La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Rodrigo Fresán y El fondo del Cielo: El dj de tu memoria octubre 29, 2009


Un nuevo libro supone -como un principio algo dogmático, quizá- una lectura libre de antiguas marcas. Sin embargo, y tras leer el recién editado El Fondo del Cielo, del escritor argentino Rodrigo Fresán, entiendo también que un nuevo libro viene a consolidar ciertas obsesiones, a sumar partes al gran juego de una obra, a confirmar sospechas y a erradicar falsas hipótesis.

Definida por el autor como una novela con ciencia-ficción antes que una novela de ciencia-ficción, El Fondo del Cielo presenta la historia de dos primos judíos, Isaac Goldman y Ezra Leventhal, que viven en Nueva York y son fanáticos del género. Fundan una revista y un club, conocen a un extraño amigo llamado Jeff, se relacionan con jóvenes que tienen preferencias similares a las de ellos –aunque guardan la distancia de aquellos que se sienten únicos-, y quedan marcados por una chica que ven un par de veces en su vida.

El teórico posmoderno Jameson decía que “un pasado sólo se deja recuperar en términos estéticos” y lo planteado por Fresán parece seguir la misma lógica. Ir al pasado, pero utilizando ciertas estrategias narrativas de la ciencia-ficción. Más que de futuro la novela habla de pasado. De recomponer una historia, de indagar en el recuerdo. Se trata de no perder la memoria. O, mejor, de que la memoria se ocupe de preservar ese momento maravilloso –y por eso a veces espantoso- que cambió el orden de los hechos futuros. Un momento que sea todo lo recordemos porque es lo único que merece ser recordado.
 
 
 Porque la historia de lo que fue -toda teoría, o ensayo histórico- es también una novela de ciencia-ficción. (El Fondo del Cielo, p.17)
 
 
 Así es como todo lo que podemos obtener del pasado son textos múltiples, plurales, que intentan ordenar esa zona oscura donde todo es posible, donde todo puede haber ocurrido, donde todo es pasado. Isaac, Ezra, la chica y Jeff (a su manera) describen los hechos a través de una escritura que se sabe llena de posibilidades. Organizan los sucesos siempre con la política de la duda, y procuran reescribir un lugar que ya no existe, pero que puede volver a inventarse. Y no sólo puede volver a inventarse, sino que resulta una obligación: hay que poblar el recuerdo, evitar el final, construir finales alternativos, verse atrás, muy atrás, cuando todo parecía estar mejor, cuando la tragedia aún no se anunciaba.

Las convenciones de la ciencia-ficción, como ya he dicho que el mismo Fresán sostiene, intentan ser subvertidas. Se trata de escribir una ciencia-ficción al revés, hacia atrás. Pero la idea tiene que ver, presumo, con una desconfianza hacia la idea de futuro, la cual, por lo demás, ha estado asociado a una mala concepción de lo que entendemos por progreso. Parafraseando a un grupo rock argentino: el futuro llegó hace rato. La desconfianza hacia este tipo de discursos no está presente sólo en El Fondo del Cielo. Es posible rastrearla en otros libros del autor. Cito como ejemplo un fragmento de Mantra:

 
El futuro como opción, como artefacto modelo “lo-que-vendrá”, estaba definitivamente vencido. (…) El espacio interior suplantó al espacio exterior y utilizamos toda la potencia tecnológica y futurista que supimos conseguir para dedicarnos a explorar el pasado (Mantra, p.193)
 
 
En El Fondo del Cielo esta sensación se pone de manifiesto, a través de una operación de recuperación. Escribir una noche, como quien escribe e inscribe un recuerdo, como quien funda una memoria egoísta, pero necesaria e incluso salvadora.

Un relato de ciencia-ficción que quiere ser otra cosa -que habla otro idioma que no es el idioma del género- pero que no puede dejar de ser lo que es. (…) Hay un momento de la vida (…) en que el propio pasado se convierte en algo paradójicamente futurista. Entonces, ya lo dije, el acto de recordar tiene algo tan tecnológicamente inexplicable como cualquiera de esos milagros de culturas extraterrestres tan avanzadas que resultan inalcanzables. Y así, de pronto, nos descubrimos preguntándonos qué pasó, qué sucedió, qué es verdad y qué es mentira de todo eso que volvemos a contemplar cuando retrocedemos en los años. (El Fondo del Cielo, p 56)
 

¿Y qué es lo que se quiere recuperar? ¿Hacia dónde conduce el viaje? Isaac y Ezra no hacen todo el camino juntos. Comparten una infancia, pero se separan. Ezra se va, e Isaac se queda. La distancia poblada por una protagonista: ella. Ella que tampoco está, pero que se hace presente en el recuerdo de ambos, como personaje fugaz pero protagónico de una infancia utópica y lejana.
Y es que el amor, entre tanta tecnología y desarrollo, entre la idea de progreso y cambio, vuelve a estar presente como un lugar al que siempre se regresa. Pero el amor que aquí aparece no es un amor cualquiera. Es un amor hacia un pasado, hacia un momento. No hay señales – al menos Fresán no logra transmitir esa sensación- de un enamoramiento tal y como lo entendemos, porque el amor que aquí sobresale es sinónimo de resistencia: una disposición a no olvidar.

Mi memoria no es un palacio. Mi memoria es una nave espacial girando en una órbita muerta alrededor del pasado. Allí estoy yo, desde allí transmito, en trance, como un disc-jockey de medianoche» (El Fondo del Cielo, p.118)


Hay otro planeta: un planeta que ya había aparecido en Trabajos Manuales (“Urkh 24, un lejano planeta al borde de la nebulosa de Nim” p.68 ) y también en La Velocidad de las Cosas. Y ahí, en la segunda parte de la novela, es donde el texto, a mi juicio, alcanza sus niveles más altos. La contundencia de una voz con gran fuerza expresiva y dramática que narra, por una parte, la expedición de unos soldados por Irak y, por otra, ese narrador no-humano que habla sobre los hombres desde la distancia, emulando un verdadero relato de ciencia-ficción, pero cuestionando el género.

¿Les gustaría que me expresara con la dialéctica obsesiva de sus novelas de ciencia-ficción y los sepultara bajo obsesivas toneladas de datos irreales intentando así ganar en verosimilitud? (El Fondo del Cielo, p.158)

La tercera parte, la parte de ella, resuelve y dota de sentido la novela. Una especie de revelación; relato apocalíptico que se nutre de esa construcción de fines del mundo que realiza la narradora. Cada uno tiene como objetivo alterar ese final que se advierte como ineludible. Porque ella, la chica que Ezra e Isaac recuerdan, tiene la aspiración de salvarlos. Aunque sea imposible no llegar a un final, ese final, cree ella, puede ser un final feliz. Y ése es su gesto de amor. Ésa la manera en que los preservará.

En El Fondo del Cielo la presencia de una amistad de la infancia vuelve a ser una constante que Fresán ya ha explorado en sus libros. Pienso, por ejemplo, en el antes citado Mantra. También ahí la construcción de una amistad forja una complicidad que repercute en la memoria del protagonista. Y en esa novela el amor también encuentra su lugar, con el personaje de María-Marie. El escritor argentino, en esta novela, vuelve a aplicar una estructura similar, pero la dota de otro escenario, indaga en las potencialidades de un género, realiza sus constantes homenajes narrativos (a Bolaño, por ejemplo: “Ésta no es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos -El Fondo del Cielo, p.254).


Y también tiene otro gesto: juega con la historia actual como escenario. La ya mencionada Guerra de Irak, la caída de las Torres Gemelas, sirven de escenario para que la voz autoral -y aquí está su gran virtud- narre desde el futuro. Porque lo que El fondo del cielo esconde, lo que evita aduciendo no ser una novela de ciencia-ficción, es que lo que se soñó ya llegó, ya está entre nosotros. Todos los sueños contados en esas novelas de Dick u otro, son posibles de encontrarse acá. ¿Cómo y para qué escribir ciencia-ficción, entonces? Fresán parece sostener que los extraterrestres nunca llegaron porque siempre han estado acá. Y que nadie de afuera destruirá nuestro mundo, sólo observarán –desde Urkh 24, por ejemplo- como nosotros nos encargamos de hacerlo.

Lo que va quedando, lo único que aún preservamos tras la catástrofe, tras todas las catástrofes, son los sentimientos que se engendran en nuestra siempre cruel infancia. Y hay que cuidarlos. Por eso el viaje es hacia atrás. Por eso hay que preservar la imagen de una foto. Por eso Ezra e Isaac tienen que mantenerse en ese paisaje donde la nieve no se ha derretido aún.

Ella, la protagonista de la historia, tiene ese poder que recuerda a un pequeño demiurgo. Y es posible realizar una lectura de la novela también desde ese lugar: la de la mujer que contempla el fin del mundo, que ya lo conoce y que intenta, a través de la escritura, preservar a los suyos. Que elige. Que determina. Que entiende algo que está por sobre las pequeñas fantasías masculinas. Una mujer que se sacrifica al casarse con Jeff –para evitar un mal mayor- y que no olvida. No indagaré más en esto porque sería necesario revelar cierta línea argumental, no obstante, toco el tema porque creo que ahí hay material sobre el cual escribir en algún futuro texto. Esa voz robótica, extranjera –es del mundo pero no se siente de este mundo-, se personifica en un personaje que parece que sí conoce el secreto.

Rodrigo Fresán escribe una novela que suma y completa su obra. Es cierto que el escritor argentino se nutre de múltiples influencias (imposible no pensar en, por ejemplo, Roth o Bellow cuando se narra en la primera parte la historia de estos dos primos judíos, y más cuando se relata la historia de la muerte del padre de Isaac), pero es ya el momento de entender su escritura como un universo entero, donde todos sus libros dialogan entre sí, construyendo, a estas alturas, un planeta propio. El Fondo del Cielo viene a sumar un capítulo más a ese mundo que empezó a narrarse ya en Historia Argentina. Y que, por más que en esta novela Fresán nos advierta que el final está siempre cerca, sigue abriendo mapas.

R.S

 

 

 

Herzog de Saul Bellow o la literatura como élan hiperbólico octubre 12, 2008

 

  

Novelas-engranaje

 

 

 

 

La teoría literaria (esa teoría que, como todas, cambia cada cinco minutos e impugna así sus pretensiones de continuidad, de estatismo; las pretensiones científicas por antonomasia) ofrece opiniones para todos los gustos respecto a la forma en que la literatura – o mejor su hipotética “historia universal” – procede. Algunos hablan de acumulación, otros de una dialéctica guiada por rupturas decisivas; también hay quien piensa en una continuidad racional, progresiva, y quienes se dedican a encajar las obras literarias en compartimentos prefijados con criterios históricos más bien vagos, tomados de otras áreas de estudio, o apenas aggiornados.

Para los que ven una continuidad en la historia de la literatura, o en este caso más acotado, en la historia de la novela como expresión formal, no pasa inadvertido (a no ser que se trate de verdaderos botarates reaccionarios, que los hay y hasta comandan editoriales o suplementos culturales a veces como recompensa) que existen mojones en esa planicie extendida. Para los que se enrolan en la visión “rupturista” prácticamente todos los libros producen cicatrices y hendiduras; se produce una suerte de paranoia inversa que hace que cualquier novela que contenga una tipografía novedosa o en la que el autor converse con sus personajes se transforme en una revolución literaria únicamente por esos guiños. Desde ya, no es la discusión más importante que la vida (y su denuncia, la literatura) puede presentar, mucho menos cuando las posiciones son tan inconciliables por sus respectivas miopías. Pero dentro de este panorama incierto (sumamente no-científico, dejémonos ya de embromar) pueden surgir a veces conceptos sugestivos que cooperen a valorar una obra en su justo punto, al menos cerca de ese punto, que por supuesto no existe y no por eso deja de pesar o de tener sentido.

Un concepto de esas características es el de novela-engranaje, o novela-gozne. Los límites, siempre estamos hablando de lo mismo, pero un concepto como éste, en lugar de tajear la historia de forma fulminante o de hacer la vista gorda a los hiatos formales, a las verdaderas subversiones, establece mejor una zona de frontera – tierra de nadie podría llamarse también – antes que un límite preciso, ilusorio por demás, imposible. Existen novelas que funden de tal manera sus contenidos (y seleccionan de tal manera sus contenidos – no se tache esta opinión de esteticista o formalista) que se convierten en arena incierta, revulsiva, profética, ávida de libertades.

 

Arena, me resulta adecuada la metáfora: el suelo de la novela-engranaje es movedizo, volátil, endeble en apariencia, pero en verdad emerge de siglos de sedimentación, de procesos ramificados que coadyuvan en ella misma.

 

Pues bien, la novela de Bellow me parece un buen ejemplo de novela-engranaje, de la que por definición los ejemplos no pueden abundar. Supongo que El Quijote, El proceso, Nadja en algún sentido, Ulises por supuesto, Crimen y castigo, pueden ser algunos. Es lícita la pregunta: ¿por qué Herzog al lado (en medio) de semejante elenco? ¿tiene que ver esta inclusión con valoraciones en términos de “grandeza literaria”?. No tengo respuestas firmes para estas preguntas: en principio, Bellow está más “fresco”, más tibio que el resto de los autores citados, más cercano en el tiempo y por tanto menos sacralizado. Por otra parte, no puedo incurrir en apreciaciones como las de Martin Amis, que considera a Bellow el mejor escritor estadounidense de todos los tiempos: no he trabajado en la obra de Bellow como en la de otros escritores norteamericanos y además – para qué mentir – no creo, de acuerdo a lo que llevo leído del autor de Herzog, que los argumentos de Amis sean honestos. Digo, existiendo Faulkner, Whitman, Salinger o Kerouac.

De todos modos, la ascensión de una novela a la categoría de novela-engranaje no parece guiarse por una cuestión calidad literaria exclusivamente. La propuesta de un nuevo estilo o la presentación de una nueva dialéctica (acaso no-dialéctica) de forma y contenido encarama por lo general al autor de esas disonancias, lo proyecta al rango de vanguardista universal, pero eso no significa que de inmediato pase a ser el autor mentado uno de los mejores-escritores-de-la-historia (categoría siempre obtusa, arbitraria, dicho sea de paso). Dicho de manera más concreta: la novela-engranaje no debe ser necesariamente la mejor-novela; en efecto, rara vez lo es. Aún más: la novela-engranaje tiene destino de impugnación contemporánea, adolece por naturaleza de excesos, protuberancias, apuestas desprolijas, pasiones desbordadas por cierto fundamentalismo – más o menos consciente – que subyace a lo escrito.

 

La genialidad exime muchas veces de atributos tan severos como la brillantez o la consistencia, y la novela-engranaje es un rasgo de genialidad, un chispazo cruento y delicioso de la intemporalidad de lo artístico, intemporalidad que muestra credenciales de futuro para distraernos, para no abandonar el viejo hábito de la zanahoria y los desesperados.

 

 

 

 

 

 

 

 

La literatura como epidemia

 

 

 

Entre las señas particulares que hacen de Herzog, según creo, una novela-engranaje, hay una que despunta: es, para llamarla de algún modo provisorio (y algo ambiguo, lo admito), la literaturización de la vida. Pasando en limpio: Moses Herzog, el protagonista de la narración, es un hombre-como-cualquier-otro, lo han traicionado en el amor y ha traicionado él también; posee una estatura mental aceptable y ha conocido lugares y personas que lo mejoraron a él mismo como persona. Tal como decía, un hombre de lo más común, considerando a la sociedad norteamericana como patrón y a occidente como pauta cultural, por supuesto. Pero todo hombre común tiene sus latiguillos, sus pequeños rituales, sus costumbres; y este tal Herzog tiene la no muy ortodoxa de escribir cartas mentales todo el tiempo a destinatarios que abarcan la gama más amplia que el alborotado siglo XX pueda facilitar.

 

Es así, simple, claro – como rezan ahora las publicidades de telefonía celular – el tipo escribe (todo el tiempo) con la cabeza, con el pensamiento, con los genitales, con el cuerpo, con la sombra del cuerpo. Escribe con la mente del otro, con la sombra del otro, con la huella del otro.

Pero jamás escribe con el otro.

 

El Presidente de la Nación, su psiquiatra, un científico de elite, su ex mujer (que lo abandonó con su mejor amigo), su ex mejor amigo (que se fue con su mujer y uno de sus hijos), amantes multiétnicas, Baruch Spinoza son algunos de los destinatarios de las epístolas mentales. Moses codifica la vida a través de la escritura, ciertamente como a cualquier escritor le cuadra, pero Moses lo hace todo el tiempo, y lo hace en una versión tan volátil como la referida. Moses, que no es rigurosamente (como podríamos suponer legítimamente) un escritor, lo que hace es relacionarse con el mundo a través de palabras escritas, aunque esa escritura sea mental la mayoría de las veces. La escritura, la transposición en palabras de todo el complejo afectivo, pasional y político del hombre, es el verdadero mundo de Moses Herzog en su cruzada, en su abrasadora circunstancia.

Moses Herzog está alejándose del mundo: la modernidad se le ha revelado – a través de su derrotero personal y del golpe de la traición de sus laderos – un fraude, una puesta de escena decepcionante, aniquilada. No es indignación lo suyo, en todo caso es muy sutil su forma de reprochar; lo suyo es el desencanto, pura perplejidad, un enorme gesto de desapasionada pavura ante lo que se tornó extraño, ininteligible, grotesco, homicida.

La única conexión con ese mundo, o mejor dicho el único vínculo (que da una idea menos fuerte que la de conexión, que relata más el costado de Moses que el costado del mundo) con la realidad es la escritura. Una escritura instantánea, fulminante, informe, de poco tranco y – por sobre todas las cosas – de poca paciencia. Una escritura contradictoria, sensual a veces, brutal en otras; desenfadada en algunos casos, cohibida en muchos otros. Literatura. Literatura al fin.

 

 

 

 

(Nota al pie de página en medio de la página: lo que escribe Moses Herzog son cartas. Misivas más o menos solemnes. Lo dicho alcanza para la polémica: ¿es literatura la correspondencia?. Con menor grado de generalidad: ¿Moses está haciendo literatura con su correspondencia?. De ser así, ¿lo hace a conciencia?.

Soy de la opinión de que no cualquier cosa es literatura, pero en este caso considero que la encrucijada moral (y ontológica) desde la cual son escritas las esquelas, la actitud con que son delineadas, las convierten en literatura para Moses. O quizás no para él, pero a quién le pueden importar las peripecias de la conciencia cuando la relación del mismo Moses con el mundo se torna un puñado de palabras entrelazadas, se torna estética. Qué puede importar tampoco que los destinatarios no se enteren de las mentadas cartas. Sería como decir que Kafka murió sin saberse un escritor por aquella manía de guardar papeles en un arcón y encargar incendios a los amigos. )

 

 

 

 

 

 

 

Una lectura de la deshumanización

 

 

 

 

Es conocida por todos la fruición de la literatura del siglo XX; tan conocida que muchas veces esa característica pasa por la principal de la literatura comprendida en el siglo pasado. No creo que sea como para hacer aspavientos: el mundo – o la vida humana – fue lo que se deshumanizó en el siglo XX a tragos forzados de guerra, postguerra, régimen, liberación del régimen bajo un nuevo régimen, nueva guerra y vuelta otra vez a empezar en una dialéctica coja y endemoniada. La literatura, que ciertamente no es ningún reflejo mecánico de la realidad ni nada parecido (como le han querido hacer decir a Lukács), tampoco puede desdeñar – en tanto conjunto de obras – los fenómenos y elementos que se desprenden de ese proceso.

 

La deshumanización no es un atributo al que pueda reducirse toda la literatura del siglo XX; la literatura, cualquier literatura, es irreductible en tanto no medien maniobras ideológicas o la pura grosería. No obstante constituye una de sus marcas indelebles, uno de sus rasgos distintivos. Desde los arquetipos legados por Kafka (pienso en Samsa, claro, pero más pienso en Odradek) hasta las crónicas de Irvine Welsh hacia el fin de siglo, pasando por los espantapájaros puritanos de Faulkner, las postales (tal vez involuntarias) que Camus hace de los argelinos en El Extranjero o la disolución etílica que Lowry despliega en Bajo el volcán, los humanos deshumanizados habitan la literatura más prestigiada del siglo pasado, la desmarcan de la tradición, la matiza sin agotarla.

 

¿La deshumanización o las deshumanizaciones?. Tengo por cierto que existen varias lecturas de la deshumanización, lecturas-escrituras, se entiende, lecturas practicadas por el autor y volcadas, codificadas, hasta cifradas más tarde en la obra. Bellow, por caso, lee la deshumanización del mundo en una clave que, opino, opera simultáneamente en detrimento de muchas de los gafes que pululan en la tradición que la propia “deshumanización” (casi un género a esta altura) se ha sabido apropincuar. Las genialidades de Kafka – invaluables para literatura universal, proféticas en su tiempo, definitivamente únicas – devinieron muchas veces en genealogías monstruosas y paralíticas que autores posteriores se empeñaron en confeccionar. La deshumanización tiende así a presentarse como una disolución de lo humano más que como su pauperización. La deshumanización de Herzog suda humanismo, se compone más de la líbido castrada del corazón animal que de su mutación irremediable, perpleja, sumisa al fin. Huelga decir que el Chicago de Bellow no es la Praga de Kafka, no se trata de una comparación directa (que ni Bellow ni casi todos los demás resistirían, dicho sea al vuelo) sino de señalar justamente las tonalidades que el sentido de la palabra deshumanización fue cobrando en su avance junto al siglo.

Claro que están la parálisis, la extrañeza, el anonimato, la violencia institucional, la culpa, el genuino remordimiento, el pavor frente a La Ley; pero estos tópicos de la “literatura de la deshumanización” están trabajados de una forma particular en Herzog: no se desprenden como pétalos negros desde la médula de la pudrición sino que surgen (helados, es cierto, lentos, impávidos) de la latencia anestesiada a medias en que se convierte el hombre.

Se ha querido asociar a Bellow con la posmodernidad; esta acusación ya no funciona como ofensa: con mayor o menor convencimiento prácticamente todo puede asociarse con la posmodernidad en estos tiempos; más aún, en esa operación omnicomprensiva parecen consistir los idearios posmodernistas. Pero dentro de esta pretendida asimilación, se ha querido encajar en el molde del hombre posmoderno a Moses Herzog: indolente, algo frívolo, presa de un escepticismo edulcorado y brutal a la vez, básicamente constituido en fragmentos, desgarrado. Parafraseando a Popper, esta no es una hipótesis falseable: la enorme mayoría de los protagonistas masculinos de la novelística mundial calzaría bien en el corset y por otra parte Herzog exhibe la carencia más notoria de la descripción estatutaria del posmoderno: es un hombre atormentado de sentidos internos, a menudo provoca la impresión de que lo que para nosotros es asfalto o alfombras para Moses es un río de lava; Herzog es un hombre enmarañado entre los sentidos y los sentimientos, un hombre con el corazón roto, un corazón que duele. Nada más alejado de la maqueta antropológica posmoderna.

 

O sea, se lleva una vida humana y al mismo tiempo una vida inhumana. En realidad, se quiere tenerlo todo y se combinan todos los elementos con inmensa ambición. Morder, tragar, y, al mismo tiempo compadecerse del alimento. Tener sentimientos y, a la vez, comportarse brutalmente” escribe Moses en una de sus cartas mentales. Toda la novela parece caber en este párrafo, todo el sentimiento de un hombre que más allá de las absurdas bofetadas de la vida (absurdas por lo violentas y absurdas por lo inevitables) intenta “cargar” de sentido a la vida, humanizarla nuevamente. El intento corre por cuenta y riesgo de la literatura, del arte de soportar realidades con palabras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El fin de la escritura

 

 

 

 

 

Blanchot, en su diatriba contra la totalidad del libro, clama por una escritura del afuera, pura exterioridad ella misma, una escritura sin sujeción posible, que no deja huella, o que mejor dicho sí la marca pero borrándola acto seguido. Todo indica que ese es el plan inusitado de Moses: no se trata de palabras que vuelan hacia al aire en un resabio romántico sino de palabras que, aún presuntamente enclaustradas en una mente humana, son pura exterioridad, puro afuera, sin ningún tipo de lazo duradero con ningún tipo de recipiente, las únicas palabras verdaderas que Moses podía decir. Re-formulo: la escritura mental de esas cartas es el único modo en que Herzog puede decir(se) la verdad. Porque estamos hablando de una escritura, no deben quedar dudas de ello; Blanchot otra vez, en La escritura del desastre: “Fuese o no fuese posible, escribía, pero no hablaba. Tal es el silencio de la escritura”.

Hacia el final de la novela se percibe la interrupción de esa escritura, un tenue desplazamiento de las cosas, la realidad, el mundo, hacia un estado inenarrable, invicto de datos, en el que la escritura deberá – irremediablemente – cesar.

 

¿Por qué Herzog, el hombre de los mensajes, el ser que literaturizó su relación con el mundo, dejaría de escribir?. ¿Por qué un hombre, cualquier hombre, deja de escribir?

 

En última instancia, otra vez Blanchot, en El libro por venir: “(…) ¿adónde va la literatura. Sí, extraña pregunta, pero lo más extraño es que si existe una respuesta, esta es fácil: la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición”. Fuera el que fuera el objetivo de Herzog con sus cartas mentales, está cumplido: la consecución infinita e imposible (no por infinita necesariamente) en que consiste la literatura en cualquiera de sus versiones se agotó para Moses, para sus argumentos racionales al menos. “(…) pensando qué otra prueba de su cordura podía dar, aparte de la de no querer ir al hospital. Quizás dejar de escribir cartas (…) ya no escribiría más cartas mentales. Fuera lo que fuese aquello que le había ocurrido en los meses anteriores, aquel hechizo parecía írsele pasando; sí, desde luego, ya no lo padecía” escribe Bellow en la última página de la novela. Resulta extraordinaria la transparencia del proceso de convencimiento por parte de Moses; la literatura se volvió epidemia para él también y debe persuadirse de su “recuperación”. Moses termina engañándose como un adicto en las vísperas de su hipotética (anhelada, improbable) cura.

Moses debe dejar de escribir la verdad para seguir viviendo: su vieja amante (a la que piensa obsequiar con nuevas atenciones, con más cortesía que pasión) está por llegar, Moses se arroja en el mullido sillón y se dispone a oír los sonidos del tiempo. Juraría, juraría, que siguió escribiendo.

 

 

 

Mome