La periódica revisión dominical

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La Periódica – Dos Años junio 21, 2010

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Cumplimos dos años. Y vuelve a ser el buen momento para parar quince días. Es el agarrate Catalina  del alma de mitad de año.

 

Gracias a Moni & Lito, Hugo Savino, Andrés Calamaro, Rodrigo, Antonio, Naúm, Cristobal, los galgos y exploradores ociosos. Isidro Herrera, Gemma, Milita Molina, Jisa, Juan Boido & Radar, Laura Estrin & Letra Nómada Ed., Javier Fernández & Flavia Crogliano, Diego, a los músicos no tan músicos, días de Lesseps, Editorial Paradiso, Ana Baena Tedo, Aboga, por una amargura sana.

 

A los que leen.

 

A un bondi como el del quía, piano, piano, pianissimo & color humo.

 

A todos.

 

La Periódica

 

 

Entrevista a Leonard Cohen (1969) – 2º parte junio 16, 2010

 

Nota: segunda parte de la entrevista a Leonard Cohen a cargo de Michael Harris, concedida para el periódico Duel, en el invierno de 1969. Para leer la primera parte, click aquí.
Traducción: Martín Abadía.


 

¿Qué secretos permites que la gente conozca? ¿Cuántos de ellos salen a la luz? ¿Qué parte de ti aún es un secreta? ¿Es necesario esconderla?
Creo que sé a qué te refieres. Siempre estamos tratando de tener contacto con esas fuentes, con esos brotes de vida de los que hablas. Es muy difícil preguntar o responder algo sobre todo eso –los dos sentimos reverencia por estos fenómenos tan misteriosos.

 

¿Puedes simbolizarlos? O bien, ¿puedes darles algún nombre?
Darle nombre a las cosas es una gran parte de mi oficio.

 

¿Sientes algún tipo de religiosidad o misticismo?
Creo que tuve un etapa santa cuando trataba de modelarme de manera consciente a partir de lo que creía que un santo debería ser. Puedes hacer muy feliz a mucha gente y también muy infeliz a otra.

 

¿Qué hay de la religión?
Tal como la entiendo, se trata de una técnica de concentración para hacer el universo más habitable. Creo, en verdad, que es un poder para armonizarlo todo. Es fácil para mí llamar Dios a ese poder. – A cierta gente le parece difícil. Les mencionas la palabra Dios y reaccionan mal; no les gusta, simplemente.- Creo que no hay duda en que nombre ha caído en desgracia. Pero ese tipo de asociaciones no cuentan para mí. Es más fácil decir Dios que “un poder misterioso e innombrable, motivo de todas las cosas vivas.” La palabra Dios me parece mucho más simple. Y puede usarse sin más. Incluso el pronombre masculino, Él, no me ofende como ofende a los demás; así que puedo decir “acercarse a Él es sentir su gracia” ya que verdaderamente lo siento así. Pero ya sabes, en mi trabajo como escritor, en el oficio mismo, a menos que encuentre una canción en que pueda usar ese tipo de información, no voy a empecinarme tanto en algo así porque no tendría sentido; no tiene sentido para mí escribir en una vena religiosa.

 

¿Relees tus propios libros?
No.

 

Y tus poemas, ¿los sabes de memoria?
No. Pero los sabía antes. Hubo un tiempo en que los sabía de memoria.

 

¿Te han invitado a leerlos en público con frecuencia?
Mucha gente me invitó a lecturas; pero preferí no ir. Cuando terminé mi primer libro, Let Us Compare Mythologies, me alejé y no publiqué nada por cinco años. Ahora siento que estoy en uno de esos momentos otra vez, el momento en que sé que no voy a escribir nada nuevo por un tiempo.

 

¿Sientes que escribes para un grupo de gente en particular?
Tendría que decirte simplemente que no, que no para un grupo en particular. Pero conozco mucha gente que va hacia donde estoy yendo, o que estuvo pasando por lo que yo pasaba, y juntos armonizamos, nos vemos como buenos compañeros y me siento cómodo entre ellos. Muy cómodo. Creo igualmente que sería peligroso pensarme como una figura pública. Es una de las razones por las cuales me mantengo bastante al margen de todo, ya que, tal como te decía antes, no me reconozco en ese eco de mí mismo. No me gusta pensarme como perteneciente a una determinada generación o como portavoz de alguien. Cuando el amor se convirtió en un fenómeno cultural, mi trabajo se enfocó de alguna forma a dar cuenta de ello. Pero por otro lado, pensaba que estábamos al borde de un período muy violento, y aún lo pienso. Violencia psíquica en cualquier caso; cuando no violencia física. Ese carácter “generacional” quizás esté bastante bien reflejado en mis canciones ya que muy dentro de mí sé que soy igual a todos y que lo quiero hacer, en realidad, es armonizar con lo que me emparenta, más que con lo que me diferencia de los demás.

 

¿Eso puede entenderse como un cambio, un cambio con respecto a tus días “santos”?
No. He sentido eso, lo he pensado, sabes, cuando pasas por un determinado período en que aprendes ajedrez y tal vez sientes que llegas a dominar los movimientos de un gran maestro del juego. Quizás no vayas más allá de comprar un par de libros para estudiar como jugaban los grandes. Y quizás haya un momento en que te va bastante bien con el dibujo, y empiezas a pensar que eres un artista. De manera bastante similar me fue bastante bien tratando de ser capaz de darle energía a la gente. Sabes, es un logro menor, probablemente el tipo de logro que cualquiera puede alcanzar. Todos nosotros somos desempleados, ese es nuestro verdadero problema; o accedía al buen trabajo que me esperaba, o me convertía en un santo. Así fue que traté de dirigir mi vida siguiendo modelos santos sobre los que había leído. No sabía que había tanta gente santa, gente muy buena, cercana a una idea de santidad muy verdadera. Hubo un momento en que estuve tomando mucho ácido y luego absteniéndome totalmente de cualquier droga; recuerdo ese aspecto de mi carrera de santo, cuando me abstenía de casi todo. La vida ascética siempre me atrajo. Pero no por el ascetismo en sí, sino por la estética. Me gusta vivir en habitaciones vacías.
 

 

¿A qué cantantes admirabas?
Los primeros a los que escuché con cierto placer fueron Pete Seeger, Josh White y a los cantantes de Wheeling, West Virginia, la estación de radio de música country. Los escuchaba con mucho placer. Y escribía para esa música todo el tiempo: era en su mayoría música folk, flamenco y música española.

 

¿Te consideras un cantante folk?
Cuando no estoy cantando, cuando no tengo una guitarra en las manos, no pienso en absoluto en mí como un cantante. Es como si tuviera amnesia; dejo la guitarra y empiezo a hablar en prosa; y me asombra saber que alguna vez compuse una canción.

 

¿Qué sabes de William Burroughs? ¿Has leído algo de lo que escribe?
Lo he leído bastante. Creo que El Almuerzo Desnudo es hilarante. No está en mi naturaleza examinar conscientemente el campo de implicaciones de un escrito. No veo estas cosas en un contexto sociológico, ni siquiera literario. Sabes, cuando encuentro algo que me hace reír, pienso que es bueno.

 

¿Qué hay de otros autores? ¿A quiénes admirabas?
Supongo que están en toda antología de poesía. ¿Quién sabe lo que en verdad me inició? Supongo que la antología de Oscar Williams, aquel libro de bolsillo, Golden Treasury, los sonetos de Shakespeare, Yeats. Nunca me lo tomé muy en serio. Cuando tenía trece o catorce años tenía una visión muy trágica de mi propia vida de alguna manera y pensaba que había algún destino que debía cumplir.

 

¿Te ves como Martin, el chico loco de The Favorite Game?
Siempre me gustó que la gente usara la palabra loco. Siempre me gustaron los anormales, entre tanta presunta normalidad. Siempre me gustó esa gente. Solía salir con Phillips Square a dar vueltas por Northeastem Lunch, Clarck Street abajo, con los yonquis. Nunca supe por qué estaba allí, salvo que con ellos me sentía como en casa.

 

¿Sientes que progresas?
No siento que haya mejorado en mi trabajo porque más gente sepa sobre mí. De hecho, diría -por decir-  la confianza que siento frente a mi trabajo ha disminuido con el incremento de tanta atención. Ese es uno de los motivos por los cuales no quiero subir al escenario. Ya no siento que me enriquezca. Hay mucha gente que se lleva muy bien con ello, que la atención y la publicidad les enriquece.

 

¿Qué hay de tu propia escritura? ¿Cuándo comenzó?
Bueno, recuerdo estar sentado en una mesa para jugar cartas, en verano, en el vestíbulo de casa; fue cuando decidí renunciar a mi trabajo. Trabajaba para una fundidora de metales por entonces y esa mañana pensé que ya no podía más; me puse a caminar por el vestíbulo y empecé a escribir un poema. Tenía una maravillosa sensación de poder y maestría, de libertad y coraje mientras lo escribía. Muy pocas veces he vuelto a tener esa misma sensación. De hecho, lo que ahora escribo, que resulta ser un poema o lo que la gente llama un poema, es producto de que no puedo decir nada. Producto de tener que luchar con la coherencia en el estado más elemental; de modo que los poemas que conforman mi última antología, están en un grado superior, o lateral, a la coherencia. Si quitas ese grado, simplemente dejarías… se desintegraría. En otras palabras, quiero que mis poemas sean; no pienso en ellos como poemas; cuando los escribo son sólo técnicas para acercarme a mí mismo. Y veo que como no sé usar ornamentos, uso trucos.

 

¿Te resulta difícil aplicarte a una forma determinada?
Muy difícil. Pero no hay dificultad cuando logro cifrarla. Aunque sí siento mucha aprensión cuando sé que aquél que me lee, no va a entender en verdad lo que estoy diciendo.

 

¿Siempre has pensado así con respecto a la poesía?
Creo que ocurre lo mismo con toda escritura. Me cuesta muchísimo o nada escribir una carta, o un poema, o la lista de la lavandería. Cuando me aplico a emborronar una página, hay un cierto mecanismo que se hace cargo de la operación y lo enfrento de la misma manera que hubiese enfrentado mi propia vida. Probablemente mal, torpe y equivocadamente; pero esa es la manera en que me enfrento a mí mismo.

 

¿Reescribes? ¿Te consideras un artesano de la palabra?
Me considero un artesano en la forma en que un hombre que dibuja caricaturas con sus dedos de los pies puede considerarse un artesano.

 

¿Odiabas la universidad en la que ibas a graduarte?
No. Y nunca odié nada que no me gustara. Si no me gusta, no me quedo por mucho tiempo. Nunca pensé que hubiese algo malo en lo institucional. Veía que esas eran las instituciones y que había mucha gente que sacaba partido de ellas. Yo no podía sacar nada de allí, así que me fui.
 

 

¿Qué piensas de lo académico, o de los poetas académicos?
Nunca me vi dentro de la academia. De hecho, en cuanto pude, empecé a trabajar en el club nocturno que estaba sobre el restaurante Dunn, en la calle Birdland. Leía poemas o los improvisaba mientras Morrie Kay tocaba con su grupo de jazz. Llegué incluso a pensar que de alguna manera hasta eso era muy insulso, muy académico.

 

¿Cómo te sientes leyendo en público?
Ahora ha dejado de gustarme. Supuse quizás que era mucho mejor, que mis poemas de alguna manera podían encender a una multitud. He pasado por una experiencia así, pero es muy raro basar tu carrera en las lecturas.

 

¿Qué poesía te enciende?
No sé. Sabes, hay mucha poesía en mi propia vida. No voy a las lecturas. Y es muy raro que vaya a algún concierto, incluso a los de algún cantante que me guste. Cuando ves a alguien ahí dejando toda su energía, tratando de que todo el mundo la pase bien, es maravilloso. Yo mismo lo he sentido. Pero ya no ocurre.

 

¿Por qué fuiste a la Universidad de Columbia?
Fui allí con la idea de hacer algo porque tenía una continua sensación de estar desempleado. Por entonces, quizás lo estaba en un veintiún o veintidós por ciento. Pensé que sería mejor tomarse las cosas en serio, sabes: veintidós por ciento y no haces nada, ¿qué vas a hacer en este mundo? Y en algún momento pensé, bueno, podría graduarme en Inglés. Pero no pude estar allí más que dos o tres semanas.

Digo, esta sensación de estar desempleado: creo que esa es nuestra enfermedad. Que, de alguna forma, una gran parte de la gente más imaginativa de la sociedad está desempleada. Eso es malo. Me refiero a estar desempleado en el sentido estricto de la palabra, y en el simbólico. Simplemente, no trabajamos usando toda la capacidad que tenemos. Y mucha gente cree que tenemos que demolerlo todo y empezar otra vez, lo cual viene a ser también una forma de emplearte en algo. Creo que esta idea se la acoge muy bien entre los desempleados. Es un trabajo en serio. La Revolución emplearía a mucha gente. Por desgracia, no me emplearía a mí. Me encantaría que lo hiciera.
 

Creo que como una alternativa abierta a los jóvenes hombres y mujeres en nuestros días, la revolución es un excelente trabajo. Y una disciplina excelente, una gran entrenamiento. Pero no lo es para mí. Estuve allí de varias maneras. Incluso fui a pelear a Cuba. Pero creo que lo hice para satisfacerme a mí mismo. Sabía que si no me empeñaba en ello, cualquier empresa perdería su significado. Mucha gente llega a descubrir eso.
Recuerdo a un amigo mío que quería ser escritor; un buen día se diio cuenta de que se había equivocado, que no quería en realidad ser escritor. Ahora es jardinero y eso le hace feliz. Creo que mucha gente que simplemente no encajaba en la sociedad, se volvía hacia el arte. Y es algo que aún sucede en la actual generación. Mucha gente que ve al mundo desde nuestra perspectiva se fija en los trabajos que les ofrecen y simplemente no puede imaginarse en ellos. Al no haber demasiadas alternativas, todos se vuelven hacia el arte. Ven en el arte la libertad y la vida que les gustaría llevar, ésa que la sociedad organizada no les concede. Pero hay muy poca gente que tiene aptitudes para el arte. Mucha gente sería más feliz siendo jardineros, carpinteros o constructores de gabinetes; yo creo que podría ser uno de ellos. Está en la lista de las cosas que aún quiero intentar hacer. Me siento mucho más cerca de eso ahora, más cerca de lo que lo estuve alguna vez. Apenas presto atención a lo que llamamos arte. No leo poesía y no pienso en mí mismo como un artista. Sigo buscando un trabajo. Y a veces llegué a pensar que el de cantante me sentaría bien.

 

¿Y te sienta bien?
A veces.

 

Bueno, pero has de sentirte confiado si estás por sacar un segundo álbum. ¿O lo haces tan solo porque no te gustó el primero?
Bueno, o porque tenía algunas canciones escritas.

 

La idea de estar al borde de una generación, ¿ha cambiado?
Bueno, a medida que vas volviéndote viejo, empiezas a examinar esa parte de ti mismo que tomas como un ejemplo. En otras palabras, mientras vas viendo cómo se forma la generación que viene detrás de la tuya, te preguntas qué obligación tienes para con ella. Y de esa perspectiva te ves como un maestro. Creo que el deber de cada generación es educar a la generación que la precede. Y es sólo en ese sentido que me siento ejemplar de alguna manera. Siento que sí, que sería un mal ejemplo, pero estoy interesado en dejar que mi vida se desenvuelva lo más honestamente posible; y que mi experiencia resulte beneficiosa para la gente que me lee. No para seguir esos pasos; quizás para eludirlos.

 

¿Se puede aprender de lo que uno escribe? ¿Puedes enseñarte algo?
En lo personal, creo que mi trabajo ha sido profético. De modo que lo leo con un interés muy particular después de haberlo escrito. Después de terminar un libro, lo leo y me doy cuenta de que no he escrito lo que quería decir, que la sensibilidad tiende a desdoblarse. Por ejemplo, cuando escribí Beautiful Losers, creía estar absolutamente destrozado, al borde de la redención. Creía en verdad que no habría ya nada peor. Pero lo cierto es que el estado de ánimo que tenía durante Beautiful Losers llegó para irse. Uno o dos años después me vi en la misma situación. Y vi mi propio trabajo como una profecía personal. Como si fuera un sueño.

Creo que todos mis sueños han sido reveladores. Tuve uno muy curioso y muy hermoso hace un mes y medio. Sucedía en aquel momento del que te hablaba, cuando pasaba por una experiencia de libertad absoluta. Estaba sentado en un café, The Bitter End, en New York. Había algunos cantantes y gente del mundo de la música, y de pronto, aunque el sentimiento parecía avanzar a grados imperceptibles, me sentí magnificente, triunfante, libre, abierto, cómodo, cercano a todos los que me rodeaban. Nada había cambiado, pero veía claramente lo que todos estaban haciendo, sin tener que juzgarlo, sin pesar en si me gustaba o no. Y casi me felicito a mí mismo, sólo por estar ahí, respirando, estando con amigos. Y lo más importante es que veía lo que estaban haciendo, sabes, no lo pensaba como si fuera un juego; tan solo veía que cada uno era una revelación para sí mismo. Y me encantaba. Me encantaba lo que veía. Me excusé y me eché a andar hasta el lugar en que estaba alojándome. Caminé a lo largo del Village y me parecía muy hermoso. Sabes, lo veía tal como un pueblo [Nota: Village, en inglés, significa “pueblo”] sobre la superficie de la tierra, con niños por doquier y vendedores de frutas y pequeñas tiendas. Todo parecía tan armonioso, como las piezas de un reloj, muy perfecto. El mundo mismo parecía perfecto.

Luego fui al apartamento de una chica, y allí también, ella también estaba muy hermosa. Probablemente hicimos el amor, pero fue como si jugáramos a las cartas. La visión lentamente se fusionó con el sueño. Caminaba por un pueblo con un grupo de niños, probablemente refugiados judíos. Había una hilera de casas, cada una parecía representar una alternativa de vida diferente. Pero cada lugar nos rechazaba, no querían acoger a los niños. La última casa era una misión de Cruz Roja Sueca. Allí había tres mujeres muy hermosas; me enamoré de ellas. Representaban para mí a La Mujer. Pregunté si acogerían a los niños. Respondieron que no. Incluso cuando se rehusaron, no me ofusqué. Nos fuimos y caminamos hasta la playa, en donde estaba soleado, un gran cielo hermoso y millas enteras de arena. Estaba allí, con los niños, y luego los bomberos aparecieron en el horizonte. Les dije a los niños: arrodíllense, vamos a rezar una plegaria. Las bombas empezaban a caer, pero nadie se preocupó.

 

 

 

La autobiografía de Coetzee: palabras para un yo; yo, esa palabra junio 9, 2010

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Acerca de la vida como objeto de estudio

 

Los escritores – muchos de ellos al menos, los vanidosos quedan fuera de esto – viven en el siguiente dilema: la vida propia nunca resulta por lo general tan atrayente o maravillosa como para escribir sobre ella y no obstante toda escritura tiene un ingrediente autobiográfico. El yo, la propia perspectiva, el cuerpo propio como punto cero condenan a la literatura a la influencia autobiográfica, a la mirada subjetiva, a la descripción de mundos tamizados por el reinado del ego, pero esa influencia es molesta, pegajosa como la ropa empapada, coercitiva.

 

Tengo para mí que la vida de un ser humano es suficientemente aburrida como para descartarla a la hora de la creación; ¿para qué narrar las secuencias repetitivas de lo que llamamos “nuestra vida”? ¿para qué exaltar nuestros amores o nuestras contusiones, qué es lo que pueden tener de aleccionador o sublime?. Aún aquellos que han peleado en alguna guerra o se han acostado con Marilyn Monroe están en la misma situación: los hombres muertos y enloquecidos no pasan de ser eso, hombres muertos y enloquecidos, siempre los hubo y siempre los habrá; las mujeres hermosas son tantas…¿quién no puede cualquier día acostarse con alguna? No pretendo decir que la vida humana no puede ser fascinante; por el contrario, adhiero plenamente a al lema foucaultiano de hacer de la propia vida una obra de arte; digo que la monotonía de una vida humana promedio traspasada a las palabras no puede aspirar a gran cosa. La vida propia está hecha para ser vivida, no narrada.

 

Pero, como ya sugerí, en el fondo toda literatura es desesperadamente autobiográfica. Puede verse a menudo la lucha del escritor contra sí mismo, contra su propia experiencia, contra las huellas mnémicas que le llegan desde su mente.

 

David Hume dijo que el Yo es una ficción. No fue el único, claro está; incluso aquellos que han asegurado la entidad del Yo, su realidad, su autoritarismo, su unidad, jamás pudieron comprobarlo de un modo satisfactorio. Lo interesante de Hume es que considera al Yo como un “haz de percepciones” al que otorgamos – por hábito o por necesidad – una unidad que no tiene por sí mismo. Estoy, en esto al menos, con Hume; lo confieso: no creo que exista ningún Yo como instancia aglutinante real de todo lo que percibimos y experimentamos. En el mejor de los casos, hay Yoes, una serie de entidades independientes, jamás religadas, que protagonizan, disfrutan y padecen lo que “pasa”. Yoes, como dijeron (o vivieron) Pessoa o Girondo.

 

En este marco, ¿qué posición adopta un escritor – siempre en guerra contra sí mismo, siempre receloso de la influencia que su(s) vida(s) pueden ejercer sobre su obra, es decir, sobre su(s) vida(s) – a la hora de encarar una autobiografía “oficial”? ¿Qué lleva a John Coetzee a narrar su autobiografía sin utilizar un nombre de fantasía o sin modificar conscientemente los eventos que le sucedieron? ¿Qué extraña fuerza lo conmina a esa tentativa siempre inalcanzable de equiparar literatura y vida? No conozco las respuestas a esos interrogantes; supongo que siquiera el propio Coetzee las conoce. Quizás no haya respuestas, quizás todo lo que importa es la pregunta…quizás la propia literatura es esa pregunta que patina sobre sí misma una y otra vez sin más intenciones que deslizarse huyendo de todas las redes posibles. Una enorme pregunta compuesta de millones de micro-preguntas que en definitiva preguntan siempre lo mismo.

 

Por ahora, esta intervención sobre Infancia y Juventud, los dos volúmenes autobiográficos de Coetzee.

 

 

El inconveniente de haber nacido

 

Tal como reza la frase de Emile Ciorán, Coetzee describe en Infancia la existencia de un niño – él mismo, John Coetzee – al que la propia existencia le resulta insoportable. No se trata de un niño maldito ni nada por el estilo, no es un genio ni un orate resentido, no es el mejor ni el peor – como casi ninguno de nosotros lo es –, no es tampoco bienhechor ni vil, no es afrikaner ni inglés, no es nada. Ese es precisamente el inconveniente. La nada. Es decir: la indeterminación.

 

Tiene la sensación de estar herido. Tiene la sensación de que, pausada, constantemente, algo se está desgarrando en su interior: una pared, una membrana. Intenta controlarse todo lo que puede para que la cisura no se abra más de lo debido. Para que no se abra más de lo debido, no para frenarla: nada la frenará

 

El pequeño John no admite calificativo pleno ninguno sin algún remilgo. Por momentos odia a su padre y en otros apenas lo compadece; parece adorar a su madre pero también la detesta por ocupar un lugar tan correcto, tan obligatorio. Respecto al colegio (el consabido segundo templo en la cofradía socializadora), es allí donde comienzan las máscaras, los papeles: “En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil, que se sienta en la segunda fila empezando por detrás, en la fila más oscura, para que nadie note su presencia, y que se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes”. No parece ser una motivación interna o una maquinación aceitada por parte del niño sino más bien un coletazo espontáneo del espíritu, una especie de juego cargado de gravedad y sonrisas ladinas.

 

La vida de un ser humano parece ser para el John infante una mascarada que de cierta forma le cobra el favor, y se lo cobra caro, con la pálida desesperación que siempre cuesta rastrear una identidad, encontrar algo que haga las veces de piedra fundamental en la construcción maciza del yo.

 

Sólo sabemos de la fragmentación – ese concepto tan caro al posmodernismo y tan necesario en cualquier escala de pensamiento – una cosa: detrás de ella, especialmente detrás de las más radicales, llega siempre un anhelo culposo de reconciliación de lo roto, un grito resentido que clama por una parcela segura de fundamento en donde reposar sus pies.

 

John siendo aún un niño no experimenta la angustia en forma tormentosa pero ya percibe indicios que lo impelen, lo aguijonean, lo prueban: “Le encanta que su madre y sus tíos cuenten por enésima vez los episodios de su infancia en la granja. Nunca es tan feliz como cuando oye esas historias, y los chistes y las risas que las acompañan. Sus amigos no proceden de familias con historias semejantes. Eso es lo que lo separa de ellos: las dos granjas a sus espaldas, la granja de su madre, la de su padre, y las historias de aquellas granjas. Gracias a las granjas, su pasado tiene unas raíces; gracias a las granjas, él posee una entidad.”. En este sentido, el terrible problema racial en Sudáfrica es un escenario por demás relevante. La vida social del pequeño John principia por la exasperada requisa de un identidad: hay que ser inglés o afrikaner, judío o protestante o cristiano, hay que simpatizar por los rusos o los norteamericanos, en suma: hay que tomar partido frente a todo. No se trata de un mero factum, de ninguna realidad: John sabe pese a ser muy pequeño (o precisamente por eso) que la facultad de elegir es inevitable, que en todo caso lo que resulta más evitable es la verdad. Prefiere hacerse pasar por cristiano, por ejemplo, y también prefiere disimular (esa otra manera de mentir) cuando comprende que es el único chico de su edad al que el cuerpito le comienza a suplicar cosas que no puede inteligir: “De todos los secretos que lo separan de los demás, puede que al final este sea el peor. Entre todos esos chicos él es el único por el que fluye esa corriente de oscuro erotismo; entre toda esa inocencia y normalidad, él es el único que tiene deseos”.

 

Tengo la firme conjetura de que la identidad es un concepto (y un aspecto ontológico) cuya proyección tiene lugar en el plano social, y en ese punto me parece indiscutible la relación con otro concepto capital de nuestra organización la normalidad. No digo que todas las anormalidades inventariadas por la ciencia y las costumbres se basen en la falta de identidad sino más bien que todos los que encuentran problemas a la hora de identificarse son considerados anormales por la sociedad. Lo que entendemos por “relación social” muchas veces no consiste en otra cosa que en la respuesta de tracto pausado y sucesivo a la pregunta ¿Quién o qué demonios sos?: “¿Es que no puedes ser simplemente normal? –le pregunta su madre. Odio a la gente normal –le responde acalorado”. El pequeño John se sabe un anormal, así se lo hacen sentir y de algún modo lo enorgullece; su anormalidad consiste básicamente en estar constituido y rodeado por secretos que deberían completarlo en un juego invisible e indescifrable, le alcanza con eso para no ser como los demás.

 

Aunque, de más está recordarlo, todo orgullo tiene su precio. Un precio constante y sonante que sabe de evoluciones y metamorfosis, que sabe callarse la boca cuando es debido y mutar en silencio para continuar el calvario. Haciendo las veces de cruz, claro está. Los papeles repartidos por cada uno de sus misterios comienzan a perder el equilibrio necesario, la sociedad puede aceptar de buen grado la excentricidad de vez en cuando, puede que hasta la honren con mucho dinero y fama en algunos casos, pero el trayecto a arduo y – sobre todo – no es para cualquiera. “… si todas las historias que se han creado a su alrededor, que él ha creado, creadas con años de comportamiento normal, al menos en público, se desmoronasen y saliera lo más feo, lo más oscuro, lo más lloriqueante, lo más pueril de él a la vista de todos y se rieran de él… entonces ¿habría algún modo de seguir viviendo? ¿No se habría convertido en alguien tan malo como uno de esos niños deformes, raquíticos, mongólicos, de voces roncas y labios babosos a los que bien podría administrárseles píldoras para dormir o ahogarlos?”. Hay una náusea original, siempre latente, artera, que amenaza con la desnudez pública, con la exposición real al otro…los papeles y aquel dulce orgullo se conmueven frente a la advertencia del mundo. O quizás no sea el mundo sino la simple certeza de que aquellos misterios y flirteos del espíritu en verdad eran ciertos, la horrible certeza de verlos instalados y erguidos como solían estarlo los legendarios emperadores.

 

La novela Infancia nos muestra hacia el final a un John que, lejos de paralizarse en la complejidad, curte su alma día tras día en las experiencias más bien pobretonas que le toca vivir. No puede huir aún de su circunstancia ni de su familia, no puede resolver sus dilemas (o trilemas) de nacionalidad o cultura, no logra entender todavía lo que significa el amor o el odio, pero es ya absolutamente consciente de todo ello, consciente del revuelto en el que va a tener que meter la mano durante décadas para sacar algo valioso de cuando en cuando. Y esa consciencia lo enferma: “Quienquiera que sea él de verdad, quienquiera que sea el verdadero «Yo» que debería estar emergiendo de las cenizas de su infancia, no lo dejan nacer, lo mantienen raquítico y enfermizo”

 

 

La educación anti-sentimental

 

La juventud, al menos desde ciertos estereotipos que vienen circulando (metamorfoseándose) hace ya siglos, es la edad de la incertidumbre, la sed, la ambigüedad, en ciertos casos del autoflagelo. Juventud, el segundo volumen autobiográfico de Coetzee, es un meridiano registro de esos estados y sensaciones. A decir verdad, la novela no se sale del molde ortodoxo para estos casos, en la línea de los clásicos de iniciación. No evita siquiera el viaje a la gran ciudad (Londres en este caso), el derrotero de los puestos de trabajo, la árida búsqueda del amor genuino.

 

El asunto es que en Coetzee la educación se torna anti-sentimental, o mejor dicho desde su propio comienzo es anti-sentimental. La grilla de partida – que conocemos naturalmente por Infancia – ya está envenenada, un ventarrón kafkiano se cola en la sobria esirtura de Coetzee. Quiero decir: no el Kafka de las sutiles y perversas maquinaciones íntimas, tampoco el de la impotencia esencial o el de las alucinaciones monstruosas. El ventarrón es del Kafka que ya está derrotado antes de participar, de aquel que parece triunfar de algún modo en el fracaso.

 

Lo que le curaría, si llegara, sería el amor. Puede que no crea en Dios, pero sí cree en el amor y en los poderes del amor. La amada, la señalada por el destino, será capaz de ver de inmediato más allá de su exterior extraño e incluso insulso y percibir el fuego que arde en su interior” escribe Coetzee apenas iniciado el periplo. El planteo de vida, el ojetivo principal, es colocado en un lugar imposible. No porque el amor idílico sea imposible sino porque él, el joven John, no tiene la paciencia, el carisma ni la pasión para vivirlo. Jaqueline, Marianne, Caroline…son nombres diferentes para un mismo agujero vacante. No se va a enamorar de esas mujeres reales, no quiere o no puede hacerlo, y esa certeza actúa como inhibidor de las situaciones potenciales, de la relación con el mundo, como condición a priori del propio mundo. No existen en la juventud de John verdaderas diatribas contra el amor, ningún plan cínico al respecto; la cosa es más compleja: el amor es puesto como único medio de salvación precisamente para alejarlo de él mismo por su magnificencia, por su manto sagrado, por su investidura de límite.

 

Bueno, quizás no sea exacto lo de “único medio de salvación”: a su lado se ubica el arte, la aspiración de ser poeta, narrador, flanéur…artista. “A la gente normal le cuesta ser mala. La gente normal, cuando notan que aflora en ellos la maldad, beben, insultan, cometen actos violentos. Para ellos la maldad es como una fiebre: quieren expulsarla de su organismo, quieren volver a la normalidad. Pero los artistas tienen que vivir con su fiebre, de la naturaleza que sea, buena o mala. La fiebre es lo que los hace artistas; hay que mantenerla con vida”. John tiene decidido ser un artista aún en la absoluta ignorancia respecto a la actividad que lo apasiona, o quizás gracias a esa misma indeterminación es que lo tiene decidido. Como sea, no le resulta ningún trámite sino más bien una especie de obsesión controlable, mansa, que acompaña a la persistente autoevaluación a la que John se somete. ¿Cómo debe ser un artista? ¿Debe cuidar su corazón y su cerebro o más bien está obligado a vivir la vida en un proceso destructivo que lo habilite a morar en el centro mismo de la dolorosa noche para desde allí – y únicamente desde allí – transmitir la verdad los hombres vulgares? ¿Su hígado debe sangrar joven o es necesaria la sanidad espiritual, aún en la desesperación, para escribir una línea cierta? John no se sonroja por debatirse en preguntas como estas; lejos está del sarcasmo del escritor posmoderno que se burla de sí mismo y de sus “preocupaciones” mientras lucra con ellas. John se sabe apenas un provinciano en una de las babeles modernas, sabe que “debe endurecerse y resistir” pero también sabe la volatilidad de todos y cada uno de los “deber ser” que pretende imponerse.

 

Debería ser borracho para sufrir de veras pero no le gusta, debería coger como un semental pero apenas siente deseo, debería comportarse como un experimentado seductor pero la segunda chica con la que intimó tuvo que abortar, debería ser poeta pero es prosista, debería despreciar a su pasado sudafricano pero lo logra del todo. Debería estar muerto quizás, pero está vivo: “El sufrimiento es su elemento. Se siente en casa en el sufrimiento, como pez en el agua. Si abolieran el sufrimiento, no sabría qué hacer con su vida. La felicidad, se dice, no enseña nada. El sufrimiento, por otra parte, te curte para el futuro. El sufrimiento es la escuela del alma. Entre las aguas del sufrimiento se emerge en la lejana orilla purificado, fuerte, listo para afrontar de nuevo los retos de la vida del arte. Sin embargo, el sufrimiento no sienta como un baño purificador. Al contrario, te sientes como en una piscina llena de agua sucia. De cada nuevo sufrimiento no se emerge más brillante y más fuerte, sino más tonto y blando. ¿Cómo actúa en realidad la acción limpiadora que se atribuye al sufrimiento? ¿Es que no se ha sumergido uno a suficiente profundidad? ¿Habrá que nadar más allá del mero sufrimiento en pos de la melancolía y la locura?”

 

Claro que hay sentimentalismo, pero un sentimentalismo superficial, enclenque, adolescente de convicciones, un sentimentalismo negado antes de ser expuesto o representado. En verdad John produce a cada rato la impresión de ser un niño repleto de complejos y temores que la va de lobo feroz en el aquelarre urbano. O dicho con más precisión: John produce la impresión de saberlo. Y eso sólo puede fabricar tristeza para derramarla luego a todo: “Porque carece de talento para mentir, engañar o saltarse las normas, igual que tampoco lo tiene para el placer y la ropa moderna. Solo tiene talento para la tristeza, la tristeza sincera y aburrida. ¿Qué va a hacer si esta ciudad no recompensa la tristeza?

 

La pregunta es de dónde llega esa tristeza, por qué en todo caso se instituye como tristeza y no como rencor, odio, desfachatez o temeridad. Una respuesta posible es justamente del anti-sentimentalismo matriz que John construyó con acallado fervor.

 

 

No más que unos segundos de reloj

 

Hay algunos párrafos inmortales en la saga de Coetzee. Aquí va uno de ellos: “Una tarde de domingo, cansado, pliega la chaqueta a moda de cojín, se estira en la pradera y cae en un sueño o duerme-vela en que la conciencia no se desvanece, sino que continúa planeando. Es un estado que no conocía: parece notar en la sangre la rotación constante de la tierra. Los gritos lejanos de los niños, el canto de los pájaros y el zumbido de los insectos se unen en un himno de alegría. Le da un vuelco el corazón ¡Por fin!, piensa. ¡Por fin ha llegado el momento de unidad extasiada con el Todo! Temeroso de que se le escape el momento, intenta frenar el traqueteo de pensamiento, intenta ser simplemente un conductor de la gran fuerza universal que no tiene nombre. Este acontecimiento señalado no dura más que unos segundos de reloj. Pero cuando se incorpora y sacude la chaqueta, se siente fresco, renovado. Viajó a la gran ciudad tenebrosa para ser puesto a prueba y transformado y, aquí, en esta parcela de césped bajo el suave sol primaveral, por fin han llegado, sorprendentemente, señales de que progresa. Si no ha sido totalmente transfigurado, al menos ha sido bendecido con la insinuación de que pertenece a este mundo”.

 

Aunque resulte extraño, se trata del párrafo más optimista de las dos novelas…allí, en esa rendija del tiempo, aparece la vida; sólo desde allí se ve el haz de luz, informe aún, indefinido pero claro, fulgurante, fresco. Ese allí que se parece tanto a la literatura.

 

 

 

Mome

 

 

 

Hemon: el ruido que dejamos al partir junio 7, 2010

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Desde diversas fronteras, desde diferentes voces. Apelando a lo coral, teniendo en claro que la literatura es también un asunto de montaje. En El Hombre de Ninguna parte, novela del escritor de origen bosnio Aleksandar Hemon, la construcción de una biografía –de una historia que se centra en un individuo- y la búsqueda de identidad del sujeto, son constantes del relato. Hay más, sin duda, pero los dos elementos antes mencionados apelan a una escenografía específica. Me refiero al modo en que entendemos la literatura y los conflictos tratados: la sospecha ante la representación, la concepción del montaje literario, la duda frente a una versión única de las cosas. Y también, en el mismo marco, encontramos un escenario donde la identidad es un concepto que nunca finaliza, imposible de amarrar.


En un principio, se trata de seguir el rastro de diversos narradores que van dando cuenta –directa e indirectamente- de la vida de Jozef Pronek. Cada capítulo es una voz que conforma un contexto. Cada voz es un escenario, una perspectiva y un conflicto. Sarajevo, Ucrania, Chicago. La infancia, la adolescencia, una juventud en el ejército, una vida universitaria en permanente desasosiego. Y también la vida en el extranjero: visitando a los ancestros en Ucrania y compartiendo habitación con un norteamericano, su paso por Greenpeace, los amores, la dureza de no pertenecer. Pero también el peso político: la Guerra de Bosnia con el simbolismo de ir borrando la infancia del protagonista.


Hemon no utiliza la formulación lineal. La estructura es difusa, parcial. Siempre alertando al lector de que lo que se cuenta es lo que se pudo rescatar. El trabajo de los narradores, en ocasiones, es justamente ése: decir sólo lo que presumen saber, y no descartar que las cosas hayan podido ser de otra manera. Dejar abierto el relato. No extorsionar al lector con la totalidad, con el absoluto, sino lanzar la inquietud primera: desconfía de todo aquel que cuente una historia.


Un ejemplo del trabajo que realizan los narradores en El Hombre de Ninguna Parte lo podemos ver en la siguiente cita:


Y aquí estamos: él de rodillas, sangrando, rodeado por los restos del desastre. Mareado por la violenta adrenalina, cierra los ojos y espera a que Rachel deje de sacarle fotos, le toque la mejilla y le redima. Una mano le toca la cara, de manera tierna, delicada, desliza las puntas de los dedos por el hueco de su mejilla. (…) Pero no sabe que la mano que le acaricia la mejilla es la mía. No puede oír cómo le digo: “Ne placi. Sve ce biti u redu”. Cálmate, le digo, todo volverá a su lugar. Vamos a echar un vistazo a los destrozos. Vamos a recordar cómo llegamos hasta aquí. P 234


Pronek en el suelo y el narrador que nos relata la historia entra a escena. Y no sólo da ingreso al curso del relato como un observador privilegiado, sino que rompe la secuencia narrativa anterior, y se incorpora al texto como un protagonista más de la obra. Lo toca. Como si la ausencia en un cuadro no fuera más que una ilusión. Como si en realidad, en toda narración el que cuenta siempre está. La autonomía de la ficción se desmantela mostrando el molde, el simulacro, haciéndolo evidente.


En la novela hay otros ejemplos: uno de ellos es el cambio de perspectiva cuando Rachel ingresa a la habitación con Pronek. También hay un juego reconstructivo cuando otro de los narradores, en el capítulo segundo, se siente incapaz de dar cuenta de la vida del protagonista en Ucrania, y cuando no puede traducir unos documentos que agregan información sobre la vida de Pronek.


Identidades



Viajar. Recorrer algunos países, sin extrañar. El descontento, la apatía, cierta desidia natural, es por otra cosa. Tiene, esto último, más que ver con una manera de sobrevivir que con una rabia postiza. El lugar de origen, para Pronek, le entrega un idioma, amigos, algunos amores, cariños y afectos. Pero no duda al irse. La posibilidad de extrañar el lugar de origen no es razón para permanecer. Como tampoco descubrir el pasado familiar es razón para moverse hacia otro lugar. Las razones tiene más que ver con el individuo que con un planteamiento colectivo: futuro, novedad, misterio, sanidad mental. Pero aparece la guerra. Y es en ese momento cuando, aunque no quiera, empieza a ocupar un rol ante los ojos de los demás. La idea del refugiado, del hombre que escapa de la guerra, lo convierte, de inmediato, en una categoría social.


Admiro a la gente como tú, que es la esencia de este país: los pobres desgraciados que vienen y se convierten en americanos. P.157


Pierde amigos, familiares, gente que conocía. Su mejor amigo le escribe una carta preguntándole cuándo piense volver. Los norteamericanos le preguntan de qué lado está. Pronek, lo que se nos dice de él, analiza los hechos con calma. Su Sarajevo ya no existe.


No podemos fijar una imagen del protagonista. Es una figura que va dibujándose a medida que alguien nos relata algo sobre él. O no directamente sobre él: a veces algún narrador relata una historia donde, de manera tangencial, Pronek aparece. No es seguir una pista; es esperar que aparezca.


Escenarios


Hemon escribe amplificando el misterio que tenemos cuando vemos una escena. Va hacia atrás, va hacia delante. Realiza un corte temporal y elige el escenario que pretende narrar. Lo cuenta, pero sabe que nunca podrá contarlo todo. Necesita a otro. Un sujeto que vea la escena desde otro lugar y relate lo que ve desde allí. Profundizar el conflicto. En definitiva, completar la escena con más piezas.


Los narradores de Hemon no avisan. Narran: se dejan llevar como si todo fuera un ejercicio narrativo y no estuvieran sujetos a las secuencias –digamos, lógicas- del argumento. Narran un sueño, y no advierten; narran una posibilidad de desarrollo, y no se retractan. Todo lo que pudo ser también es parte del texto.


Hay momentos donde la literatura ya no sabe de finales. Y El Hombre de Ninguna Parte es, justamente, eso: un texto que se escriben sin la idea que conocemos de comienzo y final. El protagonista quedó en una habitación destrozada, de rodillas, siendo fotografiado por su novia. El narrador lo invitó a recordar. Y en eso estamos: fijando ruta.



R.S

 

Les Voleurs – William Burroughs junio 2, 2010

Filed under: Literatura Norteamericana — laperiodicarevisiondominical @ 10:05 am
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Nota: el siguiente artículo apareció en The Adding Machine (Collected Essays), John Calder Edit., London, 1985.
Traducción: Milita Molina

 

Los escritores trabajan con palabras y voces, como los pintores trabajan con colores. ¿De dónde vienen esas palabras y esas voces? Muchas fuentes: conversaciones escuchadas y oídas al vuelo, películas y radio, periódicos, revistas, sí: y otros escritores. Una frase llega a la cabeza desde una vieja historia del oeste leída años atrás en una revista de segunda, no puedo recordar dónde o cuándo: “Él la miró tratando de leer su mente pero sus ojos eran viejos, sin subterfugios, ilegibles”. Ésta es una que levanté.

 

La secuencia del Funcionario del Condado en Almuerzo desnudo viene del contacto con el Funcionario del Condado en Cold Spring, Texas. Es de hecho una elaboración de su monólogo que en aquél momento me parecía meramente aburrido, porque todavía no sabía que yo era un escritor. De cualquier modo, no hubiera habido ningún funcionario del condado si me hubiera quedado con el culo sentado, esperando por “mis verdaderas propias palabras”.

 

Todos nos hemos encontrado alguna vez con el publicista que va a salir de la dura rutina, encerrarse en una cabina y escribir la Gran Novela Americana. Siempre le digo: “no cortes tu suministro B.J.: podrías necesitarlo”.

 

Muchas veces me he quedado estancado en una línea de la historia sin poder ver adónde iría desde ahí. Luego alguien cae por casa y me cuenta de un pez en Brasil que sólo se alimenta de frutas. Saqué un capítulo entero de esto.

 

O comprar un libro para leer en el avión y que ahí esté la respuesta; y que ahí haya una frase buena también: “voces dulcemente inhumanas”. Tuve un sueño con esas voces antes de leer El gran salto de Leigh Brackett y encontrar esa frase.

 

Miren el bigote surrealista de Mona Lisa. ¿Sólo una broma tonta? Piensen adónde puede llevar esa broma. He estado trabajando con Malcon McNeill por cinco años en un libro titulado Ah Pook is here. Usamos la misma idea: Hieronymus Bosch como fondo de escenas, y personajes tomados de los códices mayas y transformados en símiles modernos. Esa cara en el Códice Maya de Dresde sería en esta escena la camarera y podíamos usar el Dios Buitre sobre ella. El Bosco, Miguel Ángel, Renoir, Monet, Picasso, no robaron nada, en apariencia. ¿Quieres alguna luz sobre tu escena? Róbala de Manet. ¿Quieres un telón de fondo de los años 30? Usa Hooper.

 

Lo mismo se aplica a la escritura. Joseph Conrad hizo una soberbia descripción de paisajes de selvas, agua, clima ¿por qué no usarlos tal cual, palabra por palabra, como escenario de una novela que se sitúe en el trópico? Continuidad por Fulano de tal, descripción y escenario fílmico de Conrad. Y por supuesto que podemos secuestrar algunos personajes más y ponerlos en un escenario diferente. La amplia gama de pintura, escritos, música y films son tuyos: para usar. Toma el monólogo de Molly Bloom y dáselo a tu heroína. De cualquier modo, ocurre todo el tiempo. Cuántas veces hemos tenido a Romeo y Julieta prestándonos su servicio. Y Calille ganó 40 millones en Los jóvenes amantes. Entonces, déjalo aflorar abiertamente y roba con libertad.

 

Mi primera aplicación de este principio fue en Almuerzo Desnudo.

 

El encuentro entre Carl Peterson y el doctor Benway está modelado sobre el encuentro entre Razumov y el Consejero Mikulin en Bajo la mirada de occidente de Conrad. Seguramente no hay semejanza entre Benway y Mikulin, pero la forma del encuentro, la treta de Mikulin de las oraciones incompletas, su método elíptico y la conclusión del encuentro son definitiva y conscientemente usadas.

 

En su momento no alcancé a ver las miles de implicaciones.

 

Brion Gysin llevó el proceso más lejos en una escena inédita de su novela El Proceso. Tomó a la letra un tramo de diálogo de una novela de ciencia ficción y lo usó en una escena similar. (La novela de ciencia ficción, como corresponde, trataba sobre un científico loco que inventó un agujero negro en el que desapareció). Confieso que quedé algo shockeado por tan evidente y rastreable plagio. No había abandonado completamente el fetiche de la originalidad aunque, desde luego, el sublime concepto global de robo total está implícito en los cuts ups y en el montaje.

 

Había estado condicionado por la idea de palabras como propiedad -las “verdaderas propias palabras”- y, en consecuencia, por una profunda repugnancia por el pecado negro del plagio. La originalidad era la gran virtud. Recuerdo un chico que fue descubierto copiando un ensayo de un artículo de periódico y este horrible caso discutido en susurros … Por primera vez la oscura palabra plagio.

 

¿Por qué en una obra de Jack London un escritor se mata cuando descubre que sin saberlo había plagiado el trabajo de otro escritor?: No tenía el coraje de ser un escritor.

 

Por suerte estoy hecho de un material más duro o, al menos, más adaptable.

 

Brion me hizo notar que yo había estado robando por años. “¿De dónde viene esto… “Ojos, viejos, sin subterfugios, ilegibles”? ¿Y esto… “inflexible autoridad”? ¿Y esto … “ manera artística, no principios”?¿Y esto? … ¿Y esto?… ¿ Y esto?. . . “ Me miró implacable”

 

¿Vous etes un voleur honteux . . . un ladrón secreto ? Entonces tracemos un manifiesto.

 

Les Voleurs

 

Fuera lo privado en museos, bibliotecas, monumentos arquitectónicos, salas de conciertos, librerías, estudios de grabación y de cine de todo el mundo.

 

Todo pertenece al inspirado y dedicado ladrón.

 

Todos los artistas de la historia, desde los pintores de las cuevas hasta Picasso, todos los poetas y escritores, los músicos y arquitectos ofrecen sus productos, presionando al ladrón como vendedores callejeros.

 

Le suplican desde sus aburridas mentes de niños de escuela, desde la prisión de la veneración acrítica, desde museos muertos y polvorientos archivos. Las esculturas extenderán sus brazos de mármol para recibir la vivificante transfusión de carne y las extremidades separadas injertadas en Mister América.
 

Mais le voleur n’ est pas pressé –el ladrón no tiene prisa. Antes de otorgar el honor supremo y bendito del robo, debe asegurarse de la calidad de la mercancía y de la adaptabilidad para su fin.

 

Palabras, colores, luces, sonidos, piedra, madera, bronce, pertenecen al artista vivo. Pertenecen a cualquiera que pueda usarlo. ¡Saquea el Louvre! A bas l’ originalité, el estéril y aseverativo yo que aprisiona lo que crea. Vive le vol , puro, desvergonzado, total. No somos responsables. Roba todo lo que esté a tiro.