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Entrevista a John Cheever – The Paris Review Interviews (1976) febrero 12, 2010

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N. del T: la siguiente entrevista se publicó en 1976 y pertenece al ciclo celebrado por la revista norteamericana The Paris Review. Annete Grant, a cargo de la misma, señala las circunstancias en las palabras liminares.
Traducción: Martín Abadía

 

El primer encuentro con John Cheever tuvo lugar en la primavera de 1969, justo después de que se publicara su novela Bullet Park. Por lo general, Cheever abandona el país una vez terminado un nuevo libro, pero no fui así esta vez. En consecuencia, muchos entrevistadores de la Costa Este hicieron el viaje hasta Ossining, New York, donde el maestro del relato les ofrecía un agradable día en el campo –aunque muy poca conversación sobre su libro y el arte de escribir.

 

Cheever tiene cierta reputación de ser un entrevistado difícil. No presta atención a las reseñas, nunca lee ni sus libros ni sus relatos una vez publicados y a menudo es un poco vago con respecto a los detalles. Le disgusta hablar sobre su trabajo (especialmente hablarle a “una de esas máquinas”) ya que prefiere no mirar hacia atrás, sino hacia adonde está yendo.

 

Para esta entrevista Cheever vestía una camisa azul desgastada y pantalones caquis. En su compañía todo resultaba casual y ameno, como si fuéramos viejos amigos. Los Cheever viven en una casa construida en 1799, de modo que fue obligatorio arreglar los cimientos y las paredes. De inmediato ya estábamos sentados en un soleado estudio del segundo piso, hablando sobre su aversión por las cortinas, la construcción de una autopista cerca de Ossining que intenta detener, los viajes por Italia, un relato que emborronaba sobre un hombre que perdía las llaves de su auto en una función de teatro de desnudos, Hollywood, los jardineros, los cocineros, las fiestas de cóctel, el Greenwhich Village de los años treinta, la televisión y sobre varios escritores también llamados John (especialmente John Updike, de quien es amigo).

 

Pese a que Cheever habló libremente sobre sí mismo, cambiaba de tema cuando la conversación derivaba en su trabajo. ¿No estás cansado de esta charla? ¿Quieres un trago? Quizás el almuerzo ya esté listo, voy a bajar a ver. ¿Qué tal si caminamos por el bosque y luego quizás un chapuzón? ¿O te gustaría ir a la ciudad para ver mi oficina? ¿Juegas al backgammon? ¿Ves mucha televisión?
De hecho, durante las varias visitas que le hice, lo que más hicimos fue comer, beber, caminar, nadar, jugar al backgammon o mirar televisión. Cheever no me invitó a cortar leña con su sierra eléctrica, una actividad de la que se rumorea que es adicto. El día que grabamos la última cinta, pasamos la tarde viendo cómo los New York Mets ganaban la Serie Mundial. Cuando al final los fanáticos en Shea Stadium se llevaban parcelas de terreno como souvenir, Cheever repetía refiriéndose tantos a los fanáticos como a los Mets: “¿No es asombroso?”.

 

Después paseamos por el bosque, y cuando volvíamos a la casa, Cheever dijo “Adelántate y recoge tus cosas, en un minuto te llevo hasta la estación”… se quitó la ropa y se dió un sonora zambullida en el estanque, sin duda quitándose de encima ese otro chapuzón tan desnudante de tener que haber dado una entrevista más.

 

 

Leyendo las confesiones de un escritor sobre la manera de escribir novelas, encontré lo siguiente: “Si quieres ser fiel a la realidad, comienza por mentir.” ¿Qué piensas de eso?
Que es basura. Por algo palabras como “verdad” y “realidad” no tiene significado alguno más que inscriptas en un incomprensible entramado de referencias. No hay verdades tercas. En lo que respecta a mentir, a mí me parece que la falsedad es un elemento crítico en la ficción. Una buena parte de la conmoción que se produce cuando te cuentan una historia se da a través de un engaño. Nabokov es un maestro en esto. El contar mentiras es una suerte de prestidigitación que deja expuestos nuestros sentimientos más profundos.

 

¿Podrías dar un ejemplo de una mentira absurda que diga mucho sobre la vida?
Claro. Los votos del sagrado matrimonio.

 

¿Qué hay de la verosimilitud y la realidad?
A mi juicio la verosimilitud es una técnica que uno explota con la intención de asegurarle al lector la veracidad de aquello que le está siendo contado. Si le haces creer verdaderamente que está de pie sobre una alfombra, puedes quitársela de debajo de los pies. Claro, la verosimilitud es también una mentira. Lo que siempre quise de la verosimilitud es la probabilidad, cosa que tiene algo que ver con la forma en que vivo. Esta mesa parece real, esa canasta de fruta perteneció a mi abuela, pero una demente podría golpear a mi puerta en cualquier momento.

 

¿Sientes que te despides de los libros una vez que los has terminado?
Generalmente siento una fatiga clínica después de acabar un libro. Cuando terminé mi primera novela, The Wapshot Chronicle, estaba muy feliz. Nos fuimos a Europa y nos quedamos allí, de modo que no vi las reseñas y durante diez años no supe que Maxwell Geismar la había desaprobado. El “escándalo Wapshot” fue diferente. Nunca me gustó mucho el libro y cuando se imprimió, yo estaba en baja forma. Quería quemarlo. Despertaba por la noche y oía la voz de Hemingway –en realidad nunca escuché su voz, pero definitivamente era la suya- diciéndome, “Esta es una agonía menor. La gran agonía llega más tarde.” Me levantaba, me sentaba en un brazo de la bañadera y fumaba como una chimenea hasta las tres o cuatro de la madrugada. Una vez le juré a los oscuros poderes que veía en la ventana que nunca, nunca intentaría ser mejor que Irving Wallace.
No la pasé mal luego de Bullet Park, donde hice exactamente lo que quería: un reparto de tres personajes, un estilo de prosa simple y resonante, y una escena en la que un hombre salva a su querido hijo del fuego. El manuscrito se recibió con entusiasmo en todas partes, pero cuando Benjamín DeMott lo dejó fuera del Times, todos recogieron sus cosas y se mandaron a mudar. Es simplemente una cuestión de mala suerte con el periodismo y de sobrestimación de mi potencial. De todas formas, cuando acabas un libro, cualquiera sea su recepción, existe un cierto desplazamiento de la imaginación. No diría un trastorno. Pero terminar una novela, asumir que es algo que quisiste hacer y que te has tomado con mucha seriedad, es inevitablemente un shock psicológico.

 

¿Cuánto tiempo tarda en irse ese shock psicológico? ¿Hay algún tratamiento?
No sé muy bien qué quieres decir con tratamiento. Para apaciguar ese shock saco el dado más alto, preparo salsa, voy a Egipto, corto el césped, fornico. Me zambullo en una piscina fría.

 

¿Pueden los personajes forjarse una identidad por sí mismos? ¿Se te han vuelto alguna vez tan inmanejables que tuviste que sacarlos de escena?
La leyenda de que los personajes pueden escaparse de las manos de su autor –irse a tomar drogas, someterse a operaciones sexuales y convertirse en presidentes- implica que el escritor es un tonto sin conocimiento o maestría sobre su propio trabajo. Es absurdo. Claro que cualquier ejercicio estimable de la imaginación se funda en lo complejo y lo rico de la memoria, de modo que puedes sacar provecho de saber expandirte – giros sorpresivos, respuesta a la oscuridad y a la claridad-, sobre todo en cuanto a lo vivo. Pero la idea de que un escritor corra desesperado detrás de sus cretinas invenciones me parece deleznable.

 

El novelista, ¿contiene ya al crítico?
Yo no tengo nada de vocabulario crítico y muy poca sagacidad para la crítica. Creo que es una de las razones por las que soy siempre evasivo con los entrevistadores. Mis conocimientos críticos con respecto a la literatura a la larga se dan a un nivel práctico. Uso lo que me gusta, y lo que me gusta puede ser cualquier cosa. Cavalcanti, Dante, Frost, quien sea. Mi biblioteca está siempre en completo desorden. A duras penas encuentro lo que quiero. No creo que un escritor tenga la responsabilidad de ver la literatura como un proceso continuo. Muy poca literatura es inmortal. He leído libros que me han servido de una manera maravillosa y que luego de haberlos usado, perdieron esa utilidad en quizás muy poco tiempo.

 

¿Cómo es que “utilizas” a los libros… y qué les hace perder su “utilidad”?
Mi idea de “utilizar” un libro consiste en la excitación de encontrarme a mí mismo como último receptor del más íntimo y profundo grado de la comunicación. Pero estos caprichos a veces pasan.

 

Asumiendo tu falta de vocabulario crítico, ¿cómo podrías, sin haber tenido una educación formal, explicar todo lo que has aprendido?
No soy un erudito. No me arrepiento de esta falta de disciplina, pero sí admiro la erudición de mis colegas. Claro, tampoco soy un desinformado. Eso puede ser producto de que me crié en los coletazos finales de la cultura de New England. Todos pintaban, escribían y en particular, leían; era un medio de comunicación bastante común y aceptado a finales de esa década. Mi madre se vanagloriaba de haber leído Middlemarch trece veces; yo diría que no era cierto. Es algo que podría tomarte toda una vida.

 

¿No había un personaje en The Wapshot Chronicle que sí lo había leído?
Sí, Honora… o… no recuerdo quién era… se vanagloriaba de haberlo leído unas trece veces. Mi madre solía dejar Middlemarch en el jardín; la lluvia lo hizo trizas. Mucho de lo que está en la novela es cierto.

 

Al leer esa novela uno tiene la sensación de estar fisgoneando en tu familia.
Chronicle no fue publicado –por consideración, hasta después de la muerte de mi madre. Una tía mía (que no aparece en el libro) dijo, “No le hubiese vuelto a hablar si habría sabido que tenía doble personalidad.”

 

¿Tus amigos o tu familia piensan a menudo que están en tus libros?
Sí y -pienso en todos los que se han sentido así- lo han vivido siempre con una deshonra. Si pones a alguien en un papel secundario, asumen que así es como los ves en la realidad… pese a que el personaje sea de otro país y cumpla un rol absolutamente distinto. Si haces ver a alguien vacilante o torpe o de alguna manera imperfecta, asocian rápidamente. Pero si les haces ver bellos, nunca asocian. La gente siempre está mucho más pronta a acusar que a sentirse celebrada, en especial la gente que lee ficción. No sé qué tipo de asociación hacen. En algún momento una mujer vino hasta mí desde la otra punta de una reunión y me dijo “¿Por qué escribiste esa historia sobre mí?” Y yo tratando de recordar a qué historia se refería. Bueno, aparentemente tiempo atrás yo había descripto a alguien con ojos rojos; ella ese día se había dado cuenta de que tenía los ojos de ese color y asumió que yo la había utilizado.

 

¿Se sienten indignados, sienten que no tienes derecho a meterte con sus vidas?
Sería más agradable si pensaran en el costado creativo de la escritura. No me gusta encontrarme con gente que siente haberse visto maligna cuando ésta no era la intención de nadie. Claro, muchos escritores en su juventud tratan de ser difamatorios. Y algunos escritores maduros también. La difamación, ciertamente, es una gran fuente de energía. Pero esa no es la energía de la ficción, es simple calumnia infantil. Es la clase de cosas que sacas de los cursos de la universidad. La difamación no es uno de mis fuertes.

 

¿Crees que el narcisismo es una cualidad necesaria en la ficción?
Esa es una pregunta interesante. Por narcisismo entendemos, por supuesto, un amor propio clínico, una chica amargada, la ira de Némesis y el resto de la eternidad convertida en una planta que camina. ¿Quién quiere algo así? Nos amamos a nosotros mismos de vez en cuando; pero no mucho más, creo, que la mayoría de los hombres.

 

¿Qué hay de la melomanía?
Creo que en los escritores hay una tendencia intensa al egocentrismo. Los buenos escritores a menudo son excelentes en cientos de cosas, pero la escritura promete que el ego se amplíe sobremanera. Mi querido amigo Yevtushenko tiene, considero, un ego que puede reventar un cristal a veinte pies de distancia; pero conozco algún que otro banquero fraudulento que puede hacerlo mucho mejor.

 

¿Piensas que tu imaginería personal, el modo en que proyectas a los personajes, está de alguna forma influida por el cine?
Los escritores de mi generación y aquellos que se criaron con el cine se han vuelto sofisticados sobre la vasta y diversa cantidad de medios que hay, y saben qué es lo mejor para la cámara y qué es lo mejor para la narrativa. Uno aprende a pasar por alto las escenas multitudinarias, una puerta portentosa, la ironía banal del acercamiento a la belleza de la pata de un cuervo. La diferencia entre las dos artes, creo yo, se entiende con claridad cuando nos damos cuenta de que no salen buenos films al adaptar buenas novelas. Me encantaría escribir un guión original si encontrase a un director que me caiga simpático. Hace años René Clair iba a filmar uno de mis relatos, pero tan pronto como la productora se enteró, le negaron el dinero.

 

¿Qué piensas de trabajar en Hollywood?
El sur de California siempre huele a noches de verano… algo que para mí significa el fin de la navegación, el fin de los juegos, pero no tiene nada que ver con eso. Simplemente no se corresponde con mi experiencia. Estoy mucho más interesado en los árboles… en el origen de los árboles… y cuando te encuentras a ti mismo en un lugar en donde todos los árboles no tienen historia y se transplantan, te sientes desconcertado.
Fui a Hollywood a hacer dinero. Es así de simple. La gente es amistosa y la comida es buena, pero nunca fui feliz allí, tal vez porque sólo fui en busca de un cheque. Tengo ciertamente el respeto más profundo por una docena de directores que están implicados allí y que, pese a todos los apabullantes problemas de financiar un film, continúan sacando adelante films brillantes y originales. Pero lo primero que siento cuando pienso en Hollywood es en el suicidio. Si alcanzaba a levantarme y darme una ducha, ya era suficiente. Como nunca pagaba las cuentas, hubiese podido llamar por teléfono y pedir el desayuno más elaborado que podía ocurrírseme, y luego meterme en la ducha y ahorcarme allí. Esto no es una reflexión sobre Hollywood, pero estando allí me ha parecido sufrir un complejo de suicida. Por algo no me gustan las autopistas. Incluso en las piscinas que hay allí hace demasiado calor… 85 grados, y la última vez que estuve ahí, a finales de Enero, en las tiendas vendían kipás para perros… ¡Dios! Fui a una cena en la que una mujer perdió el equilibrio y se desmayó. Su marido le gritaba “Nunca me escuchas cuando te digo que traigas tus muletas.” ¡No puede existir una frase mejor que esa!

 

¿Qué hay de esa otra comunidad, la académica? Produce muchísimos trabajos críticos… con una necesidad tan excesiva de categorizar y etiquetar.
Ese vasto mundo académico existe, como cualquier otra cosa, en base a producir algo que le asegure un rédito. Así es que tenemos trabajos sobre ficción, pero en cantidades propias de una industria. En modo alguno ayuda a quienes escriben ficción y a quienes la leen. Todo el asunto es una empresa subsidiaria, tal como lo es extraer químicos útiles del humo. ¿Te conté sobre la reseña que salió en Ramparts sobre Bullet Park? Decía que perdí grandeza al haberme ido de St. Boltophs. De haberme quedado, tal como lo hizo Faulkner en Oxford, probablemente habría sido tan grande como Faulkner. Pero cometí el error de dejar este lugar que, claro, nunca existió. Es tan raro que te digan que vuelvas a un lugar. Parece ficción.

 

Supongo que se referían a Quincy.
Sí. Pero me puso triste cuando lo leí. Entendí lo que trataban de decir. Es como que te digan que vuelvas a un árbol junto al que has vivido catorce años.

 

¿Cómo es la gente que imaginas que leen o esperas que lean tus textos?
Todo tipo de gente inteligente y agradable lee libros y escribe sentidas cartas sobre ellos. No sé quienes son, pero me resultan maravillosos y parece vivir libres de los prejuicios de la publicidad, del periodismo y del irritante mundo académico. Piensa en los libros que hemos disfrutado independientemente de todo. Let Us No Praise Famous Men. Under the Vulcano. Henderson the Rain King. Un libro espléndido como El Regalo de Humboldt [Saul Bellow] se recibió con confusión y espanto, pero cientos de personas salieron y compraron ediciones de tapa dura. La habitación en la que yo trabajo tiene una ventana que da a un bosque, y me gusta pensar que esos adorables, misteriosos y encarecidos lectores están ahí.

 

¿Crees que la literatura contemporánea está volviéndose más especializada, más autobiográfica?
Tal vez sí. Las autobiografías y las cartas quizás sean más interesantes que la ficción, pero aún así, yo me apego a la novela. La novela es un medio de comunicación muy preciso en el que muchísima gente encuentra más respuestas que no puedes encontrar en las cartas y los diarios.

 

¿Empezaste a escribir siendo un niño?
Solía contar historias. Fui a una escuela muy permisiva llamada Thayerland. Me encantaba contar historias, y si todos hacían su tarea de aritmética –era un escuela pequeña, probablemente no habría más de dieciocho o diecinueve estudiantes- entonces el maestro les prometía que luego yo les contaría una historia. Contaba seriales. Me parecía bastante perspicaz de mi parte ya que sabía que si no acababa la historia al cabo de una hora, luego todos me pedirían que les contase el final en la próxima.

 

¿Qué edad tenías?
Bueno, tengo tendencia a mentir sobre mi edad, pero supongo que tenía ocho o nueve.

 

¿Podías extender una historia a lo largo de una hora a esa edad?
Oh, sí. Podía entonces. Y aún puedo.

 

¿Qué aparece primero? ¿La trama?
No trabajo a partir de tramas. Trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos. Los personajes y los sucesos me llegan simultáneamente. La trama implica la narrativa y un montón de basura. Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de que piense en ello como una convicción moral. Claro, uno no quiere aburrir… se necesita un elemento de suspenso. Pero la narrativa es una estructura rudimentaria, tan rudimentaria como un riñón.

 

¿Siempres has sido escritor o has tenido otros trabajos?
Conduje un camión repartidor de diarios una vez. Me gustaba mucho hacerlo, especialmente durante las Series Mundiales, cuando el diario de Quincy se llenaba de datos y estadísticas sobre boxeo. Nadie tenía radio, ni televisión – no significa que el pueblo se iluminaba con velas, pero sí que se esperaban las noticias. Me hacía sentir bien ser el tipo que les traía buenas noticias. También pasé cuatro años en el ejército. Mi primer relato, “Expelled”, lo vendí a los diecisiete a The New Republic. The New Yorker empezó a publicar mis cosas cuando tenía treinta y dos. New Yorker me apoyó por muchísimos años. Es un asociación muy amena. Le enviaba entre doce y catorce relatos al año. Al principio vivía en una habitación esquálida de los barrios bajos, en la calle Hudson, tenía una ventana rota. Luego conseguí trabajo en MGM junto a Paul Goodman; hacíamos sinopsis. Con Jim Farrell también. Teníamos que reducir cada libro publicado a tres, cinco o doce páginas, y nos pagaban cerca de 5 dólares por cada uno. Lo tipeaba yo mismo. Ah, aquel papel carbónico…

 

¿Cómo era escribir ficción para The New Yorker en aquellos días? ¿Quién era el editor?
El editor fue Wolcott Gibbs por muy poco tiempo, y luego vino Gus Lobrano. Le conocía bastante bien e íbamos juntos a pescar. Y por supuesto, Harold Ross, que era un hombre difícil, pero le estimaba. Me hizo muchas preguntas absurdas sobre un manuscrito –se ha escrito mucho al respecto- unas treinta y seis preguntas. Creí que era algo ultrajante, una violación a mi buen gusto, pero a Ross no le importó. Le gustaba meter mano, espabilar un poco al escritor. En ocasiones era brillante. En “The Enormous Radio” hizo dos cambios. Había una escena en que alguien encontraba un diamante en el suelo de un baño luego de una fiesta. Un tipo decía, “Vendámoslo, podemos sacar un par de dólares.” Ross cambió “dólares” por “billetes,” lo cual fue absolutamente perfecto. Brillante. Luego en donde yo había escrito, “la radio empezó a sonar suavemente,” Ross apuntó otro “suave”: “La radio empezó a sonar suave, suavemente.” Era algo absolutamente acertado. Pero luego había otras treinta y cinco sugerencias como, “Este relato trascurre en treinta y cuatro horas y nadie ha comido nada. No hay mención a la comida.” Un ejemplo típico de este tipo de cosas fue “La Lotería,” el relato de Shirley Jackson, sobre aquel ritual de las piedras. Ross odiaba aquella historia; comenzó a enviciarse. Dijo que no había ninguna ciudad en Vermont donde hubiese ese tipo de rocas. Refunfuñaba una y otra y otra vez, y no era algo sorprendente ya. Ross solía asustarme muchísimo. Una vez fui a un almerzo y no supe que iba a ir también hasta que lo vi entrar con un huevera. Me senté con la espalda muy pegada contra el respaldo. Estaba asustado de veras. Él era muy rompe pelotas, muy toca narices, el tipo de persona que puede subirse los calzoncillos para enseñarte lo que hay entre los pantalones y la camiseta. Empezó a empujarme, daba saltos y se me encimaba. Fue una relación creativa y destructiva a la vez de la que aprendí mucho y en verdad le echo de menos.

 

¿Conociste muchos escritores en ese período, no?
Para mí era algo terriblemente importante porque yo venía de un pueblo. Yo dudaba de mí como escritor hasta que conocí algunos otros que fueron muy importantes: uno fue Gaston Lachaise y el otro E. E. Cummings. A Cummings lo amaba, y me encantaba su memoria. Hacía una marvillosa imitación de una locomotora de carbón yendo de Tiflis a Minsk. Podía oir una aguja caer en el barro a tres millas de distancia. ¿Recuerdas cómo murió Cummings? Fue en septiembre, hacía calor y Cummings estaba cortando leña en la parte de atrás de su casa, en New Hampshire. Tenía sesenta o setenta años, o por ahí. Marion, su esposa, se asomó a la ventana y le preguntó, “¿No hace un calor agobiante para estar cortando leña?” Él dijo, “Ya paro, pero quiero afilar el hacha antes de guardarla, cariño.” Ésas fueron las últimas palabras que dijo. Marianne Moore ofreció un panegírico en su funeral. Marion Cummings tenía unos ojos enormes. Podías hacerle lugar en un libro a esos ojos. Fumaba un cigarrillo tras otro y llevaba puesto un vestido negro con quemaduras de colillas en él.

 

¿Y Lachaise?
No sé qué decir de él. Creo que es un artista impresionante y además, un hombre muy calmo. Solía ir al Metropolitan y abraza a las estatuas que le gustaban, pese a que él no estuviera representado allí.

 

¿Cummings te dio algún consejo como escritor?
Cummings nunca fue paternalista. Pero su manera de inclinar la cabeza, su voz de hay-humo-en-la-chimenea, su cortesía para con el alcohol y lo vasto de su amor a Marion, todo eso era aconsejable.

 

¿Has escrito poesía alguna vez?
No. Me parece que la disciplina es muy diferente… es otro lenguaje, otro continente distinto al de la ficción. En muchos casos los relatos cortos son en buena medida mucho más disciplinados que mucha de la poesía que hay. Pero igualmente son dos disciplinas diferentes, como lo son nadar y disparar una escopeta de calibre doce.

 

¿Las revistas te han pedido alguna vez que escribieras periodismo?
Le pedí a Saturday Evening Post hacer una entrevista con Sophia Loren. Y lo hice. Llegué a besarla. Tuve varias ofertas, pero ninguna tan buena como ésa.

 

¿No crees que hay una tendencia en los escritores a escribir periodismo, tal como lo hace Norman Mailer?
No me gusta tu pregunta. La ficción debe competir con el reportaje de primera línea. Si no puedes escribir una historia que sea equivalente a lo que resulta de una pelea en la calle, entonces no puedes escribir una historia. Deberías dejarlo. En muchos casos, la ficción no salió airosa de la competencia. En estos días el campo de la ficción está plagado de relatos sobre niños sensibles que se crían en una granja de pollos, o de putas que se desvisten con glamour. El Times nunca ha estado tan lleno de basura como en este último tiempo. Aún así, el uso de palabras como “muerte” o “invalidez” en torno a la ficción disminuye tanto como a cualquier otra cosa.

 

¿Te sientes forzado a experimentar en la ficción, a moverte hacia lo bizarro?
La ficción es experimentación; cuando cesa de serlo, cesa de ser ficción. Uno nunca escribe una oración sin la creencia de que nunca ha sido escrita de la misma manera y quizás, incluso, con la idea de que lo sustancial de esa oración jamás se ha oído. Cada oración es una innovación.

 

¿Sientes que perteneces a algún tipo de tradición de las letras norteamericanas?
No. De hecho, no puedo pensar en ningún escritor norteamericano que pueda ser clasificado como parte de determinada tradición. Ciertamente, no se puede meter a Updike, a Mailer, a Ellison o a Styron en una tradición. La individualidad del escritor nunca ha sido tan intensa como lo fue en Estados Unidos.

 

Bien, ¿piensas en ti como en un escritor realista?
Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre a qué nos referimos antes de hablar de definiciones como ésas. Las novelas documentales, como las de Dreiser, Zola, Dos Passos –pese a que no me gustan- pueden, creo, ser clasificadas de realistas. Otro novelista documental es Jim Farrell; de alguna manera, Scott Fitzgerald también lo era, pese a que si pensamos en él de esa manera, humillaríamos lo que mejor hizo… o sea, tratar de ofrecer una imagen de un mundo que era muy particular.

 

¿Crees que Fitzgerald era consciente de ser un documentalista?
He escrito algo sobre Fitzgerald y he leido todas las biografías y los trabajos críticos y casi lloro al final de la lectura de uno de ellos –lloré como un bebé-. Es una historia muy triste. Toda la estima estaba puesta en sus descripciones del crash de 29, la prosperidad excesiva, la música, y al hacer esto, su trabajo se veía bastante anticuado… en algunos períodos. Esto es lo que desmerece al mejor Fitzgerald. Uno sabe al leer a Fitzgerald a qué tiempo se refiere, a qué lugar preciso, a qué país. Ningún otro escritor ha sido tan veraz al retratar una escena. Pero no siento que esto sea pseudo-historia, sino un sentimiento de haber vivido algo. Todo gran hombre es escrupulosamente veraz a su tiempo.

 

¿Crees que tu trabajo se verá anticuado igual que el de Fitzgerald?
Oh, no me anticipo a las lecturas que vaya tener mi trabajo. No es algo que me concierna. Podría ser olvidado mañana mismo; y no me desconcertaría después de todo.

 

Pero una buena parte de tus relatos desafían al tiempo; podrían tener lugar en cualquier tiempo y en cualquier sitio.
Por supuesto, esa ha sido mi intención. Aquellos a los que puedes localizar en un tiempo preciso son los peores. La historia aquélla del refugio anti-bombas (“The Brigadier and the Golf Widow”) trata sobre el nivel de un cierto tipo de ansiedad y el refugio, que tiene lugar en la historia en un lugar particular, es tan solo una metáfora… en todo caso, esa fue mi intención.

 

Una historia muy triste.
Todos siempre dicen eso sobre mis historias, “Oh, son tan tristes.” Mi agente, Candida Donadio, me llamó para hablar de una de ellas y me dijo “Oh, es hermosa, tan triste.” Yo le dije, “Bueno, será porque soy un hombre triste.” Lo triste sobre “The Brigadier and Golf Widow” es la mujer que mira al refugio hacia el final del relato y luego sigue a la criada. ¿Sabías que The New Yorker quiso quitar eso? Pensaban que el relato sería más efectivo sin el final. Entré por un momento para echarle un ojo a los borradores y vi que faltaba una página. Pregunté dónde estaba el final de la historia. Una chica me dijo “Mr. Shawn piensa que queda mejor así.” Salí de allí muy enfadado, tomé el tren de vuelta a casa, bebí mucho gin y llamé por teléfono a uno de los editores. Por entonces, ya estaba hablando fuerte, siendo abusivo y obseno. Él estaba con Elizabet Bowen y Eudora Welty. Preguntaba si podía atender la llamada en otro lugar. De todas formas, volví a New York la mañana siguiente. Habían cambiado la revista por completo –poemas, noticias, historietas- y reemplazado la escena.

 

Es un rumor clásico con respecto a The New Yorker: “Remueve el último párrafo y ya tienes un típico relato de The New Yorker.” ¿Cómo definirías a un buen editor?
Mi idea de un buen editor es un hombre agradable, que me envía buenos cheques, venera mi trabajo, mi belleza física y mi capacidad sexual, y que es capaz de estrangular a quien va a publicarte y al tipo del banco.

 

¿Qué hay del principio de los relatos? Sueles empezar de manera lacónica. Apabullante.
Bueno, si intentas como cuentista establecer alguna relación con el lector, no empiezas por decirle que tienes dolor de cabeza y que te ha salido un zarpullido grave en Jones Beach. Una de las razones es que la publicidad en las revistas es mucho más común hoy en día que hace veinte o treinta años atrás. Al publicar en una revista estás compitiendo contra una publicidad muy ceñida, avisos de agencias de viajes, desnudos, historietas, incluso poesía. La competición misma casi lo vuelve algo imposible. Hay un principio básico que siempre tengo en mente: alguien que vuelve luego de un año en Italia con una beca Fullbright; su portaequipaje está abierto y en vez de ropa y recuerdos, encuentran un cuerpo mutilado, un marinero italiano; está todo salvo la cabeza. Otra oración para empezar en la que pienso a menudo es “El primer día que robé en Tiffany’s estaba lloviendo.” Claro, puedo comenzar una historia de esa manera, pero no es así como uno debería hacer que la ficción funcione. Uno se tienta porque ha habido siempre una genuina pérdida de serenidad, no sólo en el público lector, sino en toda nuestra vida. Paciencia, tal vez, o incluso la habilidad de concentración. En algún punto, cuando apareció la televisión a nadie se le ocurrió publicar un artículo que no pudiese leerse durante los comerciales. Pero la ficción durará lo suficiente como para sobrevivir a todo esto. No me gustan los relatos cortos que comienzan “Estaba a punto de suicidarme” o “Estaba a punto de dispararte.” O, como aquella cosa de Pirandello, “Voy a dispararte o tú vas a hacerlo, o vamos a dispararle a alguien, quizás el uno al otro.” O como en la literatura erótica “Empezó a sacarse los pantalones, pero el cierre se atascó… agarró una lata de aceite y…” y así.

 

Ciertamente tus historias van rápido, se mueven mucho.
El primer principio de la estética es o el interés o el suspenso. No puedes esperar comunicarte con alguien si eres aburrido.

 

William Golding escribió que existen dos tipos de novelistas: los que dejan que el significado se desarrolle a partir de los personajes y las situaciones, y los que tienen una idea y buscan un mito que la encubra. Él es ejemplo del segundo tipo y piensa que Dickens pertenece al primero. ¿Piensas que tú encajas en algunas de las categorías?
No sé bien a lo que se refiere Golding con eso. Cocteau decía que escribir es el empeño de una memoria que no será comprendido. Estoy de acuerdo con eso. Raymond Chandler lo describió como una línea directa al subconsciente. En realidad, los libros que amas, cuando los abres, te dan la impresión de que siempre han estado allí. Es una creación, algo así como habitación de la memoria. Lugares a los que uno nunca ha ido, cosas que uno nunca ha visto ni oido, pero que son tan apropiadas cuando las oyes sonar que, de alguna manera, sientes que sí has estado allí.

 

Pero ciertamente hay mucha resonancia de lo mítico… por ejemplo, referencias a la Biblia y a la mitología Griega.
Eso se explica por el hecho de que me eduqué en el sur de Massachussets, donde la mitología era una materia que todos debíamos comprender. En gran medida formó parte de mi educación. La manera más fácil de analizar el mundo es a través de la mitología. Se han escrito cientos de ensayos sobre aquellas líneas – Leander es Poseidon y alguien es Ceres, y así. Parece un análisis superficial, pero produce ensayos muy potables.

 

Aún así, buscas esa resonancia
La resonancia, claro.

 

¿Cómo trabajas? ¿Las ideas te salen de inmediato, naturalmente, o das vueltas a su alrededor por un tiempo, dejándolas incubarse?
Hago ambas cosas. Lo que me gusta es cuando me llegan asuntos totalmente disparatados. Por ejemplo, estaba sentado en un café leyendo una carta con la noticia de que una ama de casa aburrida estaba en la primera línea de un club de desnudos. Mientras lo leía, podía oir a una mujer inglesa regañando a sus hijos: “Si no lo haces, cuento hasta tres” decía. Cayó una hoja de un árbol que me recordó que era otoño y que mi esposa me había dejado y estaba en Roma. Ahí estaba mi relato. Tuve un experiencia equivalente con el final de “Goodbye, My Brother” y “The Country Husband.” A Hemingway y a Nabokov les gustaron esos dos. Lo tenía todo allí: un gato con sombrero, una mujer desnuda saliendo del mar, un perro con un zapato en la boca y un rey vestido de dorado montando un elefante por la montaña.

 

¿O Ping-Pong bajo la lluvia?
No recuerdo de qué relato es eso.

 

Alguna vez habrás jugado Ping-Pong bajo la lluvia.
Probablemente sí.

 

¿No recuerdas cosas así?
No se trata de recordarlas. Se trata más bien de algún tipo de energía galvánica. Y claro, además es también una cuestión de darle sentido a las experiencias de uno.

 

¿Crees que la ficción debe ser aleccionadora?
No. La ficción debe iluminar, explotar, refrescar. No creo que tenga que haber otra moral que sea consecuencia de la ficción más allá de la excelencia. La agudeza de los sentimientos y la velocidad parecen siempre haber sido terriblemente importantes. La gente busca moralejas en la ficción porque siempre ha habido confusión entre la ficción y la filosofía.

 

¿Cuándo te das cuenta de lo apropiado de un relato? ¿Te golpea repentinamente en un primer momento o eres crítico con él a medida que avanzas?
Creo que hay una cierta influencia en la ficción. Por ejemplo, el último relato que escribí no estaba bien. Tuve que escribir el final una y otra vez. Creo que es una cuestión de tratar de hacerlo corresponder con una visión. Hay una forma, una proporción y uno sabe cuando hay algo que no encaja.

 

¿Por instinto?
Supongo que para todo aquel que haya escrito tanto como lo he hecho yo… sí, probablemente sea por lo que llamas instinto. Cuando una línea no encaja, simplemente te das cuenta de ello.

 

Una vez me dijiste que te interesaba pensar nombres para personajes.
Eso me parece muy importante. He escrito una historia sobre hombres con cientos de nombres, todos abstractos, nombres con un muy bajo poder de alusión: Pell, Weed, Hammer y Nailles. Y por supuesto, habían sido pensados de manera pícara, pero no lo parecían en absoluto.

 

La casa de Hammer aparece el “El Nadador.”
Es cierto. Ese fue un muy buen relato. Y escribirlo fue terriblemente difícil.

 

¿Por qué?
Porque no podía ni siquiera asomar una mano afuera. Estaba anocheciendo, el año se terminaba. No era una cuestión de problemas técnicos, sino de imponderables. Cuando él se da cuenta de que es de noche y hace frío, era algo que tenía que pasar. Y, Dios, claro que pasó. Me sentí muy frío y oscuro mucho tiempo después de haber acabado el relato. De hecho, es uno de los últimos que he escrito en mucho tiempo, ya que luego empecé con Bullet Park. A veces las historias que le parecen fáciles al lector son las más difíciles de escribir.

 

¿Cuánto tiempo te toma escribir un relato?
Tres días, tres semanas, tres años. Suelo leer al azar mi propio trabajo. Parece haber una particular forma ofensiva de narcisismo. Es como poner cintas una y otra vez de tu propia conversación. Como mirar sobre tu hombro para ver adonde has corrido. Por eso es que a menudo uso la imagen del nadador, el corredor, el saltador. El objetivo es terminar y pasar a lo siguiente. Incluso sentí, aunque no tan fuertemente como antes, que si miraba por sobre mi hombro, moriría. Con frecuencia pienso en Satchel Paige y su consejo de que siempre tiene que haber algo que esté sacándote ventaja.

 

¿Hay relatos que sientas que son particularmente buenos una vez que los has terminado?
Sí, hubo unos quince que al terminarlo sentí un BANG! Los amaba y amaba a todo el mundo –los edificios, las casas, todo lo que había. Es una sensación genial. Muchos de ellos fueron escritos en el espacio de tres días y pasaban las treinta y cinco páginas. Me gustan, pero no puedo leerlos. Si lo hiciera, en muchos casos dejarían de gustarme.

 

Recientemente has hablado claramente sobre el bloqueo del escritor, algo que nunca te ha pasado. ¿Qué sientes al respecto?
Todo recuerdo doloroso se entierra muy profundo y no hay nada más doloroso para un escritor que sentirse incapaz de escribir.

 

Cuatro años parece ser bastane tiempo para una novela, ¿no?
Es el tiempo que toma en realidad. Hay una cierta monotonía en este tipo de vida, algo que muy pocas veces puedo cambiar con facilidad.

 

¿Por qué?
Porque no me parece que sea la función apropiada con respecto a la escritura. De ser posible, hay que ampliar el público. Darles riesgos, devolverles su propia divinidad, no bajarles línea.

 

¿Crees que has hecho que tu público mermara con Bullet Park?
No, no siento eso. Pero creo que se entendió en esos términos. Creo que Hammer y Nailles se vieron como una casualidad social, y no era mi intención en absoluto. Y creo que traté de dejarlo en claro. Pero si no te comunicas, no es la culpa de nadie. Ni Hammer ni Nailles fueron pensados para ser metáforas sociales o psíquicas. El libro se malinterpretó en esos términos. Pero bueno, no leo reseñas, así que no sé en verdad lo que está sucediendo.

 

¿Cómo te das cuenta cuando un trabajo completado te satisface?
Para mi absoluta y permanente satisfacción, nunca he completado nada en mi vida.

 

¿Sientes que pones mucho de ti en el momento en que estás escribiendo una línea?
Oh, sí, sí. Cuando hablo como escritor, hablo con mi propia voz. Es algo tan único como tus huellas digitales y corro el riesgo máximo de parecer profundo o tonto.

 

Cuando te sientas a la máquina de escribir, ¿tienes la sensación de que eres una especie de Deidad que crea un mundo entero?
No, nunca tuve esa sensación de deidad. Todos tenemos cierto poder de control, es parte de nuestras vidas: lo tenemos en el amor, en el trabajo que amamos hacer. Es una suerte de éxtasis, tan simple como eso. La sensación es de “esta es mi ocupación y puedo sacarla adelante.” Siempre te deja una sensación genial. Para resumir, le da sentido a tu vida.
¿Sientes eso durante o después del trabajo? O sea, si no funciona, ¿sigues trabajando?
Me he sentido muy poco esclavizado en mi vida. Cuando escribo un relato que en verdad me gusta, es… bueno, es maravilloso. Eso es lo que puedo hacer y me encanta poder hacerlo. Me doy cuenta de que me siento bien. Me doy cuenta con sólo decirle a Mary y a los chicos, “Bueno, desaparezco, déjenme solo. Nos vemos en tres días.”

 

 

 

 

Relatos para cuando nadie quede en pie noviembre 25, 2008

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En puntas de pie, el mentón bien arriba, los ojos chispeantes

                                                                                                                                      
John Cheever

John Cheever

Hay palabras con un peso tal en la Historia del Pensamiento que terminan condicionándola, moldeándola. Palabras que atraviesan los tiempos en vuelo rasante, palabras con habilidad para matizar sus significados, palabras abiertas, traicioneras, palabras elementales en fin.

Y si hablamos de Historia del Pensamiento hablamos de Grecia o en todo caso deberíamos suponerla, siempre. El término logos, sin duda el más importante en la filosofía antigua y, por tanto, en todas las filosofías, constituye un ejemplo eminente para lo dicho más arriba. Pero cuenta con una particularidad agregada: logos, desde su aparición como palabra, contó con diversos significados, 12 hasta lo que supe.  No hablamos de un término polisémico o multívoco; tampoco de un concepto equívoco ni ambiguo. Esas caracterizaciones pueden aparecer a nuestros ojos, pero los griegos no tenían mayores inconvenientes en utilizar la palabra con éxito y adecuación. Estamos en presencia de una palabra-comodín que pese a su status utilitario cuenta con la limitación de una serie de significados posibles, algunos realmente diversos entre sí, hasta contradictorios. No podríamos hoy con un término semejante; apenas podemos con las palabras que tenemos, y podemos con ellas estampándoles un sentido que apenas nos molestamos en definir o comunicar.

Uno de los significados de logos es el de relato. También significa discurso, medida, verbo, razón, inteligencia, ley, pero, según mi parecer, es la primera acepción indicada la que hace más ruido en nuestra cultura. Lo digo porque – casualmente – el vocablo mito también significaba para los griegos relato. Estamos, creo, ante el ejemplo más rotundo de desplazamiento semántico que se puede encontrar en nuestra civilización: dos palabras que tienen en principio el mismo significado al menos en algunas de sus acepciones; no obstante, son consideradas rivales. El límite que divide lo que podríamos llamar el pensamiento racional, verdadero, argumentativo (logos) del pensamiento, también verdadero, pero arbitrario, mágico, irracional (mito) se encuentra en medio de estas dos palabras. El distingo más tajante que la historia de la filosofía ha practicado versa sobre dos palabras que significan relato. Toda la tradición de nuestro pensamiento emerge desde la distinción entre dos tipos de relatos.

A ningún lector de estas líneas se le habrá escapado que en ambas versiones (mito y logos) los relatos fueron calificados de verdaderos. La bastardeada transmisión de la información a la que llamamos “sistemas educativos” ha disuelto el original sentido de mito por cuestiones ideológicas: la diferencia entre logos y mito debía ser la veracidad de su contenido, es el genuino comienzo de la ciencia, esa parcela de la creación humana que debe cargar con la cruz de la verdad – y hacérnosla cargar, no hay que engañarse – pero sobre todo, espantar a cualquier otra forma con ínfulas de autoridad al respecto. Cuando hablamos de “verdades” somos eufemísticos (o valientes, vaya a saber uno): la verdad exige ser una. Pues bien, esa unicidad de la verdad tiene su génesis en la maniobra que supone el reemplazo (paulatino) del mito por el logos. Es decir, con este desmarque nace cierta versión del autoritarismo que percibimos todos los días junto con el aroma del primer café del día.

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Dos relatos, dos verdades. O mejor dicho, dos formas de verdad. ¿No se trata acaso del tajo que dividirá para siempre – pese a los nobles intentos por la contraria – el discurso científico (verdadero) del literario o ficcional? Los griegos jamás creyeron que sus mitos eran falsos; no podrían haberlo hecho tampoco, sus nociones de verdad y falsedad no eran las nuestras. Quiero decir, el hecho de que una historia mítica sea imprecisa en el tiempo, remota y fabulosa, en modo alguno significa para los creadores de esta palabra que dicha historia sea llanamente falsa, falaz, opuesta a lo verdadero. Podríamos decir que el resultado de las operaciones presocráticas (y por supuesto, más tarde, las ejecutadas por Platón y Aristóteles) no es otro que la degradación del mito en nombre de una verdad que surge directamente del status proto-científico otorgado al logos.

 

Me pregunto – y en esta pregunta estriba el objetivo de esta intervención – si en verdad es imposible (o en todo caso nocivo) reavivar aquella ambigüedad primigenia entre mito y logos; dicho de otra forma, si en verdad es imposible o nocivo salvar aquella versión de la verdad, menos rigurosa, menos sesuda, menos reaccionaria y tirana que la que manejamos todos los días sin darnos cuenta siquiera.

 

John Cheever, a esta altura un clásico en lo que a escritura de relatos cortos se refiere, cuenta con un manojo de relatos a su haber que generan la ilusión de restauración más arriba referida. Desde nuestros días nadie osaría decir – sin recibir acusaciones de insania por lo menos – que un cuento de Cheever o de cualquier otro autor contiene la realidad al modo en que lo hace un tratado de física cuántica o un informe parlamentario sobre los índices de pobreza de un pueblo. (Así de trastornados estamos como sociedad, pero ése es otro asunto). El american way of life es un mito de nuestra era, si no el más poderoso al menos el de consecuencias más concretas y sangrientas. Cheever, en su fulminante retrato del lodazal, parece proponer que el mito vuelva a ser otra forma de verdad, con las mismas chances de legitimidad que la otra, la que todos conocemos, aún sin saber absolutamente nada de ella.

 

Cheever escribe desde el paredón que separa lo que llamamos verdad de la otra verdad, la cierta. No tiene un acceso directo a aquel jardín como otros genios, tampoco practica ninguna ósmosis ni apela a misticismos trucados. Cheever está de frente al paredón, en puntas de pie, el mentón bien arriba, los ojos chispeantes, espiando a la verdad, tomando nota.

 

 

 

 

Hasta que la muerte (o las babas de la mente) los separen

 

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Pocas instituciones son tan paradigmáticas de la modernidad como el matrimonio, ya sea religioso, civil o ambas cosas a la vez. Basta recordar justamente la batalla que se libró entre el clero y los laicos durante tanto tiempo para controlar el acto jurídico o sacramento, según desde cuál libro de fábulas se leyera: la Biblia o el Código Civil. Ciertamente, son pocas también las instituciones que poseen la dosis de cinismo del matrimonio; un cinismo que parece justificado. No descreo de la idea de poder amar a alguien toda una vida; lo que me parece francamente criminal es la idea de encadenarse a ese alguien en nombre de un papel rutinario y estricto a cumplirse todos los días a fuerza de preguntas y respuestas intrascendentes, de gestos vagos con la mano derecha, de fantasías secretas – tan, tan públicas – que jamás incluyen al otro y al mismo tiempo no pueden excluirlo del todo, por la simple razón de que la fantasía tiene como condición de posibilidad el amarre a ese otro.

Todos los escritores serios han escrito más o menos (in)directamente sobre el matrimonio o el concubinato. Me atrevo a decir que son más los escritores – modernos, vale detallar – que escribieron sobre el matrimonio que aquellos que lo han hecho sobre el amor. Pero, como siempre – y para desgracia de aquellos que hacen del comunismo un dogma mucho más férreo y obtuso que las mentes de Marx y Lenin – hay algunos individuos que lo hacen mejor que otros. En este sentido, los relatos de Cheever (junto a los de Raymond Carver, hay que decirlo) son lapidarios. Supongo que la coincidencia espacio-temporal del matrimonio civil con el espasmo consumista de ciertos estratos de la sociedad norteamericana proporcionan un caldo ideal; supongo también que el talento literario de Cheever es decisivo al respecto.

 

Quiero decir: no es lo mismo un matrimonio anglicano en la Londres de Dickens o un enlace ortodoxo en la San Petersburgo de Dostoieski que un matrimonio del Este norteamericano a mediados del siglo XX. No podemos pedir lo mismo literariamente. Hay ciertas proezas de la imaginación que no se le pueden pedir a nadie, siquiera a la literatura, que es la ciencia de la imaginación.

 

El camión de mudanzas escarlata es, además de uno de los mejores relatos de nuestro autor, una oda sangrienta sobre el matrimonio. Estimo que una de las claves de este relato estriba en la descripción contextual que Cheever dibuja al comienzo: familias perfectas con casas perfectas y perros perfectos y coches perfectos y cuerpos perfectos y así podría seguir un rato largo. Ése es el marco desde el cual se enfoca el drama íntimo, acaso una brillante metáfora de nuestro mundo (aunque este mundo es de cualquiera menos nuestro), de nuestro viejo mundo moderno, que de lejos, en conjunto, en un golpe de vista a la manera de un ejercicio gestáltico, se insinúa perfecto, dorado, rubio, despreocupado, ingenioso y que, al reducirse la distancia, al acotarse la perspectiva, se muestra quebrado, dramático, atragantado, rojo como la sangre vertida en un lavabo salpicado de cabellos largos y teñidos.

El relato vira desde ese paisaje hacia el desgarramiento de dos matrimonios que, de tan diferentes entre sí, resultan idénticos en sus causas y en sus consecuencias, en sus noches dulces y en sus madrugadas nevadas, solitarias, silenciosas, regadas de whisky y ansiedad. El primer matrimonio, recién llegado al exclusivo barrio, presenta a un hombre alcohólico que, en cuanto calienta el gañote, se entrega a números exhibicionistas y a diatribas morales de lo más lúcidas e incomprensibles para sus destinatarios. (Reformulación urgente: la incomprensibilidad de las diatribas tal vez surja directamente de su lucidez). También presenta el primer matrimonio a una mujer abnegada y, a su vez, no completamente resignada a que su marido ya no sea el mismo hombre de quien se había enamorado antaño. Dicho matrimonio está condenado a cambiar de vecindario todas las temporadas a causa de las implacables funciones del hombre, que, por cierto, lejos está de ser un simple borrachín. La lucidez del alcohol, un aspecto tan influyente en las bambalinas de la literatura como las amantes impacientes, la falta o el exceso de dinero.

 

El segundo matrimonio, afincado ya en el vecindario y rebosante de aprobaciones por parte de los demás, presenta a un hombre discreto y juicioso junto a una mujer ingenua y comprensiva a la vez. Este segundo matrimonio es el único que mantiene alguna relación con el primero tras los escándalos; este segundo matrimonio es el que aconseja, consuela o compadece en secreto al primero hasta que se marchan puntualmente de la ciudad. Este segundo matrimonio es el que luego de la partida del primero, por razones análogas (principalmente las etílicas-masculinas), inaugura un peregrinaje similar. El “pasaje”, si es que hay que buscar alguno, es simplemente el paso del tiempo y de ciertas goteras que produce en el hombre del segundo matrimonio cierta situación desesperada del marido del primero, que ya solo, postrado y enloquecido precisaba de la ayuda del hombre del primer matrimonio, su único amigo.

 

El paso del tiempo, las babas de la mente: un tendido de babas imperceptibles atravesando todas las ciudades y los mares, las babas que nos conectan y desconectan con los otros que son como nosotros. Las babas mentales de los casados. El paso del tiempo. Sí, el espacio insondable que se tiende desde que compadecemos a alguien (o a algunos) hasta que nos vemos en la piel y en la sangre de ese mismo alguien. O peor: hasta que nos vemos como un remedo algo despintado de ese alguien, un alguien que al menos era original. Un alguien al que únicamente nosotros creíamos original.

 

 

 

 

La indecible lección

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Son horribles los padres cuando amenazan con dar a sus niños “una lección”; siquiera ellos se lo creen, a no ser que el fascismo realmente ocupe sus cabezas, pero de todos modos amenazan, como si fuese un vicio aún no declarado como tal por la OMS. Todos andamos soportando amenazas de lecciones y también propinándolas; todos adoramos aleccionar y aborrecemos ser aleccionados. Gee-Gee (así se llama el hombre del primer matrimonio) quiere “enseñarles”, tiene la necesidad de darles una lección a todos esos remilgados del vecindario. Necesita espetarles a todos los snobs de todos los vecindarios del mundo una lección que no puede enunciar, una lección que no tiene palabras o que, en el mejor de los casos, si las tiene, son ininteligibles para los demás. Gee-Gee cree, también, para Charlie (ese es el nombre masculino del segundo matrimonio).

 

No lo sabrás nunca. Tú también eres un maldito remilgado” le dijo ante la insistente inquisición.

 

¿Se equivoca Gee-Gee? ¿Se trata por ventura de un adicto como cualquier otro, algo sagaz, corroído por la soberbia, sin ningún misterio real bajo el manto de insinuaciones? ¿Se equivoca Gee-Gee, teniendo en cuenta el destino de su amigo, casi una continuación de su propia labor agitadora?

No y sí.

No porque, es cierto, Charlie es un remilgado más, no entiende la lección de la que habla y aún en su escalada de violencia y alcoholismo, aún en la investidura que de alguna manera recibe para continuar con la lección, no entiende una maldita palabra de la lección porque la lección no está hecha de palabras-elegamentente-ordenadas-y-sintácticamente-irreprochables. La ejecuta y ya.

Sí porque en realidad no había nada que entender. Gee-Gee miente únicamente en una cosa: la acusación de incomprensión hacia el otro, hacia todos los otros, presupone la comprensión propia. Pero Gee-Gee tampoco sabe nada de la lección; la lección simplemente lo toma y actúa a través de él, lo enfurece, lo degrada, lo enaltece, lo aísla, lo penetra. La equivocación de Gee-Gee anida en la creencia de su propia sabiduría. La lección, la gran lección – muda, histérica, húmeda -, estaba aleccionándolo a él también, entre los bríos helados del alcohol y el asco elemental por los demás.

 

Ninguno de los dos portavoces (mudos en lo esencial) de la lección saben nada de la lección, nada que sea del orden del saber tal como lo conocemos. Ellos son la lección, la carne de la lección, sus argumentos. Especies de payasos enloquecidos que sienten en sus cuerpos y almas los tonos de una lección que no pueden dar más a trompicones por encima de las mesas ataviadas y borrachas de los colmos del sistema. Payasos cuya función consiste en ser abogados de “…los lisiados, los enfermos, los pobres; de todos aquellos que sin ninguna culpa vivían una existencia miserable y dolorosa”. Payasos cuya función tal vez sea, pensándolo un poco, la de sostener a este mundo en medio de tanta infamia.

 

 

 

Los desaparecidos

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Los relatos de Cheever suelen acabar (o suelen ser abandonados, no entremos en discusiones vanidosas) de maneras diversas. Se me dirá que todos los grandes cuentistas, aunque más no sea a fuerza de su voluminosa producción, tienen cuentos con finales para todos los gustos. ¿Están seguros? Chequeen eso, no parece cierto.

Sin enterarnos, al elogiar a un hacedor de relatos (cuentista suena más eficaz, más perfecto ¿no es cierto?) estamos elogiando a alguien que sabe abandonar a un hijo imperfecto en el desierto (por el contrario de lo que aseguran los dichos populares, los hijos siempre son imperfectos, esa es la verdadera excusa de la paternidad). Y que sabe abandonarlo a tiempo. Sin perjuicio de lo dicho, hay maneras y maneras de abandonar; al fin y al cabo todos estamos obligados a abandonarlo todo. El mérito del buen hacedor de relatos es hacer pasar al abandono por un hecho natural. Tal vez lo sea; digo, un buen final tal vez sea una disposición natural. En cualquier caso, si a un escritor se le cree el fin de un cuento su nombre está salvado.

El camión de mudanzas escarlata finaliza con la siguiente frase: “[…] pero una vez más tuvieron que mudarse al final de aquel año y, al igual que los Folkestone, desaparecieron de las ciudades de las colinas”. Ambos matrimonios están hechos de la sustancia de la desaparición. Desaparecen de las ciudades y del relato como si fuera lo único que podía pasar, el único suceso plausible dadas las circunstancias.

 

Es el Matrimonio – en tanto institución – el que desaparece. El Matrimonio y el relato. El Matrimonio, el relato y las huellas cada vez más tibias de una lección que sabe a espanto y que se manifiesta en impudicias desnudistas y borrachas en las mesas atiborradas de los hombres vacíos; aquellos hombres vacíos, los únicos en franca posición de disfrutar del desfalco, los únicos suficientemente enterados como para no poder hacerlo.

 

 

Mome

 

 

Richard Ford y un incendio al margen agosto 17, 2008

Los cuentos de Richard Ford me remiten, en su gran mayoría, a los cuadros del pintor norteamericano Edward Hooper. Es en Hooper donde encuentro a los personajes de Ford. Es en Hooper donde veo el color de los cuentos, el juego de luces, el silencio, los reflejos, el perfil de la narrativa de Richard Ford. Pienso en los cuentos de Ford, específicamente en Imperio, y en el vagón de tren donde transcurre la mayor parte del relato, y no puedo dejar de figurarme a los personajes en el vagón pintado por Hooper en su cuadro “Coche de Asientos”. Pienso en la indiferencia de las miradas, en el silencio apenas roto por diálogos cargados de culpa e infidelidad. Veo a Marge observando por la ventana el incendio, y pienso en “Gente al sol”; en ese horizonte anaranjado, violento, rabioso. “El mundo está en llamas, Vic. Pero no causa ningún daño. Se limita a arder hasta apagarse.”, dice Marge, esperando arder también. No hay nada más enriquecedor, a mi juicio, que una literatura que logra un diálogo directo con otras obras de arte. Ford lo logra en sus cuentos al establecer una conversación con la obra de Hooper. Involuntariamente, o no, Ford desarrolla su obra amparándose en esos personajes solitarios, también presentes en la obra del pintor Norteamericano. Un realismo quieto, que se sostiene en el intimismo, no sólo de los personajes, sino también del paisaje que acompaña al relato. El misterio es una observación al margen; inconfundible por el mero hecho de estar al margen.

 

 

Los sujetos en la obra de Richard Ford, son personajes quebrados, rotos, fracturados sentimentalmente. Se desenvuelven en un mundo sentimentalmente perturbado, alejado de los grandes centros urbanos y consciente de la lejanía. No vemos a la gran ciudad, pero sí podemos ver a pequeños pueblos fantasmas, donde las historias de familias, de traiciones, de mentiras, se apoderan de su trazado. El personaje de Great Falls, lo resume bien: «Pero nunca he sabido la respuesta a esas preguntas, jamás le he pedido a nadie que me diera su respuesta. Aunque probablemente la respuesta es simple: es la vida baja, cierta frialdad que hay en todos nosotros, cierto desamparado que hace que no entendamos bien la vida cuando en rigor la vida es pura y simple, que hace que nuestra existencia sea como una frontera entres dos nadas, y que nos hace ser idénticos a animales que se cruzan en el camino: vigilantes, implacables, carentes de paciencia y de deseo.” Los cuentos de Ford son esa “frontera entre dos nadas”. Son textos donde la interioridad de los personajes se convierte en dilema y el paisaje en asfixia.  La escritura de estas vidas es la única manera de encontrar, o intentar, alguna respuesta. Son sujetos que no saben porqué actúan como actúan, como también es una literatura que no sabe por qué se escribe -más allá de lo subversivo de su inutilidad. Quizá sea la única forma de llegar a algún lugar (si es que hay que llegar a alguno), escribir acerca de esos secretos que nunca se podrán contar de forma certera. Constatar el misterio. Intentarlo, al menos.

 

 

 

Podemos encontrar un estilo similar al de Ford, en los cuentos de Raymond Carver. En un artículo escrito por Carver, sobre el cuento, podemos encontrar una cita que está en la misma sintonía que los cuentos de Ford: «Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.” Los cuentos de Ford, por sobre todas las cosas, hablan acerca de ese «ser humano reconocible», al que apela Carver. Relatos que parecen narrados en un bar,  trasnochados y balbuceantes, puestos por escrito. Cuentos que abandonan toda pretensión experimental,  en cuanto a técnica narrativa se refiere, para dar espacio a sujetos comunes y sus dramas sentimentales. Lo que importa, me atrevo a decir, es lo que se dice, no el cómo se dice. Ford aún cree, como lo creía Carver, que hay historias que contar. Y las cuenta. Apela a la necesidad del cuento como forma expresiva, colgándose de las palabras de Cheever cuando dijo «Yo estoy seguro de que, en el lecho de muerte uno se cuenta a sí mismo un relato y no una novela o un poema.» Cuando la mayoría se atreve a sostener que ya no hay historias nuevas, sino sólo formas distintas de narrarlas, Ford se atreve a contarlas de un modo tradicional. Y, para peor, lo hace bien.  

 

 

 

 

 

 

R.S