La periódica revisión dominical

BUNKER LITERARIO

Dossier Salinger: Prólogo enero 12, 2009

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salinger2gfgfgf2 Cuando a comienzos de Diciembre La Periódica Revisión Dominical comenzó a planear el Dossier Salinger, nada sabíamos sobre la fecha de cumpleaños del autor norteamericano. Comenzaron a aparecer artículos de prensa, los cuales hicieron que nos enteráramos que el 1 de Enero Salinger cumplía 90 años. Entonces supimos que lo que estábamos preparando era preciso y necesario.

 

En el presente Dossier repasamos las obras de Salinger, con textos que exploran los entramados de su prosa, sin descuidar la totalidad. Desde The Catcher in the Rye, pasando por Franny & Zooey y sus innumerables cuentos, La Periódica abarca su obra generando un diálogo con sus temáticas, convocando a nuevas lecturas e incorporándose al discurrir sobre un autor que decidió no seguir publicando.

 

No tenemos muchas cosas claras, pero sí sabemos que Salinger lo dijo todo. No queremos sumarnos a la moda reseñística, sino generar un nuevo corpus que se basa en la lectura y la crítica, la comparación intertextual y la reflexión. Y estos textos, creemos, son eso.

 

Para nosotros, Salinger no es pop. Puede ser cualquier cosa, pero no nos digan que es pop. Ahora, si insisten, si tanto quieren, digan que lo es. Hagan, eso sí, el favor de leerlo. Luego, si aún tienen ganas, digan que sigue siendo pop. Pero cuando escriban, entonces, no digan que lo que ustedes hacen es literatura pop.

 

Es que mucho se ha dicho sobre Salinger, pero poco se ha dicho en serio. Se ha canonizado su desaparición, y desde esa frontera se lo lee. Para nosotros no. Leer a Salinger es leer sus libros, no como quien rastrea pistas sobre el autor, sino como quien busca datos que iluminen una literatura escrita, viva y pertinente. Más que una desaparición, lo de Salinger es una aparición permanente. Están en lo dicho y en lo callado –que, lo sabemos, es otra forma de decir. En sus cuentos, que bordean la rabia y la pesadumbre, encontramos los gestos necesarios para volver sobre sus escritos y leerlos como pistas de futuro. Porque, lo creemos, los escritores están para adelantarnos algo.  

 

Pocos son los autores que han formulado una obra tan acabada, planeada y fugaz como Salinger. Muy pocos los que, apoyándose en una familia norteamericana como los Glass, han contado su época y todos los tiempos que siguen viniendo.

 

Queremos más, porque siempre queremos todo.

 

 

 

 

R.S

 

 

 

 

 

Dossier Salinger: Salinger por Salinger

Filed under: Dossier Salinger,Literatura Norteamericana,Traducción — laperiodicarevisiondominical @ 1:32 am
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1944

“Tengo veinticinco años y estoy ahora en Alemania, en el ejército. Solía ser bastante apegado a la gran ciudad, pero me doy cuenta de que mi memoria se ha quedado dormida desde que estoy aquí. Ha olvidado bares, calles, buses y rostros y me inclino, en retrospectiva, a sacar a mi Nueva York fuera de la Sala India Americana del Museo de Historia Natural, en donde solía jugar con mis canicas… He estado en tres universidades pero nunca el tiempo suficiente; técnicamente, no he pasado del primer año. Pasé un año en Europa entre los dieciocho y los diecinueve años, la mayor parte del tiempo en Viena. Se supone que estaba aprendiendo el negocio del jamón allí. Finalmente me arrastraron hasta Bydgoszcz, en donde estuve un par de meses en un matadero de cerdos, viajando bajo la nieve con el gran carnicero del lugar, quien estaba empecinado en entretenerme disparándole a los gorriones, los focos de luz, a algunos empleados. Volví a Norteamérica e intenté hacer un semestre en la universidad, pero abandoné como siempre. Estudié y escribí relatos con el grupo de Whit Nurnett en Columbia. Él publicó mi primera pieza en su revista, Story. He estado escribiendo desde entonces en algunas revistas grandes, aunque sobre todo lo he hecho en las más pequeñas. Sigo escribiendo cada vez que tengo el tiempo y una trinchera que esté desocupada.”
(Biographical Notes, en Story #25. Noviembre-Diciembre de 1944, pág. 1)

 

1945

“Tengo veintiséis años y es mi cuarto año en el Ejército. He estado en altamar por diecisiete meses. Desembarqué en Utah Beach el día-D con la Cuarta División y estuve con el 12ª de Infantería hasta el fin de la guerra. El trasfondo de “Este sándwich no tiene mayonesa” nace naturalmente ya que yo solía estar en el Cuerpo Aéreo. Incluso me gradué en la Academia Militar de Valley Forge. Después de la guerra planeé unirme a un buen coro. Así es la vida.
He escrito relatos desde los quince años. Siempre me ha perturbado no poder escribir simple y naturalmente. Mi mente padece el nudo de una negra corbata y pese a que me aparto de él en cuanto es posible, siempre algo queda. Soy un hombre precipitado, no puedo con los trayectos largos; posiblemente a causa de ello jamás pueda escribir una novela. Las novelas sobre esta guerra han tenido demasiado del vigor, la madurez y la artesanía que la crítica busca, pero muy poco de la gloriosa imperfección que hace tambalear y caer a las mejores mentes. Los hombres que han estado en esta guerra se merecen una suerte de melodía temblorosa, dispuesta sin vergüenza o arrepentimiento. Espero ese libro.”
(“Backstage with Esquire”, en Esquire, 24 de Octubre de 1945, pág. 34)

 

1949

“En primer lugar, si yo dirigiera una revista, nunca publicaría una columna llena de notas biográficas. Muy pocas veces me he preocupado de saber el lugar de nacimiento de un autor, el nombre de sus hijos, su plan de trabajo, la fecha de arresto por haber contrabandeado armas durante la rebelión irlandesa (¡el muy granuja!). El autor que te cuenta estas cosas es proclive a tener colgado su propio retrato con una colorida camisa desabotonada y seguramente busca un trágico perfil de tres cuartos. Inclusive puedes contar con que se refiera a su esposa como una persona maravillosa o una mujer formidable. He escrito varias notas biográficas en distintas revistas y dudo de haber sido honesto alguna vez. Esta vez sin embargo pienso ir un poco más lejos de mi período Emily Brönte para trabajar y encerrarme en un Heathcliff. (Todos los autores, no importa a cuántos leones le hayan disparado o cuántas rebeliones hayan soportado en persona, se van a la tumba siendo mitad Oliver Twist, mitad Mary, Mary, Quite Contrary) Esta vez voy a ser escueto y luego me iré a casa. Llevo diez años escribiendo bastante seriamente. Para ser modesto hasta al extremo, diré que no nací escritor, pero ciertamente soy un profesional. No creo haber escogido la literatura como una carrera. Simplemente empecé a escribir a los dieciocho años y nunca me detuve. (Quizás esto no sea del todo verdad. Quizás sí escogí la escritura como mi profesión. No lo recuerdo en realidad. Vuelvo a ello muy fácil y rápidamente.) Estuve en la Cuarta División en el Ejército. Casi siempre escribo sobre gente joven.”
(“J. D. Salinger Biographical” Harper’s, 218, Febrero de 1949, pág. 8.)

 

1961

“FRANNY apareció en The New Yorker, en 1955, y fue rápidamente seguido por Zooey, en 1957. Ambos relatos son tempranas y graves entradas de una serie de narraciones acerca de una familia de habitantes del New York del siglo veinte, los Glass. Es un proyecto a largo término, evidentemente muy ambicioso, y existe el peligro suficiente como para que, tarde o temprano, en algún momento me enrede demasiado y quizás desaparezca por completo en mis propios métodos, locuciones y manierismos. No obstante, tengo esperanzas acerca de ello. Me encanta trabajar en las historias sobre los Glass, estuve toda mi vida esperando hacerlo y tengo la decencia y la monomanía justa como para acabarlo con la debida preocupación y la destreza necesaria.
Algunas de estas historias, además de FRANNY y ZOOEY, ya fueron publicadas en The New Yorker, y hay material nuevo que está pronto a aparecer. Tengo también muchísimo material en papel, sin fecha de aparición, pero espero no «montar un número con él», para usar una expresión popular, al menos por un tiempo. (“Pulir” es otro término dandy que me viene a la cabeza) Yo mismo trabajo a una lubricada velocidad en esto, pero mi alter-ego y colaborador, Buddy, se ha puesto insufrible últimamente.
Considero bastante subversivo el hecho de que el sentimiento de anonimato-oscuridad es la segunda propiedad de más valor que un escritor pueda tener en sus años de trabajo.
Mi esposa me ha pedido que agregase, en un singular arrebato de candor, que vivo en Westport con mi perro.”
(Notas en la cubierta de Franny and Zooey, Septiembre de 1961.)

 

1975

“Tiempo atrás, en 1939, cuando tenía veinte años, estudié durante un tiempo en uno de los talleres de relatos de Whit Burnett, en Columbia. Déjenme decirles que aquel fue un año muy instructivo y provechoso para mí en casi todo. Con simpleza y conocimiento, Mr Burnett dirigía el taller sin jamás permanecer neutral con respecto a uno. Cualquiera sean las razones que tuviese para estar allí, él básicamente no tenía intenciones de usar la ficción como sostén de sí mismo en la jerarquía de las revistas cuatrimestrales o en la academia. Generalmente llegaba tarde a clase, disculpándose, y se las arreglaba para escaparse temprano. A menudo tengo dudas acerca de lo que humanamente debe ser un buen y consciente guía de talleres de ficción. Mr Burnett lo era. Tengo algunas nociones de cómo y por qué lo era, pero esencialmente parece que sólo es necesario mencionar la pasión que tenía por el relato corto, el fuerte relato corto, el que muy fácil y apropiadamente se adomina de una habitación. Para nosotros estaba claro que le encantaba echar mano a cualquier relato excelente, ya sea de Bunin, Saroyan, Maupassant, Dean Fales, Tess Slessinger, Hemingway, como también de Dorothy Parker y Clarence Day, sin domestizajes, sin prejucios ostentosos. Allí estaba él, inequívocamente, y por apestoso que seguramente pueda sonar, al servicio del Relato Corto. Pero no quisiera pedirle a Mr Burnett que cargue ya con mis roncas plegarias. Al menos, no de la misma manera. Esto es algo que se ha quedado atascado en mi cabeza por veinticinco años. En clase, una noche, Mr. Burnett se sintió con ganas de leer “That Evening Sun Go Down” de Faulkner en voz alta; se lanzó y lo hizo. Una lectura rápida, en un indescriptible y singularísimo tono grave. En efecto, él era mucho menos leyendo la historia en voz alta que atravesando cada palabra, muy concienzudamente, con apenas el veinticinco por ciento de su voz. Cualquier persona elegida al azar en la multitud de un subterráneo podría dar una versión más dramática o de “mejor rendimiento”. Pero ése es el punto. Mr. Burnett se abstenía deliberadamente de rendir bien y de leer maravillosamente. Era como si se hubiese puesto bajo una lámpara de lectura y su voz hubiese pasado a ser tinta y papel. En suma, dejaba en tus manos averiguar cómo es que los personajes decían lo que decían. Recibías el relato de Faulkner, sin intermediario alguno. Nunca antes yo había escuchado a un lector hacerle tantas instintivas y sentidas concesiones a una página parida por un escritor. Lamentablemente, nunca conocí a Faulkner, pero siempre tengo presente enviarle una carta sobre esta manera única de leer su prosa que tenía Mr Burnett. En esta loca y explosiva era, la gente que lee relatos maravillosamente está por todos lados grabando discos, registrándose, enalteciéndose en televisión o en la radio; yo quiero contarle a Faulkner, que posiblemente ha oído innumerables buenas interpretaciones de su trabajo, que Burnett, a lo largo de toda la lectura, no se interpuso ni una sola vez entre el autor y su amado lector silencioso. Si ha vuelto a hacerlo realmente no lo sé, pero el contento de cualquiera que haya alguna vez querido alcanzar algo, sabe que la forma del relato corto debe quedarse en casa, intacta, lograda. Saludos a Whit Burnett, Hallie Burnett y todos los lectores y colaboradores de Story.”
(“Introduction”, Fiction Writer’s Handbook, Hallie and Whit Burnett, New York: Harper and Row, 1975)

 

Traducción: Martín Abadía

 
 
 

Dossier Salinger: Cartas a mí mismo

 

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La verdad fue una problemática que ocupó buena parte de la literatura de Truman Capote, acaso su totalidad. Fue a través de ella que se consagró méritos y deméritos, pero sobre todo, problemas. El feliz autor de Otras voces, otros ámbitos, joven precoz, lumpen glamoroso, arribista y pendenciero, devino con los años una especie de curioso profesional, proclive al escándalo farandulesco, a los cambios de humor violentos y al desagrado de una sociedad a la que amaba y detestaba al mismo tiempo. Los pormenores que hicieron a su última novela, Plegarias Atendidas, no fueron finalmente tan difíciles como las consecuencias que sobrevendrían con su publicación.

Las memorables palabras del prólogo a Música de Camaleones, apuntaban empero a un juicio personal, pero aún a una consecuencia de orden publico, pese a su evidente autoreferencialidad.

 

Cuando Dios le entrega a un hombre un don, también le entrega un látigo, y ese látigo no sirve más que para autoflagelarse.”

 

Con Plegarias Atendidas, aquel látigo no hizo más que tensarse y precisar su blanco, hasta condenar a Capote al ostracismo y el desprecio de la intelligenzia norteamericana. Si extendemos la alegoría, sabemos que J D Salinger tuvo igualmente su propia expulsión del mundo, aunque el mismo látigo no lo arrojara sino a la reclusión y el desaparecimiento.

 

En todo caso, la verdad tuvo en Salinger una huella más literaria y más profunda, y supo manifestarse como un híbrido entre lo verosímil y lo creíble. El objetivo era, por tanto, más difuso. El compromiso de Salinger con la verdad tuvo el rol de la embestida en The Catcher in the Rye y otro diferente, no tan aprehensible en la saga de la familia Glass y los diversos relatos que de alguna manera la bordean o bien la complementan. 

 

Ciertamente, muy pocos elementos nos son necesarios para caer en la cuenta de cuán disímiles fueron las premisas de expulsiones tan particulares: el auto flagelo de Capote encontraba su razón en un bloqueo creativo que lo llevó, en un primer momento, a una larga depresión y luego, al resentimiento y el combate: escribir todo, absolutamente todo lo que sabía sobre aquel mundo que abruptamente le cerraba sus puertas. Las consecuencias no tardaron en llegar y Capote disparó: “¿Qué esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo ¿Es que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerles?

 

 

 

truman-capote1El caso de Salinger, en cambio, se tiñó de oscuridad y de incertidumbre. El furor provocado por la publicación de The Cathcer in the Rye, así como su inestable personalidad, delinearon paulatinamente el croquis de un mito: convertido en un eremita, aún hoy apenas sale de casa y aunque siguen acumulándose biografías siempre traicioneras sobre su persona, permanece sin proferir palabra y se diluye en su invisibilidad con el mismo orgullo de aquel personaje que ocupa al relato “The Secret Goldfish” que se cuenta en las primeras páginas de The Catcher… : un niño que no deja que nadie vea su pez dorado ya que lo ha comprado con su propio dinero.

 

Pero algunos años después de que Salinger se perdiera en su propia leyenda y su reclusión no fuera ya la comidilla de los medios de la época, sino poco más que una nueva anécdota del mundo literario, Capote abría su arcón de secretos bien custodiados y atacaba con una de tantas indiscreciones.

 

 

-¿Te acuerdas de lo de Salinger? –dijo Mrs Matthau.

-¿Salinger?

-“Un día para el pez plátano.” Ese Salinger.

-Franny y Zooey.

– Eso. ¿No te acuerdas de él?

Mrs Cooper reflexionó, hizo pucheros, No, no se acordaba.

-Fue mientras aún estábamos en Brearley -dijo Mrs. Matthau-. Antes de que Oona conociese a Orson. Oona tenía un novio misterioso, un chico judío con una madre en Park Avenue, Jerry Salinger. Quería ser escritor, y le escribió a Oona cartas de diez páginas mientras estuvo en el ejército, en ultramar. Eran una especie de cartas de amor, muy tiernas, tiernísimas. Lo cual es demasiada ternura. Oona solía leérmelas y cuando me preguntó qué pensaba, le dije que a mí me parecía que debía ser un chico que lloraba con mucha facilidad. Pero lo que quería saber era si yo pensaba que era alguien brillante y con talento, o nada más que un imbécil. Y yo dije que las dos cosas, ese chico es las dos cosas, y unos años más tarde, cuando leí El guardián entre el centeno y me enteré de que el autor era el Jerry de Oona, seguí manteniendo la misma opinión.

-Yo nunca oí ninguna historia extraña acerca de Salinger –confió Mrs. Cooper.

-Yo no he oído acerca de él nada que no sea extraño. Te aseguro que no es el típico chico judío de Park Avenue.

 

(Capote, 144, circa 1976)

 

                                                                                                                                       9788435033459

Lector ausente, despeja la mesa. Pasemos al detalle de esta nota de color que nos ocupa. En nuestra idea de Salinger siempre hubo un recluido, pero antes, mucho antes de que haya habido cazadores y guardianes[1]. Siempre hubo cartas desde la reclusión. La indiscreción de Capote no hace tanto a la verdad como a la leyenda: sólo demarca el territorio-Salinger haciéndolo menos ilusorio. Es cierto que Salinger estuvo en el ejército durante la guerra, y cierto que aquel período hubo de marcarlo para siempre, pero más allá de lo meramente biográfico, aún resiste la idea que cartas fueron buena parte de la literatura de Salinger y que cuando no hubo literatura, hubieron tan sólo cartas. Las internas de la familia Glass y las siguientes líneas remedan algún equivoco al respecto:

 

“Esencialmente todos somos escritores de cartas y cuando nos hablamos en la línea de fuego, lo más usual es preguntarle a alguien si tiene un poco de tinta que no vaya a usar”

 

Lo que me atrevo a decir es ligeramente corroborable pero entiendo que la intención de Salinger en múltiples ocasiones ha sido corresponsal y que esta tentativa abreva en una corresponsalía que se vuelve finalmente sobre quien la ejecuta, lo traspasa implacablemente, sorprende a su artífice y revela su identidad oculta, insospechada. Este punto de vista no se sostiene tanto en la anécdota relatada por Capote en Plegarias Atendidas como en Para Esme, con amor y sordidez. La cita, algunas líneas arriba, pertenece a ese relato.

 

 

image64Salinger, lector de James Joyce, supo que un relato no trae necesariamente una confesión, mas una revelación que potencie un estado superior, que lo desnude ante sí y ante el mundo, lo inculpe avergonzándolo, lo haga consciente de una verdad hasta entonces callada, dormida en lo no sabido, en lo ignorado, en lo obviado, en lo sutil, sigilosamente silenciado. James Joyce abre con el volumen de relatos Dubliners una sagaz modificación en la narrativa, y muy especialmente en la manera de construir relatos: el relato, para Joyce, no es sino la embestidura de una revelación o bien el proceso a través del cual el héroe se apercibe de algo hasta entonces desconocido. Joyce llama a esta revelación epifanía o epicletti (del griego, invocación), manifestación espiritual de una verdad que recae en lo meramente cotidiano y altera la realidad del héroe de forma tal que no puede sino descubrir que esa realidad misma es un engaño y la vida, un proceso de desengaños, de manifestaciones del equívoco, de ingenuidades irrecuperables. El hilo del relato joyceano rubrica una serie de símbolos y de indicios aparentemente inoperantes en la historia que confluyen en un umbral último, en donde cada uno recobra sintéticamente su valor poético al enhebrase en la revelación epifánica, paraje de la caída del héroe, antesala de una realidad truculenta, locus horribilis del alma y la consciencia. Desde el simbolismo mórbido de The Sisters, pasando por el olvidado de Araby, hasta el humillación de A little Cloud, todos los relatos que hacen a Dubliners consuman una suerte de despertar amargo en un héroe que, pasivamente, se hace uno con la oscuridad.

Acaso el caso más célebre sea el de The Dead. Gabriel, inserto en una sociedad en la que es alguien para los demás, pasa, dentro de sí mismo, a ser nadie al enterarse de que un hombre supo morir de amor por su esposa.

 

La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus ávidos ojos descansaron en su rostro y en su cabello; y, entonces, pensando en lo que debía haber sido aquélla, su primera belleza juvenil, su alma se sintió invadida por una extraña piedad amistosa. (…) Su propia identidad se disolvía en un mundo gris intangible: el mismísimo sólido mundo en el que esos muertos se habían erguido y donde habían vivido, se borraba y consumía. (…) Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos. ( 345-345-347 )

 

 

Me sirvo de cierta influencia joyceana para una intervención en Para Esme… Entiendo, como se señala en este mismo dossier[2], que una secreta y personalísima ligazón atraviesa a los Nueve Cuentos y que, aún en su intensa polisemia, algunos temas determinan siquiera obsesiones recurrentes en la obra de Salinger. Para Esme… incluye varias de ellas, pero sólo una ocupa a este apartado. En The Catcher in the Rye se  la enuncia someramente. Holden Caufield dice:

 

I’m the most terrific liar you ever saw in your life

 

¿Importa esta línea al desarrollo de Para Esme…? No, en tanto no lo justifique.

 

Salinger dibuja en Para Esme… una serie de falsetes, de imposturas que son una misma impostura final, zonas de rigurosa e implacable mentira. Para Esme… supone formalmente una tripartición. De los tres narradores que relatan la historia sólo uno es real, el último, el que deja de narrar definitivamente para mirar a los ojos al lector, el que detiene el tiempo interno del relato para abrir paso a una voz que ha dejado de escabullirse en falsas alarmas y se transporta más allá, adonde todo ha dejado de ser juego, adonde no nos basta ya la literatura para sopesar el descrédito o la vida para comprenderlo.

 

This is the squalid, or moving part of the story, and the scene changes. The people change, too. I’m still around, but from here on in, for reasons I’m not at liberty to disclose, I’ve disguised myself so cunningly that even the cleverest reader will fail to reconize me. (Salinger, 1950, The New Yorker, pag 28-36)

 

 

Refiero ciertas astucias de Salinger: la candidez con la que introduce el relato, el horror con el que pone punto final.

El Sargento X, ya retirado, recibe la invitación a la boda de Esme, una niña que conoció seis años antes, en sus días de combate. La invitación es descartada bajo una rápida excusa, pero no tan frívolo es el recuerdo del Sargento. La madeleine proustiana sobrevuela esas páginas: X rememora en un primer momento, el encuentro con Esmé y su promesa de escribir un relato «sórdido» que la involucre, y en un segundo, los días posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, en los que X permanece acuartelado luego del armisticio. El relato prometido aúna a X y a Esmé, pero no tanto como una segunda, tácita promesa.

 

“Goodbye,” Esmé said. “I hope you return from the war with all your faculties intact.”

 

Estas palabras no revelan una honda preocupación sino en la voz del tercer narrador, aquel que alude haberse disfrazado durante todo el relato, de calmada vida marital en un primer momento, de escritor primerizo perdido en una guerra que no es la suya luego. Esta tácita promesa, línea en la que X y Esmé no pueden sino reclamarse mutuamente, importa sobre todo una identidad final, lóbrega y hábilmente escondida en la consciencia, manifestación de un yo disuelto en la verdad de la epifanía que, aún dirigiéndose a Esme, continúa disimulándose y pone en manos del lector esa última confesión en una corresponsalía de la que es único destinatario.

 

“You take a really sleepy man, Esme, and he always stands a chance of again becoming a man with his fac-with all his f-a-c-u-l-t-i-e-s intact.”

 

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Me concedo una libertad. La obra de Salinger abreva en un rasgo común, una serie de revelaciones que asisten a cada personaje, potenciándolos a un estado otro, una suerte de realización o conmoción del alma que los interpela y que, al resignificarlos, los individualiza, como un continuidad, un peregrinaje dentro de su propio ser. Acaso sea ésta la particularidad que haga a tantos lectores: sentirse correspondidos sin heroísmos impolutos, sin fracasos coloreados. Hay quien dice que sólo algunas obras pueden preciarse de universales, aquellas que abordan un abanico de temas centrales para el alma humana: la muerte, el dolor, el amor, la locura, la vida, la ilusión, la búsqueda, la pérdida, el deseo de atravesarse a uno mismo. Salinger sintió esa necesidad, se hizo carne en ella. Y su creación no es sino una serie de personajes que despiertan interiormente a la luz de una clarividencia autoconsciente. El I didn’t return with all my faculties intact consuma parte de ese proceso, y se extiende hacia otras revelaciones de igual envergadura dentro de la obra de Salinger: La Pérdida de la Inocencia (The Catcher in the Rye), La Felicidad (Seymour: an introduction).

 

Pero Salinger va más allá: llega al final del camino. No es sino en A Perfect Day for Banana Fish que ese ser epifánico se suprime, se despoja, desaparece, deja de ser. Seymour suprime su ego final quitándose la vida y desde entonces, todo lo que sabemos de Seymour es por lo que ha sido, ya no por lo que es. Seymour es el gran exiliado de la familia Glass, el otro, aquél que vive en boca de los demás ya que superó (pienso en el Zen) la arbitraria sujeción a cómo se ha de ser o cómo no se ha de ser. Creo necesaria una extensión más: el suicidio de Seymour se resignifica a su vez con el silencio hermético de Salinger. Salinger, luego del sucidio de Seymour, sólo puede decirnos cómo fue el éxtasis de haberse sentido Seymour alguna vez. Es por eso que prefiere acudir a Buddy como sostén, porque nada que pueda decirse verdaderamente puede decirse como un yo: la verdad sobre Seymour ha de decirla otro. Y otros siempre añadirán un último eslabón a la cadena, re-semantizándola, dándole vida una vez más.

 

De esta notación me he servido para este corto examen. La verdad sobre él también habrá de decirla otro.

 

 

 

M.A

 

[1] De alguna manera, esta es la temática que ocupa al otro de los ensayos incluido en este Dossier, “Francotiradores (Hat on- Hat off).

[2] Ver  “Palabras para el verano en que todos nadaban en aceite”


 

Dossier Salinger: el precio de lo auténtico

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Las historias se pueden contar de muchas formas, pero sólo se pueden enfrentar los conflictos de una: de frente. Y de forma inteligente, claro. Entonces, e indiscutiblemente, Salinger aparece en escena para refrendar lo dicho. Con Franny y Zooey, el autor norteamericano apela a la máxima: enfrentar el conflicto. No dar espacios a huidas inoficiosas, sino rodear y atacar para que nadie escape. Ni los personajes; mucho menos los lectores: la indiferencia es un invento.

 

Franny se publicó en 1955, en The New Yorker, y Zooey en 1957. Se puede hablar de continuidad, claro que sí, pero jamás de cierre. La obra que secunda a Franny no cierra la historia Glass. Es un continuo que se define en la misma estrategia que se utiliza para su construcción: la elección de escenas, espaciadas en el tiempo, como pequeños cuadros de un film. Porque Franny y Zooey son escenas. Elegidas y desarrolladas con minuciosidad y atrevimiento; en un paroxismo dramático completo y total.

 

A lo largo de la obra, en todas las escenas de conversación y diálogo, siempre son dos los personajes que aparecen: Lane y Franny; Zooey y Bessie Glass, y Zooey con Franny. Las únicas excepciones, están al comienzo del libro, mientras Lane espera, y al comienzo de la parte de Zooey, con la introducción del narrador y cuando el mismo Zooey lee la carta de su hermano en el baño.

 

Pero incluso en las ocasiones donde los personajes aparecen solos, esto sucede de forma aparente. Cuando Lane espera, o cuando Zooey está en el baño, antes del ingreso de la madre, ambos están leyendo. La presencia, a través de las palabras, de un otro implícito, es una realidad. Lane lee la carta de Franny y Zooey, una vieja carta de Buddy. En consecuencia, ambas situaciones se condicen con una constante del texto de Salinger: la presencia del par.

 

Una de las claves de este libro es el número dos. No como número en sí, sino como un binarismo, como una imprescindible presencia de antónimos. Y el libro se puede leer como un continuo choque de conceptos: mundo intelectual vs mundo espiritual; mundo exterior vs mundo interior; originalidad vs repetición; impostura vs autenticidad; serenidad vs locura; occidentalismo vs orientalismo. Los personajes, incluso, se ubican como representantes de alguna de esas tendencias y sus diálogos dan cuenta de las problemáticas.

 

 

Siguiendo con la idea del diálogo –sin ahondar demasiado en las diferentes significaciones- puedo decir que el conflicto está presente en todas las conversaciones que se suceden en la narración. Hay discusión. Intercambio de ideas. Molestia. Nunca los personajes están de acuerdo -o jamás lo admiten. Siempre son dos verdades las que se enfrentan; dos posturas, dos maneras de ver y entender el mundo. El acuerdo, el pacífico estar de acuerdo, prácticamente no existe.

 

Franny y Zooey, como libro, se estructura a través de esta contracara, sinónimo de un par indivisible. Posiciones que se necesitan para que existan como ideas independientes. La figura de la moneda, con sus dos lados, funciona, pero no es completa:

 

“Una suerte de geometría semántica dentro de la cual la distancia más corta entre dos puntos es un círculo casi completo.” (Salinger 57)

 

En lo que se refiere al conflicto central de la obra, tenemos varias entradas. La primera, y quizá la que prepondere en el libro, es la búsqueda de lo auténtico, por sobre la impostura. El conflicto de Franny se patenta en sus palabras:

 

“Me asquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto. Me da asco de mí misma y de todos los que quieren causar sensación”. (Salinger 39)

 

La lucidez de la menor de los Glass es reflejo, en parte, de la vida erudita de su familia. Desde pequeños en concursos de conocimientos; rodeada de hermanos lectores. Sin embargo, y aquí es donde la crítica se hace más aguda, se conecta con la vida universitaria y todo lo que esta institución transmite.

 

El conocimiento, como objetivo, como reto mayor, como tesoro a conquistar, se revela como un enajenamiento de las cosas verdaderamente importantes. ¿Qué importa? Ser auténtico. ¿Qué es eso? No lo sabemos, pero funciona por oposición: la impostura intelectual tiene como fin el ego personal. La lucha de Franny es contra el ego, entendido como una serie de conocimientos y saberes que sólo se utilizan para lucimiento personal, pero que olvidan lo supuestamente principal: la sabiduría.

 

Durante un mes entero, por lo menos, cada vez que alguien decía algo que sonaba académico y pretencioso, o que olía a ego o algo parecido, al menos me quedaba calladita (…) Lo que pasaba era que se me metió en la cabeza la idea, y no podía quitármela, de que la universidad era sólo un lugar necio e inútil más en el mundo dedicado a acumular tesoros y todo eso. Quiero decir que los tesoros son tesoros, por amor de Dios. (…) A veces pienso que el conocimiento, al menos cuando es conocimiento por el conocimiento en sí, es lo peor de todo. (Salinger 152-154 )

 

                                                                                                                                                                      vista-de-nueva-york-desde-el-battery-park

Y el camino que emprende la protagonista, en consecuencia, es total: retirarse de la universidad, y repetir, incansablemente, una oración religiosa. Murmurarla hasta hacerla parte del ritmo interno del sujeto. El libro de Salinger, más allá de las creencias personales del autor, sólo muestra. Los conflictos familiares que surgen de la opción tomada por la menor de los Glass es un dato más en la historia total que se está contando. El único que intenta debatir con Franny es su hermano Zooey. Es él el encargado de realizar una reflexión sobre sus ideas. No hay intromisiones, sólo son las palabras de Zooey las que apelan:

“Por simple lógica, yo no veo ninguna diferencia entre el hombre ávido de tesoros materiales, o incluso intelectuales, y el hombre ávido de tesoros espirituales.” (Salinger 156)

 

Pero Zooey no es sólo eso. Él también lucha contra lo mismo. La búsqueda de lo auténtico es compartida por todos los hermanos Glass. Zooey es crítico, implacable e inconformista. Clama por una originalidad que no encuentra. Su madre, en la conversación que tienen en el baño, lo describe así:

 

“Si alguien no te gusta, a los dos minutos, lo descartas para siempre. No se puede vivir en el mundo con simpatías y antipatías tan marcadas.” ( Salinger 10 )

 

La contradicción entre lo que Zooey es y lo que Zooey dice (pensando en el diálogo que tiene con su hermana) es notoria. Pero pertenece, y esa es su gracia, a la siempre tendencia de Salinger de mostrar las costuras de sus personajes. No se habla de hombres intachables, sino de seres comunes: porque los Glass, por más que se sientan especiales, son una familia como todas, sin ningún tipo de excepcionalidad más allá de las particularidades de cada grupo familiar. Salinger no quiere crear una familia extraordinaria, sino patentar los vicios e ilusiones de seres comunes.

 

Hay en Salinger un continuo llamado, una especie de advertencia, que trasciende sus obras. Una pequeña nota que denuncia la incomodidad. Una incomodidad hacia los sujetos, hacia sus obras, pero también hacia las construcciones humanas. No es un llamado a regresar a una etapa primera, porque Salinger sabe que nunca hay regreso, sino una advertencia a realizar, en vida, aquello que nos aleje del mundo que complota. Un plan para crear un propio mundo, que surge del inconformismo hacia lo que se ve, como una necesidad ineludible.

 

No se puede obviar, me parece, la figura de Buddy. El hermano de los Glass, supuesto escritor que vive apartado y alejado de la vida de Nueva York, aparece como un obligado referente para toda la familia Glass. La madre, por ejemplo, pide contactarse con él para poder contarle lo que sucede con Franny. Zooey, por ejemplo, lee atentamente una carta vieja, como si fuera un mensaje al que siempre se deba regresar. Franny, por su parte, confía y cree en él.

 

franny-and-zoory

¿Qué es lo que tiene Buddy que funciona como justo medio para las desequilibradas vidas de su entorno familiar? Pues bien, Buddy, de una u otra forma, se retiró de la vida. Se apartó. Vive solo y retirado en una pequeña casa, escribiendo. Buddy es, o al menos la narración lo sugiere, el narrador del texto. Pero se oculta. No quiere aparecer. Se esboza su presencia en la introducción de la parte de Zooey, pero sus intromisiones son mínimas. En Franny y Zooey, Buddy es el vencedor: y por eso puede contar la historia.

 

La lucha contra el ego no termina. No es trabajo fácil, así como tampoco es una labor rentable en un mundo donde lo institucional funciona como agente legitimador de logros y virtudes. Y Zooey lo sabe.

 

“Siempre, siempre, siempre refiriendo cada maldita cosa que sucede a nuestros pequeños y asquerosos egos”. (Salinger 160)

 

 Aparece la idea de canalizar la rabia hacia el enemigo correcto. Esbozar un plan que tenga como centro la anulación de ese enemigo. Porque existe. Salinger sabe que existe y lo muestra a través de sus personajes.

 

El autor norteamericano coloca las balas, pero son otros las que deben dispararlas.

 

«Si le vas a declarar la guerra al Sistema, dispara como una chica buena e inteligente: porque el enemigo existe y no porque te disguste su peinado o su maldita corbata» (Salinger 169-170)

 

Franny busca el lugar; el lugar preciso donde ubicar la bala. Franny y Zooey es el relato del inconformismo. Un texto donde los personajes reciben los golpes con la sensibilidad de los que han alcanzado cierta lucidez. Porque la lucidez, y Franny lo sabe, duele. Pega. La idea, entonces, es buscar una salida. Y en eso estamos.

 

 

 

 

R.S

 

 

 

 

 

Dossier Salinger: Este sándwich no tiene mayonesa

 

 

 

Nota: este relato inédito pertenece The Complete Uncollected Short Stories I and II  y apareció en Esquire, Octubre de 1945, pág. 54-56, 147-149. Según este sitio especializado, algunos de los primeros trabajos de J. D Salinger son susceptibles de catalogarse dentro de las “Caufield Stories”, relatos que tiene algún tipo de vínculo en forma con The Catcher In The Rye y con su protagonista Holden Caufield. “Este sándwich no tiene mayonesa” pertenece a este grupo.

 

 

 

Este sándwich no tiene mayonesa

 

 

Por J. D Salinger.

 

 

38740aVoy en un camión, sentado en una de las paredes del acoplado, tratando de escapar de esta loca lluvia de Georgia, esperando que llegue el Teniente de Servicios Especiales, esperando cobrar. Tengo pensado hacer dinero de acá a unos minutos. Hay treinta y cuatro hombres en este vehículo y sólo treinta de ellos se supone que deban ir a bailar. Cuatro deben irse. Planeo apuñalar a los cuatro primeros a mi derecha, al tiempo que canto con todo lo que me da la voz “Off We Go Into The Wild Blue Gonder”, ahogando sus tontos lamentos. Luego escogeré a otros dos (preferentemente graduados universitarios) para empujarlos a la húmeda y roja arcilla de Georgia, fuera de este vehículo. Quizás valga la pena olvidar que soy uno de los Diez Hombres Más Rudos que alguna vez se hayan metido en este acoplado. Podría machacar  a los gemelos Bobbsey. Cuatro deben irse. Fuera del camión homónimo… Choose yo’ pahtnuhs for the Virgina Reel!

Y la lluvia sobre la lona cae más fuerte que nunca. No es mi amiga. No es amiga mía ni de estas personas (cuatro de ellos deben irse). Tal vez es amiga de Katharine Hepburn o de Sarah Palfrey Fabyan o de Tom Heeney, o de todos los firmes fanáticos de Creer Garson que esperan en fila en el Radio City Music Hall. Pero no es mi compinche, esta lluvia. No es compinche tampoco de los otros treinta y tres hombres (Cuatro de ellos deben irse).

 

El tipo de la cabina me grita otra vez.

 

“¿Qué?” digo. No puedo oírlo. La lluvia sobre la lona me mata. Ni siquiera quiero oírlo.

 

Dice por tercera vez, “¡Bajemos a la carretera! ¡Que venga las mujeres!”

 

“Tengo que esperar al Teniente,” le digo. Siento que mi codo se moja y lo meto dentro, fuera del aguacero. ¿Quién se robó mi impermeable? Con todas mis cartas en el bolsillo izquierdo. Mis cartas de Red, de Phoebe, de Holden. Cartas de Holden. Ah, escuchen, no me importa que se roben mi impermeable, pero ¿por qué robarme las cartas? Él sólo tiene diecinueve años, mi hermano, y las drogas no bajan ni una mísera su humor, lo matan con sarcasmo, y no puede hacer nada más que escuchar frenéticamente al descalibrado aparatito que lleva en su corazón. Mi hermano perdido en acción. ¿Por qué no dejan los impermeables en paz?

 

Tengo que dejar de pensar en ello. Pensar en algo agradable, como el viejo cascarrabias de Vincent. Pensar en este camión. Hacerme creer que no es el más oscuro, húmedo y miserable camión del Ejército en el que haya viajado alguna vez. Este camión, debes hacerte creer, está lleno de rosas y rubias y vitaminas. Es un camión verdaderamente lindo. Es un camión formidable. Eres afortunado de estar aquí esta noche. Cuando vuelvas del baile –¡Choose yo’ pahnuhs, folks!- podrás escribir un poema inmortal acerca de este camión. Es un poema en potencia. Puedes llamarlo “Camiones en los que he viajado,” o “Guerra y Paz,” o “Este sándwich no tiene mayonesa”. Hazlo simple. Ah, escucha. Escucha, la lluvia. Es el noveno día desde que empezó a llover. ¿Cómo puedes hacerme esto a mí y los treinta y tres hombres (cuatro de ellos deben irse)? Déjanos solos. Deja de hacernos sentir pegajosos y desolados.

 

Alguien me habla. El hombre dentro del radio de mi navaja. (Cuatro deben irse.) “¿Qué?” le digo.

“¿De dónde eres, Sarg?» Me pregunta el muchacho. “Te estás mojando el brazo.”

Lo meto nuevamente adentro. “New York,” le respondo.

“Yo también. ¿De qué parte?”

“Manhattan. A algunas calles del Museo de Arte.”

“Yo vivo en Valentine Avenue,” dice el muchacho. “¿Sabes dónde es?

“En el Bronx, ¿no?”

“Nah, Cerca del Bronx. Cerca del Bronx, pero no ahí. Es aún Manhattan.”

 

Cerca del Bronx, pero no ahí. Recordemos esto. No vayas por ahí diciéndole a la gente que vives en el Bronx cuando no viven allí, viven en Manhattan. Usemos la cabeza, amigos. Bailemos un rato.

 

“¿Cuánto hace que estás en el Ejército?” le pregunto. Es un soldado raso. Es el soldado raso más empapado que he visto en el Ejército.

“Cuatro meses. Me envían al Sur y luego me embarco a Mee-ami. ¿Has estado en Mee-ami?”

“No,” miento. “¿Hay alguno bueno allí?”

“¿Algo bueno?” y codea al tipo a su derecha. “Dile, Fergie.”

“¿Qué?” dice Fergie, empapado, congelado y nauseabundo.

“Cuéntale al Sargento acerca de Mee-ami. Quiere saber si hay algo bueno o no. Dile.”

Fergie me mira. “¿Nunca ha estado allí, Sargento?” – Pobre y miseable proyecto de Sargento.

“No. ¿Se está bien allí?” me las apaño para preguntar.

“¡Qué ciudad!” dice Fergie suavemente. “Puedes conseguir todo lo que quieres allí. Te puedes divertir de verdad. Digo, realmente la puedes pasar bien. No como en este agujero. Aquí no puedes pasarla bien ni intentándolo.”

“Vivíamos en un hotel,” dice el muchacho de Valentine Avenue. “Antes de la guerra se pagaba cinco o seis dólares al día por un habitación en ese lugar. Una habitación.”

“Duchas,” dice Fergie con el  tono agrio que Abelardo, durante sus últimos años, debe haber usado para describir el picaporte de Eloisa.

“Estábamos todo el tiempo limpios como niños. Allí tenías cuatro tipos en una habitación y duchas en el vestíbulo. El jabón del hotel era gratis. Cualquier tipo de jabón. No sólo el barato.”

“¿Estás vivo, no?” el tipo enfrente de mí le grita a Fergie. No puedo verle la cara.

Fergie está más allá de todo. “Duchas,” repìte. “Me duchaba dos o tres veces al día”

“Yo solía ser vendedor allí,” anunció un tipo en mitad del camión. Apenas puedo ver su cara en la oscuridad. “Memphis y Dallas son las mejores ciudades del Sur. Les juro. En el invierno Miami se llena de gente. Puede volverte loco. En los lugares adonde vale la pena ir, difícilmente puede conseguir algo.”

“No estaba atestado de gente cuando estuvimos allí, ¿no es cierto, Fergie?” pregunta el chico de Valentine Avenue.

Fergie no respondió. No participa como nosotros en la charla. No se presta a ello.

El hombre al que le gusta Memphis y Dallas piensa igual también. Le dice a Fergie, “estando por aquí, eres afortunado si consigues ducharte una vez por día. Estoy en una nueva área del Oeste. Aún no construyeron las duchas.”

A Fergie no le interesa. La comparación no es acertada. La comparación, debo decirte, apesta, Mac.

Del frente del camión llega una dinámica e irrefutable observación: “No hay vuelos otra vez esta noche. Los cadetes no volarán nuevamente esta noche, ¿está bien? El octavo día no hay vuelos nocturnos.”

Fergie mira, con un mínimo de energía. “Apenas he visto un avión desde que estoy por aquí. Mi esposa piensa que estoy volando como un loco. Me escribe y me dice que debería salirme del Cuerpo Aéreo. Me cree en un B-17 o algo así. Lee acerca Clark Gable y me cree un francotirador o algo que tenga que ver con las bombas. No tengo alma para decirle que no hago absolutamente nada.”

“¿Cómo nada?” dice Memphis y Dallas, interesado.

“Nada. Nada que sea necesario.” Fergie se olvida de Mee-ami por un minuto y le echa a Memphis y Dallas una mirada fulminante.

“Oh,” dice Memphis y Dallas, pero antes de que pueda continuar, Fergie se da vuelta y me dice, “debería ver esas duchas en Mee-ami, Sarg. No es broma. No tendría ya ganas de meterse en su propia bañadera otra vez.” Y vuelve a apartar la mirada y a perder interés en mi cara –lo cual es siempre comprensible.

 

Memphis y Dallas se asoma ansiosamente, dirigiéndose a Fergie. “Te podría llevar a dar un paseo,” le dice. “Trabajo con la Aduana. Los tenientes de aquí atraviesan el país en menos de un mes y no muchas veces llevan a alguien en la parte de atrás. Estuve allí muchas veces. Maxwell Field. En todas partes.” Señala con el dedo a Fergie, como si lo acusara de algo. “Oye. Si quieres ir alguna vez, llámame. Llama a la Aduana y pregunta por mí. Portner es mi nombre.”

Fergie parece flemáticamente interesado. “¿Sí? Que pregunte por Portner, ¿eh? ¿Eres cabo o algo así?”

“Soldado raso,” dice Portner fría y escuetamente.

“Muchacho,” dice el chico de Valentine Avenue, mirando detrás de mí, la abundante oscuridad. “Mira, asómate.”

 

¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está mi hermano Holden? ¿De qué se trata esto de “desaparecer en acción”? No me lo creo. No lo entiendo. No lo creo. El Gobierno de Estados Unidos miente. El Gobierno me miente a mí y a mi familia.

Nunca escuché mentiras tan jodidas.

Por qué; volvió de la guerra en Europa sin apenas un rasguño, todos lo vimos embarcarse en el Pacífico el último verano –y se veía bien.

Desaparecido.

Desaparecido, desaparecido, desaparecido. ¡Mentira! A mí también me mintieron. Nunca antes estuvo desaparecido. Es la última persona que podría perderse en este mundo. Está aquí, en este camión; en casa, en New York; está en la Preparatoria Pentey[1] (“Deberían enviarnos a ese muchacho. Lo moldearemos. Haremos de él un Hombre, con todas las pruebas de fuego que tenemos…”); sí, está en Pentey, nunca dejó la escuela; está en Cape Cod, sentado en el porche, mordiéndose las uñas; está jugando dobles conmigo, gritándome que me quede en la base mientras el está en el campo. ¡Desaparecido! ¿Eso es estar desaparecido? ¿Por qué mentir en algo tan importante? ¿Cómo es que el Gobierno puede hacer algo así? ¿Cómo pueden deshacerse de ello diciendo mentiras de este tipo?

“Hey, Sarg,” me grita el tipo de la cabina. “¡Bajemos a la carretera! ¡Que vengan las mujeres!”

“¿Cómo son esas mujeres, Sarg? ¿Son bonitas?”

“La verdad es que no sé lo que pasa esta noche,” digo. “Generalmente, sí,  son bonitas.” Sólo por decir ya que, en otras palabras, decir generalmente es sólo un decir. Todos ponen mucho empeño. Todos están allí para lanzarse. Las chicas te preguntan de dónde vienes, les dicen de dónde, y ellas repiten el nombre de la ciudad, poniendo un signo de exclamación al final de la frase. Luego te cuentan sobre Douglas Smith, Cabo, AUS. Vive en New York, ¿lo conoces? No le crees y le hablas de lo maravilloso que es New York. Y sólo porque no quieres que Helen se case con un soldado y espere por un año o seis, sales y bailas con la extraña que dice conocer a Douglas Smith, la extraña chica llamativa que dice haber leído cada línea que ha escrito Lloyd C. Douglas. Mientras bailas y la banda toca, piensas en todo excepto en la música y en bailar. Te preguntas si tu hermanita Phoebe recuerda sacar a pasar el perro todos los días, si recuerda no joder con el collar de Joey – algún día esta niña matará al perro.

“Nunca ví una lluvia con ésta,” dice el muchacho de Valentine Avenue. “¿Habías visto algo así, Fergie?”

“¿Algo como qué?”

“Una lluvia así.”

“Nah.”

 

“¡Bajemos a la carretera! ¡Que vengan las damas!” dice el tipo ruido inclinándose hacia delante y veo su cara. Es igual que cualquiera de los que está en el camión. Luce igual.

“¿Cómo es el Teniente, Sarg?” dice el chico de que vive cerca del Bronx.

“No lo sé verdaderamente,” digo. “Entró al campo hace sólo algunos días. Sé que vivía cerca de aquí cuando era un civil.”

“¡Qué bueno! Vivir cerca de donde estás,” dice el chico de Valentine Avenue. “Ojalá yo estuviera en Mitchel. A sólo una media hora de casa.”

 

Campo Mitchel. Long Island. ¿Qué podríamos decir de aquel sábado de verano en Port Washington? Red me lo dijo. No va molestarte ir a la Feria. Es muy bonita. Fue cuando me apegué a Phoebe, ella estaba con una niña que se llamaba Minerva (lo cual me mataba), y las metí a ambas en el auto y luego busqué a Holden. No podía encontrarlo. De modo que Phoebe, Minerva y yo nos fuimos sin él… En la Feria estuvimos en la exhibición de teléfonos de Bell y le dije a Phoebe que aquel teléfono servía para llamar al autor de los libros de Elsie Fairfield. Y Phoebe, sacudiéndose como de costumbre, tomó el teléfono, tembló un poco y dijo Hola, Soy Phoebe Caufield, estoy en la Feria de los Mundos. Leí tus libros y creo que son excelentes. Mi madre y mi padre actúan en “Death Takes a Holiday in Great Neck”. Vamos a nadar muy a menudo, pero el océano es mucho mejor en Cape Cod. ¡Adiós!… Y luego, salimos del edificio y allí estaba Holden, con Hart y Kirky Morris. Tenía puesta una camisa de felpa. Ningún abrigo. Se acercó y le pidió a Phoebe un autógrafo y ella lo apretó contra si, feliz de verlo, feliz de ver a su hermano. Luego él me dijo, Vayámonos de toda esta basura educativa, vayamos a las carreras o algo así. No soporto todo esto… Y ahora intentan decirme que está desaparecido. Desaparecido. ¿Quién está desaparecido? No él. Está en la Feria de los Mundos. Sé dónde hallarlo. Sé exactamente donde está. Phoebe también lo sabe. Lo sabría en un solo segundo. ¿Qué es todo esto de la desaparición?

 

“¿Cuánto te lleva llegar desde tu casa hasta la calle Cuarenta y Dos?” le preguntó Fergie al chico de Valentine Avenue.

Valentine Avenue lo pensó, algo emocionado. “Desde mi casa,” informó intensamente, “hasta el Paramount Theather te toma exactamente cuarenta y cinco minutos en metro. Casi gano dos billetes apostándole a mi chica acerca de eso. Nunca tomaría su dinero.”

El hombre al que le gusta Memphis y Dallas más que Miami habló: “Espero que las chicas de esta noche no sean cobardes. Digo, niñas. Siempre me miran como a un viejo cuando son cobardes.”

“Procuraré no transpirar demasiado,” dijo Fergie. “Hace mucho calor en los bailes de por aquí. A las mujeres no les gustan si transpiras mucho. Ni siquiera a mi esposa le gusta. Pero está bien si ella transpira – ¡Es diferente!… Mujeres. Te vuelven loco.”

Estalló un colosal trueno. Todos saltamos –yo casi me caigo del camión. Me hago a un lado y el muchacho de Valentine Avenue se apreta contra Fergie para hacerme un lugar… Desde el frente del camión oímos una voz de fuerte acento sureño:

“¿Han estado en Atlanta?”

Todos esperan que truene una vez más. Yo respondo. “No,” digo.

“Altlanta es una buena ciudad.”

 

De pornto el Teniente de Servicios Especiales aparece salido de la nada, empapadísimo, con la cabeza asomada dentro del camión. – cuatro de estos hombres deben irse. Lleva puesta una de esas viseras con cubierta de hule; es como la vesícula de un unicornio. La cara completamente mojada. Es joven y pequeño, aún poco seguro para este nuevo comando al que el Gobierno le asignó. Se fija allí donde deberían estar las tiras de las mangas de mi impermeable robado (con todas mi cartas).

“¿Viene por un relevo aquí, Sargento?”

Wow. Choose yo’ pahtnuhs…

“Sí, señor.”

“¿Cuántos hombres hay aquí?”

“Habría que volverlos a contar, señor.” Me doy vuelta y digo, “Bien, todos los hombres con fósforos en las manos; enciéndanlos –quiero contar sus cabezas.” Y cuatro o cinco de ellos se las arreglan para encender fósforos simultáneamente. Finjo contar sus cabezas. “Treinta y cuatro incluyéndome, señor,” le dijo finalmente.

El joven Teniente sacudió su cabeza bajo la lluvia. “Demasiados,” me informa –y yo intento verme como muy estúpido. “He llamado a cada ordenanza,” revela a mi favor, “y di orden de que irían sólo cinco hombres por escuadrón.” (Pienso en la gravedad de la situación por primera vez. Debería sugerir que liquidemos a cuatro de ellos. Debería pedir muy detalladamente hombres experimentados en liquidar gente que quiere ir a bailar.)… El teniente me pregunta, “¿Conoce a Miss Jackson, Sargento?”

“Sé quien es,” le digo mientras escucha sin pitar su cigarrillo.

“Bien, Miss Jackson me llamó esta mañana y pidió solamente treinta hombres. Temo, Sargento, que vamos a tener que pedirle a cuatro hombres que vuelvan a sus áreas.” Deja de mirarme, mira dentro del camión, estableciendo una neutralidad entre él y la empapada oscuridad. “No me interesa cómo lo haga,” dice, frente al camión, “pero debe hacerlo.”

Cruzó mi mirada hacia los hombres. “¿Cuántos de ustedes no firmaron para ir al baile?”

“A mí no me mire,” dice Valentine Avenue. “Yo firmé.”

“¿Quién no firmó?” digo. “¿Quién está aquí sólo porque se enteró del baile?” – Eso fue bueno, Sargento. Sigue así.

“Hágalo fácil, Sargento,” me dice el teniente, asomando la cabeza al camión.

“Vamos, ya. ¿Quién no firmó?” –Vamos, ya. Quién no firmó. Nunca en la vida escuché una pregunta tan burda.

“Todos firmamos, Sarg,” dice Valentine Avenue. “Alrededor de unos siete hombres firmaron en mi escuadrón.”

Perfecto. Seré brillante. Les ofreceré una linda alternativa.

“¿Quién prefiere salir en una película sobre el Campo a ir al baile?”

Ninguna respuesta.

Respuesta.

Silenciosamente, Portner (el tipo Memphis-Dallas) se levanta y enfila para salirse. El resto le abre paso para dejarlo salir. Yo también me muevo a un costado… Ninguno de nosotros le dice a Portner, mientras pasa, lo importante y relevante que es.

Más respuesta… “Uno más,” dice Fergie, levantándose. “Así que parece que los casados escribirán cartas esta noche.” Y salta del camión rápidamente.

Espero. Todos esperamos. Nadie más se adelanta. “Dos más,” carraspeo. Los acosaré. Los acosaré porque odio sus agallas. Son insufriblemente estúpidos. ¿Qué les pasa? ¿Creen que será la noche de su vida en ese tonto baile? ¿Creen que van a escuchar un maravilloso trompetista tocando “Marie”? ¿Qué sucede con estos idiotas? ¿Qué sucede conmigo? ¿Por qué quiero que se vayan? ¿Por qué de alguna manera también quiero irme yo? ¡De alguna manera! Vaya broma. Te mueres por irte, Caufield…

“Bien,” digo fríamente. “Los dos últimos a la izquierda. Vamos, fuera. No sé quienes son,” – No sé quienes son.- ¡Uff!

El tipo ruidoso, el que me gritaba para que la fiesta empezara en la carretera, sale. Había olvidado que estaba allí. Pero desaparece confusamente en la negra tormenta india. Le sigue, al menos tentativamente, un tipo pequeño- un muchacho, puedo verlo en la claridad.

Con el sombrero marino puesto, encorvado y cojeando, empapado, sus ojos fijos en el Teniente, el muchacho espera bajo la lluvia – como si hubiera tenido orden de ello. Es muy joven, probablemente dieciocho años, y no parece ser alguien que se pondría a discutir y a discutir en una tormenta así. Lo miro fijamente y el Teniente se da vuelta y lo mira también.

“Yo estaba en la lista. Firmé cuando la clavaron en la pared. Justo luego de que clavaran la lista.”

“Lo siento, soldado,” dice el Teniente, – “¿Listo, Sargento?”

“Puede preguntarle a Ostrander,” le dijo el muchacho al Teniente y metió nuevamente la cabeza en el camión. “Hey, Ostrander. ¿No fui yo el primero que firmó?”

La lluvia parece caer más fuerte que nunca. El muchacho que quiere ir al baile se empieza a empapar. Saco una mano y lo tomo del cuello del impermeable.

“¿No fui el primero que firmó la lista?” le grita el muchacho a Ostrander.

“¿Qué lista?” dice Ostrander.

“¡La lista de lo que querían ir a bailar!” grita el muchacho.

“Oh,” dice Ostrander. “¿Qué pasa con la lista? Yo estaba en ella.”

Oh, Ostrander, qué pesado.

“¿No era yo el primero en la lista?” dice el muchacho con la voz rota.

“No lo sé,” dice Ostrander. “¿Cómo podría saberlo?”

El muchacho se vuelve bruscamente hacia el Teniente.

“Yo era el primero en la lista, señor. En serio. Ese tipo del escuadrón – el extranjero que trabaja en limpieza- clavó la lista y yo firmé. Fui el primero.”

El Teniente dice, empapado, “Adentro. Sube al camión, muchacho.” El muchacho trepa al camión y los hombres rápidamente le hacen lugar.

El Teniente se vuelve hacia mí y me pregunta, “Sargento, ¿dónde puedo encontrar un teléfono por aquí?”

“A ver, en el puesto de Ingeniería, señor. Le mostraré.”

Cruzamos por entre los ríos de lodo que se habían formado alrededor del puesto de Ingeniería.

“¿Mama?” dice el Teniente en la bocina. “Estoy bien… Sí, mama. Sí, mama. Me las arreglo. Tal vez el sábado pueda salirme, eso dijeron. Mama, ¿está Sarah Jane allí?… Bueno, ¿me dejas hablar con ella?… Sí, mama. Lo haré si puedo; quizás el domingo.”

El Teniente vuelve a hablar.

“¿Sarah Jane?… Bien. Bien… Me las apaño. Le dije a mama que quizás el domingo pueda salir. –Escúchame, Sarah Jane. ¿Cómo está el auto? ¿Pudiste hacer que lo reparen? Bien, bien; es un buen precio, con todos los repuestos.” La voz del Teniente cambia. Ahora es mucho más informal. “Sarah Jane, mira. Quiero que vayas adonde Miz Jackson esta noche… Bueno, así es: tengo aquí a unos cuantos muchachos para una de sus fiestas. ¿sabes?… Sólo quiero decirte que son demasiados… Sí… Sí… Sí… Ya lo sé, Sarah Jane; sé que está lloviendo… Sí… Sí…” La voz del teniente se endurece de pronto. Dice, “no estoy pidiéndotelo, niña. Te lo estoy diciendo. Ahora, quiero que vayas adonde Miz Jackson rápidamente – ¿bien?… No me importa… Está bien. Está bien. Te veo más tarde.” Cuelga.

 

Empapado hasta lo huesos, los huesos de la desolación, los huesos del silencio, caminamos lentamente hacia el camión.

 

¿Dónde estás, Holden? No me importa esto de la desaparición. Deja de hacer tonterías. Aparece. Da la cara donde sea que estés. ¿Me escuchas? ¿Lo harías por mí? Hazlo simplemente porque yo todo lo recuerdo. Porque no puedo olvidar nada que sea bueno. De modo que escúchame. Sólo ve con algún oficial, ve donde algún G.I, y dile que estás Aquí – no desaparecido, no muerto, nada más que Aquí.

Déjate ya de joder. Deja de decirle a la gente que estás desaparecido. Deja de llevar puesta mi bata en la playa. Deja de ponerte de mi lado en la corte. Deja de silbar. Siéntate a la mesa…

 

 

 

Traducción: Martín Abadía

Título original: This sandwich has no mayonnaise ( Esquire XXIV, Octubre de 1945, pág. 54-56, 147- 149 )


[1] La escuela preparatoria a la que asiste Holden Caufield en The Catcher in the Rye es Pencey.

 

 

 

 

 

Dossier Salinger: Palabras para el verano en que todos nadaban en aceite

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Peripecias del orden

 salinger

El cuento o relato (comportémonos dulcemente con nosotros mismos y hagamos de cuenta que son lo mismo, al menos en este caso) es acaso la expresión literaria más expuesta a los vaivenes de una suerte que, aún siendo ajena, lo coloca en los más lujosos altares así como en los más inhóspitos subsuelos dentro del vasto edificio de la tradición literaria. No obstante su protagonismo desde el mismísimo principio de lo que hoy llamamos literatura (¿qué otra cosa son las leyendas populares, la mayoría de los anónimos, las fábulas, los mitos?), el cuento se encuentra permanentemente a la intemperie de los tiempos que deciden, como siempre, los modos de producción indicados para la era.

Se podrá asegurar, tal vez con razón, que la poesía, la novela o la prosa ensayística  están igualmente desnudas frente a los caprichos del poder. Sin embargo, con facilidad se encuentran algunos ejemplos que distancian al cuento en este aspecto de las demás formas, que lo victimizan con mayor detalle. Por caso, si se propusiera a cualquier adicto a los libros que confeccionara una lista de sus 10 obras preferidas, lo más probable es que los poemarios y las novelas se repartiesen los puestos. En efecto, esas listas se piden (o muchas veces los autores la componen y publicitan por pura ansiedad o por un vago guiño de la vanidad) y los resultados son los señalados. Otro ejemplo: más allá que la poesía y la novela han sido interpeladas acerca de su propio “fin”, es el cuento el que hace mucho tiempo se ve interrogado en torno a su entidad; basta comprobar el sitio que ocupan los libros de cuentos en la obra de los mejores prosistas del último medio siglo. Es evidente que el mercado actúa en estas cuestiones; el mercado actúa en todo, pero creo que en este caso los propios autores (y sus denunciantes, los críticos) también cooperan al asunto.

 

¿Por qué extraña razón los libros de cuentos no se imponen en el espíritu humano como para sedimentarse al igual que una novela o un libro de poemas? ¿Por qué los propios autores desdeñan con elegancia, casi con ternura, las beldades de sus cuentos, generalmente producidos en sus años verdes? ¿Por qué los críticos prefieren siempre hablar de El Castillo y no de los Relatos de Kafka, infinitamente superiores por cierto; o comentar alguno de los Trópicos Millerianos en lugar de alguno de los relatos que conforman Black spring?

 

Más allá de las disquisiciones teóricas que limitaron al propio cuento desde la modernidad (Poe, no sin brillantez, ha prescrito los elementos del cuento como si se tratase de una receta culinaria) y que ensalzaron a la novela por su mayor capacidad de “reflejo” en relación con lo real o a la poesía por sus presuntas condiciones para decir la Verdad, parecen existir razones más cercanas a las ocurrencias de la moda o a la pura superstición que relegan al cuento o relato corto en el escalafón. En efecto, la grandilocuencia, las ansias de universalidad (por tanto, de unidad) y ciertos resabios épicos son algunos de los mitos que funcionan a la hora de elevar a la novela por sobre el relato corto. La modernidad – con su insoslayable atavío científico – desperdigó sus dogmas por todos los terrenos posibles, incluso el literario: la novela interminable, omnicomprensiva, sentenciosa, la novela, en fin, escrita por un dios, pasa a ser el modelo de excelencia. ¿Cuántos relatos grandiosos nos hemos perdido por las exigencias mentales y temporales de la novela? ¿Cuántos autores han cedido, por presiones mercantiles o por simples auto-exigencias, rayanas con la locura tantas veces, a escribir decenas de novelas desparejas, idénticas, tan geniales algunas como trucadas otras? Pienso en Hemingway, en Dickens, en el propio Faulkner, en Henry James. Pienso hasta en Joyce.

 

Hay excepciones, claro, pero comparten la característica de compartir un relieve, una importancia, que despierta sospechas en tanto excepción. Borges, por ejemplo, tiene en sus dos principales libros de cuentos los títulos que lo auspician. Es cierto, tan cierto como que no escribía novelas. Observaciones análogas pueden señalarse de Chaucer, de Petrarca, de Poe, de Maupassant, de Carver, en suma, de muchos de los “grandes cuentistas”.

 

En mi opinión, uno de los flancos endebles del relato estriba en su presentación. El cuento parece destinado a la recopilación ulterior; esto es, a la manipulación por parte de editores, revistas literarias e incluso el propio autor. En esta tónica, el cuento se desprende de su contexto, está conminado a ese sacrificio que, en alguna medida, lo desnaturaliza, forzándolo a mudar de sentido, obligándolo a defenderse solo. Se ha acusado esta cuestión, lo admito, pero no lo suficiente. La teoría, en esa inseparable marcha junto con la ficción (a pesar de que a veces la pobrecita se persuada de que es ella misma la que profetiza) no ha reparado aún en la importancia que la compilación de un libro de relatos tiene para el funcionamiento de cada relato particular. Naturalmente, hay conjuntos como De Cronopios y de Famas, de Julio Cortázar, Los Invictos de William Faulkner o Cuentos del exilio de Antonio Di Benedetto que, por sí solos, se mantienen unidos; son cuentos enhebrados en un patente elemento común, tan patente que es una verdadera osadía el aislarlos. Pero ¿no existe siempre un elemento común en las compilaciones de relatos originales? Prefiero creer que sí, y que ese orden es vejado en forma tupida sin comprenderse la gravedad de la vejación.

 

No pretendo sacralizar: un relato estupendo se lee y disfruta en cualquier orden, con cualquier marco. Lo que quiero significar es que leer un cuento de Dublineses fuera del marco en que lo trabajó su autor es análogo a oír Blue in green, de Miles Davis, fuera de Kind of Blue. Cada una de las canciones del álbum está condicionada por los demás; una suerte de pregnancia de las otras la define, la corrobora, la significa. Lo mismo ocurre, estimo, con los cuentos de Joyce: cada uno de ellos tiene en sí mismo la expectativa de los demás, para decirlo al modo fenomenológico.

 

¿Existirá algún secreto para compilar cuentos, alguna maestría misteriosa que permita optimizar el orden de los relatos o al menos una secuencia causal o temporal proto-mágica que los amontone en forma gloriosa? Las  candidaturas son las de siempre: el azar, el talento (otra de las formas del azar, por lo demás), algún que otro editor iluminado, la honestidad o perfidia del autor. Ignoro, afortunadamente, el secreto mentado; efectivamente, lo considero un secreto, y el secreto por definición está condenado a callar, a desaparecer sin descanso, a ser desapareciendo de los ojos del alma.

El factum es que existen colecciones de relatos en los cuales los componentes (materia) y el orden (forma) están tallados de forma tal que cualquier alteración, por fútil que sea, desastra el conjunto, trastorna el sentido, corta el hilo de oro (para decirlo con Agustín de Hipona) que une a los relatos.

No son muchos los libros de cuentos con estas características, o por lo menos no son muchos los que aparecen en un vertiginoso repaso mental. He aquí un atenuante plausible para aquella cuestión que ocupa las primeras páginas de este escrito: ¿no será que recordamos menos libros de relatos gloriosos que novelas porque en verdad son contados los volúmenes del primer grupo que, en efecto, constituyen libros-de-cuentos (en el sentido recién referido)?

 

De todos modos, la memoria siempre se las compone para hallar las gemas enterradas; de todos modos, la memoria siempre suelta el chorro: Decamerón, Ficciones, Bestiario, los Tres cuentos de Gustave Flaubert, El candor del Padre Brown , las Novelas de San Petersburgo de Gógol, Dublineses y, por supuesto, Nueve cuentos de J. D. Salinger.

 

 

 

La canción es la misma: el tuerto guiando a los ciegos que creen ver

 

Uno de los más añejos interrogantes literarios – siempre actual por cierto – es aquel que interpela sobre el hueso de la escritura en tanto actividad  profesional señalando dos polos claramente definidos como opciones: la literatura o la vida. Se ha escrito mucho sobre esto, y, curiosamente, en este caso no son sólo los teóricos los insistentes; los mismos escritores, muchos de los más grandes al menos, se han desgañitado ladrando sobre la vieja disyuntiva: la han vituperado, reforzado, (re)definido, anulado.

No interesan aquí las posiciones defendidas sino más bien la disyuntiva misma, o mejor aún las causas que llevaron a esa pregunta. ¿Por qué la literatura (con la escritura subsumida en ella) o la vida?  La opción – con sus elementos mutuamente excluyentes – denota un claro prejuicio: la vida excesivamente “literaria” (los parámetros de lo excesivo varían notablemente, aunque comparten la arbitrariedad) aleja de la “vida real”.

 

El que vive demasiado no puede ser un gran escritor, los grandes escritores no pueden vivir. Así reza el adagio que subyace al interrogante.

 

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La (hiper)modernidad añadió un nuevo ingrediente al caldo: la fama, ese colmo de la estupidez humana que especialmente desde el siglo pasado alcanza el nivel de paroxismo. La fama también llega a los escritores, afortunadamente en versiones menos pesadas que las que ocurren a actrices, líderes políticos o deportistas, pero llega, de modo que a la vieja (y supuesta) elección entre la vida y la literatura, se suma, del lado de “la vida”, el fantasma de la notoriedad pública.

Salinger es conocido por su fobia a los medios, a la exposición pública, a los fanáticos, a las cámaras fotográficas o de video.  Superado únicamente por Tomas Pynchon a este respecto, Salinger es un ermitaño estrella, una figurita muy codiciada tanto por investigadores maniáticos, casi voyeuristas, como por revistas de misceláneas cuyos redactores prenderían fuego al manojo de libros del autor si algún día, por casualidad, leyeran dos o tres oraciones de algunos de ellos. La vieja opción se trunca, se trasviste: Salinger, el escritor, no “vive” pero tampoco “escribe”, más allá de las dudosas afirmaciones del propio autor que hablan de una torrentosa saga de la familia Glass guardadas bajo siete llaves.

 

Salinger, uno de los pocos “autores” vivos que merecen ese apelativo con todas las de la ley, no vive ni escribe. Salinger quiere que especulemos sobre él, conoce nuestras debilidades a la perfección. Especulemos entonces: Salinger es un ser que persiste entre la literatura y la vida, un hombre preso en la tierra de nadie (exigua e infinita a la vez, incómoda, polvorienta, opresiva) que se extiende entre los dos polos.

 

Ahora bien ¿por qué entonces ese hombre que esencialmente no vive es capaz de mostrar la vida, lo cotidiano, lo profundo, en forma lapidaria a los vivos? El tuerto guía a los ciegos, una vez más. Ciegos que creen ver: los vivos. Los ciegos que no sólo están completamente persuadidos de su visión sino que hacen de ella (o de las posibilidades que ella permite, para decirlo con más precisión) una bandera, el zócalo mismo de su autoestima, de su personalidad. Todos vemos, creemos que vemos. Pero aquí no acaba la estafa: gustamos de adjudicar a esa versión que aseguramos ver el rótulo nada liviano de realidad.

El tuerto, el hombre incompleto, el hombre que no vive, nuevamente debe guiar a los presumidos ciegos, que recogen con mal talante las miguitas de pan abandonadas deliberadamente.

 

 

 

 

Malditismo y otras cuestiones

 

El malditismo es la verruga de la literatura contemporánea. No tengo dudas al respecto. El siglo XX, con su armónico despliegue de bestialidad, cinismo y horror, ha germinado obras magníficas que  representaron ese horror de manera sublime. Algunas novelas de Hemingway, todas las de Kerouac, Suave es la noche de Fitzgerald, las aventuras del Bandini de Fante pueden servir de ejemplos rotundos en la escena literaria norteamericana. Pero tras la originalidad, tras el genio, el tendal de historias monótonas y lánguidas contadas de forma efectista, regadas de sexo violento, drogas pesadas y monólogos interiores pretendidamente salvajes como si estos elementos bastaran por sí solos para evidenciar la maldición, el desinterés, la locura, el miedo. Quiero decir: tras el genio, el malditismo.

Kant, en la Crítica del juicio (parágrafo 45), escribe que

 

“[…] la finalidad en el producto del arte bello, aunque es intencionada, no debe parecer intencionada, es decir, el arte bello debe ser considerado como naturaleza por más que se tenga consciencia de que es arte”

 

Cuántos escritores debieran bajar sus rostros ruborizados al oír esta frase, cuantos profesionales del malditismo que la van de eternos jóvenes en declaraciones a suplementos culturales de clase media reaccionaria y que en verdad escriben por encargo en sitios sumamente cómodos, con objetivos sumamente claros, al menos en lo económico. Cuántas ansias de impresionar se desvanecen ante la sentencia del filósofo alemán.

 

 

383089864_5817aed679_oSalinger, para evidenciar la maldición, no apela a mujeres excesivamente malvadas ni a yonquis desquiciados y ladinos; no riega con sangre las paginas ni presenta a la locura como una venganza. Salinger transcribe la maldición: lo que está maldito es el mundo, o mejor dicho, si no se quiere exagerar, lo que está maldito es el intersticio entre las representaciones que los hombres tienen de sí mismo y el árido suelo de lo real en los que dichas representaciones hacen agua. Claramente agua.

 

Los Nueve cuentos de Salinger están malditos. Toda la obra de Salinger está maldita, pero el malditismo no se nota; simplemente – creo – porque el maldito, el que está maldito, no puede siquiera concebir el malditismo. Para él la maldición es la realidad; los lazos sutiles, espasmódicos, ciegos de la maldición constituyen la carne y el espíritu de la realidad.

 

 

 

 

La perfección

 

La literatura, como todas las expresiones, está imposibilitada de ser un ejercicio de la perfección. A su vez, quizás como pocas otras, no puede evitar el hecho de ser una tentativa perpetua y abnegada de esa misma perfección. Cualquier tipo de pensamiento (el filosófico, el científico, el artístico en menor medida) ha debido, debe y deberá enfrentarse con el fantasma de la perfección, que junto con la idea de dios, del alma, del mundo o del bien moral constituyen el hueso imposible de roer de cualquier sistema ontológico. Efectivamente, basta recordar la disputa que sobre la cuestión han mantenido el Racionalismo y el Empirismo de los siglos XVII y XVIII: Descartes ha dicho que la perfección es una idea innata, grabada por Dios mismo en la mente humana, que no había otra forma de explicación puesto que jamás vemos o hacemos algo perfecto que en todo caso pudiéramos utilizar como modelo significativo para el vocablo. Los empiristas por su parte han repuesto que la idea de perfección la extraemos de una simple cuantificación de elementos imperfectos que observamos a través de percepciones. Vemos lo imperfecto y simplemente le adosamos mentalmente la multiplicación a una enésima potencia de los elementos imperfectos hasta pensarlos perfectos. De este modo, la idea de perfección no es otra cosa que una ficción, pero una ficción de la que el hombre tiene necesidad, así como la del yo o la del principio de causalidad, por lo que la perfección, en tanto necesidad, sigue teniendo relevancia.

Algo en las manifestaciones artísticas nos sugiere la (im)perfección: resulta inevitable para el ser humano evaluar – aun sin instaurar un régimen de evaluación rigurosamente dicho – la grandeza de lo expresado, ya sea a través de sus carencias, su armonía, su completud, su belleza o cualquier otro rótulo que se estipule de acuerdo a la corriente estética (e ideológica, y teológica por qué no) de que se trate.

Ese algo brama en la escritura de Salinger, se pasea en un vaivén petulante con pocas ropas sobre el entretejido de sus páginas. De todas sus páginas, pero especialmente de las que garabatean Un día perfecto para el pez banana. Ese algo grita en voz baja, o mejor dicho en un sonido imperceptible para los humanos, algo así como el pitido con que adiestran a los canes. Es decir, un sonido que, si bien sabemos que existe, no podemos captar.

 

La crítica literaria – o como quiera llamarse a la manía de pensar y escribir sobre lo que otros escriben – está constituida (sic) de hipótesis exacerbadas, sentencias hiperbólicas y posturas arbitrarias. Acaso la literatura misma no sea otra cosa. El que escribe, para este caso, tiene la suya: Un día perfecto para el pez banana es un cuento perfecto, uno de los pocos con que cuenta la literatura de todos los tiempos. Pero sus méritos no se disipan allí: es el único de ese manojo de relatos que, aun perfecto, no se deja atrapar como modelo.

 

Los cuentos integrantes de la elite establecida se caracterizan por haber servido de modelo eterno para el resto de los potenciales cuentos, casi al modo de un Idea platónica. Completen ustedes, lectores hartos de recomendaciones que envuelven órdenes, la grilla correspondiente; no obstante, para ejemplificar, la crítica ha tenido a ciertos relatos de Poe (La carta robada o El gato negro) o de Borges (El jardín de los senderos que se bifurcan, Pierre Menard autor del Quijote quizás) como instancias modélicas de lo que un cuento debe ser. Vale recordar en este punto el despropósito de Jakobson en su análisis de los “módulos” de un cuento, raro en un hombre que solía mostrar una asombrosa lucidez. Sea cual sea el relato “perfecto” postulado, su perfección parece emanar directamente de esa capacidad para seccionarse en compartimentos equilibradamente dispuestos. El cuento de Salinger sortea el degüello académico, su perfección se posa sobre las páginas como un colibrí sobre la flor: se suspende sin tocar el objeto para huir después. Podríamos garabatear un rato largo sobre cómo la memorable charla telefónica entre Muriel y su preocupada madre anticipa de forma brillante la locura de Seymour Glass. O, por el contrario, debatir sin descanso acerca de cómo la conducta de Seymour en la playa demuestra la locura de la madre de Muriel, de la propia Muriel y de todos los demás mortales. Podríamos acalorarnos refiriendo la perfección el cuento a sus párrafos finales, inmortales por cierto, listos para un sitio en el parnaso de la mejor literatura. Podríamos lamer todos esos sapos, lo hacemos, qué duda cabe, sin que tenga ningún sentido: el relato de Salinger atesora la perfección en otra parte, en otra instancia. En efecto, podemos observar los mismos trucos en otros relatos y la perfección simplemente no se insinúa, no se ofrece desnuda e invisible sobre el terciopelo azul. Un día perfecto para el pez banana logra la verdadera perfección, que se basa en su propia invisibilidad, en su propia ausencia de inteligibilidad. Continuando el ejemplo: la maestría del autor en la conversación telefónica que sostienen Muriel y su madre no anida en no-hablarnos-de-la-locura-de-Seymour-de-forma-abierta sino más bien en cumplimentar esa tarea de esa manera y de ninguna otra. Esa forma, entonces, es manera, se agota con el propio cuento. Y vale decir que con la “estructura” toda del cuento (no faltará el desaforado de siempre que busque y recete los elementos de esa estructura) ocurre lo mismo: se niega a ser trasplantada, como – dicen – ocurre con algunos corazones.

 

 

 

Final: la imposible reseña

 

No pretendieron estas páginas – que la mayoría de las veces nada pretenden – dibujar una reseña de Nueve cuentos. Seamos sinceros: gran parte de lo que hoy gusta llamarse crítica literaria (y recorre con ese nombre suplementos culturales, revistas literarias sumamente vanguardistas y congresos improvisados que de congresos tienen únicamente las carrasperas avergonzadas de los asistentes y la inmaculada jarra de agua sobre el mantel blanco) no es más que un conjunto de reseñas escritas con estilo sofisticado.

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¿Qué sentido podría tener en este caso el ejercicio de aclarar que Para Esme con amor y sordidez sea tal vez el mejor relato que se haya escritor jamás sobre las consecuencias de la guerra para un soldado que no tuvo la suerte de morir? ¿Qué aportaría sobre Salinger declarar que después de Teddy cualquier cuento que tenga a un niño como protagonista parece soso y forzado? ¿De qué deberíamos jactarnos al sentenciar que El hombre que ríe, En el bote o cualquiera de los demás relatos del volumen son cada uno de ellos sublimes tesoros de la literatura eterna?

¿Qué ganaríamos realmente para nuestro conocimiento con el tentativo relato de cualquiera de estos relatos? ¿Qué se sabría de los relatos que conforman Nueve cuentos si “contáramos” los “sucesos” que ocurren en ellos?. ¿Podríamos, en el caso de Salinger, “contar” lo que ocurre en un cuento sin re-escribirlo minuciosamente? ¿Podríamos forjar palabras para describir lo que ocurría en aquel verano en que todos nadaban en aceite? 

 

La reseña no sólo es inútil para Nueve cuentos; además es imposible. Salinger no deja otra opción que leer el volumen. Leerlo, que es acaso re-leerlo eternamente, con ojos que apenas comenzadas las palabras dejan de ser nuestros; con una mente que apenas comenzadas las palabras, vuelve a ser la nuestra. Aquella, la que sabe pensar únicamente en el terror.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Dossier Salinger: Eso del Amor o Parecido

 

 

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Infaltables discusiones, quejas y derrumbes. De arrepentirse, volver a casa y abrazar. No se trata –es lo que menos quiero- de definir las relaciones ni de puntualizar cómo y cuando, qué y dónde. Se trata, creo, al menos en este caso, de leer Las Dos Partes Implicadas y encontrarlo. Ver algo y no saber cómo entrar, pero querer hacerlo. El cuento inédito de Salinger, de 1944, trata sobre lo que dije, y de mucho más.

 

Lo narra Billy, marido de Ruthie. Y lo narra con la ironía y locura de los que buscan el problema, pero también se arrepienten. La historia es así: ella se casa muy joven, torciendo la voluntad de la madre. Él la quiere. Ella lo quiere. Tienen un hijo.

 

Se van a un bar y discuten. Él, dice ella, sale mucho. Él, asegura, no sale tanto. Insensible. Alguien llora. Es ella. Sale del bar y lo espera en el auto. Van a casa. No se hablan. Al día siguiente, él sale a trabajar. Cuando vuelve, ella ya no está.  

 

Dijo que desde luego entendía lo que quería decir, y dijo que también entendía lo que quería decir su madre, cuando su madre dijo que éramos demasiado jóvenes para casarnos. Dijo que ahora entendía lo que querían decir muchas cosas.

 

Frases que se dicen para que duelan. Y el subtexto propuesto por Salinger es claro: se sabe herir cuando se ama. En todo cuento de amor, de abandono, no puede faltar la nota. Un mensaje que se deja, algo oculto, pero lo suficiente visible como para que el otro lo vea. Y lo lea. Lo lea muchas veces hasta, como en este caso, se lo aprenda de memoria.

 

Billy: No veo que sirva de nada que sigamos juntos. Tú no pareces darte cuenta de que ya nos va tocando perder ciertas cosas. De que ya nos va tocando pasarlo de otra manera. No sé cómo decirte lo que quiero decir. De todas formas, no sirve de nada volver a machacar sobre ello, porque tú ya sabes lo que yo siento, y sólo hace que te enfades de todas formas. Por favor no aparezcas por casa de mi madre. Si quieres ver al niño, por favor, espera un poco.

 

¿Y qué hacer? Primero sentir la ausencia. El lugar no es el mismo. La locura de hablar solo e intentar poblar el vacío físico que es, en definitiva, el vacío del corazón. Así; bien cursi. Y Billy camina por la casa. Abre puertas y llama en voz alta a Ruthie. Pero Ruthie, y él lo sabe, no está. No hay nadie.

 

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Billy se siente Humphrey Bogart. Y canta: Moonlight Becomes You. Es la canción de ellos. Toda pareja tiene una canción. You’re all dressed up to go dreaming Now don’t tell me I’m wrong And what a night to go dreaming Mind if I tag along. Y Billy busca auxilio. Los amigos. Ahí tienen que estar los amigos. Pero no. No están. Nadie contesta o si contestan se han ido. Nadie puede ayudarte: Moonlight Becomes You.

 

 

Luego, casi como una regla inquebrantable, no hay que hacerle caso a la nota. Nunca. Si te dicen no llamar, llamas. Salinger lo dice claro: en esto de las relaciones nunca hacerle caso al otro. No hacerle caso a nadie. Entonces él la busca. Y llama. ¿Dónde? A la casa de la madre. La mujer no huye, se esconde. Se refugia. Aún estás a tiempo. Aún no aparece otro.

 

Contesta la madre. Ella dice que Ruthie no está, pero todos sabemos que sí está. Una regla más: nadie te hará las cosas fáciles. Es el precio a pagar. Nadie entenderá que tú, Billy, no quieres seguir pagando. No importa quién tiene la culpa: la culpa siempre será tuya. La culpa que sea. La culpa de no darte cuenta, por último. Y Ruthie ve a la madre y escucha a la madre y no lo soporta.: se pone al teléfono.

 

Ella dijo que volvería a casa.

 

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Y vuelve. Regresa. Él la espera. Se abrazan. El amor sigue. Pero la nota, la nota ya te la aprendiste de memoria. Por más que se haya solucionado, la memoria guarda las palabras dichas. Está escrita. Para Amar debes evitar soñar.

 

Se acuestan. Él despierta a mitad de la noche y no la encuentra. Va al salón y ahí está. Entonces, y como clausura final, Billy, al verla, define el amor: Ustedes no han visto nunca a mi mujer cuando lleva puesto un pijama azul o un vestido azul o un traje de baño azul. Yo nunca supe de qué color iba vestida una chica hasta que conocí a Ruthie. Pero con Ruthie se sabe que lleva puesto algo azul.

 

Y vivieron felices para siempre.

 

 

 

R.S

 

 

 

 

 

Dossier Salinger: Ligera Rebelión en Madison

 

 

Nota: este relato inédito, al igual que “Este sándwich no tiene mayonesa”, incluido también en este Dossier, pertenece a The Complete Uncollected Stories I and II y apareció en The New Yorker, el 22 de Diciembre de 1946 (pág. 76- 79 / 82- 86)  Algunas de las escenas que lo ocupan han sido más tarde utilizadas y reformuladas por Salinger en su novela The Catcher in the Rye. (N. del. T)

 

 

 

 

Ligera Rebelión en Madison

 

 

 

Por J. D. Salinger

 

 

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Cuando sale en vacaciones de la Escuela Preparatoria para muchachos Pencey (“Un docente por cada diez estudiantes”), Holden Morrisey Caufield generalmente lleva puesto su sobretodo y un sombrero de bordes pronunciados hacia la copa. Mientras pasan los autobuses de la Quinta Avenida, algunas chicas que conocen a Holden a menudo piensan que lo verían caminar por Saks’ o Altman’s o Lord & Taylor’s, pero generalmente se trata de otra persona.

 

Este año, las vacaciones de Navidad de Holden en la Preparatoria Pencey concidieron con las de Sally Hayes en la Escuella Mary A. Woodruff para señoritas (“especial atención a aquellos con cierta tendencia por la dramaturgia”). Al salir de vacaciones de Mary A. Woodruff, generalmente Sally no lleva sombrero aunque sí un nuevo abrigo azul plateado de piel. Mientras camina por la Quinta Avenida, los muchachos que conocen a Sally piensan a menudo que la verían pasar por Saks’ o Altman’s o por Lord & Taylor’s. Pero generalmente se trata de otra persona.

 

En cuanto llegó a New York, Holden tomó un taxi a casa, dejó su Gladstone en el recibidor, besó a su madre, abultó su abrigo y su sombrero convenientemente en una silla y marcó el número de Sally.

 

“Hey,” dijo a la bocina. “¿Sally?”

“Sí, ¿Quién habla?”

“Holden Caufield. ¿Cómo estás?”

“¡Holden! ¡Bien! ¿Qué tal tú?”

“Genial,” dijo Holden. “Oye, ¡cómo va todo? Digo, ¿qué tal la escuela?”

“Bien,” dijo Sally. “Bueno, ya sabes.”

“Perfecto,” dijo Holden. “Óyeme. ¿Qué haces esta noche?”

 

Holden la llevó a Wedgwood Room esa noche, ambos iban bien arreglados, Sally llevaba un nuevo vestido turquesa. Bailaron muchísimo. El estilo de Holden era más lento, con pasos largos hacia atrás y adelante, como si bailara sobre una alcantarilla abierta. Bailaron con las mejillas juntas y a ninguno de los dos le importó si era bochornoso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvieron vacaciones.

Se lo pasaron maravillosamente en el taxi que los trajo de vuelta a casa. En dos ocasiones, cuando el taxi se detuvo brevemente por el tráfico, Holden saltó en su asiento.

“Te quiero,” le soltó a Sally, apartando su boca de la de ella.

“Oh, cariño, yo también te quiero,” dijo Sally, y agregó, menos apasionada, “Prométeme que te dejarás crecer el pelo. El pelo rapado es muy cursi.”

 

Al día siguiente, el jueves, Holden llevó a Sally a la matinée a ver “Oh Mistress Mine”, la cual ninguno de los dos había visto. En el primer entreacto, salieron a fumar al vestíbulo y ambos acordaron vehementemente que los Lunts eran maravillosos. George Harrison, de Andover, también fumaba en el vestíbulo y reconoció a Sally, tal como ella lo esperaba. Habían sido presentados alguna vez en una fiesta y nunca habían vuelto a verse desde entonces. Ahora, en el vestíbulo del Empire, se saludaron con el mismo gusto de quienes parecen haberse bañado frecuentemente desde niños. Sally le preguntó a George si creía que la obra era maravillosa. George se tomó el tiempo para replicar, acercando su pie al de la mujer que estaba a su lado. Dijo que la pieza en sí misma no era ciertamente una obra maestra, pero que los Lunts, por supuesto, era ángeles.

“Ángeles,” pensó Holden. “Ángeles, por el amor de Dios. Àngeles.”

 

Luego de la matinée, Sally le dijo a Holden que se le había ocurrido una idea maravillosa. “Vayamos a patinar mañana por la noche a Radio City.”

“Bien,” dijo Holden. “Seguro.”

“¿Lo dices en serio?” dijo Sally. “No lo digas si no lo piensas en realidad. Digo, a mí me importa un bledo hacer una cosa o la otra.”

“No,” dijo Holden. “Vayamos. Será divertido.”

 

Sally y Holden eran malísimos patinando sobre hielo. Los tobillos de Sally chocaban el uno con el otro de una manera desagradable y los de Holden no lo hacían mucho mejor. Esa noche había allí cientos de personas que no tenían nada mejor que hacer que ponerse a mirar a quienes patinaban.

 

“Hagámonos de una mesa y pidamos algo de beber,” sugirió inesperadamente Holden.

“Es la idea más maravillosa que he oído en este día,” dijo Sally.

 

Se quitaron los patines y se sentaron en una mesa. Hacía calor en el salón y Sally se sacó también las manoplas de lana. Holden comenzó a encender fósforos. Los dejaba quemarse hasta que ya no podía sostenerlos; luego dejaba caer los restos en el cenicero.

 

“Mira,” dijo Sally, “Tengo que saberlo- ¿Vas a ayudarme o no con el árbol para Nochebuena?»

“Seguro,” dijo Holden sin entusiasmo.

“Digo, tengo que saberlo,” dijo Sally.

Holden dejó de pronto de encender fósforos. Se inclinó sobre la mesa. “Sally, ¿tú nunca te hartas de nada? Digo, ¿no te asusta a veces que todo termine siendo una mierda al menos que hagas algo?”

“Claro,” dijo Sally.

“¿Te gusta la escuela?” inquirió Holden.

“Es muy pesada.”

“Pero ¿la odias?”

“Bueno, no, no la odio.”

“Bien, yo la odio,” dijo Holden. “Dios, ¡cómo la odio! Pero no es sólo eso. Es todo. Odio vivir en New York. Odio los autobuses de la Quinta Avenida y los de la Avenida Madison y salir por el centro. Odio la película de la calle Setenta y Dos, con esas nubes falsas en el cielorraso, y que me presenten a tipos como George Harrison, y tener que usar el ascensor cuando quieres salir y los tipos que se quieren meter contigo todo el tiempo en Brooks.” Su voz se excito un poco más. “Cosas así. ¿Sabes lo que digo? ¿Sabes? Eres la única razón por la que estoy aquí en vacaciones.”

“¡Qué dulce eres!” dijo Sally, deseando que cambiara ya de tema.

“Dios, ¡cómo odio la escuela! Deberías ir a una escuela de chicos alguna vez. Todo lo que haces es estudiar y pensar lo importante que es que tu equipo de fútbol gane, y hablar de chicas y ropa y licor, y…”

“Ya. Escúchame,” interrumpió Sally. “Muchísimos chicos sacan algo más que eso de la escuela.”

“Estor de acuerdo,” dijo Holden. “Pero esto es todo lo que saco yo. ¿Ves? A eso me refiero. No saco nada de nada. Estoy desquiciado. Muy desquiciado. Mira, Sally. ¿Cómo decírtelo para que lo entiendas? Ésta es mi idea. Le pediré prestado su auto a Fred Halsey y mañana por la mañana nos vamos a Massachussets o Vermont o por allí. ¿No crees? Es precioso. Digo, es hermoso allí arriba, lo digo en serio. Alquilaremos una cabaña o algo así hasta que se me acabe el dinero. Tengo unos ciento doce dólares. Y luego, cuando el dinero se acabe, consigo un trabajo y nos vamos a vivir por allí, cerca de un arroyo. ¿Me entiendes? En serio, Sally, la pasaremos genial. Y luego, más tarde, nos casamos o algo así. ¿Qué dices? ¡Vamos! ¿Qué dices? Hagámoslo, ¿eh?”

“No podemos hacer algo así,” dijo Sally.

“¿Por qué no?” preguntó Holden estridentemente. “¿Por qué diablos no podemos?”

“Porque no se puede,” dijo Sally. “No puedes, eso es todo. Suponte que el dinero se acaba y no consigues trabajo. ¿Y entonces qué?”

“Conseguiré un trabajo. No te preocupes por eso. No tienes que preocuparte por eso. ¿Cuál es el problema? ¿No quieres venir conmigo?”

“No hablo de eso,” dijo Sally. “No hablo de eso en absoluto. Holden, tenemos muchísimo tiempo aún para hacer cosas así –todas esas cosas. Después de terminar la universidad y casarnos. Habrá muchísmos lugares maravillosos a los que ir.”

“No, no los habrá,” dijo Holden. “Será completamente diferente.”

Sally lo miró, la había contradicho muy suavemente.

“No será igual en absoluto. Tendremos que bajar en ascensores con maletas y tal. Tendremos que llamar a todo el mundo y decirles adiós y enviarles postales. Y yo tendré que trabajar con mi padre, pasear por la Avenida Madison y leer periódicos. Tendremos que ir a la calle Setenta y Dos todo el tiempo y ver los informativos. ¡Informativos! Siempre hay alguna tonta carrera de caballos o alguna señora que inaugura un barco estrellando una botella. No entiendes en absoluto lo que estoy diciéndote.”

“Quizás no. Quizás tú no entiendes, en todo caso,” dijo Sally.

Holden se puso de pie, con uno de los patines colgándole del hombro. “Me apenas muchísimo,” anunció bastante desapasionadamente.

 

Un poco más tarde de la medianoche, Holden y un chico gordo y poco vistoso llamado Carl Luce se sentaron en el Wadsworth Bar a tomar Scotchs y comer papas fritas. Carl también iba a la Preparatoria Pencey y estaba en su misma clase.

“Hey, Carl,” dijo Holden, “tú eres uno de esos tipos intelectuales. Dime algo. Suponte que te sientes harto. Suponte que empiezas a volverte loco, muy loco. Suponte que quieres abandonar la escuela y todo y largarte de New York. ¿Qué harías?”

“Bebe,” dijo Carl. “A la mierda con todo eso.”

“En serio, lo digo en serio,” rogó Holden.

“Siempre te fastidias por cualquier cosa,” dijo Carl. Y se levantó y se fue.

 

Holden siguió bebiendo. Se tomó nueve dólares de Scotch y a eso de las 2 de la madrugada, caminó de la barra a la antesala, donde estaba el teléfono. Marcó tres veces hasta que dio con el número que quería.

“¡Hooola!” gritó al teléfono.

“¿Quién es?” inquirió una voz fría.

“Soy yo, Holden Caufield. ¿Podría hablar con Sally, por favor?”

“Sally duerme. Habla la Sra. Hayes. ¿Por qué llamas a estas horas, Holden?”

«¿Quiero hablar con Sally, Sra. Hayes. Importante. Llámela.”

“Sally duerme, Holden. Llámala mañana. Buenas noches.”

“Despiértela. Despiéeertela Sra. Hayes, eh. Despiéeertela, Sra. Hayes.”

“Holden,” dijo Sally, al otro lado. “Soy yo. ¿Qué sucede?”

“Sally, ¿eres tú?”

“Sí. Estás borracho.”

“Sally, estaré contigo en Nochebuena. Iremos a cortar un árbol. ¿Qué dices? ¿Eh?”

“Sí. Ve a la cama ahora. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás?”

“Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Eh?”

“Sí. Ahora ve a la cama. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás?”

“Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Ok?”

“¡Sí! ¡Buenas noches!”

“B’enas noches. B’enas noches, Sally, preciosa. Preciosa. Sally, cariño.”

 

Holden colgó y se quedó junto al teléfono unos quince minutos. Luego metió otra moneda en la ranura y volvió a marcar el mismo número.

 

“¡Hooola!” gritó. “Hablar con Sally, por favor.”

Se escuchó un agudo tintineo mientras colgaban y Holden colgó también. Se tambaleó por un momento. Luego fue hasta los sanitarios y llenó el lavabo con agua helada. Sumergió la cabeza hasta las orejas y luego caminó hasta la radiador, goteando, y se puso debajo. Se quedó sentado debajo del radiador, contando las baldosas del suelo mientras el agua resbalaba por su cara y se le metía en la nuca, empapándole el cuello de la camisa y la corbata. Veinte minutos después, entró el pianista del bar a peinarse. Tenía el pelo ensortijado.

 

“¡Hey, amigo!” lo saludó Holden desde el radiador. “Tengo la butaca más caliente. Me apagaron las luces y estaba empezándome a enfriar.”

El pianista sonrió.

“Dios, tú sí que puedes tocar, eh,” dijo Holden. “Tocas realmente bien. Deberías estar en la radio. ¿Sabes? Eres buenísimo, amigo.”

“¿No quieres una toalla, muchacho?” le preguntó el pianista.

“No, ya no,” dijo Holden.

“¿Por qué no te vas a casa ya?”

Holden sacudió la cabeza. “Ya no”, dijo. “Ya no.”

El pianista se encogió de hombros y volvió a meter el peine en su bolsillo. Cuando salió del baño, Holden se quitó de debajo del radiador y pestañeó varias veces para dejar ir las lágrimas. Luego fue hasta el recibidor. Se puso el sobretodo sin abotonárselo y se colocó con fuerza el sombrero sobre la cabeza empapada.

 

Los dientes le castañeaban con violencia; se detuvo en la esquina y esperó el autobús de la Avenida Madison. La espera sería larga.

 

 

 

 

 

 

Traducción: Martín Abadía

Título original: Slight Rebellion off Madison (The New Yorker XXII, Diciembre de 1946, 76-79, 82 -86)

 

 

 

Dossier Salinger: Francotiradores (Hat on – Hat Off)

 

 

1

 

 

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Comienzo este apartado acerca de Holden Caufield con la historia de una génesis.

En las leyendas cosmogónicas de su Antología Negra, Blaise Cendrars rescribe una resonancia, una ineludible recurrencia. El Dios Nzamé engendra a Sékoumé, quien fuera el primero de los hombres, y le dice: Hazte de una mujer bajo un árbol. Sékoumé encuentra a Mbongwé y con ella engendra tres hijos: Nkoure (el tonto), Méfèré (el hábil) y Békale (el que no piensa en nada). Lógicamente, las coincidencias con otras génesis de Occidente son de una evidencia irrevocable. No me interesa trazar un paralelismo al respecto, sino sólo destacar al último primogénito, Békalé, el que en nada piensa, aquél que hace de nuestras habituales génesis duales, una tríada.

 

Pero se me antoja que existe una debilidad en esta idea, que Békalé representa más para nuestro mundo que un simple bastión intermedio. Una cara de fatal honestidad subyace: en las mitologías africanas se piensa en un bien, se piensa en un mal y también puede no pensarse en nada. Tomo este dato como mera anécdota; el sentido que pueda tener en torno a Holden Caufield resiste tan sólo dentro del orden de lo simbólico.

 

 

 

 

2

 

Raid, entiendo que el vocablo no es del todo justo. Holden Caufield parte, pero no sale a recorrer nada, hecho que convierte su ida en una fuga sin término. Raid implica asalto, incursión, incluso arrojo. Pero raid importa aún un objetivo, un ajuste de cuentas al final del camino. Prefiero deshacerme de la obviedad de congratular a The Catcher in the Rye dentro del corpus de historias que toleran una suerte de redención: El extranjero, de Camus, soporta ese pesar hacia el final mientras que Crimen y castigo lo instala al inicio. Digo pesar como mera notación de un cometido comprobable; no niego el mérito de la obra; quien acomete, en Dostoievsky, en Camus, explicita su acción al definir a su víctima. Salinger, sin embargo, no pudo sino revelar la cara más noble de la literatura: la sugerencia. No tropezó con la insensatez de mencionar al enemigo; lo creyó parcial y por siempre secreto. Eso es lo que consagra su longevidad. Eso es lo que depone el aburrimiento.

 

 

 

3

 

Es así que The Catcher… puede bien leerse en clave de policial o de suspense. Lo que se repite a lo largo de toda la novela es un vértigo: todos leemos The Catcher… sabiendo que estamos a punto de caer o de desmoronarnos con ella, pero sobre todo de acometer un designio tácito, nunca explicado, nunca resuelto.

El título de la novela marca la polisemia, la ambigüedad: las diversas traducciones que ha recibido en castellano corroboran este hecho. Se habla de catcher como guardián y como cazador. Algunos se han animado a una traición en forma y han permutado in the rye (en / entre el centeno) por oculto: el cazador oculto. Otros prefirieron una proximidad mayor y no se objetaron lo anodino que puede sonar El guardián entre el centeno. Más allá de toda apreciación, cierto es que el título supone ya el desorden y el desorden irresoluble. Hacia la página 173 creemos hallar el esclarecimiento. Holden Caufield recuerda el poema que da título a la novela y lo recuerda mal. Su hermana Phoebe lo corrige:

 

“You know that song “If a body catch a body comin’ through the rye”? I’d like”

“It’s “If a body meet a body coming through the rye !” old Phoebe said. “It’s a poem. By Robert Burns.”

 

El error de Caufield, no obstante, nada explica. Líneas abajo, Caufield sugiere:

 

“Thousands of little kids, and nobody’s around –nobody big, I mean – except me. And I’m standing on the edge of some crazy cliff. What I have to do, I have to catch everybody if they start to go over the cliff – I mean if they’re running and they don’t look where they’re going I have to come out from somewhere and catch them. That’s all I’d do all day. I’d just be the catcher in the rye and all. I know it’s crazy, but that’s the only things I’d really like to be. I know it’s crazy

 

Lejos de comprenderlo como una certeza, advierto una bidemensionalidad. Salinger consuma dos maniobras en una sola palabra: la primera, ser guardián de quienes no han crecido como para salirse del centeno; la segunda, ser quien acomete, quien atrapa y no define qué atrapar, sólo atrapar, arrojarse sobre quien se ha salido del centeno. El centeno o algún acantilado.

La primera maniobra es una certeza, compone la lectura asible de la novela; la segunda empero –poco más que una intuición- es secreta y  asume el timón del relato.

La palabra raid no se encuentra en la novela. Es tan solo una manera de definir a la callada misión que hace a Holden Caufield.

 

 

 

4

 

Llamé anteriormente la atención sobre Blaise Cendrars por una comodidad, una mera utilidad. The Catcher… define un territorio o bien abre un surco entre dos actitudes. La escena más reveladora al respecto se extiende al principio de la novela cuando el compañero de cuarto de Caufield le pide a éste ayuda con un escrito. Es en esta escena donde la novela cobra su verdadero valor: instala lo irreconciliable, un ellos y  nosotros de sugerente distancia. La palabra con la que se acusará a ese ellos será phonies, es decir, falsos, y así, todos los que no son nosotros serán phonies. De la misma manera, todos los que somos nosotros serán, siquiera formalmente, dos: Caufield y su lector, cualquiera que pueda serlo. Transcribo el tipo de escrito que se le pide a Caufield.

 

“Anything. Anything descriptive. A room. Or a house. Or something you once lived in or something- you know. Just as long as it’s descriptive as hell.” He gave out a big yawn while he said that. Which is something that gives me a royal pain in the ass. I mean if somebody yawns right while they’re asking you to do them a goddam favor. “Just don’t do it too good, is all,” he said. That sonuvabith Hartzell thinks you’re a hot-shot in English, and he knows you’re my roommate. So I mean don’t stick all the commas and stuff in the right place.”

 

Supongo al extracto en más de un punto revelador, pero me concentro tan solo en una sospecha: just don’t do it too good. La idea que mejor define a ese ellos, el impenitente y pocas veces infame modus operandi que es el de toda un sistema social: resolver que no hacer las cosas ni demasiado bien o demasiado mal sostiene un orden de transparente y hasta descarada mediocridad que hace permisible la vida, que la hace hasta trivialmente cómoda: hacerlo tan solo para igualarse a otros que también lo hacen para igualarse en un mínimo de osadía. Y nada más. Entonces Bèkale (el que en nada piensa) nos desnuda insufriblemente a todos y su génesis se hace mucho más extensiva.

 

 

 

5

                                                                                                                                       lottejacobilarge 

Habiendo una demarcación del territorio y aun un accionar que lo describe (just don’t do it too good), no es poco auspicioso que desde el otro territorio se comprueben fuerzas de signo siquiera opuesto. La pugna es ineludible: la verifica cualquier lector y aun diría, cada lector la asume y la resuelve. En la actualidad el procedimiento llevado adelante por Salinger se nos aparece caduco. La voz de Holden Caufield, en The catcher…, no sólo se sostiene por su particular manera de relatar, sino también por la cercanía con ese siempre callado, siempre testigo y siempre cómplice al que se dirige y que en cada lector se revela finalmente como único. ¿Qué justifica la visión de un mundo lleno de phonies? Un lector amigo que también cree en él ya que es interpelado y aludido sugestivamente. Un lector que deviene cazador y guardián entre el centeno por reflejo, pero sobre todo, porque el procedimiento no implica una obediencia debida a la manera de Michel Butor en La Modification o de todos los experimentos posteriores propios del objetivismo y de la nouvelle roman francesa. El ataque de Salinger fue verdaderamente efectivo ya que operaba doblemente: por indicación (“este mundo es así”) y por alusión (“tú sabes que es así”).

Remedo lo dicho con una cita, página 18.

 

«What really knocks me out is a book that, when you’re all done reading it, you wish the author that wrote it was a terrific friend of yours and you could call him up on the phone whenever you felt like it

 

Una notación es necesaria. Caufield confiesa viajar incógnito a un taxista y revela además, al lector, un camuflaje: “when I’m with somebody that’s corny, I always act corny too.” Estas dos menciones no me previenen de una hipótesis y tal hipótesis es la expresión de un orden: el de la única comunicación posible para Salinger, aquella que es confesión de Caufield al lector hasta las últimas consecuencias y en la que ambos se camuflan como una suerte de francotiradores del secreto. Ambos, Caufield y todo aquel que sea su cómplice, arremeten contra quienes se pasan la vida aplaudiendo lo equivocado,  asumen a un enemigo siempre merodeante y se hacen fuertes en sentirse compañeros, próximos, imprescindibles. E imprescindibles hasta el punto de confesar o confesarse: I’m the most terrific liar you ever saw in your life. Y no advertirlo como un defecto.

 

 

 

 

6

 

 

Inicialmente esta nota llevaría el título de “Hat on – Hat off”. Entiendo que en ese primer momento suscribí rápidamente a una de las escenas más connotativas del relato cuyo centro, al igual que aquel en torno al poema de Robert Burns, es un equívoco. El vínculo entre las dos escenas no es una mera apreciación; lo creo una certidumbre. Sucede hacia el capítulo tercero y el desorden de significados vuelve a convertirse en una sugestiva demarcación entre guardianes y cazadores.

 

“Up home we wear a hat like that to shoot deer in, for Chrissake,” he said. “That’s a deer shooting hat.”

“Like hell it is.” I took it off and looked at it. I sort of closed one eye, like I was taking aim at it. “This is a people shooting hat,” I said. “I shoot people in this hat.”

 

Las revelaciones que de esta llamada se extraigan corren por cuenta del lector. No seré yo quien distinga fríamente a venados de personas, ni tengo las suficientes armas para razonarlo. Tan solo puedo sentirlo, mientras leo, vuelvo a leer y sigo siendo aún francotirador junto con Holden Caufield, como la primera vez que lo fui, en una pésima traducción colombiana.

 

 

 

 

M.A

 

 

 

 

 

Dossier Salinger: «Pero a los ciegos no le gustan los sordos,» un diálogo en medio de Salinger

 

 

Palabras que rebotan entre paredes enamoradas de sí mismas

 

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El diálogo no es un acto natural; quiero decir, en todo caso lo natural es el intercambio de palabras. El diálogo supone, como plus, la donación de sentido, la verdadera comunicación, la consideración – aunque sea siempre imposible en forma completa – del otro que habla y que calla, del interlocutor. Aunque apenas lo notemos, cada vez se dialoga menos en nuestros tiempos; quizás el período hedonista que atraviesa la cultura que nos detalla tenga algo que ver. O quizás el hombre simplemente ya no siente deseos de escuchar más a nadie, quizás el hombre está tan aburrido de los otros como de sí mismo.

Como sea, el diálogo escasea en el presente. No lo digo para generar un frívolo espanto; en última instancia la sordera mutua ha gobernado muchos más siglos en la historia; no es cuestión de andar sacando a relucir la falsa conciencia. Una de las principales excepciones a esta regla resulta, por supuesto, la Atenas de los siglos VI y V a.C. La Polis griega, arquetipo a la sazón del estado democrático, muestra en aquel tiempo una valoración del diálogo en la que mucho tienen que ver, naturalmente, Sócrates y su discípulo y apologista, el insuperable Platón. Claro que la ponderación del diálogo escondía trampas flagrantes: las mujeres y los niños pequeños no participaban en ellos y los esclavos tenían la misma posibilidad de dialogar que un sillón de peluquero. Pero más allá de eso, el mero intercambio de palabras es elevado a diálogo, y este mismo aparece no sólo como una posibilidad de comunicación sino como la mejor herramienta para el tratamiento del saber, o más bien la única legítima. No son éstas, de todos modos, las consecuencias más pesadas: el diálogo, a partir de la intervención del tándem Sócrates-Platón, aparece naturalizado. El diálogo es connatural a todos los hombres sensatos y racionales, es congénito, es inevitable.

 

En Franny y Zooey, de Salinger, promediando la novela, encontramos una conversación entre Zooey – el hijo bonito y actor de los Glass – y Bessie, su madre. Zooey se está dando un baño y, como siempre –al decir de su madre-, se demora una eternidad allí dentro. La madre, la gorda -al decir de su hijo-, irrumpe en el cuarto de baño y comienza a parlamentar con él, quien, por cierto, tampoco puede, siquiera, tomar a su madre (ni a sus palabras) en serio, excepto para maldecirla por haberlo dejado confinado tras la horrenda cortina. Salinger retrata con ese diálogo, creo, como pocas otras novelas modernas y contemporáneas, la incomunicación esencial que describe a la propia modernidad, o dicho con mejores palabras, a los restos atrofiados en que ha devenido la dialéctica del proyecto moderno. Lo que hoy llamamos diálogo no pasa de ser, en la abrumadora mayoría de las oportunidades, un mero trueque de alocuciones, trueques intrascendentes para las dos partes, vale decirlo; trueques de palabras que se pierden en el vacío del otro desinteresado, harto, replegado en sí mismo. O, afinando la metáfora, trueques de palabras que rebotan en el otro para volver a los labios del locutor, que retoma el hilo de sus palabras como si el otro hubiese efectivamente colaborado en algo con su rechazo.

 

Palabras que rebotan en seres que han perdido – trabajosamente – la capacidad de oír o que en todo caso están demasiado ofuscados para ejercitarla. Palabras que rebotan en paredes. Paredes enamoradas de sí mismas. Todos los puentes cortados, todas las casas ineptas para visitas. La palabra – y la burbuja de sentido que la habita, la circunda, la persigue – perdiéndose en el hoyo abismal e imperceptible que se pronuncia entre los polos hablantes. La palabra – y el siempre insatisfecho deseo de llegar al otro, de ser alguien que dice, alguien para el otro – hundiéndose en el espiralado trámite del olvido.

 

 

 

Todos los puentes rotos

 

Para empezar, el baño. No creo que haya un lugar más íntimo en las casas compartidas que el baño. Es paradójico tal vez: el sitio que inevitablemente es utilizado por todos varias veces al día es al mismo tiempo el único espacio susceptible de tornarse realmente íntimo. De este modo, Bessie está cometiendo una verdadera ofensa; está penetrando en un territorio que se vuelve enemigo por el sencillo motivo de su invasión. La actitud de Bessie es hostil al diálogo desde un comienzo: el diálogo principia en el respeto por el otro y la señora Glass prefiere olvidar el gusto de su hijo por la privacidad. Algo típico de los Glass, hay que señalarlo; no parecen poder conversar si no es encantados en un dulce perfume de cinismo.

Ahora bien, ¿cuál es la razón de la premura que muestra la señora Glass? En principio, no se sabe. La respuesta que da a su hijo cuando se lo pregunta es “hazme el favor de cerrar el pico” y enseguida, se entrega a proponer una nueva pasta dentífrica para la salud de los dientes de Zooey. ¿Estamos en presencia de una de esas madres absorbentes, invasivas, definitivamente exasperantes? Es posible, pero no creo que el asunto concluya allí; Salinger en este punto exhibe uno de los filos más agudos de su maestría, muestra a través de la narración de una serie de acciones cotidianas y desopilantes a la vez – como todas las acciones que concebimos “cotidianas” tienen algo de desopilante en cuanto se las analiza un poco – la secuencia de puentes rotos que fundamentan a la inefable familia moderna, esa entidad que se sigue sabiendo una aún cuando observa con ojos desaforados los jirones desperdigados de su sueño.

 

La señora Glass debe dar un rodeo para hablar con su hijo de aquello que le interesa hablar. Todos debemos dar rodeos para hablar de algo que nos interesa, especialmente cuando estamos cerciorados de que al otro no le interesa en la misma medida. Ese rodeo representa menos el hipotético miedo al desdén del otro que cierta versión de la vergüenza propia que, efectivamente, caracteriza nuestras identidades modernas: el ser humano no se avergüenza de tener intereses propios, que se entienda bien; por el contrario, todo su mundo se centra en esos orgullosos intereses. Lo que provoca el sonrojo, en todo caso, es el hecho de tener que recurrir al otro, es decir, la propia incapacidad para dominarse en el reguero de reclamos y exhortaciones. Al ser humano, como siempre, lo avergüenza su falta de prudencia, su incontinencia psicológica. Lo avergüenza tener que hablar con otro para ser.

 

Porque Bessie Glass no entra allí únicamente para practicar recomendaciones odontológicas a Zooey. Nada de eso: las bravatas que pertenecen, si se quiere, a la caracterización de la maternidad tirana, no son otra cosa que el torpe prólogo para el pedido desesperado por la salud de su hija más joven, Franny, la mística y atribulada pequeña de los Glass. Bessie quiere hablar de ello pero la vergüenza – y quizás el despunte de algunos gajes del oficio – la obliga a la irrupción hostil, a la falta de respeto, a la agónica tentativa de sentir unida por un instante a la familia para siempre desmembrada, deshecha. Vergüenza por la tentativa del diálogo: ése es uno de los sentimientos por excelencia de nuestra era; vergüenza por la tentativa de unidad allí donde hay separación tajante, inapelable, destemplada. No le importa a Bessie – esto queda claro – la realidad de las cosas; parece estar demasiado al tanto de esa realidad como para sufrir por ella gratis. Bessie está convencida de la locura de su hija, de su anormalidad; no le está pidiendo una verdadera ayuda a Zooey, básicamente porque no cree que Zooey ni ninguno de los demás pueda ayudar a Franny. Lo que clama con sus conductas ridículas y groseras es la certeza sobre el asunto: ella-está-sufriendo-por-su-hija-como-nadie-más y se debe hablar de ello, aunque Zooey apenas conteste con maldiciones o con puro silencio, aunque las respuestas de Zooey sean tan inútiles para ella, aunque esas mismas respuestas sean abortadas una y otra vez por Bessie.

 

Todos los puentes rotos, y entre ellos el pulso del vacío latiendo enclenque, perseverante, eterno. Todos los puentes rotos y esa andanada de palabras envenenadas resbalándose en el cuarto de baño maldito, mendigando por una pizca de frescor entre las creencias de una maldición trascendental y la inmensa pila de basura que todos los días tiene para juntar la burguesía descastada y berreta en los cestos desparramados por la casa. Todos los puentes rotos: el dramático logro de la ecuación moderna, el producto natural del principio de la información. Todos los puentes rotos: nosotros y la estúpida manía de hacernos compañía con nuestras carencias.

 

 

 

 

 

La stultitia en Salinger: “Se supone que en esta familia somos todos adultos”

 

Michel Foucault centró su tarea durante algunos años en elucidar lo que él mismo llamó “tecnologías del yo”; es la época de la hermenéutica del sujeto, o sea, de cómo el zoion politikón (el mero ser humano) se convirtió en sujeto. Pues bien, estas “tecnologías del yo” no son otra cosa que teckné, ejercicios que incluyen la purificación, la anakoresis (retirada del mundo) y el examen de conciencia entre otros y que concluyen exitosamente en el sujeto moderno. Pero cualquiera sabe que el éxito jamás está asegurado: cuando el mero ser humano, por algún tipo de resistencia o “falla”, no logra el cumplimiento de todas las tecnologías de subjetivación, aparece la stultitia. El stultus en la tradición helénica-romana es, en efecto, la figura antípoda del “cuidado de sí”, es aquel que – por su flaqueza de voluntad – no logra un gobierno de sí que, por supuesto, le impide cualquier remota chance en el gobierno de los otros; no casualmente algunas de estas recetas fueron pergeñadas para elaborar gobernantes.

           

La modernidad hipertrofiada fabrica stultus en serie; lo que alguna vez fue la excepción – y el objeto de la penalización, por cierto – se torna la regla. Eso parece decirnos Salinger al menos.

 

Todos los Glass son stultus; los vivos, los que vimos suicidarse en alguna otra pieza, los que nunca están presentes. Todos y cada uno de ellos. “Se supone que en esta familia somos todos adultos” parece rogarle y exigirle Bessie a su hijo, más que anoticiarlo de ello. La adultez, a raíz de algunas de las cualidades que se le adosan, representa entre otras cosas el dominio de sí mismo en relación con la infancia o la adolescencia, la prudencia, la capacidad de represión propia sobre los impulsos. Bessie está suponiendo con su discurso lo que, bien sabe, no es cierto en la realidad. Lo que no es cierto según la noción de adultez que subyace a sus palabras. No, los Glass no son “adultos”, no son sujetos modernos ejemplares; son simplemente iguales a todo el mundo.

 

 

 

 

Mome