La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Las Grandes Maniobras – Néstor Sánchez marzo 8, 2010

Filed under: Literatura Argentina — laperiodicarevisiondominical @ 11:11 am
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A mediados del 2009, Editorial Paradiso reeditó el que fuera el último libro de Néstor Sánchez, La Condición Efímera, conjunto de relatos publicados inicialmente en 1988.
Por intermedio de Paradiso, podemos hoy publicar uno de los mejores relatos del volumen, “Las Grandes Maniobras.”

 

Una idea terrible me asaltó:
“el hombre es doble», me dije.
Gérard de Nerval

 

En todo caso no estuvo abajo el roto que habría sido preciso y hasta cierto modo imprescindible para presenciar desde abajo el primer movimiento, una especie de gesto o mejor dicho ademán común (doloroso, de ambos) que se buscara a sí mismo en medio de cierta imprecisión descomedida. Claro que a la total ausencia del roto podría reprochársele gran parte de la lentitud desusada en lo concerniente a los dos, pero sin ningún tipo de recelo tendía a tratarse del primer movimiento: ella a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar chileno y él a unos escasos centímetros de ella que entonces se vuelve con todo el cuerpo y por esa misma causa puede ser mirada a los ojos a tres mil quinientos metros de altura como si sólo se dejara mirar, como si sólo de esa forma fuese del todo posible la correlación a la que por otra parte el estar del roto (incluso su indiferencia lejana) habría librado de cierta tragicidad poco menos que atentatoria.

Dejándose llevar en el aplazamiento sin el menor síntoma de ser observada a los ojos y con el fatigado abismo a tan escasa distancia de ambos: ella volcada a la ausencia, con tierra extranjera en el pelo; él, en el corazón del abandono, como si unos pocos segundos antes terminara de sollozar en el juzgado, mirándola a los ojos hasta el límite tolerable del primer movimiento y por supuesto llegarán un rato más tarde al hotel de Valparaíso para presenciar con las bocas pegadas lo que el roto ausente no presenció desde allá abajo a la caída del sol, los dos a toda costa iluminados y a sesenta centímetros escasos de distancia infundada entre sí.

 

Ella que bastante fuera de ilación y mientras vuelve a vestirse, asegura: pata, la vida es abstrusa, y por el tono empleado –y sobre todo por pata-, él descubre con bastante agudeza que ese hotel ya es el hotel de la ciudad de Lima a eso de las doce del mediodía, el pobre Melville, y lo que en última instancia se le escapa es que el segundo movimiento había tenido lugar en el hotel de Valparaíso, o sea cuando ella había abandonado también la cama pero sin decir una sola palabra mientras él había pensado su propio repertorio (o tal vez le había parecido un síntoma) y no supo ni sabría si mirarla o no a los ojos y con veintiocho palabras decidieron partir lo antes posible de Valparaíso: uno en el primer avión de vuelo regular, el otro en autostop aunque en su caso sin valija; y reencontrarse o no en la plaza más importante de Lima, junto a cantero.

Junto a cantero y llorarían en el más completo recogimiento (bajo el canto de pájaros también extrañantes), lloraría por los dos movimientos anteriores aunque sin reconocérselo uno a otro dado que el primer movimiento a tres mil quinientos metros de altura aparecía falto de la menor trascendencia y este gemir, en el caso que así pudiese llamarse, no significaba otra cosa que el tercer movimiento del doble exilio americano.

Y ella se abrocharía con desmedro una sandalia, y todo parecería lo mismo y muy otra cosa al mismo tiempo.

 

También a las pocas horas de esa plaza, después de reponerse en un bar, sin ropas en el cuarto de hotel con la almohada caída en el resplandor de Lima: él por ella y ella por él como si todavía abrazados de pie junto a cantero aunque un par de días más adelante, en el mismo bar donde pretendiera reponerse de cantero (y de la ausencia del roto en el abismo), no fueran a sincronizar el cuarto movimiento pormenorizado a saber: los pies de ella entre los pies de él, los cuatro pies bajo la mesa y ella que por contraste dice: pata, la alegría es una cosa intratable, mientras él bebe un alcohol nauseabundo por medio de los mismos sorbos que habría dado en aquel bar reducido de Valparaíso. No obstante necesita pensar en lo que pensó que pensaban sus ojos (los de ella allá, sobre el vacío), y en cuanto baja la copa para acomodarla con resguardo, dice que se va para México en el menor tiempo posible, pero que le escribirá desde la ciudad homónima al hotel de Lima dado que en ese preciso instante los pies de ella abandonan de a poco los pies bajo la mesa y por añadidura salen y se acompañan por el mundo.

El quinto movimiento, en todo caso, reviste mayores responsabilidades en cuanto a las coordenadas intransigentes. Se produce cuando ella relee, sola en el hotel de Lima, la carta mexicana en papel avión y con dos manchas de aceite mitigadas con sal: enseguida baja corriendo la escalera, aunque este detalle forma parte de un movimiento estrictamente personal, incomparable, que hasta insinuaría perderse en la naturaleza; o sea movimiento hacia la respuesta sin mucha relación con él porque en ese mismo instante él se dormiría en México o de lo contrario lo mismo dejaría de pensar en su carta releída a media voz por ella en el nuevo resplandor acalorante.

 

En sus tres carillas sistemáticas de unos pocos días más tarde (releídas por él en un cine de Acapulco) ella había especificado dos veces la palabra querido en el encabezamiento y sin problemas de soltura tendía a referirse a la casi bailarina extranjera en un night-club deshabitado a partir de las dos de la madrugada, en un night-club deshabitado que contenía su aliento y hasta el sonido de sus ocurrencias, que por esos medios precisos pensaba costearse un pasaje a la ciudad de París donde hay poquísimos baños y el frío es intenso y que de repente en ese bar, el mismo bar de Lima desde donde le escribe, un hombre encaramado a una escalera a dos aguas pinta por medio de una brocha la pared de la derecha en relación con su mesa; que eso representa otra prueba a favor de que cada partícula absolutamente cada partícula del todo continúa, o sea la advocación para que él la lea un día preciso (de interminable tristeza de fines) casi un año más tarde aunque eso sí sentado a la sombra en una plaza de toros de la ciudad de Madrid, incluso deteniéndose en el muy posible remitente de ella en la capital francesa y aunque no tenga la menor apariencia de tal (en homenaje a las avenencias transcurridas), posibilitando más de un noventa por ciento de condiciones para que se inicie el sexto movimiento, con las características siguientes: al promediar la segunda corrida de la tarde y a pesar de que el torero aguanta en uno de pecho, él se pone de pie para aparecer en una vereda que da a esa calle adoquinada que da a una fonda y en la fonda tan extranjera bebe con cierta ansiedad y hasta cree culminar un pensamiento indeciso relacionado con la hostilidad de la cultura justo en el decurso en que ella se deja mirar los ojos a través del boulevard Saint Michel, mejor dicho al único ojo que por caminar a su costado puede dominar el estudiante de psicología con pantalones de lona quien debido a la referida incomodidad no puede saber lo que ella piensa o a lo sumo porque se trata de un pensamiento de toda la vida a partir de cierta tela de cretona o el perfume a la pumarola en la antecocina de la calle O’Higgins.

 

Pero en todo caso este último detalle tampoco incide: se trataría más bien de un movimiento pendular y en apariencia inextricable en el supuesto caso de tener muy en cuenta, sobre todo, el espejismo de cualquier amago personal en un espacio ilimitado. Únicamente debería hacerse referencia al séptimo movimiento, aunque en realidad tan vinculado a la pura nostalgia, tan dependiente de aquella ovación desde la plaza de toros y del estudiante con blue-jeans que no sonríe ni se escatima (aislado en su faena) ya a todo lo largo del boulevard Saint Germain.

 

Y en la medida de lo admitible presentir, cada uno por medio de sus resguardos de costumbre, que a la larga llegará el día y la hora precisa, el día y la hora del gran desacato provisorio, aleccionante.

El avión ya detenido y echando reflejos bajo la intensidad abrumadora del sol que no puede ni debe omitirse porque a lo sumo quien espera algo del sol después de meses o años, si coincide con alguien en este mismo y prodigioso sentido, debe entregarse a la evidencia o permanecer otro poco adentro del referido avión francés (ella), o buscar de manera deliberada el otro extremo del salón del aeropuerto italiano (él), para que la distancia permita visualizar la cara del otro corriendo en dirección a la cara del otro aunque ella con el pelo ahora suelto que se agita atrás, rarificada, con una cartera de cocodrilo, con las rodillas; más la boca si se quiere algo entreabierta de él un cuatro (o a lo sumo cinco) de agosto muy caluroso corriendo hacia ella sobre el piso encerado del aeropuerto de Milán.

En cuanto a las sugerencias incongruentes que apenas vendrían al caso, el octavo movimiento sólo llega a completarse cuando ella, debido a eso de abrazarlo a la carrera, pisa la punta del pie derecho de él (agravio demasiado nítido) que no por ese motivo dejará de levantarla a peso unos quince centímetros a fin de girar algo sobre sí mismo porque además cuenta con una amiga íntima en Milán, Carla Dominici, corrompida y buena como una dulcísima flor del valle del Po.

 

Y acto seguido (con leves alternancias) habrá un costado algo fatigoso que busca y encuentra con sobriedad extremada el otro costado a su vez estemeciéndose, ellos juntos y aquel andar de ambos, ellos juntos que un rato más adelante terminarán desembocando en la calle típica mal iluminada de Milán con el propósito sigiloso aunque en apariencia compartido de cenar uno frente a otro en una total ausencia, siempre palmaria, de compañía.

 

Y ella, de haberlo percibido con un poco menos de oscuridad, sin lugar a dudas habría dicho (o casi exclamado en otra lengua): caro, la desdicha es un viejo asunto calumniante, aunque cuando en realidad lo dijo en su propia lengua en casa de Carla Dominici ya era potencialmente, en todo su apogeo, el noveno movimiento en él que tramó y al mismo tiempo compuso lo siguiente, por encima de cualquier desvelo de reiteración o procedencia: poner en orden los papeles (a lo sumo a un par de semanas de esa encrucijada) y tramitar con soltura un pasaje al sur de Afganistán, una aldea indígena en el sopor y los bichos canasto, mientras ella, bastante más delgada y coincidente a causa de la gripe italiana, se dedicaría a caminar cada tarde, atenuada, sin consuelo científico, por las mismas seis o siete cales de la ciudad de Milán una vez confirmada como traductora para Feltrinelli Editore, de acuerdo con la ausencia de proposiciones perentorias por parte de un pintor rumano especializado en restauración.

 

Y él, por consiguiente con la piel color Afganistán, escribiéndole con cierta inseguridad en el pulso una mañana sin gota de aire a la dirección de Carla Dominici. Conquistando una continuidad relativa de frases breves, indecisas, signadas por la falta de un motivo más o menos explícito hasta dar de corrido al décimo movimiento que a pesar de las apariencias por demás adversas guarda en su factura más íntima una precisión fuera de toda posibilidad de cálculo (eso sí alguien lamía un helado bajo toldo color naranja y la bicicleta altísima ocupaba el resto de la calle empedrada): décimo movimiento, con su alarde desencadenante, donde con toda nitidez puede apreciarse un resguardo deletreable, si se prefiere límpido que, a toda costa y más allá de las imprecisiones de ambos, abarca lo que sigue de una manera intermitente y literal: nada de lo que quisimos será olvidado.

 

 

Conversación con Damián Tabarovsky: “En la literatura no podés renunciar a pensar críticamente tu oficio” noviembre 16, 2009

 

damian_tabarovskyDe visita en Santiago, invitado a la FILSA 09, Damián Tabarovsky volvió a una ciudad que no visitaba hace cerca de diez años. Con un reciente libro publicado –Autobiografía Médica– y uno más antiguo que recién aparece en librerías –La Expectativa– el escritor argentino participó de una mesa redonda junto a César Aira, fue a librerías y también se dio tiempo para conversar con La Periódica Revisión Dominical.

 

Nos juntamos en las oficinas de Random House Mondadori. Damián acota que todas las Random del mundo son iguales: seguridad, timbres, puertas cerradas. Comenta que viene de comprarse Diez del escritor chileno Juan Emar. Dice algo sobre los precios de los libros. Habla de una feria paralela de la cual no se enteró a tiempo pero que le hubiese gustado ir.

 

Nos sentamos. Damián habla. Cita. No rehuye el conflicto. Contrapone posiciones. Confronta. Saca conclusiones. Dice que quiso irse a Francia para poder leer a Flaubert en francés. Nombra a Kafka como otro de sus autores favoritos. Habla de Blanchot y la diferencia entre marca y huella que el autor francés hace en El paso (no) más allá. Cita a Gramsci. Elogia a Seinfeld.

 

Roberto Santander


 

Autobiografía Médica

La literatura de Damián Tabarovsky desconfía. Más que una declaración de propósitos, opera como una constante exploración de las tensiones que toda escritura se propone. O que tendría que proponerse si se asume como tal. Indaga en los discursos políticos que subyacen toda escritura, tanto en su temática como en sus aspectos formales. Para Tabarovsky, la sintaxis también es un asunto político y un escritor no debe soslayarlo.

 

En Autobiografía Médica sus ideas se plasman. Un texto que juega a ser tan solo una escena que se repite, poniendo en tensión las ideas de desenlace y novedad sobre la que se sostiene cierta literatura con la que Tabarovsky no comulga. “Romper la idea de progreso”, dice y el narrador de Autobiografía Médica, como justificando, agrega: “la novedad es ante todo un asunto de repetición”.

 

Pero su propuesta va un poco más allá. No sólo se trata de confrontar la idea de desenlace que predomina en la literatura como un requisito narrativo, sino también busca el conflicto en las significaciones. “El enemigo de la enfermedad, como el de la literatura, 996016es la metáfora”, dice en su última novela, y se apodera de la imposibilidad de significar. Instala la sospecha hacia el poder de los relatos. No olvida que un texto es una representación, un artificio y que la necesidad de encontrar un significado, un mensaje, entendido como lección, pertenece a otra tradición, una con la que Tabarovsky no se lleva muy bien. Lo suyo son los conflictos que la escritura plantea al escribirse; los pliegues de una zona donde las relaciones de poder, los discursos, y el sistema político está en juego. Hacer literatura, no escribir libros pensando en los visitantes de las librerías.

 

No me gusta hablar de lectores, prefiero hablar de lecturas”, dice Damián. Y es que ahí está su juego: lo suyo no son las convenciones del mercado, sino los debates estéticos. La discusión, el disentir, como mecanismos necesarios para enfrentar la falsa promesa del sistema. “No se trata de cambiar un paradigma por otro, se trata de derribar la idea misma de paradigma”, dice en Literatura de Izquierda.


 

La Expectativa

 

Jonathan como un personaje que no actúa, que sólo piensa. Tiene ideas, muchas, pero son eso: teorías y propósitos que no culminarán en hechos. Y la televisión como un actor permanente con el poder de la ubicuidad, rondando en todos los lugares por donde Jonathan pasa.
Un texto que se construye de una pasividad irremediable, con saltos temporales, con el anhelo de ser, tal vez, la biografía de un sujeto que no tiene nada destacable que recordar ni mucho menos contar. El juego consciente del escritor que ubica a su personaje como un no-personaje, -si nos valemos de la tradición para categorizar.

 

La tele es la gran homogenizadora de la temporalidad. Todo es presente, todo es directo, todo es urgente. En la novela siempre la tele está puesta en algún lado. La tele hace que todo sea plano, que el acontecimiento sea brutal, y que no quede huella ni rastro.
Así es como Tabarovsky habla de la función de la televisión en La Expectativa. Una función que es ejercida también en los constantes saltos temporales e históricos del texto. El referente no importa si es real: estamos haciendo literatura, pareciera ser que el narrador argentino nos suele recordar.

 

Mencionas a Allende en la Casa Rosada y un helicóptero que está dando vueltas.
Sí, invento acontecimientos televisivos que no tengo ni idea si llegaron a pasar. Ni siquiera me doy el trabajo de checkearlos en Internet. Justamente lo que quiero hacer es ponerlos en diferencia. Él sale al balcón y ve que está el presidente Allende, y luego vuelve a salir y está Menem 20 años después. Mezclo los tiempos, y mezclo lo que es realidad y falso, que es lo mismo que hace la televisión. Pero en realidad, no importa si es verdad. Todo es artificio. Si uso el referente real es por vagancia a inventar.

 

foto pablo piovano -damian tabarovskyLa Expectativa es un relato que, al igual que Autobiografía Médica, no tiene fin. La incomodidad se relaciona con ese horizonte de, valga la redundancia, expectativas que un texto suele tener. Pero éste no. Aquí hay una imposibilidad, y sobre ella se escribe. “¿Te imaginás el final de El Castillo o de Bouvard y Pécuchet”, dice Tabarovsky. “¿Te imaginás llegando a El Castillo?” Y en La Expectativa el narrador nos cuenta que “cuando una narración procede bajo el modelo de repetición, no puede haber desenlace posible”.
Una escritura que no considera los elementos supuestamente fundamentales: presentación, desarrollo, conclusión. Historias que se escriben conscientes que la linealidad temporal no tiene por qué influir y marcar los textos que tienen otro tipo de aspiraciones. Una literatura tal vez paralela, que procura satisfacer las necesidades del texto, que dialoga con otros libros, que no olvida lo que es, que no se considera producto.


 

Interzona

No llegamos a los 100 títulos”, confiesa Tabarovsky. “Ése es un catálogo con el cual ya te podés afirmar, pero nosotros paramos antes”. Cuenta que publicaron decenas de libros de autores jóvenes, pero ninguna antología de autores jóvenes. Y de eso se siente orgulloso. Menciona algunos de los libros que lo hacen sentir bien: Manos de Caballo, de Daniel Galera; Sólo te quiero como amigo, de Dani Umpi; un par de libros de Juan Villoro. Y, claro, Mario Levrero, autor uruguayo del cual Random compró todos los derechos de sus libros tras la publicación, en Interzona, de El Discurso Vacío.

 

La misión de una editorial independiente es apostar por la calidad”, sostiene, y vuelve a atacar a la antologías: “En Argentina se han convertido en un mercado. Claro, no estoy hablando de Antología de la literatura fantástica, de Borges, pero sí de esas de “Cuentos de fútbol, escribamos una sobre el Mundial del 2010.”


20060520elpbabnar_5¿Y cuál es el reparo que le tienes a las Antologías de cuentos?
Pienso que la forma cuento aún no piensa sus problemas formales. La novela, en el Siglo XX, los discutió, los pensó, pero el cuento todavía no. No son transgresores en la forma, sino que piensan que para ser transgresores hay que ir al contenido y entonces le ponen al comienzo una escena brutal de sexo o jóvenes que se van a drogar mientras ven el gol de Maradona.
Damián también habla de las grandes editoriales. Sabe que la circulación de los libros entre los países de Latinoamérica es insuficiente. Su libro, por ejemplo, al ser publicado por Random España estuvo primero en las librerías de Europa que en las de su propio país. Y sucederá lo mismo con el próximo.
Las grandes editoriales no tienen como fin impulsar la circulación de libros teniendo como propósito incentivar la discusión crítica. Ésa, parece ser, es misión de las independientes, e Interzona estaba en ese camino antes que se le hiciera imposible continuar.


 

Libertella – Aira- Fogwill

int-257316Para Tabarovsky, los ochenta se entienden literariamente con Libertella, Aira y Fogwill. También con Lamborghini. Y no se olvida de Néstor Sánchez. Cuando le preguntamos por este último, no reniega la influencia. Menciona a Diario de Manhattan, un cuento del último libro de Sánchez, como una de las cumbres de su literatura.

 

Pero no todo acaba ahí. La manera de encarar la literatura para Tabarovsky, con las inquietudes formales, con los entramados políticos que dibujan toda estética, hacen que sea fuertemente crítico con ciertos escritores de los años 90. Los jóvenes mediáticos, los jóvenes serios, como los bautizó en Literatura de Izquierda, son algunos de los flancos críticos que aún mantiene el autor.

 

¿Qué rescatas de los 90 literariamente?
Los 90 es el momento en que la generación que empezó publicar en los años 80 -pienso en la gente del grupo Babel- explota. Y ahí están los mejores escritores argentinos, o los que más me interesan: Daniel Guebel, Luis Chitarroni, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Matilde Sánchez, Alan Pauls. El problema de ellos es que tal vez son un poco irregulares. Tienen obras brillantes y otras no tanto. Por ejemplo, Chitarroni con su novela “Especies del No” que debe ser lo mejor que dio la literatura argentina en décadas. Y Chejfec que, probablemente, sea el más conocido, y el que tiene la obra más difícil de todos, es también el más parejo. Ahora está entrando a España, y me parece un escritor brillante.

 

¿Tiene mucho de Saer, no?
Sí, pero eso fueron sus primeros libros. Hay algo de Saer, y también hay algo de Aira. Sobre todo una lentitud. Su primer libro se llama Lenta Biografía, pero después cuando publica El Aire, ya encuentra una voz muy propia donde hay algo, pero ya en segundo plano. En esta línea de Saer – Chejfec, hay un escritor joven, que se llama Hernán Ronsino, que comparte cierta lentitud, cierta morosidad, y que me resulta extraordinario.


 

Latinoamérica

Pese a mostrarse crítico con ciertas «Antologías de cuentos de escritores jóvenes,» sí rescata algunas. Una de esas –aunque no esté compuesta integramente por escritores jóvenes-, es la de Juan Forn, publicada en Anagrama el año 1992.

 

«Esa antología de Forn fue anticipatoria. De Bolaño para acá hubo como un boom de la literatura latinoamericana, en Anagrama además. Ésa fue cuando la literatura latinoamericana no entraba mucho en España. Yo viví 5 años en Francia y no habían muchos autores latinoamericanos circulando en España. Estaba Saer, Pitol, pero muy pocos. Lo de Forn fue precursor de lo que iba a venir después

 

Sobre Bolaño, Tabarovsky es claro:
 

54«Creo que Bolaño escribió una verdadera obra maestra, como es Estrella Distante. Un gran libro, brillante. Las otras cosas, la verdad, es que me interesan notoriamente menos. Y algunas me disgustan, te diría. Por ejemplo, cierta mitificación del escritor en sus novelas. Esa idea de que por ser escritor podés conseguir novia, te pueden matar, te pueden secuestrar…que eso es lo interesante de ser escritor. Puedo entender, eso sí, lo que pasaba. En una época donde el escritor era tan anodino, es la idea intentar darle cierto valor mitificador. Pero no me parecen tan interesantes esos libros. Aunque es un narrador experto. Tiene un arte de la narratividad, de lo que en el cine se llamaría continuismo. Leí un texto de Horacio Castellanos donde se preguntaba la razón del éxito de Bolaño en Estados Unidos, pero era algo insuficiente. Porque no hay forma de saber por qué le va bien allá


 

Últimas

foto_libro_363Tabarovsky se da espacio para hablar de la autoficción. Le parece una ingenuidad, pero también un descriterio. “En la literatura no podés renunciar a pensar críticamente tu oficio”.
Las discusiones del Siglo XX tuvieron como su centro el conflicto del yo, desde Freud, Pessoa, Nietzsche, el Surrealismo, por lo que le resulta inadmisible es que se utilice la primera persona obviando la discusión crítica que se ha generado al respecto.
Sería fascista si dijera que no se puede escribir en primera persona, pero quiero una primera persona que sepa de dónde viene”, sentencia.

 

¿Qué estás escribiendo, Damián?
Acabo de terminar una novela, que se llama Una Belleza Vulgar. La terminé hace un mes y va a salir por Random. Es la historia de una cuadra de Buenos Aires donde yo vivía, desde la perspectiva de una hojita de un árbol que va cayendo y lo que va pasando: el viento, los cables de electricidad, la materialidad de los edificios, la materialidad de la ciudad.

 
 

Aproximación a una teoría del pasado marzo 17, 2009

 

Ya no es sorpresa, tampoco novedad, pero la idea de la escritura como método de registro de la vida, propia o ajena, viene siendo puesto en escena con una constancia abrumadora. Desde los diarios personales, pasando por las novelas, hasta las confesiones íntimas publicadas post-morten, lo biográfico se busca como si por serlo adquiriera un valor trascendental, único e irrepetible en una obra de ficción. No quiero impugnar tales comentarios, básicamente porque ya he escrito textos al respecto, pero sí propongo, como idea, casi como declaración política, que la escritura siempre ha sido un pliegue donde los límites, impuestos por cierta academia que intenta justificar sus horas de estudio con clasificaciones sin sentido o, mejor, sin provecho, se sobrepasan continuamente. Y, justamente, se trata de sobrepasar el límite.

 

 

Marguerite Duras, en su libro El Amante, dice:

 

 

La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. (…) Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada.” (Duras 10-11)

 

 

Desde un punto de viste teórico podríamos rastrear y distinguir los roles que la escritura, como cuerpo cerrado, propone. Pero no. Duras, y nadie más que Duras, distorsiona su ubicación biográfica y predispone a la escritura como requisito para su existencia. Luego: “escribir ya no es nada”.

 

 

No deja de ser curioso que la mayoría de los textos, con aspiraciones de ser biográficos, apelan a una idea de totalidad que, en cualquier término, sobre todo cuando se refiere a un registro escrito, es impracticable. La selección del material es, como en toda obra de ficción, un requisito que pondera el contenido a la voluntad del autor. Una subjetividad declarada opera.

 

 

La escritura es también el arte de abandonarse y abandonar. Dejar una máscara y probarse otra. En consecuencia, la literatura está para registrar lo posible y probable. La vida, a su vez, es la historia que nos contamos. Apelamos a una simultaneidad, y, mientras escribimos –la enfermedad duele-, nos damos cuenta que el tiempo no es ese antes ni ese después.

 

 

Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo.”(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano)

 

 

Yourcenar, en Memorias de Adriano, juega con la posibilidad de reconstruir una memoria desde el presente. La aventura que emprende la autora belga-francesa, justifica nuestra idea de que la escritura es un arma para reconstruir la memoria, tanto personal como histórica. Construcción de espacios, sucesos; recreación de un tiempo, actualización de una experiencia; literatura que recorre la especialidad y temporalidad sin imposiciones de ninguna especie.

 

 

Algo similar es lo que, algunos años antes, hizo Marcel Schwob, en su libro Vidas Imaginarias. No se trata, en el caso del autor francés, de rescatar las grandes vidas, sino de contextualizar y dar cuenta de la vida íntima y privada de ciertos personajes del pasado. Dice Schwob:

 

 

El arte es todo lo contrario de las ideas generales; sólo describe lo individual, sólo propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica. (…) Las ideas de los grandes hombres son el común patrimonio de la humanidad; lo único privativo de ellos son sus singularidades y sus manías. (…) El arte del biógrafo consiste precisamente en la selección. No tiene por qué preocuparse de ser exacto; su cometido es crear en un caos de rasgos humanos

 

 

Una escritura que se nutre de lo vivido (no queda otra) y que explora, incansablemente, las distintas variaciones que la privacidad tiene para expresarse. La historia oficial, las que nos cuentan, es materia para escribir una historia más humana, que olvida la historiografía oficial, para generar un discurso paralelo, para hacer, en definitiva, literatura.

 

 

Es necesaria la sublevación corporativa a toda idea de totalidad. La crisis del discurso no es más que una mirada adúltera a una discursividad institucional que pregona, aún,  lo binario como método para ahuyentar la discusión, para opacar la expresividad del arte.

 

 

La memoria es lugar y tiempo. Proust, en En busca del tiempo perdido, indaga en lo que se recuerda y cuenta una vida que es la suya, pero también la de todos. Desdoblando las jerarquías, el autor francés procura una simultaneidad que se visualiza en el cómo se cuenta y en lo que se cuenta. Cuando se lee a Proust –y muchos lo han leído así- se busca una manera de reconstruir las costumbres de una época determinada. Sí, es posible realizar esa lectura, pero fijar esa pauta como mecanismo de ingreso a una obra que subvierte la temporalidad y espacialidad, actualizando la experiencia, generando un discurso que cuenta hechos como si todos fueran realizados en una instantaneidad dramática, es limitar la obra. Proust, a mi juicio, fuerza la idea de que la literatura es mecanismo de reconstrucción de espacios, costumbres y tiempos, para idear la literatura como mecanismo de exploración de la memoria, de lo fragmentario, de lo que pasó o pudo haber pasado, de lo que creo recordar.

 

 

Lo horrible es lo que no podemos imaginar.” (Proust, Por la parte de Swann, 383)

 

 

Cuando la literatura da cuenta de un tiempo pasado, convoca todos los tiempos en su proceso creativo. Marguerite Duras, volviendo a la primera cita de este texto, confiesa su desaparición, altera la unicidad y abre el mapa de búsqueda. Los caminos son muchos, todos posibles; lo veraz no encuentra réplica en el campo de la imaginación ni en el de la vida, o sea, no es criterio de justificación para lo literario.

 

 

Los escritores exploran la propia vida, y la ajena, planteando un motivo claro: sólo lo que se escribe tiene el poder de existir. Enrique Vila-Matas, en Bartleby y compañía, habla sobre los escritores que abandonaron la escritura. Ese abandono es, hasta cierto punto, un abandono de la vida.

 

Todos deseamos rescatar a través de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros, por más indigno, por más doloroso que sea. Y la única manera de hacerlo es fijarlo con la escritura. La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.” (Vila-Matas, Bartleby y compañía)

 

Las formas de la diferencia, aplacadas por la forma de un mercado que no procura ni deja espacio a la subjetividad creativa, deben ser defendidas. El que cuenta, lleva ventaja. Incluso dentro del mundo literario hay voces que pregonan añejas clasificaciones para referirse a lo biográfico y lo de ficción. La escritura supera las normas, está por sobre los viejos de escritorio, mucho más allá de los títulos universitarios –que cada vez se parecen a títulos nobiliarios- para adentrarse en el caos y contar su experiencia y también la experiencia de lo que pudo ser y no fue.

 

 

Kafka, por ejemplo, es un autor que puede ubicarse en la frontera de lo que pudo ser. Pesa más lo dicho, aunque no haya sucedido en lo físico, que lo sucedido y no escrito. La escritura es la que da vida. El pasado es un texto abierto, sujeto a la desmemoria, pero presto a ser visitado por el arte que configura y genera las historias que serán todo nuestro futuro.

 

 

“¿Entonces toda memoria, toda memoria personal y por lo tanto apesadumbrada por el sin ton ni son sobreentiende, fundamentalmente, el olvido, la desmemoria? Es decir que sólo quedaría recordar que se ha olvidado, que se ha olvidado tanto, a fin de algún día (ni cercano ni demasiado probable) admitir ese incierto y mucho más evasivo recuerdo de tanta desmemoria. ¿O sea que cualquier vida puede ser contada en diez minutos? Que cuando pretende recordarse lo que de pronto se recuerda que ha sido olvidado aparecería la otra sospecha de que el pasado no existe. Y como si recordar el olvido, de desmemoria perpetua, fuese nada más caer en la cuenta de que siempre se olvidó recordar, minuto a minuto, día a día.” (Néstor Sánchez, Cómico de la Lengua, 159)

 

 

La escritura como trabajo de la memoria. El pasado, recuerdo que solemos olvidar, como objeto de una escritura que surge y se esparce por los mapas de la vida, intentando encontrar un camino que pueden ser todos. Un detalle, que abre la perspectiva a una zona gris y blanca, que es la historia que no nos quisieron contar, pero que estaba ahí. En definitiva, la escritura como el último lugar donde existe el riesgo y la libertad.

 

 

 

R.S

 

Música Lumpen – Néstor Sánchez bajo la lente de Hugo Savino febrero 10, 2009

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Cuando en Septiembre del 2008, La Periódica entrevistó a Hugo Savino, la figura de Néstor Sánchez surgió naturalmente en la charla. Por entonces, Savino nos comentó acerca de un Retrato Sánchez y nuestro interés fue inmediato. Hoy nos vemos gratificados de poder ofrecerlo. Néstor Sánchez, uno de los escritores mejor olvidados de la literatura argentina bajo la lente de Hugo Savino. Lectores intrépidos, a gozar.                                                               

Nota: el siguiente texto apareció publicado en el tercer número de la revista Las Ranas. Bs. As, Diciembre de 2006.

 

 

Néstor Sánchez: un retrato

 

 

La Periódica

 

 

 

 

Néstor Sánchez: Un Retrato – por Hugo Savino

 

 

Para Américo  Cristófalo

 

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Néstor Sánchez reemplazó la pasión de hacer fragmentos escritos por el vagabundeo, primero, por el vagabundeo espiritual, solo, después, no sé cuándo, sintió la necesidad de ir la calle. O quizás se le impuso el vagabundeo, pudo más que la literatura, que se le deshilachó. Andar por ahí se le convirtió en una pasión, y se alejó del mundo, de él mismo. Siempre vio el mundo, pero no pudo tomarse un descanso de los horrores. Tampoco dijo mucho sobre qué vio y cómo se le estragó la épica. Decía, obstinado, cuando yo le hablaba de su don: perdí la épica. Y se apartó. Vivió apartado. La vulgaridad le sacaba una mueca, y mucho silencio. Nunca se olvidó de Apollinaire: ¿por qué? En 1986 parecía que estaba siempre yéndose, todavía la espiritualidad lo envolvía, la calle o el camino le mandaban mensajes. Escribió Condición Efímera: intento de rescate o de invención de otro hilo. Otro poema. Plantó. El viaje hacia el futuro de la vida eterna le corrió la épica. Ahí la muerte empezó a tomarle la sopa. Néstor Sánchez tenía una velocidad de espíritu que lo puso en vulnerabilidad. Las naturalezas toscas lo abrumaban. No pudo buscarse un lugar en el mundo. Caminar por un rectángulo o por calles sin veredas, deambular pudo más que tiempo, había que acallar las resonancias, alguna música insoportable. Hasta ir a parar al cordón de la vereda. Sin quejas. Una vez fue a dar una conferencia y entendió algo definitivo: lo sobrecogedoramente universitario. Ya estaba desesperado de desasosiego. Sacó la mano a espiritualidad, a camino, a caminata hasta zapato roto. Quería encontrar ese De Kooning que una vez quiso abrazar. O lo atrapó la tentación de desaparecer, de disolverse en las calles de esa cuadrícula. ¿Qué vio ahí? Néstor Sánchez pasó de una literatura física a una espiritualismo físico, volvió a su literatura física, y después se concentró, como pudo, en no ir a ninguna parte. En Néstor Sánchez la concentración es específicamente física. Es una exigencia de la fragmentación. Va del tango a la novela, a la espiritualidad, a los relatos, a la vida atea y contemplativa: ahí se queda. Y no dejó de desplazarse. Vagabundo. O clochard: no le venía mal esa palabra. O lumpen: la conducta como oración. Un día me dijo: Beckett tuvo suerte con Godot: pudo seguir tranquilo, aseguró economía, no le apuraron la sopa.

 

Sánchez siempre leyó con exactitud – la lectura en voz alta estaba en esa precisión: no era una armonía, estábamos en el sonido. Néstor Sánchez nunca se defendió del arte, de lo que amaba: “con otro refregándose pornográficamente contra un de Kooning”. Puso el mundo en su voz interior, el rollo de adentro lo escribió en poema.

 

Willem de Kooning era el pintor de Néstor Sánchez.

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Tenía la delicadeza de hacernos creer que estábamos en el mismo barco, pero bastaba con leerlo para darse cuenta de que él se había bajado en otro puerto. Pero: había que leerlo. Frecuentarlo era leerlo. Sus novelas eran como su baile: la muerte del compadrito. A él le tocó escribir en épocas del matonismo sartreano. Cada época tiene sus matones. Ahora son lacanianos o filosóficos o poetas del consenso. Sacar el pie como nadie lo sacaba. Sánchez es el escritor, no de lo que sucede sino del ritmo de lo que sucede. Un pie no baila, sale. Sale a lo destiempado. A tango: a jazz. El jazz: “no adhiere a mundos corroborables. Se toma el tema y se lo destruye, o sea el hombre es convocado por lo concebido, pero lo concebido no lo ilustra, ni lo limita.”

 

Sánchez no estaba asustado: no tuvo que salir corriendo a pensar la realidad. 

 

A Cita:

 

“me permito cualquier clase de término, de giro, de invención absoluta.”

 

 “Jamás ir a la página con un plan de escritura.”

 

“Leyes aprendidas a fuerza de error.” (Nosotros dos)

 

Para Sánchez la memoria y la transmisión son temblorosas.

 

La memoria: “¿Entonces toda memoria, toda memoria personal y por lo tanto apesadumbrada por el sin ton ni son sobreentiende, fundamentalmente, el olvido, la desmemoria? Es decir que sólo quedaría recordar que se ha olvidado, que se ha olvidado tanto, a fin de algún día (ni cercano ni demasiado probable) admitir ese incierto y mucho más evasivo recuerdo de tanta desmemoria. ¿O sea que cualquier vida puede ser contada en diez minutos?…

 Dicho de otro modo: esa devastadora desmemoria destiempada y desarticulable…”  (Cómico de la lengua)

 

Para Sánchez la experiencia profunda es intransmisible – pero la escritura tiene una dimensión ética que empuja a poner ese intransmisible: quede lo que quede – hay una obligación de decir.

 

Tampoco importa mucho si la voz de Sánchez sigue siendo incomprensible para esos  turistas  de la literatura, no tiene ningún interés, los poetas del libro colectivo no están hechos para la lectura, ahora toman clases de balbuceo con la policía del pensamiento.

 

Sánchez empieza contando con un lector imposible.

 

“El escritor no tiene que contar algo que sabe de antemano, sino que va a la página a consultar una memoria que está fuera del tiempo.”

 

“El lumpen mal definido por Marx, aquellos, los únicos que tienen la conducta como oración.”

 

Lumpen para Sánchez: el músico nocturno inconformista, el ladrón de caja fuertes: para ése, es imposible equivocarse. La capacidad de atención. El lumpen se oculta – hay en él una necesidad de ocultamiento.

 

Lo estrictamente Raúl Berón en Sánchez.

 

Lo beligerante sanchístico es su manera de hacer lista de rechazo.

 

Lo Troilo en Sánchez  es puente a lo clochard celeste kerouac.

 

Para Sánchez en el mundo de las letras se trata de ser marginal. Un escritor va al estado de gracia: se relaciona consigo mismo de manera imponderable: “como amistad que no se traiciona.”

 

Soplo del Ángel subterráneo.

 

La voz interior es la única brújula – hasta perderse.

 

Néstor Sánchez se llevó un Carlo Emilio Gadda para ver si arrancaba.

 

La música: “si es intérprete se está fatalizado.”

 

 “La disyuntiva de la música es lumpen.”

 

Néstor Sánchez: “Yo digo que el ritmo de lo que ocurre es la mejor frase que encontré para decir lo que es mi trabajo narrativo. Porque el ritmo va produciendo la sucesión de imágenes. La historia interesa y no interesa, el lenguaje interesa más que la historia.”

 

Puntuación: “La puntuación por otra parte, debe volverse imposición de cadencia.”

 

Para Sánchez se trata de avanzar hacia lo que no estaba pensado: ir sacándose de encima lo que en las palabras había de pensado.

 

Lo pensado y remanyado hasta lo sobado era la bestia negra de Sánchez.

 

Siberia tenía todo para novela realismo testimonial: entra el jazz –improvisación- y Sánchez conquista otro tono. (Reportaje Bajarlía)

 

Leer Sánchez es entrar en un largo período de pérdida. (Reportaje Bajarlía)

 

 

“Mi imagen como escritor es por lo general resistida y esto llega, aunque parezca mentira, al ámbito de las editoriales, donde aparezco como un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y de los lugares comunes que tanto abundan.”

 

La obra de Sánchez enciende las futuras rivalidades. Trabaja en contra del consenso.

 

Los cuchitriles de las novelas de Néstor Sánchez aparecen por sacudones, en ráfagas, a libro abierto como quien dice “yo leo a libro abierto.”

 

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Una cita: -Su Lista de Rechazos -(para ir al núcleo de eso que Sánchez empezaba a intuir de la transmisión y sus problemas): “primer monólogo en la ciudad de Santa Fe, frente a un auditorio sobrecogedoramente universitario que, según comprobara casi de inmediato, esperaba escuchar exactamente lo contrario de lo que yo me proponía transmitirle.” Este artículo de Sánchez está fechado en diciembre de 1971. En ese primer encuentro como escriba -él mismo se llama escriba- verifica la ausencia de “lenguaje común” : o sea se transmite buscando consenso o se asume esa ausencia de lenguaje común, se admite la experiencia de la soledad por decantación y rechazo y sin garantías: aún a riesgo de hacer reír a todo el mundo y sólo ahí, en esa soledad, aparece la necesidad de la experiencia poética: Sánchez ese día quiso transmitir eso: y sus rechazos:

 

No ficcionar para ilustrar una tesis o por ficcionar en sí

 

No admitir la puerilidad del compromiso

 

Ni las convenciones del “escriba dios”

 

Para Sánchez todavía se trataba de conquistar el silencio por la vía de la experiencia poética.

 

Admitió para él esta frase de Artaud: “estoy, por debajo de mí mismo, lo sé, lo padezco.”  

 

Rechaza: “Uno: hacerse divulgador por escrito, o titular de una cátedra amenazada por el sentimiento inmediato del porvenir y por el tedio que implica toda convención hombre-que-supuestamente-sabe frente a hombre-que-supuestamente-escucha-o-lee.” 

 

 

Sánchez no está por el hombre que tiene que calificar para leer o escribir: leer

o escribir para Sánchez es ir hacia “un acto sin garantías posibles de

tranquilidad”. Y lo aniquilaron: ¿por este desacato? Sí. La obra de Néstor

Sánchez es la del artista en desacato. Esa palabra es clave en su poética. Es el

escritor en desacato con el escritor patentado. Lo aniquilaron: como lo

aniquiló  a Leon Bloy ese crítico del Figaro.

 

Víctor Sklovski: “Amo cuando un hombre  no entiende lo que escribe,

cuando escribe como al azar, amo a los navíos extraviados que descubren

continentes y les dan nombres inexactos. Atraviesan los mares verdes de

algas, trazan en esos mares un camino y esas aguas calientes e inmóviles

levantan los vientos.” (Carta a Iuri Tynianov de febrero del 34)

 

Para él: “un poema hace las reglas de su lectura a medida que uno avanza, y

esas reglas se modifican a medida que uno avanza.” (Henri Meschonnic)

 

 

 

 

 

 

 

Lo nuevo en poesía, para Sánchez, está en “la materialidad rítmica del lenguaje” y esto nuevo no debe confundirse con la novedad de la estética – ese facilismo – no: lo nuevo es la invención o en palabras de él: “aventura humana en primera audición, cierto enfrentarse cada vez (puse énfasis en la frase) a ese terror si se quiere inefable de lo que no puede corroborarse ni siquiera valiéndose del colmo de un hambre común en nuestros días: la información fulmínea (una pausa) y al alcance de la mano.”

 

Una vía posible: Sánchez tacha, apenas, para revisar después, quizá, si se reedita este artículo en un libro, una frase en la que está citado Beckett: una referencia más o menos constante: él decía: ese batacazo de Beckett, Godot, que lo dejó seguir –. Tacha en grilla, para que se lea : “En este punto de inercia fue cuando se produjo parte de algo que todavía no entiendo bien: Samuel Beckett: a pesar de su fealdad y de su aislamiento se refiere en alguna parte al viejo asunto del tedio total y la costumbre, ese mismo tedio de vivir  y de escribir) al que uno puede considerar el más tolerable de los males humanos a causa de ser el más permanente.” Queda esta frase, casi un aforismo, ahí, colgada en el espacio: “Qué relación encontré entre la ausencia de un lenguaje común y el tedio de Proust, entre la imposibilidad manifiesta de monólogo y mi vida actual?”  Y lo pone blanco sobre negro: “Sin embargo lo único que me interesa es que me sirvió para no desistir.”

 

Salir, escapar de ese “tufo a lo didáctico”.

 

En esos días Néstor Sánchez todavía tiene esa épica que lo hace seguir. Ese no puedo pero debo en el que Beckett insiste de mil maneras posibles todavía no lo abandonó a Sánchez. En Beckett se fracasa: no se puede decir pero hay muchas maneras de no llegar a decir esa cosa.

 

Sánchez también llegó a esta síntesis beckettiana: “El hecho de saber que el arte siempre ha sido burgués tiene en definitiva poco interés.”

 

Sartre fue su bestia negra: por un tiempo: de ahí ese categórico “no admitir la posibilidad del compromiso”.  Pavese su amor. Y Kerouac su libertad.

 

“En mi caso hay una limitación muy grande de aparato narrativo a todas esas cosas”

 

Para Sánchez Buenos Aires: “Sobre todo en una ciudad como ésta que es devoradora de visión.”

 

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Sánchez: “Tomé fuente inspiradora en el objetivismo francés, que es la limitación de los poderes personales del autor para contar una historia. Y el surrealismo y la “beat generation” de EEUU, que fueron los valores máximos de la época en que me tocó escribir.”

 

Y el jazz: “Sí, por supuesto. Ahí está la improvisación, también se improvisa sobre un tema dado, se lo fractura. De ahí “Siberia Blues” que son improvisaciones sobre un barrio de Buenos Aires.”

 

Cuerpo de escritor.

 

Poema contra filosofía. Enemigos del poema: la filosofía, la poesía.

 

Joyce: libro de cabecera: capítulo de las preguntas y respuestas.

 

Sánchez: “No manejo ideas, sino que manejo imágenes que fluyen en mí si hay disponibilidad frente a la página en blanco. Veo, no pienso.”

 

En disponibilidad de poema.

 

Jazz: Charlie Parker – John Coltrane – Albert Ayler.

 

Anibal Troilo.

 

Conciencia de saberse resistido. La novela por TE: “no hay que contar nada que pueda contarse por TE.”

 

Lumpen (para Sánchez): “el que tiene la conducta como oración.” Personajes lumpen: Charlie Parker . Troilo y si lo apuran Dillinger.

 

Algunas de sus premisas:

 

“El tedio que implica toda convención hombre-que-supuestamente-escucha-o-lee.” (Sobre otro monólogo)

 

La lectura, como discernimiento y la escritura como conocimiento.

 

Cuaderno de notas.

 

Los libros de predilección.

 

La educación del gusto.

 

Inmoralidad de la expresión fácil.

 

Entrenamiento de la lectura en voz alta: aprender a leer: (tono, ritmo, cadencia, la voz propia).

 

O sea: todo tendría que tender a voz propia.

 

La traducción es el lenguaje ajeno.  

 

Néstor Sánchez: “Orsini es una manera frontal, el marginado en estado de gracia. Sabe que el dinero es usura e infamia y que un mundo que lo venera como al dios único no puede hacer otra cosa que caer en la crueldad.”

 

“La escritura poemática, una vez conquistada como voz propia, ya nunca más podrá resignarse al discurso intelectual, prosaico. Más que un logro personal, es una ley que se revela.”

 

Sánchez va a su último libro con una sensación de imposibilidad de transmitir: el habla de “resonancia apaciguada del otro aspecto de mi aventura individual.” Ya pasó por la caminata deambulada hacia la búsqueda de sentido, el trabajo tenaz y obstinado a coscorrón en la experiencia mística con el consecuente abandono de la escritura, fracaso de esa experiencia y vuelta a la literatura: La condición efímera: “Conquista del estado de pregunta”. Toda la literatura de Néstor Sánchez se rebela contra la solemnidad. Contra los moldes de comodidad interpretativa.

 

Sánchez no fue al colegio: escribía lo que escribía: es casi piadoso, casi conmueve ese trabajador del viejo y gastado clero que le sigue buscando el pelo en el huevo, le hace ficha, le levanta antecedentes: lo quiere ver ceder, busca pruebas para condenarlo: ¿a qué?

 

Sánchez no sirve para ilustrar: es peligroso para la “nueva familia de la marginalidad cultural”, ese animal social aprendió a clasificar: no perdona a los réprobos.

 

Sánchez poeta del desacato.

 

Fue en un café perdido perdido: un rato en ese café olvidado de Dios.

 

Y se hizo posta: a café, a sábado de otoño, a toque entre lo divino y lo sagrado, a peloteo cómico metafísico: me llevo a remolque voz que se va a poema: una forma de vivir: siempre a banda: la alegría de mendigo celeste.

 

Sánchez tenía “un oído irreprochable”.

 

No es la primera vez que veo que se persigue a alguien por sus méritos. O se los atribuyen a otro, como hicieron con Biély. Los que saben André Biély sabrán algún día Néstor Sánchez y saben quién dijo lo mejor sobre Biély y mostró cómo lo persiguieron y saben que Irina Bogdachevski  lo traduce.

 

Si no entendían la letra, Sánchez los mandaba beronianamente a consultar el Alma que canta.

 

Sánchez caminaba de Lacroze a Cabildo como por el piso de un salón.

 

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La crónica poética de Néstor Sánchez va a sonido: los que ya no van a escuchar gurúes filosóficos encontrarán aquí una manera de saber algo de la vida unida al tiempo que pasa, a la felicidad de la vagancia, al amor que se desliza por los dedos, a los caminos que llevan a perdición, a la mirada de cadencia, a la respuesta discreta, a la risa elotiana, a lo Ismael en cada hijo de vecino, a mate cebado, a rincón oscuro, a irse, a ninguna historia que contar, a historias: todos los ojos para leer en esas briznas de líneas que escucho a saco.

 

Poner el oído en salto mata.

 

Y cuando la Historia con esa cabeza repugnante nos empezó a invadir, la escuchamos zumbona, puso al poema en la línea de fuego, nos excomulgó, nos puso a trabajo forzado, ahora nos enseña a ganar plata, nos insulta con los pesos pesados de la filosofía, esa maldición escolar nos busca debajo de la cama, nos quieren hacer contar una historia, nos desabotonan la memoria, se la reescriben, excomulgan a los díscolos, por la Historia ellos van a buena reputación, a farsa rentada.

 

Contar con el lector imposible y soltar el lastre de lo que se sabe de antemano.

 

A épica de tango, a épica de jazz, a épica de desasosiego. Ir a poesía. Como Santana iba a fomento.

 

Dije pescador de líneas: agrego: pescador de momentos: la línea y el momento: fijas: pero a veces a perdedor. Y siempre a ganador.

 

La mala reputación viene de la ponzoña de los que tienen la mano atada: el murmullo sanchístico expandía el tono misterioso, delicado, el acorde vivo y momentáneo. No enseñaba nada, no comunicaba nada, no clasificaba nada. De lo sagrado a lo divino.

 

Hay una risa Sánchez: es explosión a irreverencia, es una mano a rostro, es a ronda de café, a código sabatino.

 

Y estuve ese día junto a Mariano Fiszman: y Néstor Sánchez contó la épica de Cómico de la Lengua en Barcelona, la conquista de cada capítulo, círculos de lápiz rojo, flecha al pasado, todo el adentro lento desplegado.

 

La burocracia crítica no sabe dónde ponerlo: sanciona silencio: queda como cogote de gallina pasado a hornalla, religiosa, y social, finalmente el pelo de un tío o  la caca de paloma se le escurre de entre las manos o se desorienta con el andante desviado: la tacada Sánchez es rápida, adhesión extrema o pasar a otra cosa.

 

Lo corría Horacio Ciaffardini. Así se puede leer Sánchez. Si quieren referencias. Así cantaba Raúl Berón si quieren más. Así tocaba Albert Ayler si quieren que el poema vaya a aliento.

 

Compro la revista Noticias y hay una entrevista a Sánchez: 23 de septiembre del 2000: Sánchez sentado entre una heladera y una pava: “¿A quién admira?” Respuesta: “A Joyce. Siempre lo mismo.” Remate: “Mi escritura siempre se inventó a sí misma. Hubo bastante improvisación.” Otra foto de Néstor Sánchez en campera encendiendo un cigarrillo. Un amigo, Gabriel Fernández , me pasa la reseña de Primera Plana –18 de abril de 1967- a Siberia Blues: eran tiempos en que los reseñistas se maravillaban ante la puntuación. 

 

Otro recorte: Primera Plana: sección Señoras y señores: Título: “Varados – Llegó a Buenos Aires hace seis meses, enarboló un centelleante saxo-soprano y, con un par de acordes que dejó chorrear en el aire, como un reguero de oro, conquistó al público de la salita de Artes y Ciencias, en la calle Maipú. Un público que, lamentablemente, reveló ser mucho menor de lo que STEVE LACY (34) había calculado cuando arribó a la Argentina para someterse a las estipulaciones de un contrato no demasiado favorable, que había promovido la mujer del trompetista de su cuarteto, Enrico Rava. De modo que pese a las excelencias de Lacy (discípulo y colaborador de Ornette Coleman, y también de Thelonious Monk, aclamado por sus discos y participación en festivales europeos), la suerte no le ha sonreído en la Argentina. Al punto que está pensando seriamente en ser repatriado por la Embajada de su país, los Estados Unidos; pero surgen problemas para la repatriación de su mujer, del trompetista y del baterista y el contrabajista, ambos negros sudafricanos. La situación es desesperada, y lo peor es que se esfuman las posibilidades de cumplir los contratos que, a partir de noviembre, tenía pendientes en USA el apóstol del free jazz.”

 

En esa estadía Steve Lacy vivió en la casa de Néstor Sánchez. Así era ese mundo, así eran esas almas: eran las mejores: no eran ninguna corriente: eran poetas en la vida real. 

 

Otro recorte, en Radar libros del 29 de octubre del 2001: Néstor Sánchez: “El jazz alienta la emoción, convoca ganas de vivir, hurga en la rajadura de la tela.”

 

 Steve Lacy se deschavó: se embuchaba dos botellas de ginebra por día, le dijo a Sánchez que cuando hacía heroína se miraba durante doce horas la cutícula. Acá se quedó en banda. Néstor Sánchez se fue a banda en París: (está en la conversación con Claudio Sánchez)

 

 

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Néstor Sánchez: “Carlos Riccardo intuye, creo, la influencia decisiva que tuvo en mí la ética-estética del jazz de improvisación. Los grandes músicos de jazz tuvieron, a su modo, el horror de los moldes de facilidad. Siberia Blues (el mito tribal lumpen) presentaba todos los atributos para transformarse en un fresco naturalista con tentación de realismo testimonial. Al tratarlo como una improvisación sobre un tema dado, conquisté el tono requerido, conquisté su marginalidad.”

 

 Mariani: “Mucho antes había comenzado mi amistad con Néstor Sánchez, él escribía escuchando siempre algún disco de jazz, escribía y de fondo estaba Coltrane. Varias veces llegué a su casa y parecía drogado, absorbido por la escritura. Era una cuestión de ritmo. A él le debo la publicación de mis 7 historias bochornosas en Sudamericana. Creo que Sánchez llegó al corazón de la literatura, una obra donde no hay casi personajes, ni historias evidentes. La obra de Sánchez es una metáfora sobre la incomunicación, la ansiedad de sobrevivir y también sobre la muerte. Por ello llamó Siberia al área donde había nacido, Villa Pueyrredón, esa soledad en medio de la ciudad.” (18 de enero del 2004)

 

Jorge Asís: “Su prosa era un encanto: luminosa, soberbia, perfecta.”

 

Néstor Sánchez es irreal, y no le pongo comillas, tan irreal como cuando en el bar La Ópera habló de Orsinis.

 

Orsinis es aceite sobre el fuego. Sánchez lo escribió pidiéndole lo imposible a la voz, y además, diga lo que diga, ahí ya se fue a free.

 

Ir a página: despojado.

 

Escribió Siberia Blues, escribió Diario de Manhattan, vio al “ángel tuerto”, al que sospechaba de subvencionar amigos, no escribió novelas por encargo, fue a tango, fue a jazz,  toda su obra es una gran tratamiento del odio: “El odio es inconcebible. Se necesita una enorme pobreza para odiar.”, buscó el rigor terminantísimo, reverenció Angel Subterráneo,  resaltó esta línea del tango Garras: “Busco desolado tu calor, y aquí no estás.”, pescador de líneas, voz y contra voz en esas líneas de Sánchez, citadas sanchísticamente, líneas de lo imprevisible, línea a estado de gracia, a baile, línea a turf, voz a ínfimo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires extramuros diciembre 17, 2008

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Tocar un Tema Nacional no es cosa grata, de modo que me abstendré de algunas precisiones y aún de algunas apreciaciones sin poder evitar el desvarío, el capricho o el salto temporal injustificado. Tema Nacional puede serlo casi todo si lo pensamos de una determinada manera, si ponemos demasiado énfasis en una actitud ciudadana, si ese mismo énfasis nos consagra como buenos ciudadanos y si de tan buenos ciudadanos nos hacemos conciudadanos de golpe. Quién lo diría.

Pero hoy, este calor pastoso, infértil, me devuelve como nunca al viejo mito de la frontera y a los territorios a ambos lados, esa siempre recuperable fantasía de dos lados y siempre otro lado que no es ni el mismo ni el otro.

 

 

1845: más allá, nada

 

El margen, ese margen tal cual lo conocemos, no fue en un principio sino literario. El registro inicial fue, sabemos, de Sarmiento. Sarmiento declaró aquí el mundo, allá lo otro. En una ciudad en donde los límites eran los de un río inmóvil, Sarmiento y su celebérrima notación civilización y barbarie, instala la frontera y la duda, figura lo parecido y lo disímil, la zanja brumosa con la que Buenos Aires se envolviese durante buena parte de su historia.

 

“¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada? Porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. He aquí la poesía. El hombre que se mueve en estas escenas se siente asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto.” (Sarmiento, 1945, II, 51)

 

 

 

456443c0Sarmiento, ebrio de Sturm and Drang, trazó entre muchas otras una frontera de irreprimible significantes, connotaciones en tránsito de ser verdades, ausencias habitándose, despoblados fantásticos y huella de aquel que los atraviesa, sobre todo de noche. De noche es el delirio. De noche, el caos, la velocidad del horror, la llamada de lo lejano. De noche no es tan sólo una proximidad con ese otro lado. De noche es el miedo y de noche, aprender a temer. De noche, la naturaleza irritada.

 

 

 

1948 o bien 28 de abril de 192- : más allá, el fango sagrado

 

En el libro tercero de Adàn BuenosAyres se lleva adelante una expedición desopilante. La frontera es difusa; no obstante, tiene un nombre: Saavedra. Lo que resiste allí, lo que muta y resiste al mutar, es un desorden simbólico del mito sarmentino, reformulación del primer vértigo al asomarse más allá de la frontera. Leopoldo Marechal avanza:

 

“En la ciudad de la Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires existe una región fronteriza donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo, tal dos gigantes empeñados en singular batalla (…) Pero en las noches de novilunio lo sobrenatural irrumpe allí” ( Marechal, 1948, III 157-158 )

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En Marechal ya no es el desierto la naturaleza irritada, mas el llamado a la evasión y la aventura. La frontera –tan temible- es tan solo un cerco de tunas. Entonces, el terrible habitar un mito que se descompone, la clara oscuridad de un cielo estrellado como los mil ojos de un Argos parpadeante, el terror que deviene absurdo y el absurdo que deviene grotesca fantasía.  Las almas del pasado y la lenta baba cósmica que dejaron al pasar: un gliptodonte desdentado, un cacique diplomático, Santo Vega o Juan Sin Ropa o un inmigrante italiano (“¡E sono in America per faire l’Argentina!”), todos imagen de un mismo espectro.

Como al regresar de Montecinos[1], el tiempo no es mensurable. Es el tiempo de la fuga, del viaje y del despojo, un tiempo interno. Darse vuelta y volver: más acá, ¿qué hay?

 

“¿Cuánto duró aquella vertiginosa carrera? Nunca lo supieron. Sólo recordaron más tarde que, al trasponer una altura, vieron dos o tres faroles de corta distancia.

-¡Las luces –vociferaron-. ¡Las luces!

Y a todo correr descendieron la pendiente.

Habían llegado.”

 

 

 

1967: más allá, lo indecible

 

Comparecer frente a la idea de que Néstor Sánchez tuvo noción de frontera alguna es riesgosamente absurdo. Con la publicación de Siberia Blues se abren varias puertas, pero sólo una de ellas interesa a este catálogo. Del registro anterior recae una idea: Sánchez hizo una Saavedra, aún fronteriza pero ilimitada, aún presumible, pero refutable. No hubo trazados precisos pero sólo porque no pudo decirse con un lenguaje apropiado que fronteras menos elucubradas y más sutiles empezarían a delinearse entre los hombres. Siberia Blues corrobora que la frontera es una visión o una tentativa de visión a ambos lados, una cornisa con caída libre a la experiencia vital y urgente de estar aquí para contarlo. La Siberia, guetto de la imprevisión del peligro, empalme de dos o más mundos para los que la idea de patria es símil de saber describirla. Patria, que te decís con tus propias palabras. Lenguaje, que hablás sólo de tu patria: la tuya. 

 

“Claro que si uno había llegado desde afuera de la frontera –ese paisaje en ruinas formaba parte esencial de la frontera- , y se tiró cualquier día en la quinta con ellos y un rato más tarde del puchero se pone de pie, son los años cuarenta y supongamos que también le permitieran ponerse de pie para seguir hasta el alambre, si uno no duda o acaso olvida todos los rumores, salta el alambre desfigurado al revés de cómo lo saltaron ellos, no le queda otra cosa por delante que aquella única calle empedrada a lo largo de la franja y entre locutores atacados por un antiquisimo mal; entonces alguien a propósito inmóvil sobre una sibilita baja fuma algo parecido a una pipa en la solemnidad de la Siberia.” (Nëstor Sánchez, 1967, 10)

 

 

 

1976: más allá, lo más acá posible.

 

Una frontera se sostiene básicamente por una tensión entre dos bandos y esos dos bandos no son sino la frontera misma. En ellos late el pulso fronterizo y en ellos también se quiebra, sufre el desorden de las coordenadas siempre tan imprecisas, las inclemencias de una bruma que hace de todo límite una incertidumbre. La sentencia sarmientina civilización y barbarie no se corrobora sino antes, con su mis en scene de 1837: El Matadero de Esteban Echeverría, primer relato y primera frontera. Allí se prefiguran algunas de las obsesiones de Sarmiento y de toda la Generación de 37: el repudio a Rosas, la dolencia de una patria grande siempre perdida, la violencia y el eterno condecirse nacional. Allí también la sombra de lo real: la humillación del niño bien por el otro, aquel que no es un niño bien.  La frontera, por entonces, no traficaba en elucubraciones tan didácticas como las que aquí nos ocupan. La frontera era sólida y un poco más de un siglo de retiradas y deposiciones, de apremios y proselitismo, no hicieron más que una depuración más o menos organizada, más o menos bien pensante de aquella turbia solidez. La frontera fue poco más que una consigna, pero menos que un dictamen. Fue idea extensiva en los usos de un pueblo, frontera de lento pasaje y fácil acceso a la furia para quien se reconoce en ella a un lado o al otro. 

 

lamborginiOsvaldo Lamborghini supo desmontar El Matadero y sostener una nota de ironía allí donde no llega pentagrama alguno. El niño proletario (1976) parte de un Echeverría sin romanticismo y dispone la humillación en manos de los niños bien: el niño proletario es ¡Estropeado! antes de llegar a serlo y su muerte es la un espacio en blanco que puede ser bien ocupado por cualquier otro niño proletario. La frontera y a ambos lados un abismo por el que corre, entre muchas otras cosas, el devenir de la historia.

 

Lo cierto es que no hemos, a este respecto, transcripto alguna información de utilidad: una frontera que tuvo su cara y su contracara no puede sino volverse finalmente sobre sí y abrir nuevas fronteras cotidianas, de invisible apariencia, de insostenible mandato, entre uno, dos, tres tipos que se observan en un bar. Porque la frontera se ha desplazado en extremo y aquel  extramuros/intramuros corresponde ya a una ilusión. De ilusiones así se escribirá la literatura del futuro. 

 

 

 

M.A

 

 

 

 


[1] Don Quijote,  pag. 624  “¿Cuánto ha que yo bajé? – preguntó Don Quijote. Poco más de una hora – respondió Sancho. Eso no puede ser – replicó Don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces”

 

Entrevista a Enrique Vila-Matas: «Sin Borges hablaríamos en inglés» octubre 30, 2008

 
 
20061222elpepicul_21Difícil de clasificar, Enrique Vila-Matas ( Barcelona, 1948 ) es un escritor que ha desarrollado una voz propia y un estilo inconfundible. Culto e irónico, en sus libros explora las derrotas y victorias de los escritores con la literatura; los suicidios ejemplares; los sinsabores de los autores que ya no pueden escribir más. Creador de un mundo personal, rodeado de citas, reales o falsas, Vila-Matas es consciente que toda escritura viene siempre después de otra. Se pasea por el cuento, el ensayo, la crónica y las novelas, cargando todo lo que escribe con su particular manera de ver y entender el mundo; con la idea de que todo puede ser –y es- literatura.

 
 
Roberto Santander – Martín Abadía

 
 
 
Ha escrito cuentos, ensayos, novelas y ahora en Dietario Voluble explora la escritura de un Diario. ¿Qué formato le resulta más cómodo? ¿Nunca escribió poesía?
A lo largo de mi obra van sucediéndose los géneros como estados de ánimo. En todos me encuentro cómodo, porque en realidad mi propia escritura es un género de géneros. Aplico mi estilo a todo lo que hago. Me gusta escribir en horizontal y tal vez por eso huyo de la poesía, siempre tan obligadamente vertical.
 
Tengo entendido que en alguna entrevista mencionó que comenzó a escribir imitando el estilo de Néstor Sánchez. ¿Por qué elegir a Néstor Sánchez, un escritor, por lo demás, conocido –lamentablemente- por muy pocos y con un registro algo extraño dentro de la lengua castellana?
Es una declaración de principios. Siempre me han interesado los escritores que no están magnificados. Siempre he tenido –ya desde el primer momento- la manía de dar cuerda a los relojes, “de ponerlos en hora, de colocar las cosas en sitio, de sacar brillo a lo empañado y a la luz lo que ha sido relegado a la sombra, de reparar y limpiar los viejos juguetes de la civilización olvidados en los desvanes, y en consecuencia mi tendencia al descubrimiento de terrenos literarios inéditos.
 
En sus obras se reflexiona sobre el acto de escribir (o dejar de hacerlo) como una escari1constante que atraviesa sus libros. ¿Es imposible, como escritor, dejar de pensar en la escritura mientras se está escribiendo? ¿Y cuando lee, piensa como escritor o como lector?
Soy un lector que escribe. Me parecen, por otra parte, muy interesantes los escritores como personajes. Atención: no todos los escritores lo son. De hecho, sólo un uno por ciento de los escritores que he conocido personalmente son interesantes. Pero los que lo son, lo son mucho.
 
Es común que se apele a la clasificación ficción y no-ficción. ¿No cree que todo, finalmente, es ficción?
Ficción es ficción, que decía Nabokov. Sí, claro que estoy de acuerdo con esto. ¿A qué me dedico yo si no? Me dedico a la ficción. Pero busco a través de ella la verdad. Parece paradójico. Ya lo digo en Dietario voluble: Está todavía por escribir la historia de todos aquellos escritores -desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett, Perec- que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura. Una lucha de evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la artificialidad y de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea.
 
¿Extraña algo de la vida nocturna de Barcelona?
Agoté la experiencia nocturna hasta extremos indecibles. Conozco muy bien ese mundo, pero no lo añoro nada.
 
¿Siente que al mencionar a tantos escritores en sus libros ha ido generando un nuevo canon? ¿Que, por ejemplo, al mencionar a Walser, una gran parte de sus lectores siente la necesidad de ir en búsqueda de ese libro?
Remito al artículo de Christopher Domínguez Michael sobre Dietario Voluble en la revista Letras Libres del mes de octubre 2008. Ahí habla, en términos muy lúcidos, del canon que he ido creando con mi obra.
 

 

novelista_enrique_vila-matas¿Qué libros tiene cerca, ahora? ¿Recuerda haber perdido alguno al que le tenía profundo cariño?
El rey de mi biblioteca es la traducción al español de Tristram Shandy, de Laurence Sterne. En estos momentos, estoy leyendo el último libro de Pedro Zarraluki. Y tengo muy cerca Ulises de Joyce, debido a que participa en la novela que escribo actualmente.
 
Suele comentarse en Latinoamérica, cuando se habla de autores españoles contemporáneos, que son libros poco arriesgados, aferrados fieramente a la tradición de lo que se entiende debe ser una novela o un poema. ¿Comparte el criterio? ¿A qué se debe?
Es difícil generalizar. Hay gente interesante y otra muy estúpida, como en todas partes. La verdad es que no miro mucho a los escritores en función de sus nacionalidades.
 
Hay una especie de secreta –y no tan secreta- admiración por usted y Ricardo Piglia, entre los escritores jóvenes. ¿Cuál es su opinión respecto a la narrativa de Piglia?
Soy un lector entusiasta de Piglia, muy especialmente de todo lo ensayístico, que me aporta siempre muchas ideas. Es uno de mis escritores preferidos.
 
¿Cuál sería el soundtrack de Dietario Voluble?
No sé qué es un soundtrack y sobre todo no quiero saberlo.
 

 

Entre los escritores contemporáneos que lee, ¿cuál le ha llamado la atención, últimamente?vila-matas61
Coetzee, Sebald, Bolaño, Magris, Fresán, Don Delillo, Echenoz, Michon, Hemon…
 

 

¿Qué habríamos hecho sin Borges?
Hablar sólo en inglés.
 
Kafka, en sus Diarios, dijo “Es totalmente cierto que escribo esto porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este cuerpo”. ¿Cómo relaciona la cita con lo que usted escribe?
La única forma de relacionarlo es convirtiéndome en escritura, literalmente. Que el cuerpo sea puro texto.

 

 
 

Entrevista a Hugo Savino. El alma, ese nudo rítmico septiembre 4, 2008

La historia -alguien lo dijo- es espejo de la paradoja. Paradoja viene a ser, más que la desarmonía simpática de opuestos, la implacable comicidad de lo incomprensible, aquello que, aún siendo elucubrado, no deja de crear fisuras en las pocas ideas que no dejamos que nos arrebaten, en las muchas ideas que ya no parecen querer volver a nosotros. De paradojas se alimentan las vanguardias de la literatura contemporánea y de paradojas va forjándose su modus operandis: un poco temerosamente, la literatura actual -el arte, en general- no puede sino parodiar.

Pero no nos hace falta recalar en el arte para apercibirlo: la vida misma parece moverse a caballo de parodias. Ya las publicidades aceptan el ojo que se atreve a sojuzgarlas con cierta desconfianza y fagocitan ese desconfianza, la trasvisten y hacen que el ojo fiel aprenda a reírse de las dudas del ojo desconfiado, las deje irremediablemente atrás, ya que no hay solución de compromiso, ya que, si ha de haber compromiso, tendrá que ser urgente y por sobre todo efímero.

En un mundo en el que la impostura hace las veces de lo impostado, Baudrillard -si es que no lo hizo- habría de castigar a Foucault: el poder también es parodiable. Acaso la parodia más brutal sea que la omnipresencia del poder foucaultiano venga a decirse simulada, venga a darse por supuesta y nada más. Sólo sistémica. Parafraseo a Gide: me digo, si de algo no me permito dudar, más que de la realidad de mi duda, es de que mi duda es sistémica -así andamos todos, irreconociéndonos en una duda que no parece sernos propia.

Las vanguardias, hoy más que nunca, se emplean en morir en una contracultura intramuros, muros de lo sistémico. Los puntos de ruptura no consisten ya en la forja de una nueva identidad a través de un quiebre con la tradición, sino en la recuperación y en el desglose paródico de actitudes e identidades pasadas.

Entiéndase la contradicción: esa ridiculización que parece ser estandarte estético de las nuevas vanguardias se encuentra en clara consonancia con aquello que ridiculizan, y todo amenaza con ser ridiculizado ya que paródicas son, desde sus primeros esbozos, buena parte de las actitudes artísticas de los últimos años. Aquello que aparentan, aquello que al fin y al cabo parece sustentarlas, porta ya en sus nervios su propia ridiculización y esa ridiculización no hace más que multiplicarse tantas y tan poderosas veces como sea necesario. Nothing is really sacred, escribió Bob Dylan en 1965.

Entiéndase por qué no es del todo una contradicción: no sentimos el peso de estas circunstancias. La postmodernidad adecúa el malestar y el agotamiento de una forma tan grata que no parece estorbarnos. La cultura deviene narcótica y el fármaco ha de renovarse para que no sea nuestro agotamiento el que decaiga. En consecuencia, la novedad deviene lo vanguardista y vanguardista es sino actitud de lo nuevo: producciones vanguardistas, como lo hubiese pensado Marcuse, que no se sustentan por hacer de búfalos, cocodrillos, sino de búfalos un poco más o menos búfalos, búfalos más o menos irascibles, pero siempre búfalos.

Soy ciudadano del mundo, se dicen los más fieles opositores a la globalización. En la forja de una tolerancia a cualquier precio, de una corrección política avasallante -y por demás impostada- los seres se anonimizan, se ningunean los unos a los otros, hacen que el mundo global se haga cargo de su destino, de su futuro y de sus veinte minutos antes de ir a la cama. El bailar todos la misma canción nos legitimiza, remedia nuestras diferencias. La patraña de la igualdad parece calar profundo.

No digo en todos. No cala, al menos, en Hugo Savino.

¿Cuál es el lugar de un gesto vanguardista por contrario, por intransigente, por revoltoso? ¿Cuál es el lugar de los pocos no empeñados en un mundo de empeños a mansalva? El lugar de los que eligen un lugar: uno, acaso uno cualquiera; el lugar de aquellos que pueden hacer de él su escándalo, su paraíso y a su vez, su propia condena. Más que un mundo personal, un mundo al que lo personal traspase, atraviese, inocule finalmente.

Hugo Savino nos concedió muy amigablemente una entrevista que no sufrió los contratiempos habituales. Lo encontramos en Madrid, a pocos días de su llegada a la capital española. La excusa fue Viento del Noroeste (2006), editada por Paradiso. Viento… viene un poco a desmitificar los devaneos id supra. A batallarlos. A exponer al desnudo la vanidad de algunas consignas que mueven hoy al terreno de lo literario. Yo reconozco dos: ser efectivo y ser consciente de una tradición.

La primera hace que la literatura fiche al integrarse de manera absoluta al mundo del discurso organizado, devenga útil -paradoja de paradojas-, y en última instancia, forje al ciudadano. La segunda no es la aparente ingenuidad de mancomunarse con la cultura toda, sino el aceptar la verticalidad de sombras muy contemporáneas. El sueño de Melville lector de Kafka, aquel sueño borgeano, no es ya viable sino con fines de nota al pie en tesis de doctorado. Borges, muy afablemente, hubiese terciado cualquier superstición. La superstición del teórico, del consagrado, del credencialista. La superstición de las sombras, siempre sombras.

Viento del Noroeste, no obstante, no se sostiene mínimamente por un esfuerzo contracultural y contraparódico; importa además la intensidad de una sinfonía stravinskiana, el variopinto intermitente de la ciudad sin tiempo, el sinfín rizomático del convetillo, la carraspera aguda del mal amado apollinereano.

Envalentonada por el pulso írmico, la apuesta de Savino se afianza en la ejecución. Si el relato de Viento… es o no es el mismo todo el tiempo poco importa: lo que se relata, lo que se sostiene es la permanente recreación tonal de una mirada y de un accionar, la camaleónica huída del desperado, del frontera. Con una prosa zigzaguente, arremolinadora, sincopada, guía al ciego entre los tuertos y resuelve que al final de la noche -al final, acaso, de todas las noches-, la mejor manera de volver a casa es perdiéndose. Y se abre paso como una de las más fiables novelas argentinas de nuestro nuevo siglo.

 

M.A

 

 

En Viento del Noroeste, una recurrencia es teorizar entre líneas acerca del realismo. Hablanos de lo que significa el realismo para vos. ¿Cuál es tu relación con las vanguardias de los años setenta-ochenta (Saer, Piglia, Di Benedetto)? ¿Cómo te llevás con su idea del realismo?

 El realismo para mí es la peste. Es la vía de las esencializaciones, todo va a origen, a profundidad, a sagrado, es la pérdida de la voz. A mí me interesan los funcionamientos. El realismo es uno de los temas predilectos de los profesores, que discuten con metro en mano los grados y tipos de realismo que habitan en un escritor. Pura demencia universitaria. Para mí es una discusión que pertenece al museo de la ciudad, una antigualla. Así que el realismo es uno de mis odios. Es uno de mis rechazos, si lo querés dicho de manera más civilizada. Con las vanguardias de los setenta y ochenta no me llevé nunca porque yo nunca fui joven, y además, no tuve los medios económicos para ser joven, ni el sistema nervioso lo suficientemente equilibrado, ni vocación a lo colectivo, ni la paciencia para tener maestros, todos requisitos indispensables para formar parte de las vanguardias. Y además todos iban por el lado de Boquitas pintadas, era el soporte de todos los vanguardistas literarios de esos años. Y los soportes son vía a colectivo. Estrangulación de la voz. Y los ochenta ya son de una efervescencia universitaria abrumadora, sobrecogedora, hasta hay una eminente crítica cultural que se felicita en los noventa ante la llegada, al fin, de una camada de escritores-profesores. Y ahí empieza una lucha entre universitarios y críticos para definir quién manda en el territorio de la aprobación. Todos muy solidarios unos de otros. La vieja comedia del reconocimiento. El realismo es una postura de granito, es como hablar con un vegetariano, no quiere escuchar nada. Es más: no tiene escucha. Se la pasa hablando de lengua. Cree que se trata de la lengua. A mí Boquitas me gustó pero no me tocó. Yo prefiero Las leyes de la noche (Héctor Murena), La obsesión del espacio (Ricardo Zelarrayán) o Cómico de la lengua (Nestor Sánchez). Otras lecturas. Mi relación con esas vanguardias es inexistente. Podemos coincidir en una presentación de libros o en una muestra de pintura, pero eso es lo social. En lo que escribo yo trato de que se oigan las voces, cada una y todas gritando en el patio del conventillo, no me preocupo por el género, por la ruptura -otro de los grandes mitos de la vanguardia, el famoso “punto de ruptura”: qué tedio- ni por la llegada al lector. Todo eso está en mi lista de rechazos. Cuando escribo no estoy en el tema, no me interesa el tema, ceñirlo, la eficacia y todas esas boludeces, estoy afuera del cuadro. O si querés sólo me interesa la voz. Tampoco me embarco en la patraña del estilo. El estilo, si es que eso existe, es lo que se ignora, se escribe a lo desconocido. Y el realismo -con esa furia teológica que a veces alcanza, porque quiere ocupar todo el terreno- siempre sabe. Antonio di Benedetto no es un escritor realista. No sabía. Y las teorizaciones de esas vanguardias están llenas de saber. Agarrá las revistas de esos años, Los libros, Literal, Punto de Vista o Sitio, te hago unos diez años de revistas. Nacen viejas. Están embarradas en los saberes de época. Llenas de saber. Cada tanto, como pasa en las revistas, aparece una perla. Que entra sin que el colectivo la pesque. En realidad las revistas literarias están hechas para que el colectivo de monos sabios que las dirigen publiquen cada tanto a un escritor que vale la pena. Y sin que ellos lo sepan. Por eso están lejos de mis intereses. De los dos, Saer y Piglia: Piglia me gusta en sus cuentos. Y además leí que le gusta Gaddis. Una de mis chifladuras. Como verás esas figuras que vos ponés como centrales a mi no me interesaron, nunca me hicieron leer. Ninguno. Néstor Sánchez, sí, me hizo leer. Murena me hizo leer. Todas esas clasificaciones que se hacen desde el punto de vista de la ruptura, ese clisé de las vanguardias, me aburrían: Arlt es del XX, Borges del XIX, Puig es el mayor novelista de la época. O los imperativos de lectura: hay que leer a Raymond Williams o jurar por Adorno. O llevarle una vela a Walter Benjamin. O leer a Trakl por la vía de Heidegger. No, ni ahí. Ni velas ni juramentos. No les bastaba con Lukacs que te traían a Heidegger, el pastorcillo del ser como dice un amigo. Ninguno de los patrones de los ochenta me hizo leer. Tenían veinte palancas de retardo. Descubrían a Joyce por la vía de Lacan o leían a Raymond Williams. O seguían citando a Luckacs. Yo estaba al margen. Algunos mucho Mansilla pero iban a Gilles Deleuze. Te hago un toque rápido. A mí me gusta estar lejos. Solo. Yo me armo mi paisaje. Los patroncitos de estancia -especie muy argentina- no me cautivan. Saben francés pero leen a Sartre. A propósito, acabo de leer que Solyenitzin lo dejó de araca, a él y a su mujer, en un café. Esperando, no los quiso ver. Ahí hay un gesto. Prefiero la voz de mis amigos o voy de un libro a otro libro. Para mí la teoría es un poema del pensamiento, como dice alguien. La Cuarta Prosa o el Dante de Mandelstam son teoría, son “poema del pensamiento”. No esos cursillos sobre género y vanguardia. En los que se termina teniendo la voz del amo. No hubo relación.  

 

Algunos de los autores que nombrás en Viento del Noroeste, como Mastronardi o Cambaceres, hoy parecen referencias periféricas a la hora de pensar la literatura argentina. ¿De qué manera te relacionás con ellos con respecto a tu propia escritura? ¿Creés que hay algún momento de la literatura argentina que se desapercibe o que está minusvalorado?

 La literatura tiene demasiados tipos que la piensan. No hay que pensarla tanto. Hay que salir de la posición de lo que está minusvalorado, como decís. Porque se puede caer en lo ejemplar, en la enseñanza. La literatura no se puede enseñar. Sólo hay que trabajar para que el pasado aparezca. Para que no quede tan oculto. No hay que ejemplarizar. Hay que editar a Arturo Cerretani, hay que seguir editando a Mastronardi o a Cambaceres y a Eduardo Wilde, y ahí está el trabajo. El futuro de la literatura siempre es el pasado. Después lees a Luis Tedesco y encontrás a Mastronardi, pero no como influencia, no, como impregnación, como elaboración de una voz, el lirismo de la voz. La voz de Tedesco. A Mastronardi o a Wilde casi nadie lo lee. El éxito o la poca resonancia de un escritor tienen muy poca importancia, eso pertenece a lo mundano. Al sainete del salón. Fijate el caso de Beckett. Siguió a pesar del estrago del Nóbel. Y escribió obras increíbles que casi nadie lee. Y en ese casi está la salvación. A William Gaddis lo lee ese casi. A Néstor Sánchez y a Cerretani también. A Albert Ayler lo escucha ese casi. John Coltarne iba a escuchar a Albert Ayler, pero los coltranianos devotos, esos alelados que hacen Hay un momento en la biografía que James Knolwson le consagró a Beckett. Adorno presenta su trabajo sobre Beckett, en Berlín. Beckett va escucharlo y en un momento le susurra en alemán a su editor, que era el editor de ambos: “Eso es el progreso de la ciencia, que los profesores puedan obstinarse en sus errores”. Yo me la agarré, y si alguno de esos se extiende en explicaciones sabias, me la susurro. reseñas tediosas y sabias ni saben quién es. Vos les decís Ayler y te miran como si fueras una mosca. Pero a Ayler eso no le hace nada. Hace poco pasaron un documental sobre Ayler, éramos quince. El realismo se fue a ver otras cosas. Adorno no escuchaba a Ayler. Tenía un oído pésimo para la literatura pero toda la crítica repite sus lugares comunes sobre Beckett. ¿De qué se puede hablar con esos tipos? Esos son los tipos que piensan la literatura argentina. A los que se supone que hay que seducir para que nos dediquen una nota. Tipos que escriben con las patas, que se permiten juzgar obras de las que no pueden escuchar nada. Sería bueno que dejaran de pensarla un poco, a la literatura argentina. Lo patético son los escritores que buscan al adornismo para que los santifiquen.

En Viento del Noroeste, hablás de hacer Buenos Aires. ¿Creés en la existencia de una literatura de características rioplatenses genuinas?

 La palabra genuina no me gusta. Esta cita de Bernard Malamud me ayuda con el verbo hacer: “Hoy he inventado la luz del sol: la he inventado en el libro y el cielo del día oscuro se ha desmoronado”. Bueno, el realismo trata de estrangular esa voz, esa invención, esa construcción del paisaje propio. Detesta el verbo hacer. Pide siempre que vayamos a coloquio, a escucharlo. Ovejilmente. Inventa los debates y te invita cuando está seguro de ganar. Viejo recurso del poder, del mantenimiento del orden. El realismo es el mantenimiento del orden. Nunca van a leer El Estado y el ritmo de Mandelstam, no lo soportarían. Matan el fraseo con esas explicaciones profesorales. Se me ocurre que el realismo es el intento mayor y eterno para estrangular la voz propia. El lirismo de la voz. No creo en ninguna literatura rioplatense genuina. Que es una palabra con resabios realista a la Heidegger.

 Otros dos autores que nombrás son Roberto Arlt y Macedonio Fernández y la incansable tentativa de cierta crítica literaria de “volverlos legibles”. ¿Cómo te parás frente a esta cuestión?  

 Me preguntás cómo me paro: y bueno, no me paro, sigo de largo. Me reitero un poco. Sigo de largo porque si me paro entro en la polémica con los patroncitos, que es lo que buscan, yo no le quiero disputar Macedonio Fernández o Roberto Arlt a nadie. Pero tampoco me interesa discutirlo con cualquiera. Los leo. Y no hay que tener miedo de pensarse con relación a esos grandes: ¿te imaginás a Benjamín Fondane discutiendo si su francés era bueno o no, con alguno de esos carcamanes de los años treinta en Francia? O a Macedonio Frernández buscando aprobación. Paul Claudel dijo algo así, “me gané el odio de todos los profesores de Francia, ahora puedo hacer mi enorme trabajo tranquilo”, años treinta. Esa vía me interesa. Por ahí vamos en contra de la legibilidad. Que es como trabajar en contra de la interpretación. Y nos ponemos frente a lo desconocido. Dejamos que aparezca lo nuevo. No lo controlamos. Legibilidad y eficacia narrativa: dos norias, la ganga de los talleres literarios. La legibilidad es poner a Arlt en el siglo XX y a Borges en el XIX. O esas tríadas: los más grandes escritores del siglo son Proust, Joyce, Kafka. ¿Qué hago, como lector? ¿Leo en esa amalgama o dejo que el amarillo de Arlt se me imponga, y abandono esas explicaciones profesorales? Para mí Museo de la novela eterna es tan fuerte como Finnegans Wake. Arno Schmidt no está por debajo de Joyce. No leo con esos criterios, con esa jerarquía. Uno abajo, el otro arriba. En Viento del noroeste las explicaciones profesorales son rechazadas. Te lo pongo mejor: para despejar dudas y coqueterías, con esas “explicaciones” no hay diálogo posible. En realidad, los que trabajan en el territorio de la aprobación también saben que no hay diálogo posible. Así que no hay peligro de confusiones. Y los escritores sometidos y entregados al tutelaje de la crítica, también saben a quién frecuentar. Es todo muy previsible. Y eso también, es lo cómico.

 

Tu novela, aunque temáticamente e ideológicamente mira en dirección contraria a la postmodernidad, se construye desde lo fragmentario hacia lo más concreto, logra infinitas variaciones y muta hasta llegar a deconstruirse de alguna manera. ¿A qué atribuís este fenómeno en tu propia escritura?

 Mi escritura, como decís, ni muta ni se deconstruye -Derrida y su frase “el poema es un filosofema” es para mí inaceptable. El poeta Henri Meschonnic mostró la sordera de Derrida, su pretensión de considerar el poema como un fragmento de la filosofía. En realidad, si lo pienso bien, no sabría ni cómo responderte esta pregunta. Si hubiera estudiado en algunas de esas escuelas de hipnosis, llamadas escuelas de psicoanálisis, tal vez podría decirte algo. Faulkner me gustaba más que la amalgama psicoanálisis- literatura. Que era el as de triunfo de la vanguardia literaria de los ochenta. Andaban con su Lacan intentando asustar a todo el mundo. Eran los nuevos ricos, otro establishment como se verá en unos años. Todavía quedan muchos escritores asustados por esa pretensión científica de la crítica paralítica de esos años. O sea: deconstrucción, flujo, placeres de lectura, psicosis joyceana, para resumir, la amalgama literatura-psicoanálisis no me cautivó. Ninguno de esos escribió Llámenme, Ismael.

 En una de las últimas entrevistas que concediera Roberto Bolaño, hablaba del oficio de escritor como una disciplina que estaba plagada de miserables. Tu novela, Viento del Noroeste, de alguna manera, formula un ataque contra la figura profesional del escritor, su servilismo y hasta diríamos, su corrección política. ¿Concordás con la visión de Bolaño?

 Todos los ambientes están plagados de miserables. No sé por qué el lugar común supone que el ambiente literario está formado por gente sensible. A Marina Tsevtaeva la empujaron hasta que se colgó de un gancho. Antes había pedido un puesto de lavaplatos en la cantina de la unión de escritores. La historia literaria está llena de esos ejemplos. Es un ambiente muy cruel, sí, es cierto. Pero también, cómico. Depende de las ilusiones que tengas. No sé bien cómo es la visión de Bolaño aparte de esta comprobación fácil de hacer, pero que no muchos soportan. Y hay que hacerla. Y el escritor como figura profesional me resulta detestable, de ahí al humanista profesional hay un paso. Tal vez la escritura es un oficio. No estoy seguro. No es una profesión. De eso estoy seguro. Yo no la encaro como profesión. Un poema viene de muchos lados. Es único. Cada uno lo saca de dónde puede. A veces de la rabia o de la paranoia. La rabia como en el rap, o la paranoia, que no me son ajenas. Un buen poema muchas veces aparece con la rabia, como un buen rap, hay que leer a Nik Cohn. O con la paranoia personal. Pero, como les pasa a los raperos, si viene el toco o el disco de platino, se acaba, entramos a consenso. Le escribo al género. Y eso, me parece, es la profesión. En fin te digo estas cosas a ojo de buen cubero. Todo muy aproximativo. Es mi manera de situarme. No excluye otras.

Tengo entendido que fuiste amigo de Néstor Sánchez. ¿Qué recuerdo guardás de él?

Escribí un retrato Sánchez. El recuerdo de un gran secuaz, un tipo que sabía andar la calle y sentarse en un café y hablar poco, casi nada, y a la vez dominaba el arte de la conversación: fue el escritor más intransigente que conocí. Y en literatura hay que ser intransigente. Nuestra amistad se hizo en el café. Y en las caminatas. Yo lo conocí cuando volvió al país en el 85. Pero lo leía desde que salió Nosotros dos. Y nunca dejé de leerlo. Lo leo como quien escucha a Troilo o a Demare-Berón. Es una obra de una radicalidad extrema. Indomesticable. Muy grande. Y como rompió todos los puentes, no hay epígono posible. Sánchez es para tipos con voz propia. La vanguardia de los setenta y ochenta se lo sacó de encima. Y tuvo razón: ellos pasaban a la legibilidad, al relato realista, claro, de trama telefónica, todo en clave de género. Pasaban a la opinión política, a la televisión. Entraban o siempre estuvieron en la escolaridad. ¿Cómo iban a soportar una obra solitaria como la de Néstor Sánchez? Que te manda a voz, a contra-género, a improvisación, a soledad. La vanguardia ya había encontrado la manera de no leer a Joyce multiplicando los ensayos sobre Joyce. Quiere domesticar a Beckett -imposible-, mismo procedimiento, y escondió a Sánchez. Sánchez muestra demasiado la rajadura de la tela. Insoportable. A Sponde lo ocultaron cuatrocientos años: lo desenterró un inglés. Y hoy Néstor Sánchez sigue en Mariano Dupont, en Ramiro Quintana o en Esteban Bertola o en Mariano Fiszman. Y no es una trasmigración, ningún fatal espiritismo, no, es un sistema nervioso de lectura. Estos tipos escriben en un registro de voz única, y no son domesticables. Son solitarios, que no obedecen. Y las prácticas de vanguardia, colectivas, para mí, terminan en política de consenso, y el consenso es la muerte del arte. Vía al fanatismo, al estrangulamiento de la alteridad. Las comodidades de pensar en grupo con la asistencia del maestro. De Konning, siempre: “cada grupo tiene su pequeño dictador”.

Se supone que todo escritor no es más que un cúmulo de referencias ajenas mediante las que construye su propia subjetividad. ¿Podrías nombrar qué artistas o corrientes artísticas te han influenciado especialmente?

Corrientes, ninguna. Siempre me tocaron los solitarios. Y para mí la influencia no es una angustia, es una alegría. Manet decía que tuvo muchas influencias pero que cuando metía la mano en su bolsillo lo encontraba lleno de manos. También hubo encuentros. Está Norberto Gómez. El gran artista que es Gómez. La obra de Norberto Gómez. Sus esculturas y sus dibujos. La obra y la persona, y el artista que no es la persona, de Norberto Gómez. Y cada encuentro es una continuidad a desconocido. La fuerza Gómez está siempre ahí. Gómez porque él es la antieconomía de medios. Es la entrega a lo que hace. Hay tenés una influencia, si querés llamarla así. La influencia es lo que pone a trabajar. Lo otro es hipnosis, te pone en la vía del epígono, ese otro facilismo. Y ahí no hay ningún riesgo.

Sos traductor desde hace ya muchos años. Has traducido sobre todo autores de lengua francesa. ¿Cuál es tu vínculo con la literatura francesa? ¿Qué lo ha fundado? ¿Qué encontrás en la literatura francesa que esté ausente en otras literaturas?

Yo traduzco, pero traductor no se me considera. Yo, tampoco. Socialmente mis traducciones en general son muy resistidas. Como lo que escribo. La verdad es que hay una continuidad de rechazo. Me niego a domesticar las traducciones. A veces fracaso. Acabo de hacer una, y Claudia Schvartz que es una poeta impresionante, ella la edita, la dejó tal cual. Bueno, tiene oído. No domestica, no normaliza. Sólo traduzco del francés. Y mi vínculo con la literatura francesa es de chifladura. No termino de descubrirla. No es que a otras literaturas les falte algo. Y, además, yo no podría saberlo nunca. Es muy vasto, la literatura de un país. Y la literatura francesa me atrae me atrapó. Está Nerval. Está Benjamín Fondane, desde hace poco. O está Henri Meschonnic. La lista es interminable. Y ponerla una pedantería. Acabo de descubrir a Michel Chaillou y a Franck Venaille. Leo hace mucho a Simon Leys. Es uno de mis escritores preferidos. Y me encantaría traducirlo. Y ahora que todos dicen que la novela está muerta, que la literatura se acabó, que no hay más novelistas, que no hay pensadores, y que es mentira, ahora hay que leer los libros que no están permitidos, contra los pensadores, contra la arrogancia que tienen, son unos pensadores super berretas, convencionales, y, al revés, hay unos escritores maravillosos, muy adelantados a esos llamados pensadores. Yo trato de ir por caminos desconocidos. Estoy en contra de esa idea profesoral, tipo Steiner, que promueve el fin de la novela. Steiner que dice que se acabaron los grandes maestros. Y los pensadores son eso, a veces. No sé cómo hacen para saber que la novela terminó. Que no hay grandes maestros. Basta con esa fórmula infame. Cómoda. Que sólo sirve para el mantenimiento del orden. No juego la literatura francesa contra otras literaturas. Si se anuncia un libro de Henri Meschonnic, lo espero. Si me dicen que hay un Pynchon nuevo, me voy de cabeza. Editan Lata peinada de Zelarayán en Argentina y lo quiero ya. Y cruzo a los tres. Cormac Mc Carthy se puso de moda: me chupa un huevo. Yo lo sigo leyendo. A Kerouac lo miran con desprecio, me chupa otro huevo. Compro todo Kerouac, y todos los libros biográficos sobre Kerouac. Ahora me leí uno de una novia de Kerouac: extraordinario. Ando atrás de su correspondencia. Voy así. Y trato de leer su Diario. Ahora tradujeron sus esbozos. Y eso también está en la literatura. No es una actividad subsidiaria. Cuando Claude Rhiel traduce a Arno Schmidt nos descubre otra posibilidad. Cuando Irina Bogdaschevsky pone a los rusos del siglo XX, eso tiene efectos en el poema que se escribe en Argentina. Cuando Amalia Sato traduce del portugués y del japonés, el paisaje cambia, esas traducciones nos sitúan, nos ponen a trabajar. La nueva traducción del Diario de Kafka por Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual es una felicidad. Y tendrá sus efectos. La traducción es una actividad, un funcionamiento, es todo lo contrario de un origen. También, a veces, traduzco con Américo Cristófalo: otra complicidad. Nada de aire de familia. Hacemos un Baudelaire y cada uno sigue su camino. Él se va a sus aventuras, a sus textos, a sus chifladuras, y cada tanto nos juntamos y traducimos otro libro. Cada libro nuevo que traduzco me enseña a traducir. Hay que empezar otra vez. Y tiene efectos en lo que escribo. Para que aparezca lo nuevo hay darle lugar a lo que se ignora. Hacer preguntas. Bueno, no te lleno de ejemplos. Mucha gente traduce poemas en Argentina. Y novelas y ensayos. Y hay traductores a los que sigo. Porque tienen oído. Porque exploran otras literaturas. Hay movimiento. Y traducir es una actividad de siempre en Argentina. Y no tiene nada que ver con la angustia de las influencias. Eso es mucha letra. Demasiada. Para mí la literatura no es la letra, es la vida.

No sé cuál es tu relación con la literatura contemporánea. ¿Tenés necesidad de actualidad, de leer lo que se escribe en estos días? ¿Qué autores te han llamado la atención en los últimos años?

Leo. No me defiendo de lo que me gusta. Así que voy y leo. Como puedo. Como te decía hace un rato, un libro me lleva a otro libro, una nota que me toca, y voy a ver. También están mis prejuicios, mis rechazos y mis odios. No hay poética sin rechazos. Rechazo la domesticación del lenguaje. Eso es el rechazo, rechazo el barrido del terreno para que sólo quede tu admirador, tu idiota discípulo, tu alelado y despreciado epígono. Rechazo esa idea reaccionaria y regresiva de una vuelta a tramas legibles. A novela de temas. Si un escritor me cuenta su novela o la recomienda alguno de los patrones de los que hablábamos, ni la hojeo. A los novelistas de temas ni me acerco. Yo no hago reseñas, así que mi opinión ni cuenta, no trabajo en el territorio de la aprobación, no cuento socialmente, tengo esa gran ventaja. Puedo hablar libremente, nadie me espera. Ninguna carrera o reputación que cuidar. Ninguna mitología que mimar. Los contemporáneos son todos los que están ahí con vos, en ese tiempo. Un moderno es otra cosa. No es un contemporáneo. Y es más difícil de ver. Lorenzo García Vega es más moderno que muchos vanguardistas de profesión. Que alguno de esos religiosos de Duchamp. A García Vega acabo de descubrirlo. Estaba ahí, pero no lo veía. Está Reinaldo Arenas, siempre ahí, es uno de mis escritores preferidos. Lo amo. Y lo seguí en cada libro publicado. Desde que empezó. Otros te pasan de largo, de los modernos, digo. Los contemporáneos son más visibles, están ahí, haciendo ruido con sus estrategias de promoción, su cantilena sobre la publicación o no publicación. Sus artículos sobre la actualidad. Son angustiados, necesitan estar siempre. Muchas ideas generales. Para la clientela de no-lectores. Están los recontrafamosos, ésos que distribuyen consagraciones a los jóvenes, a los que empiezan, toda esa pelotudez impresionante, esos son también los contemporáneos. Y por suerte están muy arriba, perdidos, viven en la ensoñación de la consagración, lejos de la vida. Y no se ocupan de nuestro trabajo. Pero cada tanto, con ésos, hay guerra, la guerra del lenguaje. Es con ellos y con sus discípulos. Los discípulos entran en una suerte de cretinismo de la devoción, y embisten. Te joden. Te buscan roña. Ahí tenés otra vez el medio literario. Cuando la política los favorece te mandan a gancho, sino se conforman con ninguneo o difamación. La canchereada del chiste o la burla. La burla borgeana. Borges y Bioy Casares riéndose de Beckett, pero hubieran dado un brazo por escribir como Beckett. Vos preguntabas cómo es el ambiente literario, y bueno, lee ese libro lleno de burla e impotencia de Bioy Casares, ahí está. Es divertido, sí, pero la impotencia aparece rápido y enseguida ves el patetismo de esos dos. Los contemporáneos son la pelea. Con Joyce uno no pelea. Joyce ni sabe que existimos. No hay diálogo con la tradición: otro facilismo e invento de la estética profesional. La tradición es una sopera, como decía De Kooning, uno va y mete la mano y saca lo que le gusta, lo que intuye, lo que te muestra una hilacha y te entusiasma. Y eso no es diálogo, no se llama diálogo, muy enfático llamarlo así, muy de los adornianos y su tupé de sabihondos, eso se llama lectura. Todos tenemos relación con la literatura contemporánea. Yo leo a Roberto Raschella desde hace muchos años. Leo a Tedesco. A Tedesco me lo traje ahora. Me resuena su voz. Que no se parece a nada. Es sólo de él. Me gustan los poemas de Laura Estrin. Mucho. Me gustan los poemas de Daniel Riquelme. Escribí sobre los dos. Leo a Mariano Dupont. Hay otros, acá y afuera. Leo. Es mentira que no hay escritores. Steiner, sigamos con él, que no sé por qué tiene esa arrogancia de decir que no habrá un nuevo Faulkner o un nuevo Joyce. Qué sabe él. Y se llena la boca queriendo fracasar como Beckett. Como Beckett, sólo fracasó Bram Van Velde. Y basta. No se puede tener un despachito en Cambridge y querer fracasar como Beckett. Steiner habla de la eutanasia, del racismo, de Tony Blair, ¿de qué más Steiner and co quieren hablar? Hablan porque no se bancan la escritura, pelar la cebolla y pasar a tu paisaje, tuyo. Y de de ahí, si te la bancás, arrancar otra vez. Es más fácil el chamullo, la idea general. Y encima quieren que los escuchemos. Dice que los escritores los necesitan para llegar al público. Mentira. Los escritores no necesitan ni de críticos ni de profesores. No sé que necesitan. Necesitan de gente que lea. A García Vega no me lo descubrió Steiner. Lo pusieron arriba otros escritores y editores audaces. Los profesores llegan mucho después. Así son estos arrogantes, quieren todo, el despacho, la jubilación en Yale y ser Beckett o Sánchez. Ahí tenés al profesor por excelencia. Al angustiado. Al que quiere saber todo de la época. Ahí tenés uno de los efectos del realismo. Y la actualidad es inevitable. Sólo hay que oponerle el paisaje propio.