La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Dos cuentos (para-en-por) una misma caída octubre 2, 2008

 

 

Recitaremos sangre, mi amor

 

 

La escritura de la sangre. De poder reducirse a una receta, estaría escrito en algún lado: “Ingredientes: algunas arterias bien gordas (como cables si es posible, busque precio que se encuentra), talento en la azotea, alcohol o estupefacientes para soportar la faena, un país más o menos nacido de explotaciones feroces y traiciones ambiciosas vuelto potencia irrefrenable e histérica”

La escritura de la sangre: surcos, sólo surcos tajéandose a sí mismos en la enloquecida búsqueda de la máxima profundidad. La sangre sobre la escritura, antes del trazo escriturario, pariendo la escritura misma en baños de sangre negra. La sangre de la escritura.

Ninguno de nosotros sabríamos que nos estamos pudriendo minuto a minuto sin ella, sin la sangre de la escritura: borbotones cósmicos vomitados de la tierra como lava fuliginosa, la única verdad de la que somos capaces de enterarnos. La verdad se escribe con sangre. Sangre negra como la que suelta el derrumbe del tabique nasal frente al obstáculo siempre (in)esperado. La sangre negra que recita los mil muertos que vamos gestando a cada paso, los mil muertos que pisamos todos los días en nuestra sórdida danza.

 

 

Hay que decirlo de una vez: para bailar al compás de la cultura que nos describe hay que pisar los muertos que esa misma cultura aborta, es decir, engendra para matar.

 

Toda literatura tiene sus profetas, más o menos adecuados a la magnitud respectiva de esas literaturas. Pero hay una – la norteamericana – en la cual los profetas se multiplican en cadencias sospechosas. Por factores históricos (esto es, tempo-económicos), no parece posible escribir – bien – desde allí sin ser profeta. Quiero decir, cualquier norteamericano que intente reflejar una postal cualquiera de las diferentes décadas que le han tocado vivir, cualquiera de los que tienen talento para semejante tarea, no puede ser sino un profeta. En medio de tamaña ceguera de poder y confort, el que dice la verdad no puede sino anoticiar a los demás lo ya ocurrido, siempre por ocurrir, siempre ocurriendo.

Escojo dos: Thomas Wolfe y Scott Fitzgerald. Dos cuentos: La Orgullosa hermana Muerte, del primero, y The crack-up, del último. Tal vez se trate de dos de las piezas literarias más violentamente preciosas del siglo XX; quizás también se trate de las más olvidadas en antologías y claustros, especialmente la de Wolfe. Son dos cuentos de la caída, de la interminable caída que nos alumbra cada mañana. De la caída a la que los medios de comunicación y los deliciosos gurúes de la autosatisfacción llaman alegremente “vida moderna”.

Por una de esas casualidades a la que nos empeñamos en buscarle el logos debajo de la enagua, ambos son de mediados de 1936. La casualidad no está en esa coincidencia sino en mi elección al respecto, ciega de fechas.

 

 

 

 

Wolfe. El exceso, aún defectuoso.

 

 

Aristóteles – y con él casi todos los demás que vinieron después en la materia – marcó a fuego un principio ético general: el afamado punto medio entre el exceso y el defecto (particular, nobleza obliga) como guía para la acción. Más allá de lo odioso del precepto en general (o del éxito del precepto en la humanidad), puede decirse que el exceso es el que salió más perjudicado con la sentencia. El exceso, en nuestras sociedades, es visto (aún con la carga de hipocresía que baña estas orillas) como algo negativo, un acto de soberbia o de grandilocuencia, un desafío a Dios o al Padre si se quiere.

 

 

El exceso es la denuncia más patente del deseo, la irrefutable muestra de la incomodidad que nos provoca nuestro propio cuerpo y nuestra propia alma. El exceso es el comprobante de que queremos ser dioses, o más aún, de que podemos, de que deberíamos serlo.

 

Wolfe, un expatriado del suelo académico, una ausencia que intentaremos cubrir en cuanto sea posible, es un símbolo espléndido del exceso literario. Tanto su obra – efímera, brillante y espesa – como su vida privada – zarandeada por el alcohol – se caracterizan por el exceso. Me importa más el problema literario: el exceso, que atañe a la mayoría de los mejores autores norteamericanos en sus peripecias personales, rara vez suele pasar al plano literario. Con felicidad al menos. Cierta etapa de Faulkner (Absalón Absalón, Santuario, Luz de Agosto), los peores libros de Hemingway, los mejores de John Irving, pueden ser algunos ejemplos, pero como patrón los mejores novelistas norteamericanos (los nombrados más Salinger, Fante, Dos Passos, el mismo Fitzgerald) se caracterizan por un estilo escueto, lapidario, hosco muchas veces; distante en todo caso de las aventuras que se les adjudican. Wolfe, por el contrario, traslada ese exceso vital (incluso aumentado, al parecer) a sus mejores páginas, a todas sus páginas, que también son las mejores. Toda su literatura es el esfuerzo torturado de anhelar decirlo todo.

 

El anhelo de narrarlo todo es una tortura porque nace de una imposibilidad: el lenguaje humano no es apto para decirlo todo; bien se ha sabido granjear los huecos necesarios para dejarnos absortos ante la realidad.

 

Y en ese marco (el de la literatura como vómito irrefrenable) La orgullosa hermana Muerte ocupa un sitio particular. La condición de ser un cuento en la obra de un novelista glotón, exacerbado, convierte a este relato en un bicho raro, un híbrido babeante y letal. Para ser totalmente académicos, el relato araña la cantidad de páginas para ser una nouvelle, pero tiene de cuento lo que no puede faltarle a los mejores ejemplares: el golpe de efecto que prescribía Poe. Allí está el hueso del asunto: la tensión que este relato lleva en sus venas lo infla hasta estallarlo en forma de (genial) diatriba generacional, en los pliegues de una náusea literaria que estremece las articulaciones.

 

Náusea antes que vómito, efectivamente. La náusea, en su inhabilidad para materializarse, metaforiza con mayor precisión la ausencia de palabras para decir lo que se quiere decir en todo lo que se está archi-diciendo, la ausencia de palabras en las palabras. Una boca abierta en forma animal, estúpida, deformada; una boca que no puede expulsar nada sino balbuceos. Balbuceos de la verdad, hay que aclarar.

 

La orgullosa hermana Muerte retrata al menos tres elementos que me parecen nucleares. A saber, la caída, la noche y la muerte. Estos tres motivos, clásicos si los hay, los trata en un escenario muy particular: un país central que apenas se está recuperando de la más grande lección sufrida hasta ese momento (1936, hay que recordarlo) y que no obstante, en su recuperación, tiende a corroborar conductas de otrora e incluso a exagerarlas. La crisis norteamericana de fines de los ’20 no se redujo a lo económico: las ratas que debieron tragarse se tragaron con un estupor cultural tan monumental que invitó al resentimiento, al capricho. El asco de esta conducta está en la sangre del relato de Wolfe. De hecho, todos los muertos que el protagonista va conociendo son personas de clase baja, vagabundos, obreros, descastados de la sociedad sin castas. Existe un hedor en esta narración que es físico: Wolfe atenaza nuestras capacidades sensoriales y el tufo emerge de las páginas. Los espectadores de muertes (parece ser una especie de oficio en EE.UU.) son siempre estúpidos angelados, bellos, raudos, acelerados, que están fraguando el nuevo desastre sobre las ruinas apenas tibias del anterior, mirando como búhos oligofrénicos la muerte en la noche.

 

Porque el resultado más inmediato, y también el más despiadado, de esta reincidencia es la germinación de nuevas huestes de la noche. El ejército de hijos de la noche se va formando en un esquema estruendoso y mudo a la vez, en la Ciudad de las ciudades, en la Muerte en tanto punto exacto. Es la Muerte, la ocasión de la Muerte (ese Señor Absoluto del que hablaba Hegel) la que los une, la que permite que se miren a la cara unos a otros. La Muerte es el punto de confluencia de la noche, la basura, la conmiseración inútil.

 

Pero hay formas y formas de retratar, se sabe. Y todo retrato se complica cuando lo que hay que bosquejar es algo que está cayendo. La caída, esa gran metáfora sin metáfora que atraviesa el espantado siglo XX, precisa según creo, un relator que a su vez esté cayendo con ella, o dicho mejor: en ella. “(…) Yo era el niño de la noche, un hijo más en su poderosa familia, y conocía todo lo que se movía en los corazones de los hombres que amaron la noche. Los había visto en mil lugares y nada de lo que decían o hacían me resultaba extraño. Los había visto de niño, cuando repartía un diario matutino, en las calles de una pequeña población…” Dice el cuento apenas en marcha. La caída se dice cayendo, si es que se puede decir.

La tercera muerte del relato es el colmo de todo esto: un obrero cae en llamas desde un andamio. Es la caída, la caída incendiada y veloz que atraviesa la ciudad y prontamente es disimulada por policías y médicos, es decir, por la ley y por la ciencia, tan interesadas ambas en la consecución del plano, en la continuidad de la caída. La ciudad, el recipiente siempre flexible de la caída, se detiene un instante, observa, verifica y reanuda su paso endemoniado. La ciudad sabe cuando escapar, la ciudad se las rebusca siempre para aparecer como testigo del crimen y no como principal imputado.

Los hombres y mujeres amigados con la vida moderna, dispuestos a perpetrar nuevamente el delito, no son captados desde la superficie. Cientos de relatos hay – muchos muy buenos, algunos hasta sublimes – ejecutados desde la superficie del asunto, o incluso desde arriba. Por esa razón se los ve tan seguros de sí mismos, tan hermosos aún en su imbecilidad. De vez en cuando – muy – sabe surgir algún malabarista desmesurado que se atreve a escribir mientras acompaña el desplome. Thomas Wolfe es uno de ellos. Uno de los mejores de ellos.

 

 

 

 

 

Fitzgerald. La caída interior (o el cuento del barril sin fondo)

 

 

¿Cuál es primera, la caída individual o la cultural? La respuesta que se de a este interrogante distingue muchas veces a los liberales y a los socialistas, ambos términos tomados en sus sentidos más amplios.

Fitzgerald narra con suma terquedad su propia caída. Toda su narración es un (desparejo) relato de se desmoronamiento, su derrumbe. Es interesante delimitar aquí estos términos: la de Fitzgerald es una caída, no un descenso. No hay infierno en el mundo de Fitzgerald; en todo caso el infierno es el mismo mundo y así se acaba el misterio y el temor por el subsuelo o por el empujón. La caída es hacia adentro, muy hacia adentro.

 

Si nos pusiéramos rigurosos, caída tampoco es un término adecuado para el concepto central del autor. Más bien se trata de un repliegue sobre sí mismo: una boca que se traga a sí misma, un estómago que se devora entre quejidos de muertos recordados y vivos olvidables y gritones.

 

Sin dudas es mejor hablar de demolición, como lo hace el propio Fitzgerald en el comienzo de The crack up. La demolición – de un hombre, un edificio o un castillo de naipes pornográficos – es implosión, derrumbamiento, resumen afiebrado, disminuido y ruinoso de uno mismo. Fitzgerald claramente quiere hablar de eso en el cuento. Pero entonces ¿por qué caída?, por supuesto, todo derrumbe implica una caída (aunque sea discutible), pero creo que el símbolo se afirma en otro aspecto: Fitzgerald cree estar hablando de un derrumbe, pero el derrumbe por definición supone un piso, un límite, y la demolición que cuenta nuestro autor no encuentra ese piso. Dicho de modo más sencillo: lo que narra este cuento es un derrumbe interminable, verbigracia, una caída.

No digo nada nuevo al remarcar el sesgo individualista de Fitzgerald: sobran las referencias a su vida privada que lo erigen como un dandy melancólico, brillante y desastrado. De hecho, si algún abordaje recibe cada tanto su figura, este se centra mucho más en su personaje central de la “Era del jazz” que en su (notable) literatura.

Admitiendo que Fitzgerald es egocéntrico o al menos individualista, es interesante observar cómo su propia historia, la de un ajetreado vividor con agallas para hacer alguna obra maestra y enseguida dedicarse a la autodestrucción (verdadera, a no dudarse, hieden sudores rojos de esas palabras), se entremezcla con la historia de la cultura norteamericana, con La Historia. “Mientras transcurrían los veinte, con mis propios veinte llevándoles un poquito de delantera (…) la vida era en gran medida un asunto personal”. A todos nos suena de algún lado ¿no es cierto?. Fitzgerald nace con el siglo y vive sus 20 años en la década dorada (la primera al menos) de Norteamérica. Para cuando escribe The crack up esa década se había desgraciado sobre sí misma, se había disuelto en la pobreza más espantosa, en un cachetazo ideológico ejemplar, y se estaba volviendo a incorporar. Pero Fitzgerald ya está más viejo, más lúcido (de esa lucidez tan particular y brillante que el alcohol insufla en las mentes inteligentes) y, en virtud de estos de estos dos factores, más cansado. Mucho más cansado.

 

A cansancio huele el relato entero. Es ese cansancio – o ese rumor olfativo de cansancio que condensa al relato – el que talla en palabras la narración de la caída. Ese cansancio vital permite a Fitzgerald ver la caída en donde los otros ven ascensos o planicies. La prosa del cansancio: la prosa que supera todos los prejuicios, la única que puede ver entre los neones de la modernidad, la única que puede divisar aquello que de tanto mostrarse se hace invisible a los ojos idiotas, amaestrados.

 

La caída, la caída interna – y con ella, o antes de ella, la comunitaria – es el quiebre final, aquel del que no se vuelve. O del que si se vuelve, se vuelve en pedazos. Es el quiebre que habilita a las personas (siempre tan dispuestas al fin de cuentas) a vivir sin pensar: la repetición de la repetición. “…que mis relaciones ocasionales (…) eran solamente lo que yo recordaba que debía hacer, en comparación con otros días”. El derrumbe ya está en marcha pero la máquina aún funciona. El derrumbe – ya derrumbado, siempre derrumbándose, el derrumbe del deseo, el derrumbe del lenguaje, la moral, la dignidad, la inteligencia – no se acusa porque estamos todo en el mismo descenso. Sólo lo notaremos cuando se desgarre una tarde cualquiera nuestro estómago acalambrado, sentados en un banco de plaza despintado, una tarde tan abúlica como cualquier otra.

“…Y entonces, repentina y sorpresivamente, me sentí mejor.

…Y me quebré como un plato viejo apenas oí las noticias

Estas dos oraciones, además de ser de las mejores de la literatura del siglo XX, des-ocultan la verdadera naturaleza de la caída interior: la furtividad, una furtividad artera por cierto, mentirosa, la piedra de toque de la dinamita acumulada en la sangre. La caída interior emerge, irrumpe, toma, y la consecuencia…bueno, la consecuencia la escribe el autor: “Todo esto resulta bastante inhumano y mezquino ¿verdad? Bueno, ése muchachos, es el verdadero síntoma del desmoronamiento”. Clarito ¿no es cierto?. El derrumbe del yo, la inhumanidad.

 

Paradoja: la inhumanidad es la condición de posibilidad de la crítica – o la mera visualización – de lo humano. La inhumanidad es en Fitzgerald el verdadero presupuesto de la escritura: “Por fin he llegado a ser sólo un escritor” dice el relato poco antes de interrumpirse. No digo más.

 

 

 

Mome