feo, lo más oscuro, lo más lloriqueante, lo más pueril de él a la vista de todos y se rieran de él… entonces ¿habría algún modo de seguir viviendo? ¿No se habría convertido en alguien tan malo como uno de esos niños deformes, raquíticos, mongólicos, de voces roncas y labios babosos a los que bien podría administrárseles píldoras para dormir o ahogarlos?”. Hay una náusea original, siempre latente, artera, que amenaza con la desnudez pública, con la exposición real al otro…los papeles y aquel dulce orgullo se conmueven frente a la advertencia del mundo. O quizás no sea el mundo sino la simple certeza de que aquellos misterios y flirteos del espíritu en verdad eran ciertos, la horrible certeza de verlos instalados y erguidos como solían estarlo los legendarios emperadores.
La novela Infancia nos muestra hacia el final a un John que, lejos de paralizarse en la complejidad, curte su alma día tras día en las experiencias más bien pobretonas que le toca vivir. No puede huir aún de su circunstancia ni de su familia, no puede resolver sus dilemas (o trilemas) de nacionalidad o cultura, no logra entender todavía lo que significa el amor o el odio, pero es ya absolutamente consciente de todo ello, consciente del revuelto en el que va a tener que meter la mano durante décadas para sacar algo valioso de cuando en cuando. Y esa consciencia lo enferma: “Quienquiera que sea él de verdad, quienquiera que sea el verdadero «Yo» que debería estar emergiendo de las cenizas de su infancia, no lo dejan nacer, lo mantienen raquítico y enfermizo”
La educación anti-sentimental
La juventud, al menos desde ciertos estereotipos que vienen circulando (metamorfoseándose) hace ya siglos, es la edad de la incertidumbre, la sed, la ambigüedad, en ciertos casos del autoflagelo. Juventud, el segundo volumen autobiográfico de Coetzee, es un meridiano registro de esos estados y sensaciones. A decir verdad, la novela no se sale del molde ortodoxo para estos casos, en la línea de los clásicos de iniciación. No evita siquiera el viaje a la gran ciudad (Londres en este caso), el derrotero de los puestos de trabajo, la árida búsqueda del amor genuino.
El asunto es que en Coetzee la educación se torna anti-sentimental, o mejor dicho desde su propio comienzo es anti-sentimental. La grilla de partida – que conocemos naturalmente por Infancia – ya está envenenada, un ventarrón kafkiano se cola en la sobria esirtura de Coetzee. Quiero decir: no el Kafka de las sutiles y perversas maquinaciones íntimas, tampoco el de la impotencia esencial o el de las alucinaciones monstruosas. El ventarrón es del Kafka que ya está derrotado antes de participar, de aquel que parece triunfar de algún modo en el fracaso.
“Lo que le curaría, si llegara, sería el amor. Puede que no crea en Dios, pero sí cree en el amor y en los poderes del amor. La amada, la señalada por el destino, será capaz de ver de inmediato más allá de su exterior extraño e incluso insulso y percibir el fuego que arde en su interior” escribe Coetzee apenas iniciado el periplo. El planteo de vida, el ojetivo principal, es colocado en un lugar imposible. No porque el amor idílico sea imposible sino porque él, el joven John, no tiene la paciencia, el carisma ni la pasión para vivirlo. Jaqueline, Marianne, Caroline…son nombres diferentes para un mismo agujero vacante. No se va a enamorar de esas mujeres reales, no quiere o no puede hacerlo, y esa certeza actúa como inhibidor de las situaciones potenciales, de la relación con el mundo, como condición a priori del propio mundo. No existen en la juventud de John verdaderas diatribas contra el amor, ningún plan cínico al respecto; la cosa es más compleja: el amor es puesto como único medio de salvación precisamente para alejarlo de él mismo por su magnificencia, por su manto sagrado, por su investidura de límite.
Bueno, quizás no sea exacto lo de “único medio de salvación”: a su lado se ubica el arte, la aspiración de ser poeta, narrador, flanéur…artista. “A la gente normal le cuesta ser mala. La gente normal, cuando notan que aflora en ellos la maldad, beben, insultan, cometen actos violentos. Para ellos la maldad es como una fiebre: quieren expulsarla de su organismo, quieren volver a la normalidad. Pero los artistas tienen que vivir con su fiebre, de la naturaleza que sea, buena o mala. La fiebre es lo que los hace artistas; hay que mantenerla con vida”. John tiene decidido ser un artista aún en la absoluta ignorancia respecto a la actividad que lo apasiona, o quizás gracias a esa misma indeterminación es que lo tiene decidido. Como sea, no le resulta ningún trámite sino más bien una especie de obsesión controlable, mansa, que acompaña a la persistente autoevaluación a la que John se somete. ¿Cómo debe ser un artista? ¿Debe cuidar su corazón y su cerebro o más bien está obligado a vivir la vida en un proceso destructivo que lo habilite a morar en el centro mismo de la dolorosa noche para desde allí – y únicamente desde allí – transmitir la verdad los hombres vulgares? ¿Su hígado debe sangrar joven o es necesaria la sanidad espiritual, aún en la desesperación, para escribir una línea cierta? John no se sonroja por debatirse en preguntas como estas; lejos está del sarcasmo del escritor posmoderno que se burla de sí mismo y de sus “preocupaciones” mientras lucra con ellas. John se sabe apenas un provinciano en una de las babeles modernas, sabe que “debe endurecerse y resistir” pero también sabe la volatilidad de todos y cada uno de los “deber ser” que pretende imponerse.
Debería ser borracho para sufrir de veras pero no le gusta, debería coger como un semental pero apenas siente deseo, debería comportarse como un experimentado seductor pero la segunda chica con la que intimó tuvo que abortar, debería ser poeta pero es prosista, debería despreciar a su pasado sudafricano pero lo logra del todo. Debería estar muerto quizás, pero está vivo: “El sufrimiento es su elemento. Se siente en casa en el sufrimiento, como pez en el agua. Si abolieran el sufrimiento, no sabría qué hacer con su vida. La felicidad, se dice, no enseña nada. El sufrimiento, por otra parte, te curte para el futuro. El sufrimiento es la escuela del alma. Entre las aguas del sufrimiento se emerge en la lejana orilla purificado, fuerte, listo para afrontar de nuevo los retos de la vida del arte. Sin embargo, el sufrimiento no sienta como un baño purificador. Al contrario, te sientes como en una piscina llena de agua sucia. De cada nuevo sufrimiento no se emerge más brillante y más fuerte, sino más tonto y blando. ¿Cómo actúa en realidad la acción limpiadora que se atribuye al sufrimiento? ¿Es que no se ha sumergido uno a suficiente profundidad? ¿Habrá que nadar más allá del mero sufrimiento en pos de la melancolía y la locura?”
Claro que hay sentimentalismo, pero un sentimentalismo superficial, enclenque, adolescente de convicciones, un sentimentalismo negado antes de ser expuesto o representado. En verdad John produce a cada rato la impresión de ser un niño repleto de complejos y temores que la va de lobo feroz en el aquelarre urbano. O dicho con más precisión: John produce la impresión de saberlo. Y eso sólo puede fabricar tristeza para derramarla luego a todo: “Porque carece de talento para mentir, engañar o saltarse las normas, igual que tampoco lo tiene para el placer y la ropa moderna. Solo tiene talento para la tristeza, la tristeza sincera y aburrida. ¿Qué va a hacer si esta ciudad no recompensa la tristeza?”
La pregunta es de dónde llega esa tristeza, por qué en todo caso se instituye como tristeza y no como rencor, odio, desfachatez o temeridad. Una respuesta posible es justamente del anti-sentimentalismo matriz que John construyó con acallado fervor.
No más que unos segundos de reloj
Hay algunos párrafos inmortales en la saga de Coetzee. Aquí va uno de ellos: “Una tarde de domingo, cansado, pliega la chaqueta a moda de cojín, se estira en la pradera y cae en un sueño o duerme-vela en que la conciencia no se desvanece, sino que continúa planeando. Es un estado que no conocía: parece notar en la sangre la rotación constante de la tierra. Los gritos lejanos de los niños, el canto de los pájaros y el zumbido de los insectos se unen en un himno de alegría. Le da un vuelco el corazón ¡Por fin!, piensa. ¡Por fin ha llegado el momento de unidad extasiada con el Todo! Temeroso de que se le escape el momento, intenta frenar el traqueteo de pensamiento, intenta ser simplemente un conductor de la gran fuerza universal que no tiene nombre. Este acontecimiento señalado no dura más que unos segundos de reloj. Pero cuando se incorpora y sacude la chaqueta, se siente fresco, renovado. Viajó a la gran ciudad tenebrosa para ser puesto a prueba y transformado y, aquí, en esta parcela de césped bajo el suave sol primaveral, por fin han llegado, sorprendentemente, señales de que progresa. Si no ha sido totalmente transfigurado, al menos ha sido bendecido con la insinuación de que pertenece a este mundo”.
Aunque resulte extraño, se trata del párrafo más optimista de las dos novelas…allí, en esa rendija del tiempo, aparece la vida; sólo desde allí se ve el haz de luz, informe aún, indefinido pero claro, fulgurante, fresco. Ese allí que se parece tanto a la literatura.
Mome