La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Bukowsky y el intrincado deseo de decir la verdad octubre 22, 2009

 

El fanatismo, ese malentendido


gh984Bukowsky representa en la historia moderna de la literatura un caso en verdad peculiar; en especial para los jóvenes se trata de una especie de estrella de rock que vive en la calle, con muy mal genio, una implacable elegancia a la hora de hablar – en serio – de arte y una valentía pendenciera y viril que asocia su figura al lema que habla de vivir de prisa y morir temprano. (A propósito: ¿habla aún ese lema, o nuestros tiempos de yogures liberadores y tubos de oxígeno cree en realidad que vivir durante mucho tiempo a cualquier precio es un mérito y una bendición?).

 No deja de ser un misterio el porqué de ese papel en Bukowsky, más allá de la estrategia comercial que haya podido desplegar y de lo genuino que pueda haber en su pluma. ¿Por qué precisamente él y no otro de los tantos escritores que se pasaron la vida bebiendo entre correrías y depresiones?. Ignoro la respuesta, solamente se me ocurre que en su desolación no hay jamás tristeza pura, no hay melancolía porque no hay un pasado, y esta es una cualidad preferida por los jóvenes en tiempo de ejercicio. También se me ocurre, lo confieso, que la manía de la moda eufórica desde mediados del siglo pasado ha operado con tozudez y con algo de azar en sus elecciones. Alguien tenía que ocupar ese lugar en aquellos años, tan endurecidos tras el desencanto del hipismo; alguien cuya existencia no cayera en la frivolidad (al estilo Fitzgerald o Capote) ni tampoco se subiera a su alcoba de cristal con panfletos comunistas o solipsismos altaneros (como Hemingway o Salinger). Alguien de carne y hueso que sufriera lo suficiente como para odiar al mundo pero no tanto como para delinquir de veras, alguien que tuviese mucho tiempo y un talento superior a la media para narrar las aventuras líquidas de toda una casta marginada, ya por el sistema, ya por motu propio. Ese alguien fue Bukowsky, que tomó el encargo de buen grado y lo fomentó en cuanto pudo mediante su propia literatura; tal vez no haya misterio después de todo.

 

Bukowsky es un autor al que se lee de joven, por las razones expuestas más arriba, un escritor que en cierto sentido se puede reconocer como “iniciático” aunque, me apresuro a aclarar, no en el sentido que el mercado y la crítica literaria le pretende dar. Se ha dicho que únicamente un adolescente o un joven puede leer con entusiasmo a Bukowsky, que solamente uno de ellos puede festejarle las andanzas. Se ha dicho lo mismo de Rayuela, de modo que no es para alarmarse. El caso es que, efectivamente, leí algunas novelas de Bukowsky siendo muy joven: La senda del perdedor, Cartero, Factótum. También leí algunos de sus relatos en compilaciones. Todo en muy poco tiempo e intercambiando volúmenes con amigos como si se tratara de alguna droga. Es muy arduo, si uno tiene alguna joven disputa con la vida, si uno no está de acuerdo en algún punto con el estatuto, desconfiar de Chinaski, no entusiasmarse con sus placeres y sus cruces. Un día algún partidario de la literatura maldita, más añoso él, me comentó: “Si te gusta Bukowsky tenés que leer a Henry Miller, es como Bukowsky escribiendo bien”. Así lo hice y, a decir verdad, mi entusiasmo por el viejo Hank decayó sensiblemente.
Pero, afortunadamente, no incurrí en la conducta habitual, es decir, no me dediqué a menospreciar a Bukowsky como deporte de pasillo académico; supongo que toda mi decepción consistió en no leerlo por un tiempo, en “probarlo” más adelante, cuando el bagaje de lo leído permitiera el cotejo con los demás. Conducta presuntuosa la mía, pero más sincera que la mayoritaria: a mí jamás me había dejado de interesar lo que él había escrito ni tenía reproches para el cómo lo había escrito. Su prosa era más bien simple, reseca; eso lo sabe cualquiera, pero no se trataba, a mi juicio, de un defecto. Sus motivos eran repetitivos, qué duda puede caber. Tal vez una sola: la de cuántos dedos necesitaríamos para contar a los escritores cuyos motivos no lo sean.

 

Cumpliendo mi palabra, tras haber leído bastante volví a Bukowsky; a intentar desenvolver los piolines del fanatismo y sus reveses.

 

 

El último Bukowsky y su diario del infierno

 

bukowski2-thumbMe interesa en esta oportunidad un libro no tan leído de Bukowsky, un diario publicado póstumamente con el título El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Mi nuevo recorrido por la obra de Bukowsky no pasó de ser una (re)lectura en la mayoría de los casos pero constó también de algún que otro descubrimiento. Corroboré que difícilmente haya escrito algo mejor que Cartero o los relatos de La máquina de follar pero también asistí – algo atónito, puedo confesarlo – al encuentro de un Bukowsky viejo, a pasos de la muerte, más juicioso que en otras temporadas, no menos cínico, levemente asustado por el debate entre la vida y la muerte que se da en su cuerpo y en su mente segundo tras segundo; un Bukowsky millonario y aburrido que da la idea de un chimpancé al que sentaron a la mesa del Sheraton Hotel con la excusa de que el vino que allí se bebe es el mejor de todos.

 

Bukowsky había hecho trizas a la literatura en tanto institución; uno de sus pasatiempos predilectos era fustigar a las estrellas de la literatura o preanunciar crónicamente el fin de la literatura válida, que a simple vista no avanzaría mucho después de su propia muerte. Pues bien, en El capitán salió… Bukowsky está efectivamente cerca de la muerte, puede olerla, puede verla en cualquier rincón, y a pesar de sus bravuconadas, le teme. No con un miedo avaro y caprichoso (Bukowsky parece saber demasiado de la vida como para aterrarse ante la muerte) sino con la rabiosa turbación del que está obligado a esperar algo que no conoce. Y en ese punto la literatura ya no es ninguna broma ni tampoco un campo de batalla donde aniquilar a los ídolos vigentes; Bukowsky se sigue mofando de muchos nombres propios, pero los que lo hayan frecuentado conocerá los límites de esos berrinches. En el umbral de la muerte, la literatura literalmente le salva el pellejo:

 

Lo primero que debe hacer la escritura es salvar tu propio pellejo. Si lo hace, entonces será automáticamente jugosa, entretenida […] Me relajé. ¿Por qué no? Ponerse a tono. Intentar sentirse mejor. El mundo entero es un saco de mierda que se está rompiendo por las costuras. Yo no lo puedo salvar. Pero he recibido muchas cartas de gente que afirma que mi escritura le ha salvado el pellejo. Pero yo no la escribí para eso, la escribí para salvar mi propio pellejo.”

 

El viejo escritor exacerba su individualismo pero no lo hace en el estilo que acostumbraba durante los tiempos de gloria: ahora está tratando de decir la verdad, una verdad que enunciativamente es idéntica que la anterior pero que el propio Bukowsky parece comprender como verdad por vez primera. La verdad, según cualquier teoría correspondentista, se produce allí donde nuestra mente – o nuestro discurso – se adecua a la realidad. Eso está muy bien para cualquier tercero instalado en un inevitable plano superior desde el cual puede juzgar la correspondencia en cuestión; pero no para nosotros. Para los seres humanos la verdad, sea lo que sea, irrumpe en una intuición filosa y fría como una hoja de afeitar en invierno, irrumpe en un instante más allá de que la mentada correspondencia estuviese allí, dándose, desde mucho antes. Bukowsky está frente a la muerte, logró todos esos anti-logros que se había propuesto desde la primera trompada a su padre narrada en Factótum. Se emborrachó hasta batir cualquier record, naufragó con las mujeres más chifladas del mundo, durmió en la calle para conocer en las entrañas mismas al marginado, ganó mucho dinero y lo despilfarró según su humor, pero en su tuteo con la muerte, en la flexión del último peldaño, entiende que lo único que realmente hizo fue escribir para no suicidarse, para no morir.

 

Hacerse viejo es muy extraño. Lo principal es que te lo tienes que estar repitiendo: soy viejo, soy viejo. Te ves en el espejo mientras bajas por las escaleras mecánicas, pero no miras directamente al espejo, echas una miradita de lado, con una sonrisa de precaución. No tienes tan mal aspecto; pareces una vela polvorienta […]. Hay algo dentro de mí que no puedo controlar. Nunca puedo cruzar un puente con el coche sin pensar en el suicidio. Nunca puedo contemplar un lago o un océano sin pensar en el suicidio. Bueno, tampoco le doy demasiadas vueltas. Pero se me aparece de repente en la cabeza: SUICIDIO. Como una luz que se enciende. En la oscuridad. El hecho de que exista una salida te ayuda a quedarte dentro. ¿Me explico? De lo contrario, no quedaría más que la locura. Y eso no tiene gracia, amigo. Y terminar un buen poema es otra muleta que me ayuda a seguir adelante

 

Bukowsky, de alguna manera, exhibe las muecas de cualquier viejo: parece a punto de pedir perdón por su propia vejez, por ya no ser aquel saltimbanqui camorrero que se hundía hasta el fondo en la bebida, por relajarse, por no acceder hasta la médula de la locura que había propuesto a los gritos durante toda su vida. Pero no, finalmente no pide perdón: algo lo exime de la ignominia, y ese algo es la literatura. No la literatura en su versión romántica o teleológica sino la pura escritura que lo mantiene vivo y – aquí está todo el punto – también digno de estar vivo.

 

El capitán… es un diario del infierno que consiste ser viejo y aún tener “combustible” – tal como escribe Bukowsky – para seguir. En este sentido, Bukowsky representa un extraño caso para el estereotipo de escritor-maldito-norteamericano: Bukowsky ha vivido de un modo tan (o más) excesivo que el de otros escritores alcohólicos o adictos, pero llegó a viejo y, sin tener una sola razón fundamentada para hacerlo, quiere seguir viviendo. La literatura vuelve a terciar: Bukowsky no quiere seguir escribiendo para perdurar en ningún panteón supraterrenal sino para permanecer vivo. Escribe en el diario respecto a las glorificaciones que su figura recibirá tras su muerte física:

 

“¿Y qué? La inmortalidad es el estúpido invento de los vivos

 

 

La verdad siempre es la última verdad

 

charlesbukowskiTal como insinué algunas líneas más arriba, la relación de Bukowsky (o de su literatura) con la verdad es muy compleja. O muy simple. Todo depende de cómo se quiera observar. Por un lado me resulta ridícula la intención de relacionar de alguna manera a Bukowsky con cierta pretensión de verdad que lo emparentaría con el “realismo” en cualquiera de sus versiones contemporáneas. Bukowsky era mucho más docto de lo que simulaba, eso lo sabemos todos, pero su mochila de lectura no implica que el tipo estuviese pendiente de alguna teoría de la representación o, tanto menos, de alguna definición – más o menos científica de la verdad. Creo realmente que Bukowsky se mantuvo al margen de ese tipo de presunciones: contra la soberbia pedante de la ciencia, una soberbia mayor aún, material y efectiva como un gancho al hígado; la soberbia del hombre que se siente muerto desde su propio parto en un mundo enloquecido, adornado de bragas roídas y revólveres humeantes. La soberbia del hombre egoísta en el mundo real.

 

En una entrevista que le realizó Fernanda Piovano, publicada con el título Lo que más me gusta es rascarme los sobacos, un Bukowsky ya maduro sigue apostando a lo que algunos (insidiosamente) podrían rotular como “llaneza” a la hora de hablar sobre un supuesto quid de la literatura y que, supongo, no se trata de otra cosa que perplejidad:

 

Escribir es algo que no se sabe como se hace. Uno se sienta y es algo que puede ocurrir o puede no ocurrir. Y entonces ¿cómo es posible enseñar a alguien a escribir? No consigo entenderlo porque nosotros mismos no sabemos si seremos capaces de escribir. Cada vez que subo con mi botella de vino, a veces estoy sentado delante de la máquina de escribir durante un cuarto de hora, ¿entiendes? No es que suba para escribir, la máquina está allí, pero si no comienza a moverse, digo, bueno, es posible que ésta sea la noche en que no doy ni una.”

 

Ese es el grado de verdad – literaria y extra-literaria – en el que vive Bukowsky. La asociación entre la literatura y la vida la establece él mismo en la entrevista al decir, en principio, que el 95 % (sic) de su literatura se corresponde con hechos verídicos, y luego, cuando le preguntan por la verdad explícitamente, contestando: “Bueno, la verdad tiene su manera de cambiar cada día, cada segundo. Permanecemos pegados al estilo propio y la verdad cambia a nuestro alrededor. Si tienes estilo tienes tu método, que sigue mientras todas las cosas cambian. ¿Me sigues?”

 

No hay en Bukowsky la más mínima posibilidad de sentencia metafísica, está muy atento a eso. De allí, según mi parecer, cobra valor El Capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. El viejo Bukowsky allí sí se preocupa por la verdad; la muerte – que es La Verdad entre las verdades – lo hace re-flexionar sobre la verdad toda. Sobre su última verdad, que es siempre la única verdad que cuenta.

 

Siempre estoy intentando encajar los números con la realidad, intentando codificar la locura para convertirla en un sencillo número o un grupo de números. Quiero entender la vida, los sucesos de la vida” escribe el último Bukowsky, el viejo apesadumbrado por una muerte que no se presenta en grandes amenazas sino más bien en la renguera de ciertas costumbres que delineaban su estilo de vida. Hay quien dijo que Bukowsky se volvió “más filósofo” en este postrero volumen; hay siempre quien diga cualquier cosa. Bukowsky no pretende filosofar, siquiera en sus últimos espasmos literarios: es un hombre cansado, o poco más que eso: un hombre incrédulo de su propia subsistencia que lucha con las palabras para atenuarla: “Somos delgados como el papel. Existimos a base de suerte, entre porcentajes, temporalmente. Y eso es lo mejor y lo peor, el factor temporal. Y no se puede hacer nada al respecto. Puedes sentarte en la cima de una montaña y meditar durante décadas, pero eso no va a cambiar. Puedes cambiar tú mismo y aprender a aceptar las cosas, pero quizá eso también sea un error. Quizá pensemos demasiado. Hay que sentir más, pensar menos.”.

 

Allí no hay filosofía alguna amigos, allí sólo hay la tremebunda náusea de la verdad.

 

 

Mome