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Tentativas Baudelaire II: El Flanèur y el Dandy marzo 25, 2009

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                                                                                                                                                                 baudelaire

Los seres humanos utilizamos las palabras de forma multívoca, vaga. Un gran porcentaje de las discusiones (sobre todo las amables)  que podemos sostener versan justamente sobre conceptos sobre los que discurrimos con firmeza sin habernos detenido previamente a definirlos, ni para nosotros mismos ni, por supuesto, en relación con el otro. Lo bien que hacemos.

Digo: como norma general sería tediosa, inútil y hasta despótica la obligación socrática de definir minuciosamente la noción acometida. Pero, sospecho, en algunos casos esa tarea es factible, conveniente.

 

(A propósito, también presumo que esos casos representan por lo general cuestiones más bien entendidas como triviales: a qué definir algo como el amor, el mundo o Dios. ¿Qué quedaría de esos conceptos una vez producido el (dictatorial) consenso?).

 

 No obstante, en nociones menos grandiosas el deslinde puede tener algún sentido provechoso. Practicar un distingo entre el dandy y el flanèur (usados como sinónimos casi siempre) tal vez redunde en algo baladí, pero son esas cuestiones baladíes las que nos sostienen, amigos míos. Atrévanse a pensarlo siquiera.

Nicolás Casullo, un pensador argentino recientemente fallecido, definió en su libro Itinerarios de la modernidad al dandismo de la siguiente manera: “(…) una nueva religión de aquellos que están conformando las primeras avanzadas culturales y estéticas a mediados del siglo XIX. Dandy es aquel que hace de su propia figura, de su propia identidad, la mayor de las obras de arte (…) el dandy es un perfil fantasmal, pero también un lugar sin demasiados asideros (…) sólo odia lo vulgar, lo ramplón, la opinión de las masas, la propia democratización de la cultura”. Hay en esta definición muchas notas interesantes que exhiben al dandy en forma integral. El dandy tiene algo de infantil y mucho de reaccionario en su postura frente a la sociedad y la cultura. El elemento de rebeldía que define al dandy (su oposición a las reglas mundanas que delinean puntillosamente este aquellarre romo y conformista) lo convierte, muchas veces, en un odioso obtuso que desdeña todo aquello que no provenga de sí mismo, perdiendo así la chance de ejercer aquella búsqueda que (presuntamente) lo desvela: la búsqueda de lo nuevo. Dicho cacheo queda reducido a “lo nuevo” dentro de un grupo minúsculo de aristócratas enamorados del cotillón y la ambigüedad moral. El dandy, en su cruzada contra todo lo ramplón, recae en el sectarismo y la infamia, como siempre caen todas las religiones.

Más adelante, Casullo agrega lúcidamente, hablando de Baudelaire: “(…) a su dandysmo le agrega otra figura de la época de la metrópolis en el XIX, la del flaneur. El flaneur es el que flota en la ciudad, la recorre, la mira, la visita diariamente (…) Su poética tomará los temas los temas de esa nueva ciudad: la multitud, lo anónimo, lo fugaz de las visiones, la maravillosa soledad de la noche y sus extraños personajes: el trapero, el borracho, las mujeres de la tentación”.

Aquí radica, según mi parecer, el núcleo del distingo a realizar: el flanèur pierde algo de la petulancia del dandy; no aquella parte que corresponde a los deseos de un orden más elevado (es decir, no pierde el alto de la mira) sino más bien la que está relacionada con las consecuencias políticas de su conducta: el flanèur no es fascistoide ni moralista, no puede serlo. Su materia prima es la ciudad y el gentío que la constituye, la fascinación que siente por tal gentío (que incluye el asco, el desprecio, el amor) no le permite aborrecer a la chusma, a los desechos de la sociedad moderna, o en todo caso no le permite aborrecerlos desde premisas racistas o aborrecerlos más que al resto de los estratos sociales.

 

El dandy precisa la ciudad para mostrarse; su fruición por la moda y la novedad exigen un campo de ostentación. La ciudad es para el dandy, al menos en un nivel cutáneo (y el dandysmo casi todo lo tiene de cutáneo), una pasarela para su vanidad física e intelectual; la ciudad es para el dandy, incluso, una especie de zoológico adonde puede asistir para burlarse de los chimpancés y luego comentarlo en la lujosa cueva con los dos o tres cínicos comensales que aún soportan sus chácharas. En este sentido no pasa de ser un imbécil, como tantos otros arquetipos sociales. El flanèur necesita a la ciudad para vivir, para ser poeta o artista, para ser. Y la ama, y la odia y la manosea y la escupe, pero sobre todo la ama, no hay que desatender lo principal. Todas las vejaciones que el flanèur pueda proferir sobre la ciudad no son más que las tremendas ofuscaciones que supone el acto de amar intensamente.

 

Baudelaire reprocha con inteligencia en L’Art romantique: “El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos”. La paradoja que insinúa el autor es rigurosa: el dandy, en el progreso de su plan libertario culmina siendo un esclavo más. Y también le reprocha la abultada indolencia, su hastío.

El dandy y el flanèur comparten numerosos rasgos, eso está claro, sobre todo el que consiste en adjudicarse una inteligencia moral y estética superior que le permite comprender las peripecias cotidianas a partir de dispositivos eternos, esenciales, dicho esto último en sentido grave. Pero lo que los separa, a mi juicio, es definitivo: el flanèur reniega (aunque a menudo suene con ella) de la aristocracia decadente; es el sitio por donde pasea sus caderas pero tiene demasiado presente a la libertad en su escala de prioridades como para pagar la afiliación. La ciudad y sus hijos, sus monstruosos hijos, no son para el flanèur un espectáculo de circo sino la sustancia de que está hecha la volátil imagen que lo desvela cada noche.

 

 

 

 

Work in progress: caminar, observar, meditar. Ese hueco que deja la vida cuando se va.

 

El flanèur es movimiento, por eso mismo se convierte en símbolo de la modernidad. El “tedio vital”, la velocidad, el ocio, la agitación multitudinaria, todas estas cuestiones están subsumidas a la íntima relación entre el flanèur y el movimiento, o mejor dicho a la identidad que, al menos fugazmente, se da entre ellos.

 

Existe un sentimiento que, según creo, es fundacional respecto a las representaciones (incluyen a las artísticas por supuesto, tal vez en un primer plano) modernas que el hombre tiene de sí mismo, de los otros fleurs_du_mal_correctionsy del mundo entero. La curiosidad es que también creo que ese sentimiento es el más carente en cuanto a las representaciones efectivamente existentes, en cuanto a los resultados, podrías decir para entendernos. El sentimiento en cuestión es, como todos, muy arduo de delimitar con palabras, irreductible de alguna manera. Pueden denotarse incluso en esta irreductibilidad las dificultades con las que debe lidiar la literatura, por caso, para representarlo. Me refiero al engorroso compuesto de sensaciones que atacan al hombre moderno en su relación con la ciudad cuando a la ciudad se la recorre, se la espía, se la intuye, descuartiza y vuelve a construir. Dicho compuesto de intuiciones, de sentidos, se presenta en la figura paradigmática del flanèur moderno, y nadie estuvo más cerca de representar ese modelo que los bocetos parisinos de Baudelaire.

 

…compuesto de sensaciones que lleva en sus entrañas el hastío, el asco, el terror, la indiferencia, el genuino enamoramiento. Compuesto de sensaciones que se intercalan entre ellas o que bien redundan en nuevas versiones que las mezcla, las confunde, las solidifica. Compuesto de sensaciones sin palabra ninguna que le quede, eso que sólo conoce quien alguna vez lo ha sentido, eso que están reconociendo (no sin pesar melancólico en el corazón) quienes en este momento mueven la cabecita frente a la pantalla sin ningún registro exacto de por qué lo hacen, de por qué el hiato.

 

La ciudad está hecha por el capitalista burgués, por el estadista de piel grasienta y  peinado de ave carroñera que se mueve por su despacho vidriado con la misma habilidad que se movería un gato empapado dentro de un ascensor hermético. Pero la ciudad está hecha para el flanèur, para su regodeo, para su desesperación; entera, desnuda, extendida ante el sujeto para que este se pierda en ella, se evapore abducido por las entrepiernas viscosas de la ciudad. Walter Benjamin, en El París del Segundo Imperio en Baudelaire, postula que esas (entre)piernas de la ciudad están representadas en los pasajes parisinos (especies de escaparates de vidrio y mármol en los que el flanèur se siente “como en casa”) y en el bulevar, símbolo de la evolución arquitectónica moderna, paseo que conmina al cruce de miradas, a la exposición, al examen recíproco e indolente. En una lúcida reflexión, Benjamin dice que la ciudad se agencia con el flanèur “cronista y filósofo” al mismo tiempo para el “lugar preferido por los paseantes y los fumadores” y que el flanèur, a su vez, se agencia para sí mismo “un medio infalible de curar el aburrimiento”. El subrayado anterior es mío, y se sustenta en la introducción de este término clave para el arte poética baudeleriana: el aburrimiento es el motor de ese work in progress que supone la actividad del flanèur, su esencia misma. El aburrimiento, que el flanèur trocará en tedio vital (ya lo veremos), es la causa del peregrinaje errante, el dispositivo principal que guía la búsqueda desesperada e incierta del flanèur. El aburrimiento: ese enorme hueco que deja la vida cuando se va, cuando nos abandona dejándonos más vivos aún, enardecidos de vida. Ese hueco que por cierto el flanèur no intentará – como sería fácil de suponer – rellenar con las impresiones ni nada por el estilo sino simplemente acompañar (aún sin amor, aún sin creer como dice el cantautor argentino Charly García) en su interminable pesquisa. Quiero decir: no es insuflándole un sentido arbitrario a las cosas y ordenándolas de forma más o menos sedante como actúa el flanèur; de ese modo proceden todos los demás; el flanèur obtiene el sentido de las cosas desde su hueco, desde la falta de sentido que las bautiza a cada una de ellas.

 

 

 

 

El spleen: todos somos detectives a nuestro pesar

 

El flanèur, se sabe, es una suerte de topógrafo urbano: la arquitectura es la ciudad y la misión del flanèur (aunque hablar de “misión” suene en este caso exagerado, lo admito) es descifrar la ciudad en todos sus aspectos. Desde ya que las ciudades modernas están atiborradas de gente, pero la relación del flanèur con la ciudad no se agota a la intervención seudo-sociológica que a menudo se le atribuye, el flanèur tiene también una relación esencial con la ciudad, con la ciudad desnuda, viva. El flanèur admira el espectáculo de la ciudad, deambula por allí dispuesto siempre al ocio, al ensueño diurno y nocturno, a la embriaguez cargada de memoria* que aparece como un presupuesto insobornable para la idoneidad artística. Pero todas esas actividades están grabadas a fuego por la sombra de un tedio vital (que por cierto puede verse también en la tradición renacentista y en la barroca y en la romántica…) que lo barniza todo. Este tedio, que torpemente puede ser identificado con el aburrimiento o con la melancolía, es en realidad la base del spleen baudeleriano, que si bien incluye tanto al aburrimiento como a la melancolía (también a la espera, al paroxismo nervioso y la lista sigue) resulta un sentimiento o ejercicio diferente.

 

(A propósito ¿el spleen es un sentimiento o un ejercicio?)

 

El spleen es diferente del tedio porque este último es la materia prima del primero; esto ya indica una relación más que una identidad. El paso del simple tedio (vital, existencial, como se lo quiera llamar) al spleen requiere un salto abismal que consiste en el asalto de una “pasión estética” que lleva a la creación artística. El simple hastío de la realidad (lo que en la jerga psicoanalítica se nomina como “depresión”) conduce por lo general al estatismo, a la parálisis; el spleen, por su parte, si bien no reniega de la espera o el letargo, afluye tarde o temprano, con mayor o menor brillantez, a la creación artística desenfrenada. Creación que, ciertamente, no debe plasmarse en un lienzo o en un poemario para ser. La tentativa-capacidad de representar es propia del flanèur y su motor es el spleen, ese hoyo de angustia activa que quema en su pecho y que sólo se alivia con mujeres, vinos, drogas y, sobre todo, con el arte.

 

Pero el spleen tiene otra peculiaridad sugestiva que se apoya en su faceta detectivesca. Para comprender este aspecto hay que tener en cuenta una cuestión principal: si se atiende a la prosapia del flanèur baudeleriano, aparece la impronta decisiva de Poe y su Hombre de la multitud. El sujeto urbano de Poe, si bien presenta algunas diferencias con el flanèur, está muy cercano a él en su esencia. Poe destaca en ese hombre de la multitud sus habilidades para resolver enigmas criminales, generada no tanto por una suerte de don natural sino por las peripecias en las que interactúa con la ciudad. La masa urbana moderna es el mejor escondite para el criminal, pero también lo es para el detective, para ese hombre que, caracterizado como está por el incógnito absoluto, abriga desde la invisibilidad un afán de ingenio y de torva justicia. Walter Benjamin escribe al respecto: “En los tiempos del terror, cuando cada quisque tenía algo de conspirador, cualquiera llegaba a estar en situación de jugar al detective. Para lo cual proporciona el vagabundeo la mejor de las expectativas”. El flanèur, en esta tónica se convierte en detective “a su pesar”. Ahora bien, ¿quién es entonces el que lo inviste con esa antipática túnica?. No parece ser otra que la capital moderna, la atestada ciudad repleta de callejuelas y pasajes. El detective (aún el amateur, claro), como bien dijo Benjamin, depende para su existencia del crimen, o aún más, del crimen irresuelto, misterioso, oculto de alguna manera en el enjambre reticulado de la arquitectura moderna. Es decir, la categoría de detective presupone a la de criminal, es su condición de posibilidad: el criminal omnipresente en la ciudad “obliga” al flanèur, al observador anónimo e imperceptible, a convertirse en detective, pues, como dice Benjamin: “Cualquiera que sea la huella que el flanèur persiga, le conducirá a un crimen”; la ciudad misma está signada por el crimen, la criminalidad es uno de sus puntales, una de sus tonalidades principales. El flanèur no persigue huellas por amor a la justicia ni por vocación de celador; persigue huellas porque no tiene nada que hacer, porque el spleen lo impele a esa exploración sumamente caótica, hay que remarcarlo, y sumamente íntima.

 

Todos somos detectives a nuestro pesar, aunque no sepamos jamás qué hacer exactamente con los resultados y las rengueras de nuestras indagaciones, tal como nunca sabemos qué hacer con los trozos del alba una vez que este rompe. Todos somos detectives aunque nuestras mentes sufran náuseas con la sola idea de colaborar con las fuerzas del desdeñado orden. Sigamos una pista cualquiera en la ciudad, una bolsa de nylon vacía que revolotea por la tormenta o un hombre bajito vestido de blanco, por ejemplo. Sigamos el accionar de los diarieros del amanecer o la serie de señas particulares de un mozo de bar. Siempre estará aguardando el crimen detrás, agazapado, impertérrito, lúbrico. Persigamos lo que persigamos, la ciudad siempre nos tendrá preparado un número macabro, incompleto, fascinante. Lo que llamamos “vida”, tal vez, no sea otra cosa que la ristra de crímenes resueltos a nuestra manera que cargamos en la espalda. Me refiero a lo que, graciosamente, denominamos “nuestra forma de ver el mundo” en la sobremesa de una cena con amigos.

 

 

 

 

Entre la introspección y el gentío: los dilemas del flanèur

                                                                                                                                                                les-escaliers-de-montmartre-paris-1930-brassai 

El flanèur está constituido por dilemas; la desocupación fundamental de su investidura lo exhorta a decidir a cada rato. Todos los elementos de la ciudad “sirven” al flanèur, incluso aquellos marginados, pospuestos, disimulados, triviales. O mejor dicho, sobre todo son estos los elementos que le sirven. En la libertad, el chiste es elegir, y el flanèur está atravesado por las elecciones, a cada paso le sale una al cruce. Así de rica es la ciudad, así de peligrosa.

Mas, según creo, existe un dilema elemental en la galaxia del observador: es el que atañe a la opción entre el re-pliegue (la soledad) y el des-pliegue (la participación en la pulsión multitudinaria, la compañía). Mi opinión en este sentido exige la recuperación de las primeras afirmaciones de este escrito: el flanèur es movimiento afirmé más arriba y considero que este atributo nos puede ser útil para descifrar el engranaje dialéctico que hace al carisma y a las costumbres del flanèur. Este observador vagabundo, de acuerdo a varios aspectos de su personalidad, aparece como un amante del individualismo, como alguien básicamente solitario. Su pedantería así parece indicarlo. No obstante, por definición, el paseante precisa de los otros, él es flanèur en tanto (y sólo en tanto) existan los otros que le correspondan la imagen. El anonimato, esa obsesión del flanèur – que a menudo parece ansiar la desaparición física o hasta incluso coquetea continuamente con el suicidio – sólo puede ser anonimato en la multitud. Nunca se está más cerca de desaparecer que fundido (al menos en apariencia) con la turba repetitiva. Claro que esa confusión jamás es total; el flanèur cuenta con un “sistema de defensas” que lo inmuniza, en lo posible, de la excesiva influencia de los otros, de la estandarización de su propio ser. Puede enamorarse de ellos, tenerles pena, ayudarlos, aborrecerlos, pero jamás será igual a ellos, eternamente se abrirá un intersticio de distancia entre el flanèur y el hombre común, el burgués conformista y ladino.

 

La soledad, la genuina soledad, en la multitud. Quizás se trate del síntoma más palpable y característico de la modernidad. Las regulaciones de la intimidad (que desde que recibe ese nombre denota la oposición a la publicidad) han llevado a que la vida en la gran ciudad asesine las posibilidades auténticas de un aislamiento real basado en el absoluto autogobierno de las costumbres, por citar un ejemplo. El trastorno que la modernidad industrial y tecnológica produjo en las cosas y en las personas da como fruto el impedimento de la intimidad, que deberá refugiarse por salvoconductos tales como la introspección egoísta (por cierto muy diferente a la meditación religiosa medieval) o la zambullida desconfiada en el mar multitudinario.

 

 

 

 

 

 

Mome

 

 

 

 

 

 

* El tema de la memoria en Baudelaire será abordado en la próxima entrega de este trabajo.


 

4 Responses to “Tentativas Baudelaire II: El Flanèur y el Dandy”

  1. […] para las ideas poéticas de Baudelaire. En clara correlación con lo ya revisado sobre el flanèur (Tentativas Baudelaire II), se ha podido vislumbrar su relación con la ciudad y la muchedumbre, pero cuando el flanèur es a […]

  2. Muy bueno este escrito, me ayudó a aclarar muchas dudas.

  3. Interesante. Gracias por el articulo

  4. alfredo Says:

    ¿Cuál es la fuente del texto citado en cursiva? Me refiero, en concreto, a éste:
    Todos somos detectives a nuestro pesar, aunque no sepamos jamás qué hacer exactamente con los resultados y las rengueras de nuestras indagaciones, tal como nunca sabemos qué hacer con los trozos del alba una vez que este rompe. Todos somos detectives aunque nuestras mentes sufran náuseas con la sola idea de colaborar con las fuerzas del desdeñado orden. Sigamos una pista cualquiera en la ciudad, una bolsa de nylon vacía que revolotea por la tormenta o un hombre bajito vestido de blanco, por ejemplo. Sigamos el accionar de los diarieros del amanecer o la serie de señas particulares de un mozo de bar. Siempre estará aguardando el crimen detrás, agazapado, impertérrito, lúbrico. Persigamos lo que persigamos, la ciudad siempre nos tendrá preparado un número macabro, incompleto, fascinante. Lo que llamamos “vida”, tal vez, no sea otra cosa que la ristra de crímenes resueltos a nuestra manera que cargamos en la espalda. Me refiero a lo que, graciosamente, denominamos “nuestra forma de ver el mundo” en la sobremesa de una cena con amigos.


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