La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Arthur Rimbaud – Paul Verlaine: Dossier de Bruselas julio 11, 2010

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Nota: el Dossier de Bruselas recoge las declaraciones de Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y Madame Verlaine, madre de Verlaine, a partir de la violenta jornada del 10 de julio de 1873 en que la tempestuosa relación de los dos poetas acabó con Verlaine disparándole dos veces a Rimbaud.
Por intermedio de Barril Barral editores, en la traducción de Paula Cifuentes (Arthur Rimbaud, Prometo Ser Bueno: cartas completas,) publicamos hoy este conjunto de testimonios.

 

 

DECLARACIÓN DE RIMBAUD ANTE EL COMISARIO DE POLICÍA

 

10 de julio de 1873 (hacia las ocho de la tarde)

 

Desde hace un año vivo en Londres con el señor Verlaine. Vivíamos de ser corresponsales para los periódicos y dábamos clases de francés. Debido a que su compañía se me volvió imposible, manifesté mi deseo de volver a París. Hace cuatro días me dejó para irse a Bruselas y me envió un telegrama para que me uniera a él. Llegué dos días más tarde y me alojé en la casa de su madre., rue des Brasseurs nº 1. Cada vez que manifestaba mi deseo de volver a París, él me respondía:

Sí, tú vete y verás.

Esta mañana fue a buscar un revólver al pasaje de las Galerías Saint-Hubert que me mostró a su vuelta, a mediodía. Seguidamente fuimos a la Maison des Brasseurs en la Grand Place donde continuamos hablando de mi marcha. Cuando volvimos a nuestro alojamiento hacia las dos, cerró la puerta con llave, se sentó delante y después, tras cargar su revólver, disparó dos veces mientras decía:

¡Toma! ¡ya te enseñaré yo a quererte ir!

Estos disparos se hicieron a tres metros de distancia: el primero me hirió en la muñeca izquierda, el segundo no me alcanzó. Su madre, que estaba presente, me proporcionó los primeros auxilios. Fuimos seguidamente al hospital de Saint-Jean donde me vendaron. Me acompañaban Verlaine y su madre. Cuando terminaron de vendarme, volvimos los tres a la casa. Verlaine me repetía que no lo dejara, que me quedara con él; pero no quise hacerlo y partí a las siete de la tarde, acompañado por Verlaine y su madre. Cuando llegamos a los alrededores de la Place Rouppe, Verlaine se adelantó unos pasos y después se volvió hacia mí: vi cómo metía su mano en el bolsillo y cogía el revólver: di media vuelta y regresé sobre mis pasos. Encontré al agente de policía al que le hice saber lo que me había sucedido y que invitó a Verlaine a seguirlo a la comisaría.
Si éste último me hubiera dejado partir libremente, no lo habría denunciado por la herida que me hizo.

 

 

DECLARACIÓN DE MADAME VERLAINE AL COMISARIO DE POLICÍA

 

Desde hace dos años más o menos, el señor Rimbaud vive con nosotros a expensas de mi hijo, del que se queja por su carácter desabrido y malvado: lo conoció en París y después en Londres. Mi hijo vino a Bruselas hace cuatro días. Nada mas llegar, recibió una carta de Rimbaud en la que le pedía venir y unírsele. Respondió afirmativamente a través del telégrafo, y Rimbaud vino a alojarse con nosotros al cabo de dos días. Esa mañana, mi hijo, con la intención de viajar, se ha ido a comprar un revólver. Después del paseo regresaron a casa hacia las dos. Discutieron. Mi hijo cogió el revólver y disparó dos veces a su amigo Rimbaud: el primero le hirió en el brazo izquierdo, el segundo no le dio. No hemos podido encontrar las balas. Después de ser vendado en el hospital de Saint-Jean, Rimbaud manifestó su deseo de regresar a París y como no tenía dinero, le di veinte francos. Después fuimos a acompañarlo a la estación de Midi, cuando en un momento dado se dirigió a un policía para que detuviera a mi hijo, que no tenía ningún tipo de inquina contra él y que anteriormente sólo había actuado en un momento de extravío.

 

 

DECLARACIÓN DE VERLAINE AL COMISARIO DE POLICÍA

 

10 de julio de 1873

 

Llegué a Bruselas hace cuatro días, desgraciado y desesperado. Conozco a Rimbaud desde hace más de un año. Viví con él en Londres, ciudad que dejé para venir a vivir a Bruselas hace cuatro días, para poder estar más cerca de mis negocios después de que mi mujer, que se quiere separar, me acusara de tener relaciones inmorales con Rimbaud.

Escribí a mi mujer para decirle que si no venía a estar conmigo en los tres próximos días, me iba a pegar un tiro: es por eso que compré el revólver esta mañana en el pasaje de las Galeries Saint-Hubert con su funda y una caja de cartuchos por una suma de 23 francos.

Cuando llegué a Bruselas, recibí una carta de Rimbaud en la que me  preguntaba si podía venir a unírseme. Le envié un telegrama en el que le decía que lo esperaba: llegó hace dos días.

Hoy, debido a mi aspecto triste, decidió abandonarme. Me dio un ataque de locura y le disparé. No me denunció en ese momento. Fui junto a él y mi madre al hospital de Saint-Jean, para que lo vendaran y volvimos juntos. Rimbaud seguía empeñado en quererse ir. Mi madre le dio veinte francos para el viaje: y fue ahí, justo, cuando llegábamos a la estación, cuando se imaginó que yo quería matarlo.

 

 

INTERROGATORIO DE VERLAINE POR EL JUEZ INSTRUCTOR

 

Pregunta: ¿ha sido condenado alguna vez?

Respuesta: No. No sé qué pasó exactamente ayer. Había escrito a mi mujer que vive en París, para que viniera a unírseme. No me respondió. Por otro parte, un amigo, al que aprecio mucho, vino a unírseme a Bruselas, pero dos días más tarde decidió que quería dejarme para volver a Francia. Todo esto me hizo sumirme en la desesperación: compré un revólver con la intención de matarme. Cuando volvía a mi alojamiento, me peleé con este amigo: a pesar de todo lo que le decía, seguía queriendo marcharse. En mi delirio le disparé una bala que le hirió en la mano. Entonces dejé caer el revólver, pero al hacerlo el segundo tiro salió accidentalmente. Me vinieron entonces los mayores remordimientos que existen: mi madre y yo condujimos a Rimbaud al hospital para que lo vendaran: la herida no tenía importancia. A pesar de mi insistencia, persistía en su idea de regresar a Francia. Ayer por la tarde lo condujimos a la estación de Midi. Mientras lo hacía yo le seguía suplicando: llegué a ponerme delante de él para impedirle avanzar y le amenacé con pegarme un tiro. Quizá pensó que lo estaba amenazando a él, pero esa no era mi intención.

 

Pregunta: ¿cuál es la causa de que se encuentre en Bruselas?

Respuesta: esperaba que mi mujer viniera a unírseme tal y como había hecho precedentemente, antes de nuestra separación.

 

Pregunta: no entiendo cómo la marcha de un amigo haya podido desesperarle hasta ese punto. ¿Acaso existen entre vosotros otras relaciones que van más allá de la simple amistad?

Respuesta: no. Es una calumnia que mi mujer y su familia han inventado para molestarme. Me acusan de ello en la petición de separación que ha presentado mi mujer y en la que se basa todo el proceso.

 

Lectura hecha, persiste y firma.

P. Verlaine, Teniente T. Serstevens, C. Ligour

 

 

DECLARACIÓN DE RIMBAUD ANTE EL JUEZ INSTRUCTOR

 

12 de julio de 1873

 

Conocí hace dos años a Verlaine en París. El año pasado, tras una serie de peleas y desencuentros con su mujer y la familia de ella, me propuso irme con él al extranjero: teníamos que ganarnos la vida de un modo u otro ya que yo no poseo ningún tipo de fortuna personal y Verlaine sólo tiene el producto de su trabajo y el dinero que le da su madre. Vinimos juntos a Bruselas en julio del año pasado, y aquí estuvimos durante más o menos dos meses: pero tras comprobar que no podíamos hacer nada en esta ciudad, nos fuimos a Londers. Allí hemos vivido juntos hasta ahora: ocúpabamos el mismo alojamiento y todo era de los dos.

Debido a una discusión que tuvimos al comienzo de la última semana, discusión que nació de los reproches que le hacía por su indolencia y su manera de actuar delante de personas que los dos conocemos, Verlaine me dejó inopinadamente, sin decirme al lugar al que iba. Imaginé sin embargo que había ido a Bruselas, o que pasaría por allí ya que había cogido el barco hacia Amberes. Recibí de él una carta fechada en el mar, que os entregaré, en la que me anunciaba que iba a llamar a su mujer, y que si ella no respondía en tres días, él se mataría: me pedía que le escribiera a Bruselas. Le escribí en seguida dos cartas en las que le pedía que viniera a unírseme en Londres o que consintiera que yo fuera con él a Bruselas. Deseaba que volviéramos a estar juntos ya que no había ninguna razón de tener que estar separados.

Así que me marché a Londres y llegué a Bruselas el martes por la mañana y me uní a Verlaine. Su madre estaba con él. No tenía ningún proyecto determinado: no quería quedarme en Bruselas ya que temía que no habría ningún trabajo en la ciudad y yo, por mi parte, no quería regresar a Londres, tal y como él me había propuesto ya que nuestra marcha habría tenido que producir un efecto espantoso entre nuestros amigos; así que resolví regresar a París. Tan pronto Verlaine manifestaba el deseo de acompañarme para hacer justicia, como él decía, con su mujer y su familia; tan pronto se negaba a acompañarme ya que París le traía malos recuerdos. Sin embargo me insistía mucho para que me quedara con él: tan pronto se desesperaba, como al minuto siguiente se encolerizaba. Sus ideas iban y venían sin ninguna solución de continuidad. El miércoles por la noche, sin ninguna otra salida, se embriagó. El jueves por la mañana salió hacia las seis y no volvió hasta las doce de la mañana. Estaba de nuevo borracho. Me enseñó una pistola que había comprado y cuando le pregunté qué pretendía hacer con ella respondió riéndose: ¡es para ti, para mí, para todo el mundo! Estaba sobreexcitado.

Cuando estábamos juntos en nuestra habitación descendió todavía algunas veces para ir a beber licor: seguía empeñado en no dejarme ir a París. Mi voluntad era inquebrantable. Así que en un momento dado, cerró con llave la puerta del dormitorio que daba al rellano y se sentó en una silla que apoyó contra la puerta. Al principio yo estaba pegado a la pared de enfrente. Me dijo etonces: «toma esto, ya que te quieres ir» o algo por el estilo. Me apuntó con su pistola y disparó un tiro que me dio en la muñeca izquierda. Este primer tiro fue casi instantáneamente seguido de un segundo, pero esta vez el arma no me apuntaba a mí, sino al suelo. 

Verlaine sintió en seguida una enorme desesperanza por lo que había hecho. Se precipitó a la habitación contigua ocupada por su madre y se arrojó sobre la cama. Estaba como loco: cogió la pistola entre sus dos manos y apuntándose, me pidió que le disparara. Su actitud era la de aquel que siente un profundo arrepentimiento por lo que acaba de hacer. 

Hacia las cinco de la tarde, su madre y él me condujeron aquí para que me vendaran. De vuelta al hotel,Verlaine y su madre me propusieron que me quedara con ellos para que me cuidaran o bien que regresara al hospital para que terminara de curarme. La herida me parecía poco grave y seguía manifestando mi interés de ir esa misma tarde a Francia, a Charleville, con mi madre. Esta noticia volvió a precipitar a Verlaine a la desesperanza. Su madre me dio veinte francos para el viaje y salieron conmigo para acompañarme a la estación de Midi Verlaine estaba como loco. Hizo todo lo posible para retenerme. Por otra parte llevaba todo el rato la mano en el bolsillo donde guadaba la pistola. Cuando llegamos a la plaza Rouppe se adelantó unos pasos y después se volvió sobre mí: su actitud me hizo temer que se prestaba a nuevos excesos, así que me di la vuelta y salí corriendo. Es en ese momento cuando pedí a un policía que lo detuviera.

La bala que me hirió la mano todavía no ha sido extraída, el doctor me ha dicho que no podrán hacerlo hasta dentro de dos o tres días.

 

Pregunta: ¿de que vivíais en Londres?

Respuesta: principalmente del dinero que Madame Verlaine enviaba a su hijo. Dábamos también lecciones de francés, pero estas lecciones no nos proporcionaban gran cosa, más o menos doce francos por semana.

 

Pregunta: ¿conocía los problemas y los motivos de peleas entre Verlaine y su mujer?

Respuesta: Verlaine no quería que su mujer continuara viviendo con su padre.

 

Pregunta: ¿no invoca ella también el daño que le produce su intimidad con Verlaine?

Respuesta: sí, ella ha llegado a acusarnos de relaciones inmorales: pero no me voy a tomar la molestia de desmentir semejantes calumnias.

 

Lectura hecha, persiste y firma

A. Rimbaud, Teniente T. Serstevens, C. Ligour.

 

 

NUEVO INTERROGATORIO DE VERLAINE

 

18 de julio de 1873

 

No puedo decir más sobre el móvil del atentado que cometí sobre Rimbaud de lo que ya dije en la primera ocasión. Me encontraba totalmente borracho, estaba fuera de mí. Es cierto que, siguiendo los consejos de mi amigo Mourot, renuncié por un momento a mi proyecto de suicidio: había decidido enrolarme como voluntario en el ejército español, pero tras un intento que hice en la embajada española que no funcionó, volvió la idea de suicidarme. Fue con esta disposición del alma, que la mañana del jueves compré el revólver. Cargué mi arma en una cafetería de la calle des Chartreux: había ido a esta calle a visitar a un amigo.

No me acuerdo de haber tenido con Rimbaud una pelea irritante que pudiera explicar el acto del que se me acusa. Mi madre, a la que he visto después de mi arresto, me ha dicho que había considerado el volver a París para hacer una última tentativa de reconciliación con mi mujer y que deseaba que Rimbaud no me acompañaba: pero personalmente no tengo ningún recuerdo de esto. Del resto, mientras los días que precedieron al atentado, mis ideas no tienen ni pies ni cabeza y les falta lógica.

Si había llamado a Rimbaud por telegrama no fue para que volviera a vivir de nuevo conmigo; cuando envié el telegrama tenía como propósito entrar en el ejército español. Era más bien para decirle adiós.

Me acuerdo de que la tarde del jueves, me esforcé en retener a Rimbaud en Bruselas. Pero, cuando lo hacía, obedecía a sentimientos de pena y deseo que pretendían atestiguarle que el acto que había cometido no había sido a propósito. Esperaba por otra parte que se hubiera curado completamente de su herida antes de regresar a Francia. 

 

Lectura hecha, persiste y firma

 

P. Verlaine, Teniente T. Serstevens, C. Ligour 

 

 

NUEVO TESTIMONIO DE RIMBAUD

 

18 de julio de 1873

 

Persisto en las declaraciones que ya os he hecho anteriormente; es decir, que antes de dispararme con el revolver, Verlaine había intentado retenerme por todos los medios posibles. Es cierto que en un momento dado manifestó su intención d volver a París para hacer otra tentativa de reconciliación con su mujer, y que pretendió impedirme que lo acompañara; pero cambiaba de idea a cada instante, y no se quedaba con ningún proyecto. Tampoco puedo encontrar ningún móvil serio para que cometiera ese atentado contra mí. Por lo demás su razón estaba totalmente atrofiada: se encontraba borracho, había bebido por la mañana, que por otro lado suele hacer cuando no tiene otra cosa entre manos.

Ayer me extrajeron la bala bala de revólver que me hirió: el médico me ha dicho que en tres o cuatro días la herida se me habrá curado.

Cuento con volver a Francia, con mi madre, que vive en Charleville.

 

Lectura hecha, presiste y firma

 

Rimbaud, Teniente T. Serstevens, C. Ligour

 

 

ACTO DE RENUNCIA DE RIMBAUD

 

Sábado 19 de julio de 1873

 

Yo, el abajofirmante, Arthur Rimbaud, 19 años, hombre de letras, que vive normalmente en Charleville (Ardenas, Francia) declara en honor a la verdad, que el jueves 10 del mes en vigor, hacia las dos, en el momento en el que Sr. Paul Verlaine en la habitación de su madre, me disparó con un revólver hiriéndome ligeramente en la muñeca izquierda. Sr. Verlaine se encontraba en un punto tal de ebriedad que no era consciente de su acción.

Estoy totalmente seguro que cuando compró esta arma, Sr. Verlaine no albergaba ninguna intención hostil contra mí y que no había ninguna premeditación criminal en el acto de cerrar la puerta con llave.

Además de que la ebriedad de Sr. Verlaine se debía únicamente a los problemas con Madame de Verlaine, su mujer.

Dejo constancia aquí de mi renuncia voluntaria de toda acción criminal, correccional y civil y desisto a todos los beneficios que la persecución del Ministerio Público contra Paul Verlaine pudieran lograr.

 

Rimbaud

 

 

 

Sobre Paul Valéry May 30, 2010

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Es curioso el destino de aquellos poetas para los que resulta mucho más precisa –y mucho más cara sin duda- la predicción de su obra que la obra en sí misma. Existe el caso de Henry Miller. Miller compuso en varios volúmenes apuntes para una obra que fuese total. En algún pasaje de Plexus imaginó llamarla El Libro de La Vida; la rúbrica con que pondría punto final no sería, irónica o fastuosamente, la del propio Miller, sino la de El Creador.

 

El caso de Miller es facultativo de muchas otras obras; podría creerse que de casi todas. Él tan solo lo puso al descubierto: se atrevió a confesar que todo artista se siente propender a una obra absoluta, erigible solamente en la imaginación y en el deseo. En buena medida, los volúmenes que componen cualquier obra tangible son, a su vez, la noticia que tenemos de una obra absoluta, o tan siquiera, el único rastro posible hacia ella, nuestro vivo consuelo. Que lo absoluto y lo posible se revelen en algún grado antagónicos no debiera resultarnos si no otra senda hacia el enigma humano.

 

De esa obra absoluta no nos es permitido conocer nada más que sus disfraces, sus fantasmas, sus tentativas. Un borrador reemplaza a otro; es absurdo creer que lo supere. La memoria del último se construye en el olvido del anterior. Con pudor o suficiencia llamamos obra en realidad a un interesante y digno acercamiento a algo que, en nuestra fe, vendría a justificar nuestra vida. Olvidamos cada día que se trata tan solo de un acercamiento. Lo olvidamos con necesidad, como con necesidad olvidamos nuestra finitud. Olvidamos la novedad de ayer por la de hoy, porque somos ese olvido, pero por sobre todo, somos la verdad que lo alimenta. El mundo que rodea a un artista nace con cada día, cada día es otro tormento y otra frustración y otra dicha, homologable sólo en forma a la de ayer. El hoy insiste oscuramente a sernos más caro.

 

Paradójicamente, la literatura, como todo aquello que no vaticina un desenlace sino un pasaje permanente, tiene la virtud de abrirnos paso a lo infinito. Es algo que comprobamos cada vez que releemos. Releyendo un mismo verso, un mismo párrafo, puede que estemos repitiendo la primera lectura o congraciándonos de una última: los dos ejercicios son atemporales cuando no sabemos muy bien cuál de los dos estamos ejecutando. El descenso de Don Quijote a Montesinos es un distraído reflejo de esta noción. También el universo laberíntico de Kafka: sabemos que nos hundimos al leer, que ese hundimiento nos lleva con él y que lo que quedará en nuestra memoria no será sino un aroma, un sabor, una sensación de lo leído. Es difícil recordar pasajes, mas no estados de ánimo. Posiblemente ése sea nuestro aroma, nuestro sabor, nuestro sentido. La literatura parece así no disponer más que nuestra vida en función de otra vida en ausencia: la eternidad de la obra despierta un efímero sentido de eternidad en quien la lee. Asimismo, componiendo apuntes para una obra absoluta o imposible o por siempre futura, pareciéramos estar negándonos o bien a empezarla, o bien a concluirla. Es una de los engaños más dulces que cometemos en la esperanza de llegar a lo que no existe. Siempre que no empiece, como siempre que no acabe, será eterna.

 

Fue Henry Miller también quien –como Heráclito- sintió correr su sangre y su pulso como las aguas de un río de curso inmóvil. Años más tarde dedujo que todas las palabras que escribimos no son sino efímeros sustitutos de la palabra fin.

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Con cierta frecuencia, las épocas literarias –que se precian de existir aunque sus reiteradas cópulas nos hagan sospechar que siempre estamos en una misma e indefinible época literaria- encuentran en una o dos figuras a su máxima representación. Paradójicamente, no son precisamente éstas las que más brillan. Emerson fue acaso más lúcido que Whitman, pero pese a que esa lucidez no le valió Hojas de Hierba, sí le llevó al impulso de Hombres Representativos, cuyo corpus puede tal vez entenderse como el útero en que floreciera el siemprevivo canto whitmaneano. De igual manera, André Breton expuso y abonó como ningún otro autor la cosmovisión surrealista; ésta, si embargo, no se avizora con la misma claridad en su poesía. Hizo falta que Antonin Artaud la pusiera en práctica. Algo parecido también sucede con Auden, cuyos versos no alcanzan ni el rigor ni el acierto de su prosa. El caso de Paul Valéry también puede ser equiparable a este respecto.

 

Son varias las circunstancias que pueden delimitar la figura de Valéry. Una me resulta bastante singular. Valéry nace 1871 y se adentra en la vida literaria en pleno fin de siècle. Pertenece a esa casta crepuscular de artistas que no comulga caprichosamente con las escuelas y la proliferación de los ismos – Marcel Schwob, Huymans y un poco después, Apolllinaire- sino que todo lo exceden, cada uno de ellos constituye una inextricable y solaz escuela. Cierto ardid crítico propende a definir a este período como decadente.

 

En los tiempos de Valéry, aún no se empeñaba todo en manos de la pirotecnia dadaísta y el simbolismo había dejado de ser una novedad para devenir un dogma o un mitin. Algunas notas de Valéry concluyen que Hugo le era aún tan denostable como aleccionador; otras encuentran en Baudelaire a una sombra demasiado ominosa. Eran tiempos de fermento o síntesis, nunca alguno de los dos términos es exacto.

 

Pero en su caso, tal vez por haber sido un poeta ex temporis, es probable que al decir sus tiempos, seamos imprecisos y refirarnos aún a los nuestros. Mucho más extraño es darnos cuenta de que, en realidad, decir sus tiempos como los nuestros son meras conjeturas historicistas en relación con Valéry, puesto que Valéry, proyectándose poeta, proyecta a un único poeta que es todos los poetas de todas las épocas, lo cual importa la máxima hazaña y aún la máxima tribulación: imaginar una obra Absoluta –que es a la vez imaginar al poeta Absoluto- es también no poder escribir finalmente la Obra Absoluta ni ser aún el poeta Absoluto. El abismo entre la proyección y la ejecución, el signo que persigue y mejor describe a Valéry, no pertenece a ninguna época ni a ninguna escuela. Es tan atemporal como fatal.

 

Igual que Auden, Valéry prefiguró una obra cuyo fruto resulta extraño a sus ambiciones. Su tan celebrada El Cementerio Marino o una exégesis de Monsieur Teste acaso costosamente alcancen el vaticinio de los Cuadernos en los que escribía cada día, hora tras hora, tratando de llegar a esa obra absoluta que, por entonces, también soñaba Mallarmé a su lado. Valéry debió haber querido, igual que Henry Miller, escribir una obra que acusara hacia el final la rúbrica de El Creador. Pero en su caso particular, lo que fue pura ilusión en Miller, en Valéry fue la cruel evidencia de un bitácora intelectual sin muchos parentescos en la historia de la literatura.


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Según Sánchez Robayna, la totalidad de los Cuadernos que Valéry dejó del período 1894-1945 alcanza unas 26.600 páginas. Una buena selección ha hecho que en castellano sean tan solo 549. Infiel a los dietarios de vida, Valéry titulaba cada cuaderno. Algunos títulos son denotativos (“Faire sans croire”), otros connotativos (“Jamais en paix!”), otros meramente simbólicos (“G”). La mayoría, sin embargo, no se caratulan de modo alguno. Sánchez Robayna aporta también algún filiación en cuanto al estilo: el fragmentarismo de los Cuadernos sería un epígono de Pascal y de Novalis. Muy poco sin embargo –diríamos que lógicamente- se dice sobre el género de la obra, ya que todo indica que los Cuadernos nunca quisieron ser una Obra, sino la antesala de una. El lector, lo sé, puede no juzgarla de esta manera. Sabe que todo lo que fue Valéry, todo lo que Valéry quiso y no pudo escribir, está allí. Sabe, por último, que esa obra imaginaria y absoluta viaja fantasmagóricamente por sus nervios, tal como viajaba por los de Valéry.

 

Valéry, que fue denostado por publicar varias versiones de un mismo poema, escribió hacia 1929: “existe una ética de la forma que conduce al trabajo infinito (…) Se llega así al trabajo por el trabajo. Para esos hombres deseosos de inquietud y de perfección, una obra no es nunca una cosa acabada, sino abandonada; y este abandono, que es la entrega a las llamas o al público, es para ellos una especie de accidente.”

 

Fue Jacques Rivière quien le quitó a Valéry de las manos alguna de las versiones finales de El Cementerio Marino para darlo a publicación. Desde luego para Valéry, como para muchos otros hombres, que un accidente decrete un fin es siempre mejor que entregarse a él voluntariamente; es siempre menos doloroso.

 

Pero a este respecto cabría preguntarse en realidad si, en todo caso, no acceder a las llamas o al público no puede ser entendido menos como un narcisismo que como una conducta ética. Juan Rulfo publicó sólo dos trabajos y es muy probable, además, que haya escrito solamente dos. Salinger detuvo su obra sin decir jamás por qué la detenía. Kafka dio la dudosa orden de quemar todos sus papeles a Max Broad, habiendo publicado sin gran suerte algunos cuentos y partes de novelas inconclusas. Todos estos hombres vieron un accidente en publicar ya que sabían que la gesta de la obra era mucho más significativa que su resonancia pública.

 

Existe igualmente el caso de Rimbaud. Rimbaud no creía en verdad que publicar fuera algo necesario; era Verlaine quien lo envalentonaba. Es en ocasiones mezquino, en ocasiones alarmante, que cierta crítica crea una frivolidad romántica el silencio de Rimbaud. Rimbaud, al abandonar la literatura y fugarse al África, desprestigió todo romanticismo. Decidió lo que nadie había decidido hasta entonces: matar su vida de poeta, vivir otra.

 

Su accidente, en todo caso, puede que sea de otro orden, y consecuencia de algo que aúne a todo escritor: escribir es corresponder con otras palabras el vislumbre de un primera palabra concedida, una palabra reveladora. Esa palabra que nos fue indicada, ese vislumbre del que fuimos objeto, enciende una obra. Quien escribe no hace más que confirmarse, con el trabajo de toda una vida, haber sido digno de esa primera palabra premonitoria que le conminaba a escribir.
La gran paradoja en torno a Rimbaud es que asumió que todo ya estaba dicho, o que ya nada podría decirse, después de haber cambiado la poesía para siempre.

 

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Pero es la segunda experiencia, la de confirmar la palabra indicada, la que convierte al poeta en un autómata y al poema en una traición. Los Cuadernos de Valéry dan cuenta no sólo del deseo hacia una obra imposible, sino de cada procedimiento, de cada intimidad formal del escritor en la acción intransferible de decir algo en palabras cuando no existe palabra alguna que exprese la pulsión que ha de sustentarla.

 

 “El poeta busca una palabra que sea: femenina, de dos sílabas, con un p o una f, terminada en e muda, y sinónimo de fractura, disgregación, y no culta ni rara – 6 condiciones – al menos. Sintáxis, música, ley de los versos, sentido, ¡y tacto!”

 

 Si bien es cierto que ninguna imposibilidad se manifiesta a priori, es cuando se da el primer paso, cuando se cree que se dará un segundo, que el poeta se adentra en una zona de permanente traición del poema. Cada oportunidad anuncia un equívoco y cada equívoco, la creencia en una nueva oportunidad, puesto que un solo paso parece condicionar y condenar con su acción la de todos los demás, cuando muy sobre todo, lo que condiciona y condena es aquello que inició la marcha.

 

 “El poeta dice – forzosamente: “¡Qué pena que esta palabra tan vocal no signifique lo que me haría falta – !”

 

Valéry –que no fue el primero- supuso la preexistencia de la forma, un halo de luces y sombras que hubiera de ser ejecutado con elementos aunque efímeros, terrestres. En su Filosofía de la Composición, Edgar Poe circunscribió la ejecución del poema a un equilibrio entre cada una de las partes que lo componen; el efecto no sería sino fruto de una serie de sugerencias que en su armonía logran totalizar una esencia. La forma que sólo presumible, que sólo sentida: se sabe de un contenido tan solo porque una determinada forma precisa expresarse a través de él, y no al revés; se sabe de un música que guarda y aguarda palabras.

 

Las palabras -todas las palabras menos una, la que se y nos busca-, se convierten entonces en el oprobio del poema, en su único consorte y a la vez, su más inexorable némesis. La forma guarda en su interior palabras que la harían decirse, palabras que podrían cifrar aquello para lo que no existe palabras, aquello que las incita y las repele. Pareciera igualmente fatal decirlas como no decirlas. Pareciera igualmente fatal que el poema aguarde que las digamos.

 

Ese arañar en la superficie abstracta de una idea, ese sentir la idea a una velocidad tal que no permite demorarse en su expresión, revelaría entonces más, mucho más, que lo meramente articulado en unos versos, en una obra. Hablamos entonces de una suerte de plenitud nerviosa, intransferiblemente humana, imposible de satisfacerse con lo dado. Y hablamos también de que esa plenitud se yergue, en su soledad, en su voluntad de ser; y de que quiere ser y perdurar en su ser, en un ser otro, forjado, que la sugiera, que la corrobore, que la justifique. Un ser otro que sepa entenderse en su justa medida, en su más precisa expresión. Lograr esa expresión como lograr un fin en sí mismo.

 

Si algún día hago un poema,” escribió René Daumal en la introducción a Le Contre-Ciel, “comprenderán mi repugnancia de hoy al llamar de esa manera a las piezas líricas que aquí siguen. Están más cerca del grito que del canto (…) Desaprender a soñar despierto, aprender a pensar, desaprender a filosofar, aprender a decir, eso no se consigue en un día. Sin embargo tenemos pocos días para conseguirlo.”

 

Valéry se confiaba a una expresión poética total que fuese lo que casi es una cosa o casi un acontecimiento, acaso entreviendo que todas las obras se confían a un solo poema, un solo párrafo logrado. Puede que todo lo demás sea tan solo irremediable; puede que sea tan solo literatura.

 

 

M.A

 

 

Correspondencia Rimbaudiana I marzo 27, 2009

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Estimado M-,

 

                                                                                                                                                                rimbaud1 

He caído en la cuenta de que el tema que nos ocupa corre con tantas tribulaciones prematuras y empieza a desgajarse tanto que posiblemente acabemos ambos compareciendo ante ese lugar común de que sobre Rimbaud está todo dicho. De esta manera, aunque parezca no haber confrontación posible, me conmueve saber que el dictamen revela un secreto, que no es que se haya dicho todo por las innumerables biografías, estudios críticos y cuanta reseña pueda uno encontrar; más bien, todo está dicho ya que a Rimbaud, como a ningún otro gran poeta, le correspondió un crimen donde todas las huellas fueran borradas, o sea, un crimen perfecto. El resultado de ese crimen son los 150 años subsiguientes de literatura rimbaudiana, ya que todo lo que ocurrió luego de Rimbaud no pudo sino reclamarlo, consciente o inconscientemente. Éste es uno de los muchos significados del ser voyant, superar el tiempo, escribir para el futuro y dejar tan solo pastizales chamuscados a su alrededor. ¡Pastizales chamuscados! Alguien[1] habló ya de icarismo en torno a Rimbaud, de Rimbaud dándose en cuerpo y alma para destruir y reconstruir la historia de la poesía. Por eso me impondré salvaguardar esta vena en nuestro perfil.

Pero más que todo me urge una reciente revelación. Mientras nos sobreponemos al ya está todo dicho, le conmino a evaluar si, en realidad, algo pudo haber sido dicho sobre Rimbaud alguna vez. Me urge, le digo, pues no hay tal cosa como escribir sobre Rimbaud; es casi blasfemo, un completo fiasco. Es prácticamente intolerable. Me digo, para decir algo sobre Une Saison en Enfer es necesario escribir otro Saison en Enfer; es casi lo único de lo que estoy seguro. Y consecuentemente, tengamos presente en nuestro perfil que no hay forma de conocer y explicar a Rimbaud, que Rimbaud precisa hambres, más que  voluntades epistemológicas a su alrededor. Hambres.

Se lo dejo claro: Leer a Rimbaud es tener hambre de él; y entenderlo es presentir que vamos a ser devorados. Ése es el mecanismo, una suerte de literaturofagia. Rimbaud, querámoslo o no, trazó al escribir una zanja a su alrededor y para saltar esa zanja hace falta rimbaudizarse.

El rimbaudicidio es, como cualquier otro tipo de hambre, un principio de expulsión. Rimbaud está al rojo vivo todo el tiempo y una vez quemadas las naves, una vez sueltas las amarras, algo empieza a apartarnos. Y a eso nos damos, hacia donde ya no es, hacia donde todo empieza, hacia donde la vida, como Rimbaud mismo lo predijera, es ya otra cosa.

El hambre, en Rimbaud, dispone la suerte, estira el camino, traspone los horizontes a la punta de tus zapatos. No obstante, Rimbaud no fue un poeta del hambre, fue un poeta hambriento. No pudo sumarse a un “elenco de desgraciados”; la desgracia fue su Musa y su correa al cuello. La desgracia, el dolor y la conmoción de saber demasiado, pero en particular, el hambre: principio de expulsión,  

 

En el bosque, hay un pájaro, su canto os detiene y os hace sonrojar.
     Hay un reloj que no suena.
     Hay un hoyo con un nido de bestias blancas.
     Hay una catedral que baja y un lago que sube.
     Hay un cochecito abandonado en un monte, o que baja el sendero, corriendo, adornado con cintas.
     Hay un elenco de pequeños comediantes disfrazados, sobre la ruta que atraviesa las lindes del bosque.
     Hay, finalmente, cuando tenemos hambre y sed, alguien que nos echa.

 

 

o principio de invisibilidad,

 

“Debilidad o fuerza: aquí, la fuerza. No sabes donde vas ni por qué vas; entra en todos lados, responde a todo. No te matarán si ya eras un cadáver.» En la mañana, tenía la mirada tan perdida y una fortaleza tan difunta, que aquellos a quienes encontré, tal vez no me vieron.

 

 

Le pregunto, esta inmanente expulsión, esta invisibilidad irreprimible, ¿no son las características que hacen a un auténtico lector de Rimbaud? Al expulsado y al desapercibido, y al que, de una forma u otra, busca aislarse y ser encontrado a la vez. ¡Al invisible!  Rimbaud supone estas claves para su lectura,

y dentro de su obra hay ya un lector a punto de despertar que ha de componer claves también para su propia expulsión. ¿No ha visto alguna vez a lectores que, en un bar, para levantarse e ir al baño precisan primero cubrir la portada del libro que están leyendo? ¿No son ésos los acechadores de una Navidad sobre la Tierra[2] secreta y crepuscular? Me pregunto cuánto pudo pensar Rimbaud en su «libro negro» (así lo llamaba) que forjó un recorrido de ineludible riesgo amparado en un único y absoluto decir.  Hambres que precisan peligrosidad, ardientemente secretas, compulsivamente anónimas.

Resuena en mis oídos como una música desangelada, aquella visión kafkiana, donde el desapercibimiento tolera una disculpa. 

 

Mas para tales casos tenía el empresario un castigo que le gustaría emplear. Disculpaba al ayunador ante el público congregado, añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador.

 

 

Amigo A-, he leído con vivo interés su pedido y me entrego por completo a la tarea de delinear un perfil de nuestro poeta. Le pido, si comparece, que otorguemos el valor de una súplica al sobre Rimbaud ya todo está dicho y bailemos sobre el rumio del catedrático y la sensatez alérgica del estudioso. Los que nunca pierden una sola arruga de la camisa por leer dos, tres, cuatro versos de Le Bateau Ivre.

Hoy fue un día ajetreado y esta página tiene demasiados borrones. La doblo en cuatro, seis, ocho partes y se la envío. Ahí va.

 

Le saluda,

 

                                                                                                        A-.

 

 

[1] Julio Cortázar, Rimbaud, 1941.

[2] Rimbaud, Une Saison en enfer, L’impossible


 

Entre las cosas de este mundo noviembre 20, 2008

… como sombra expatriada que somos

Díaz-Casanueva

 

 

 

                                                                                                                                       Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont

 

Decir que Lautréamont se paró alguna vez delante de un oráculo es falso. Convendría en que el conjuro de Maldoror impuso un oráculo sobre la tierra. No obstante, frente a él, las preguntas no son tan aceptadas como deglutidas. El oráculo Maldoror se come la historia y con ella, a los hombres; luego los devuelve, una vez desnaturalizados, con el desorden inconmovible que hace a quien yerra, solo, aturdido por sus propios pensamientos.

Alguna vez sospeché con Huysmans que las colas de siglo conllevan la agitación y la turbulencia. Hay una suerte de momento bisagra hacia finales del siglo XIX, un pasaje, un túnel que atraviesa la cultura, la psiquis y la cosmovisión de los hombres. La explicación, entendamos, ha de tornarse igualmente turbulenta. No obstante, le cabe oscuramente a dos hombres: Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, y Antonin Artaud.

 

A fines del siglo XIX, Lautréamont emite dos juicios: juzga un hombre y una cultura. Partiendo de un bestiario, da vida a un monstruo. Para levantar la voz, Lautréamont se atreve a ser, y no ser, todos los hombres, escapando así del equívoco y la mentira. En un primero momento se desplaza: percibe el fin de una era. Luego se retrae: se implica en ella para fundirse en su declive, luego de haberla descrito y enjuiciado. La operación es tan siniestra como justa. La parábola se da hacia el noveno canto de Les Chants de Maldoror; su rigor es el éxtasis; su figura, el espíritu; su objetivo, el hombre.

 

No veas delante de ti más que a un monstruo del que estoy feliz que no hayas podido apercibir su figura; aunque menos horrible es ella que su alma

 

La elección del símbolo no puede sino ser deliberada. Lautréamont ve en el océano la magnificencia de lo dado y aún la herida sin sospecha. El océano como metonimia de los tiempos. El océano: símbolo de la identidad, siempre igual a sí mismo, tan distante de los hombres que han de reír hoy y llorar mañana.

 

eres un inmenso moretón, aplicado sobre la tierra: amo esta comparación

 

Lautréamont enfrenta al hombre con su imagen pero la afrenta no revela tanto la vanidad como la cobardía; el océano se resuelve más fuerte que el ser ya que su majestuosidad no es perenne artificio; la imagen proyecta la monomanía terrible del orgullo, impone el espanto.

 

Pero el océano te es más temible de lo que tú eres al océano

 

En las bestiales páginas de Maldoror, los hombres, como el mismo Lautréamont, son deleznables. No se sostienen ni en su imagen ni en su espíritu. En un universo en el que todo es espuma, el hombre no puede más que vagar y contrastarse en el dolor de empezar a ser nada, ofrecerse sin opción y sin destino al látigo de su propio amor propio.

 

Si no me hicieras pensar dolorosamente en mis iguales, quienes forman junto contigo el más irónico contraste, la antitesis más burlesca que se haya visto jamás en la creación: no podría amarte, te detesto

 

El 12 de marzo de 1870, poco antes del fin de la redacción de Les Chants de Maldoror, Lautréamont aguza sutilmente la vista y da con su blanco, prefigura el sedimento de su obra. Le escribe a su entonces editor, A.M.Darasse, que su Maldoror es híbrido «del Manfred de Byron y del Konrad de Mickiewicz, aunque más terrible» y que «la poesía de la duda ha llegado a un punto tan radicalmente falso que se discuten principios que ya no hay por qué discutir, lo cual es más que injusto

 

Más tarde, escribiría:  «describir las pasiones no significa nada: alcanza con nacer un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera

Y sólo unas líneas abajo,

«Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una zapa enrojecida a fuego, con un poco de azúcar amarilla, al pato de la duda con labios de vermouth que derrama, en la lucha melancólica entre el bien y el mal, lágrimas que no le vienen del corazón y que, sin mecanismo neumático alguno, hacen al vacío universal por doquier.»

 

Más allá de su corta obra y de la innegable impronta que deja en los postulados del primer dadaísmo, Lautréamont impuso la revuelta de un orden decadente. La llamada poesía de la duda contra la que batalla era aquella que discutía «verdades necesarias» frente a las que, sostiene, es más bello no discutir. Lautréamont fue puro espíritu en el sentido más romántico del término; su tono, por diabólico, no dejó de ser lírico; su naturaleza fue inerme; su dolor no fue sabio, mas pura voluntad abriéndose paso; pero a su vez, fue el anuncio del fin y aún el fin de ese mismo espíritu. Una distinción acaso subyaga: Lautréamont hace verdaderamente efectivo el je est un autre de Arthur Rimbaud. Desplazarse, disimularse y perderse en su propio nombre fue su norma: se apartó y volvió de sí mismo tantas veces como fue necesario, hasta desvanecerse, desapercibirse finalmente. Maldoror, a fuerza de la violencia de su espíritu,  ajusticia y se ajusticia a pura sombra. Pero sus sombras serían aún menos irritantes que proféticas.

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La obra de Lautréamont alberga ya un hombre futuro: Antonin Artaud. Con cierto pudor podríamos destacar una sutil circunstancia: a la edad en la que Lautréamont decidía acabar con su vida, esfumándose como uno de los mitos más poderosos de la historia de la literatura, Antonin Artaud comenzaba a escribir. El primer aviso fue un intercambio de cartas con Jacques Rivière. Por entonces Artaud se presentaba ya como una figura recalcitrante, arisca y demoledora. Su interés en la poesía, entiendo, era tan sólo instrumental, medio siempre infértil para la comunicación del espíritu. Revelo esta voz no caprichosamente: espíritu. En ella me apoyo. La voz hechizadora de Lautréamont arrojó al hombre a la nada y aún al limbo, a perderse en la ausencia de su voz y del eco de esa ausencia; lo arrojaba corrupto, subvertido. Lo exponía al desnudo. Su revuelta fue una vivisección ardiente del espíritu, pero el resultado no preveía la calamidad: el espíritu hecho trizas.

 

Sufro que el espíritu no esté en la vida y que la vida no sea el Espíritu, sufro del Espíritu-órgano, del Espíritu-traducción, o del Espíritu-intimidación-de-las-cosas para hacerlas entrar en el espíritu, escribe Antonin Artaud casi al inicio de su Ombilic des Limbes.

Lo que fue devuelto finalmente por el oráculo Maldoror y el fin del siglo XIX es un criatura ya no monstruosa, sino fervientemente humana, desangelada, inane, pura carne magullada, puro nervio resquebrajándose. La puerta del limbo se abre con Artaud  para todos los hombres del siglo XX; su cosmos subsiste en la paradoja de desintegrarse para construirse, deshacerse para totalizarse, aunque no totalizarse finalmente,  para no morir. El efecto Maldoror, tantas veces asociado al mal y a Sade, fue determinante en el nacimiento de nuestra novedosamente vieja cara visible: no saber en absoluto –o más que nunca- qué somos ni qué hacemos aquí. Ya no hay combate que ofrecer, ni patria que conquistar: sufrimos eso que somos y eso bien puede ser una abstracción, una figura: un pesa-nervios.

 

Y se los he dicho: ninguna obra, ninguna lengua, ninguna palabra, ningún espíritu, nada. Nada más que un bello pesa-nervios.

 

La operación, entiendo que en algún punto, es honesta. El siglo XX se abstuvo de su alquimia del verbo;  no vio su razón ni vio razón en la búsqueda. El ser se desbordó encontrándose  irremediablemente fuera de su dominio. La literatura de James Joyce y de Franz Kafka actuaría en dirección similar. El primero, destruiría la organización formal del discurso para hallar una voz como nunca antes se había hecho; para ello, se proponía comenzar por los primeros esbozos de la civilización: se encamina hacia Ulises, hacia el primer héroe y el primer poema. Para Joyce, la forma del espíritu fue un caos; Artaud juzgó a ese caos impredecible. 

 

esta cristalización, sorda y multiforme del pensamiento que escoge en un momento dado su forma

 

La poética de Kafka entendió con Artaud la fuerza viva de un pensamiento paralítico, ardientemente inmóvil, velador nocturno de su devenir, de su distanciarse y aproximarse a las cosas, pensamiento testigo del ser asolado que no puede más que pensar.

 

yo soy testigo, soy el único testigo de mí mismo

 

Artaud, con Kafka, se fragmenta como el mercurio, en algo que ya no son partes: son términos, extremos del ser que forjan el laberinto de un espíritu cuyo dolor no puede  hallarse sino en relampagazos de vitalidad espontánea, ardides de impaciencia contenida, nociones de un ser incestuosamente herido en rehacerse con la materia de sus propios restos.

 

Espíritu. Resta, dije, esa voz. Ciertamente: espíritu. No puedo preguntarme cuán equivocas son las luces que arrojamos sobre los hombres; todas pueden serlo. Ya que ninguna mirada entiende tu rostro intenso no irás tú mismo a ultrajar la inocencia de tu mirada, escribió Jean Cocteau. Muy pocas pericias comprueban la buena suerte de este artículo. Algunas sospechas, ninguna certeza. Una en particular me lanza finalmente: espíritu. Y tu anidar multiforme entre las cosas de este mundo.

 

 

M.A

 

 

 

 

 

 

Feliz, como con una mujer noviembre 5, 2008

Travel is brought home to us

R. L. Stevenson

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No es injusto mencionar que las circunstancias que aproximan a Robert Louis Stevenson y Jack Kerouac bien podrían ser exactamente cuatro.

 

Las tres primeras son literarias: un ejemplar de bolsillo, forrado en cuero, de The Strange Case of Dr Jekyll & Mr. Hyde que Kerouac lee en Big Sur, junto a un fuego que amenaza con apagarse a cada momento, lectura, huelga decir, en cierta medida apremiante ya que Kerouac reza «tal vez no sea ningún milagro que me haya transformado del tranquilo Jekyll al histérico Hyde en el breve lapso de seis semanas, perdiendo absolutamente y por primera vez en toda mi vida el dominio de los mecanismos para la serenidad de mi mente«; la pasión por el trascendentalismo americano de mediados del siglo XIX y en particular, el amor por la figura de Henry David Thoreau, a quien Stevenson dedica un ensayo magnífico en 1877; y last but not least, un burro. Sí, un burro, compañero de aventuras de Stevenson en Travels with a Donkey in Cévennes y consorte emocional de Kerouac en su autoexilio en las montañas del norte de Estados Unidos, hacia principios de los años sesentas, presa de las más crueles obsesiones y de un alcoholismo que finalmente habría de agravar su melancolía y de jugar una papel desesperante en sus últimos días. Puedo leer hacia el segundo capítulo: Kerouac, repentinamente apoda a su burro, Alf, El burro sagrado.

 

Todas estas instancias, bien pueden ser juzgadas literarias. Thoreau acaso sea el lazo más alentador y más feliz; tanto Kerouac como Stevenson vieron en su intransigencia y su temple lo que querían en su vida y en sus personajes: la posibilidad de la libertad. Se me antoja que esto último ha de desembocar en una última aproximación: la pasión por el camino. A ésta dedicaré las líneas que siguen y dejaré las demás para un examen futuro.

 

 

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Jack Kerouac veneraba vivamente dos momentos en el Quijote, la partida y la vuelta. En su Dharma Bums, habla de un poema capaz de arrancar lágrimas al Cervantes de Capítulo Siete. El capítulo siete en el Quijote es especularmente tríptico; se repite ubicuamente a lo largo de las dos partes que hacen a la obra, pero consuma sólo tres escenas inolvidables; la primera salida del Quijote tiene una pronta vuelta, la segunda y la tercera son definitivas y finales. A partir del capítulo siete Alfonso Quijano dejaba parcialmente de ser quien era para mudar en Don Quijote.

 

todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen (Cervantes, 62)

 

Hacia 1878, Robert Louis Stevenson se autodeclaraba escritor. Su figura era por entonces prácticamente desconocida. Tenía 28 años, era delicado, firme en sus convicciones y fuerte.  No contaba en su haber más que con algunos ensayos, algún cuento publicado en una revista y diversos folletos publicitarios. Impactado por Dumas, por Montaigne, por Chesterton, por Flaubert, y muy especialmente, por François Villon, se convenció de que la aventura era la sal de la invención, que «lo importante era moverse» y que no existía otra opción más que correr, alejarse, irse, esperar siempre en otro lado. Otro lado, como sospechamos, no fue nada cerca.

 

No hay nada que perturbe o disloque la fuerte consciencia de la línea del camino. Y siempre hay algo deficiente en ella (Stevenson, 4, 1873)

 

Stevenson se hizo a los caminos y a la acechanza de una extraña libertad. Viajaba por el éxtasis y por el hambre, por la suerte de tuberculoso que lo perseguía – de la cual moriría en 1894, pesando tan sólo 35 kilogramos-, por el mismo deseo de comulgar con la naturaleza y de alejarse de la oscuridad de la sociedad victoriana de finales del siglo XIX. Stevenson quería ser escritor. Algo incierto lo animaba a darse a la fuga: huía a pie.

La espera en Stevenson, entiendo, no parece ser un motivo, mas una acción. No es acaso revelador. Existe una suerte de malentendido en la huída de todo escritor; la generalidad impone que se huye para encontrar; no obstante, lo que se revela no siempre es la búsqueda. Tampoco, me digo, la contradice.

 

Hacia el final del primer capítulo de On The Road, Jack Kerouac utiliza una imagen no necesariamente común. Aquello que lo mueve a arrojarse a los caminos no es sino una secreta recompensa. Siente el deseo de la huída antes que el de la búsqueda; lo imperativo es irse e irse hacia algo, más que para algo.

Escribe:

 

escuché una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud lo creí

 

y algunas líneas abajo

 

sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla (Kerouac, 19, 1957)

 

Stevenson, como Rimbaud en sus primeras huidas a París, atravesó Francia hacia el sur, andante, feliz, como con una mujer*. La huída, sabía, lo proveería de material para su futura literatura, pero aún más secreta y más humana se nos aparece su intención. Antes, mucho antes de los Cuentos en los mares del Sud y La isla del tesoro, forjaba Roads (1973), ensayo sobre el sentido de la huida, el apego a lo desconocido, el constante ofrecerse al camino mismo, a sus caprichos, a su devenir.

 

Vemos el agudo posarse de la primavera en alguna curiosa esquina retorcida; luego de dar un paso hacia arriba, el aire fresco baila en nuestros rostros mientras nos precipitamos hacia el otro lado; y nos parece difícil ofrecernos más que de esa manera, una suerte de abandono, hacia el camino mismo (Stevenson, 3, 1873)

 

Esta suerte de abandono, de espera en movimiento, de búsqueda de lo que ha de encontrarnos, importa más, mucho más, para Stevenson, para Kerouac, que la aventura misma. Aún diría, soporta la aventura y aún su recompensa. No hay nada paradójico en ello finalmente: quien huye no devuelve a su persona más que lo que le está vedado quedándose quieto. Más que por versatilidad,  se escapa hacia el asombro; más que hacia el asombro, hacia la incertidumbre.

 

No hay allí una imperfección adicional, ninguna curva o pequeñas trepidaciones de destino que lleven, como en los caminos naturales, a nuestra curiosidad con ellos. Uno siente que este camino no se forjó laboriosamente como un camino natural, sino que fue hecho para durar; y ello, por más que académicamente parezca correcto, es siempre inanimado y frío. El viajero sabe siempre de la simpatía de su ánimo para con el camino que toma. (Stevenson, 5, 1873)

 

El viajero no impone condiciones: deja que el viaje lo haga. Y en ese irse con las cosas, en ese enhebrarse en la esencia misma de las fugas, corre detrás de una estrella fugaz tras otra hasta hundirse  (Kerouac, 151, 1957).

 

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Una entrevisión me es revelada: el camino no sostiene otro horizonte que el de la huída misma, pero su sedimento implica una transformación. Como lo sugiere Marguerite Yourcenar, el viaje trae como recompensa una conmoción absoluta de todos los prejuicios, ruptura perpetua con todos los hábitos: devolverse uno a uno mismo, o devolverse acaso a lo que uno quiere ser, a lo que está más allá, en lo próximo, en lo siempre emergente y revelador.

Aquello que Stevenson soñó y Kerouac atravesó, hacia 1870 Rimbaud lo totalizaba. En Rimbaud, el viaje es el acto de ir detrás de quien ya está buscando en nosotros, de un nosotros de espíritu futuro que nos anhela vivos o al que acechamos inclaudicablemente. Un nosotros que no hace más que albergarnos en su promesa. Un nosotros polizón, que viaja incógnito en nuestros sueños, aún en aquellos que desconocemos. Un nosotros, me digo, que no hace más que alcanzarse infinitamente.

 

Y me dirás: «¡Busca!» inclinando la cabeza

— y pasaremos el tiempo encontrando a esa bestia

         — que viaja demasiado

 

(Rimbaud)

 

 

*Par la Nature, — heureux, comme avec une femme (Rimbaud, 1870)


 

M.A

 

 

Casos difíciles, casos excepcionales septiembre 14, 2008

 

Which of us is not forever a stranger and alone?

 

Thomas Wolfe, Look Homeward, Angel

 

                                                                                                                                

La sentencia es de Huysmans: Todas las colas de siglo se parecen. Todas vacilan y son perturbadoras. El parecido bien podría ser ocasional, aunque no así su signo. Hay quien entiende la historia de la literatura como una serie de concesiones y repeticiones. Tomemos en cuenta que dentro de nuestro hay quien entiende se mezcla el rumor y la presunción: deberes fatales de quien interpreta. Uno más que interpretar cabalmente  -he resuelto en estos días- concluye con cierta displicencia y con un poco de verguenza. Los siglos también concluyen y en sus nervios finales, la constante marcada por Huysmans nos encuentra un poco solos y desnudos.

 

Por qué vacilar, por qué perturbar.

 

El arte, pensaba Marcel Schwob en Coeur Doubleha pasado por períodos análogos que se reproducen de era en era. Los dos puntos extremos entre los que oscila parecen ser la Simetría y el Realismo. En la Simetría, la vida se ajusta a reglas artísticas convencionales; en el Realismo, la vida se reproduce en todas sus inflexiones más inamórnicas.

 

Me repito: por qué vacilar, por qué perturbar.

 

El Decadentismo fue básicamente un período sincrético: fue el enclave necesario que, desapercibidamente, influyó a buena parte de la literatura del siglo XX. Sin desviaciones decadentistas, sin toxicidad decadentista, difícilmente nos sería dada la posibilidad de una literatura tan dispar y rica como la de toda la primera mitad del siglo. Olvidado detrás de la gigantesca sombra del Simbolismo, tendió al desglose del alma del hombre más que a la exploración de sus posibilidades técnicas. No proponía sino la caída; no auspiciaba sino el desastre. Encontró en la erudición lo falseable, lo desatinado, lo grotesco. Se sumió de lleno en el bien más preciado de todo arte: su poder de confusión. Kropotkin, contemporáneo a estas actitudes, prefiguraba por entonces que para crear, era preciso destruir, y mucho antes, aquel otro corazón doble ocupado por Poe y Baudelaire se había encargado ya de hacer notar que la modernidad era una suerte de epifanía de la incomodidad y el malestar. El Decadentismo, por sobre todo, marcó a fuego el signo del hombre de fin de siglo y en esa marca se anunciaba la inestabilidad, el caos moral, la inutilidad del pasado, la incertidumbre del futuro.

 

De las dos nociones que impulsa Huysmans, encuentro francamente posible la primera y probable la segunda. Me trato un poco de caprichoso y deduzco en Michell Houellebecq al perfecto decadente de nuestro pasado siglo. No nos hace falta más que examinar nuestra historia a partir de la caída del muro de Berlín para creer que, en buena hora, atravesamos nuestro fin de siècle en términos análogos a los que Huysmans describía. Houellebecq, espejismo de nuestros días, bien podría ser nuestro Oscar Wilde. Su obra -otro capricho- podría así ser nuestro À rebours.

 

Mucho de lo que se sabe sobre Houellebeq es por oídas. Constituye esa clase de escritores que superan, acaso desgraciadamente, su estatura literaria para devenir mitos.  De su extraño humor, de sus comentarios lacónicos, de su espíritu intempestivo sabemos lo que va dejándose oir. Estos rumores, estos hay quien entiende, provocan lectores voraces, ávidos y compulsivos. Pero algo nos atrapa más allá de todo:  la mirada de Houellebecq es aquella que debiera ser la nuestra si nos animásemos a tanto. Le pasó a Henry Miller, le suele pasar aún a Salinger.

 

No quisiera hacer una operación descriptiva en torno a la poética de Houellebecq; prefiero que me impulse más que a fuerza de citas, a fuerza de compromiso. Como lo supusiera Alan Pauls recientemente, Houellebecq se instala como un ojo clínico de nuestros tiempos. Y todo percute en él, todo es ofrenda para su mundo literario y castigo a la vez. No obstante, cierta ingenuidad lectora ha consagrado frío y hasta superficial el universo- Houellebecq; ingenuidad, me digo, que es producto de una falta, un detalle que no se ha tenido acerca de nuestra literatura actual: el trato del caso difícil en torno a Eros.

 

Es difícil fundar una ética de la vida sobre presupuestos tan excepcionales, lo sé bien. Pero estamos ahí, justamente, por los casos difíciles. (Houellebecq, 1996, 25)

 

Frente a esta línea no puedo más que sentir admiración y extrañamiento. De la admiración extraigo aún más admiración. De lo extraño, sólo algunas intuiciones y obsesiones.

 

Han habido múltiples registros en la literatura contemporánea (el de Pauls en su obra El Pasado es uno de ellos), pero rara vez algún examen acerca de este tema. La crítica no pudo  hallar algo más que solipsismo y autoreferencialidad en el trato de las relaciones humanas que la literatura viene haciendo desde hace algunos años. Me digo que son posibles algunas variaciones, pero deduzco que Houellebecq, en esta ocasión, no habla sino de cómo ha sobrevivido hasta el final del siglo nuestra noción del amor. De qué hablamos cuando hablamos de amor, Monsieur Houellebecq. El caso, francamente, merece un aparte en el que el tema sea tratado en extenso; éste no será el lugar; sólo me ajusto a corroborar un hecho.

 

 

El largo ensayo de Octavio Paz, La llama doble, examina exhaustiva y ejemplarmente la cuestión a través de los tiempos. Paz recupera inicialmente a Rimbaud y encuentra en aquella misteriosa línea de su Barco Ebrio, una síntesis en torno a Eros: j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir (he visto alguna vez aquello que el hombre creyó ver). Paz insiste en que la fusión del caso excepcional es la del ver y el creer.  Como alguna vez se ha sostenido en este mismo soporte, Eros, como tópico y dilema literario, además de cósmico, es inmemorial, y se consuma sino a través de diversas transformaciones. Si bien el caso no fue siempre difícil -empieza a serlo, creo, a partir de Petrarca y Dante-, siempre se intuyó como excepcional: por la excepción amamos y por la excepción nos transformamos.

 

El universo poético de Houellebecq contiene sobre todo desamor y acaso una lánguida felicidad. Felicidad del podría ser peor, felicidad-consuelo, felicidad que es, en última instancia, suposición de la felicidad. Sin embargo, resiste una cara oculta a esa idea. A diferencia de las tentativas del siglo XX -pensemos en cómo se ha tratado el tema desde Proust y su Albertine en adelante- el mundo houellebecquiano revela una predisposición, una  ética, para la acechanza del caso difícil, el caso excepcional.

 

Me detengo por un segundo. Qué intento decir con excepción: digo simplemente algo que no está en todos y que para uno está solamente en otro. Digo exceptuar algo por sobre el mundo: digo que en la fusión con la excepción devengamos excepcionales a la vez.

 

Si bien aún nuestra necesidad de completud se encamina hacia una excepción, el riesgo en Houellebecq parece ser doble: impone en primera instancia un estado de ánimo -repito, una ética- que luego nos arroje a la búsqueda de lo excepcional. La pregunta por esa ética también es doble: ¿preciamos una ética que nos prepare para la búsqueda o una que nos ampare frente a lo hallado? De qué hablamos cuando hablamos de amor, Monsieur Houellebecq. Hablamos, parece responder, de no ser heridos a distancia, de encontrar sentido al combate pero a un combate que no se dé en sus formas más desnudas ya que de esa manera podría matarnos. El hombre de hoy, tan resuelto como se cree, no es capaz de un salto sin red; se previene del dolor, razona el espanto; lo normaliza, hasta neutralizarlo.

                                                                                                                                

La otra cara de esta moneda ha comenzado a ser, como lo describe brillantemente el Indio Solari en su Tesoro de los Inocentes, la del regateo. En consonancia con Houellebecq, Solari intuye que el caso excepcional hoy encuentra sustitutos. Al igual que en la sexualidad podemos reemplazar un estímulo por otro, el regateo deviene la herramienta imprescindible para una apuesta que parece ya prever el abandono desde el vamos.

 

y si no hay amor que no haya nada, alma mía, ¡no vas a regatear!

 

La pregunta que subyace es si, en nuestro decadentismo, sólo prefiguramos una ética de combate que ya lleva en sí misma su propia derrota.  O si las apuestas pueden continuar siendo a cara o cruz, a vale todo, a cita a ciegas. Sólo intento abonar el terreno. Leo en Houellebecq demasiadas sentencias envolviendo un sinfin de debilidades. En Houellebecq y en los hombres. Y en mí. Leo todo por igual: nuestro caos de debilidades controladas. La misma cuestión podría plantearse en torno a si aún puede darse en nuestros días un habitar poético verdadero.

 

Dicho así suena demasiado corrosivo, pero hemos entrado casi sin darnos cuenta en una era de negociaciones permanentes, de regateos que nos salvan y de extrañas disposiciones del alma que moldean màs que una ética, un campo de insobornable defensa. Nuestra era, en torno al amor, en torno a la vida misma, parece fundarse en la sospecha de amenazas más que de invasiones; la psicótica turbación frente a un otro que debe sostener todos sus escrúpulos para  llegar siempre a buen puerto. Preveo fatalmente que sólo una diferencia brutal nos aparta del viaje de Dante hasta Beatrice: Beatrice amaba a Dante mucho antes del reto del infierno: le imponía el reto por amor. Hoy, nuestro amor no es sino resultado de ese mismo reto, viaje sin tentaciones a mitad de camino, pero atiborrado de regateos, negociaciones, usura amorosa. Caigo entonces en la cuenta de que Proust y su Albertine nos describieron bastante bien casi un siglo antes. Literatura: una serie de concesiones y repeticiones.

 

Michell Houellebecq -sostengo- y su propio mito no se abrieron paso en el mundo literario sólo por su extraordinaria y siempre amarga prosa, sino también porque no es más que todos nosotros, un poco más o menos magnificado. Nosotros que buscamos seguridades donde no las hay, seguridad y ética donde todo es bruma o silencio o fe.

 

 

M.A

 

Tríptico de lugares imaginarios agosto 24, 2008

 

 

 

El contenido de estas líneas sigue algunas hipótesis de George Perec; no obstante, su huella no es sino parcial,  y hasta caprichosa.

Para la conquista del lugar imaginario es necesaria en principio cierta incomodidad con respecto al lugar en donde uno está. Las escapadas de Rimbaud, la huída interminable de Huck Finn, el viaje sin vuelta de Wakefield, todos parecen aseverar la sospecha. No es acaso ningún misterio: el poeta es sobre todo, un hombre en fuga. Ya sea volviéndose sobre sí como abriéndose al mundo, el poeta crea, más que espacios, nociones para una fuga que ha de ser final y absoluta.

Pasada la primera mitad del siglo XX, Perec percibe un cambio de actitud tras un cambio de preposiciones: ya no nos escapamos de lo que nos es inmediato, sino en lo que nos es inmediato. Las fugas habrían de devenir secretas y hasta ilusorias; no nos alejamos de lo banal, previene Perec, nos quedamos a observar la increíble actividad de la banalidad.

 

ce qui se passe quand il ne se passe rien (Perec, 1975)

 

Perec sacrifica el sueño al ensueño, pero en ese sacrificio, denuncia más que la importancia del espacio, su desapercibimiento. Llega así en primer término a enumerar exhaustivamente la realidad (Un homme qui dort; espèces d’espaces) y en segundo término, enumerar lo registrado (Je me souviens).  En este sentido había ya trabajado Beckett algunos años atrás. También Antonin Artaud repondría, «somos pocos en esta época los que hemos querido atentar contra las cosas, crear en nosotros espacios para la vida, espacios que no existían y que no parecían haber encontrado lugar en el espacio».

La literatura corrobora -siquiera simbólicamente- que el lugar imaginario resiste de manera disímil: hablamos de escapismo, pero también de desatino.  Chesterton apuntaba que las dos condiciones para la evasión literaria habrían de ser el desatino y la fe (Chesterton, 1908). Lo fantástico, según Chesterton, no impondría más que una serie de desatinos para ser convincente.

De una forma u otra, desatinados y escapistas justifican buena parte de lo que sigue. La elección de los registros obedece a mi capricho y también -por qué no-  a mi propio desatino; la razón es estética antes que funcional. La suerte de un catálogo es que puede comprender sólo lo que es privativamente importante para quien glosa; los primeros dos lugares son parabólicos o alegóricos, el tercero, extraído del Diccionario de Lugares Imaginarios de Manguel y Guadalupi, se presenta como inasible.

 

El silenciero

No podría decirse que se trate de un lugar ilocalizable. El haber sido forjado a través de un neologismo sienta algunas sospechas sobre su existencia o siquiera le confiere cierta simpatía. Apartado del mundo absoluto de los hombres, o del mundo ubicuo de la sonoridad, el silenciero se supone como una suerte de estado prenatal que, ingenuamente, se piensa impermeable y final. La construcción de un silenciero exige obras descomunales -obras paradójicamente ruidosas- y el precio de su concreción es la vida misma. Desde un silenciero se apela, y más que apelar contra un mundo ruidoso, se apela contra la sordera que le hace desoír su propio alboroto. Lo cierto es que la construcción vale cierta ambigüedad: no existen indicios valederos para concebir al silenciero como locus amoenus o como locus horribilis. (Di Benedetto, Antonio, 1964)

 

La Pichicera

Cierta clandestinidad, cierto desamparo e inmutabilidad describen a la Pichicera. Se sospecha un lugar periférico, hermético e inhallable, apartado de allí donde se lleve adelante un combate. Los pichis o pichiciegos, hacinados en la Pichicera, son una suerte de objetores de conciencia, fortuitos y ocasionales. No destacan más que por su espíritu traicionero y en ocasiones, su intensa ingenuidad. Creen en la existencia de pares, de igual condición y destino. Saben de una pichicera antagónica o al menos, suponen a otros pichis enemigos. Su única verdad parece ser la resistencia, aunque no se corrobora contra qué se resiste ni con qué objetivo. La guerra, sustrato de la pichicera, no se asume sino como un reflejo de la verdad. Esta verdad tiene cierta validez en tanto es apuntada en libretas que fusionan descuidadamente lo visto, lo imaginado y lo que pudo ser y no fue.  (Fogwill, Rodolfo, 1982)

 

Realismo

Si bien su locación es indeterminada, fue habitado alguna vez por un pueblo de pastores y trabajadores de la tierra, adoradores del sol. Quiso la leyenda que, frente a la demanda de su pueblo, el sacerdote construyera una torre en honor al dios Sol, símbolo de la pureza del astro del día. El templo era una construcción tríptica: un muro exterior de lirios blancos, un muro interior de cristal y en el centro, una refrescante fuente de agua pura.

No obstante, la gente comenzó a murmurar que el Sol no era el astro brilloso del mediodía, sino un disco de sangre sacrificada cada noche, y remarcaron que tantos los animales feos como los más bellos alababan a Dios con igual fervor. Se decidió entonces construir una gran catedral, de inspiración gótica, en la que todos los animales fuesen representados. Lo cierto es que el templo nunca fue acabado. El sacerdote, en consecuencia, recibió una pedrada que le hizo perder la memoria. En alguna ocasión entró al templo inconcluso y no pudo acordarse de por qué había coleccionado tantos monstruos de piedra. Se dice que formó una pila desordenada de diez metros de alto con las piedras. Los más ricos del pueblo aplaudieron vivamente: “¡Oh, es arte! ¡Arte verdadero ya que es realista: las cosas son realmente así! A esta sentencia popular se ha adjuntado frecuentemente una moraleja siempre apócrifa: para ser realista, es necesario ser amnésico. (Chesterton,  1910).

 

 

 

M. A